El doctor examinó el cadáver durante varios minutos: comprobó la rigidez de las articulaciones, estudió los cortes en los antebrazos, las pupilas y la coloración de los cardenales bajo la barbilla. Por último, introdujo una mano en el agua ensangrentada y, tras tantear durante unos segundos, extrajo del fondo de la bañera una navaja de afeitar abierta.
—Aquí tiene su arma del crimen, agente —dijo por fin, mostrándole la navaja chorreante mientras se incorporaba con sorprendente agilidad en un hombre de casi setenta años.
—Déjela donde estaba o cuando lleguen los de homicidios me pulen.
Al oír esto, el rostro del doctor mudó de aspecto.
—¿La brigada de homicidios? ¿Aquí?
Comprendí su extrañeza. En un principio, salvo si el fallecido era alguien importante (y no parecía que un camarero de pueblo pudiera serlo), el caso era competencia de la guardia civil.
—Como lo oye. No crea que me hace gracia ser la chacha de los de homicidios, pero es lo que hay. En cuanto informamos y dimos el nombre del fallecido, se apropiaron del asunto. En fin —concluyó, soltando el aire por la nariz—, ¿sabe ya lo que ha ocurrido?
—Por supuesto —dijo el doctor terminando de secarse las manos con un pañuelo que había sacado del maletín—: ha muerto desangrado.
Por el rabillo del ojo, vi que Matías hacía esfuerzos para no reírse. En el baño comenzaba a notarse calor y tal vez fueran imaginaciones mías, pero también un olor dulzón. Contando el cadáver éramos cinco en unos seis metros cuadrados. Apenas podíamos movernos. Todo estaba comenzando a tomar un aire desquiciado, como algo soñado después de una cena copiosa.
—No me diga, doctor —respondió Abelardo—. ¿Eso es todo?
—Puedo decir muchas cosas más, algunas de ellas muy relevantes. Los cortes en las muñecas son de la misma longitud y profundidad, casi perfectamente rectas. El cadáver falleció entre las doce de la noche y las tres de la madrugada. Las marcas en el cuello son aproximadamente de la misma hora y, sí, probablemente sean de escopeta. Pero dudo que todo esto te sirva de algo si no has sido capaz de ver lo principal.
Abelardo tomó aire y pareció contar mentalmente hasta diez.
—¿Y qué es lo principal, si puede saberse? —preguntó por fin, masticando muy despacio cada palabra.
El doctor sonrió bajo la barba. Su rostro se llenó de arrugas.
—Los zapatos, hijo. Cuando uno planea pegarse un tiro con una escopeta de caza tiene que tirar del gatillo con el dedo gordo del pie, pero he aquí que el bueno de Rogelio está calzado y con los calcetines puestos. Además, somos animales de costumbres: lo primero que hace todo el mundo antes de introducirse voluntariamente en una bañera llena es quitarse los zapatos.
—A lo mejor estaba borracho —murmuró Matías—. A lo mejor…
—Es igual —le interrumpió el doctor. Abelardo estaba mudo y tieso como una estaca—. Lo de los zapatos es anecdótico. Son los cortes: idénticos, de idéntica profundidad, ése es el quid de la cuestión. Cuando un diestro se abre las venas, el corte en el brazo izquierdo es mucho más profundo y preciso que en el derecho. Pero no es el caso.
—¿Quiere decir que…? —comenzó a decir Abelardo, con los ojos muy abiertos.
El doctor asintió con la cabeza.
—Eso es, muchacho. Aprovecha el tiempo que queda hasta que lleguen los de homicidios, porque no creo que te veas en otra igual en tu vida. Este hombre no se ha suicidado, le han suicidado.