11

Nos quedamos los cuatro totalmente inmóviles durante varios segundos, sin decir nada. Abelardo, con los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz dilatadas; el doctor con la mirada chispeante, como si en lugar de hacer el diagnóstico de una muerte estuviera jugando una de las partidas de ajedrez a las que era tan aficionado y viera el final cerca («mueve ahí esa torre y será mate en tres movimientos», parecían decir sus ojos); Matías mirando primero a uno y después a otro con cierto nerviosismo.

Abelardo fue el primero en romper la inmovilidad, lo cual era inevitable, porque lo cierto es que los tres le estábamos esperando a él. Se irguió, alisó un par de arrugas de su uniforme, carraspeó, sacó el arma reglamentaria y, apuntándonos con ella, dijo:

—Que no se mueva ni Dios.

El doctor soltó una risita de nariz y movió lentamente la cabeza a un lado y otro.

—Guárdate esa pistola, hijo, que aquí nadie va a salir corriendo. A ver si todavía vas a mandar a alguien a hacer compañía a Rogelio. Y piensa qué vas a hacer.

Abelardo tensó la mandíbula, pero la mano que empuñaba el arma perdió parte de su firmeza y al cabo de unos segundos volvió a enfundarla. El doctor, con sus casi setenta años, su barba blanca y su bastón, había ganado la partida. A partir de entonces, y a pesar de las apariencias, sería él quien llevara la batuta.

—¿Y bien? —preguntó.

Abelardo titubeó.

—¿Ver la nota, tal vez? —continuó, señalando la hoja de papel doblada en el lavabo.

Abelardo reparó por primera vez en ella. La cogió y la desdobló.

—«Humo y al monte». ¿Es la letra de Rogelio? —Dijo pasándole la nota al doctor, que la leyó con atención y luego se la devolvió.

—Eso es fácil de comprobar, muchacho. Al llegar he visto un libro mayor encima de la mesa del almacén.

—A ver, Matías, súbeme ese libro —dijo Abelardo volviéndose hacia el cartero, que dio un respingo—. O mejor, vamos todos.

Di gracias a Dios cuando, tras dejar de nuevo la nota en su sitio, salimos del cuarto de baño. Yo fui en último lugar, y cerré la puerta deseando en vano que aquella fuera la última vez que lo veía.