Capítulo 8

«Ni de coña —pensó Kat antes de decirlo en voz alta—. No, Hale. No. Simplemente… no».

Se intentó espabilar y pensar con claridad en la situación. Al fin y al cabo, estaba en Italia con un chico listo y guapo en un jet privado. Tenía el mundo literalmente a sus pies, pero, aun así. Katarina Bishop se quedó pasmada cuando, a través de la puerta del avión, vio la pista privada, uno de los valles más bellos del mundo… y a una joven con una larga melena al viento y una pose de modelo.

Lo único que le salió fue:

—Ni de coña.

Se puede afirmar que todos los ladrones (o cualquiera que haya pasado la mayor parte de su vida en la oscuridad) tienen un sexto sentido que les permite oír más y procesar más deprisa. Sin embargo, Kat se preguntó por qué la visión de aquella chica en concreto le ponía de punta los pelos del cogote.

—Hola, Kitty Kat.

Ah, sí, por eso.

—¿Puedo hablar contigo? —dijo Kat agarrando a Hale del brazo, pero, aunque los pies de la chica eran como los de un gato, los de Hale eran mucho más robustos. La pasó de largo y bajó las escaleras justo cuando la otra chica lo miraba y le decía:

—Hola, guapo.

Cuando la abrazó, las largas piernas de la joven se despegaron del suelo, y Kat quiso comentar que hacía demasiado frío para una falda tan corta. Se moría por decir que los tacones altos eran una idea pésima para una ciudad llena de adoquines. A pesar de todo, Kat se quedó paralizada en lo alto de las escalerillas hasta que la otra chica dijo:

—Oh, venga, Kitty, ¿no vas a abrazar a tu prima?

Las familias son cosas extrañas, criaturas vivas en más de un sentido. Y los negocios familiares… Bueno, ahí lo raro no tiene límites.

Mientras caminaban por las estrechas calles del pueblo de Arturo Taccone, Kat tuvo que preguntarse por enésima vez si todos los negocios familiares serían así. ¿Habría una zapatería en Seattle que hubiera pasado de generación en generación hasta producir a dos chicas adolescentes que no se soportaban? ¿Habría en aquel mismo instante un restaurante en Río en el que dos primas se cruzaran de brazos y se negaran a trabajar en el mismo turno?

Quizá aquellos sentimientos se reservaran para los negocios familiares en los que pueden pegarte un tiro o meterte en prisión. Pero Kat nunca lo sabría porque, al fin y al cabo, sólo tenía una familia y nada con lo que compararla.

—Hale —gimoteó Gabrielle mientras le echaba un brazo encima—. Kat no está siendo buena conmigo.

—Kat —dijo Hale, como si disfrutara haciéndose el adulto—, abraza a tu prima.

Sin embargo, Kat nunca fingía el cariño y, a diferencia de Gabrielle, se negaba en redondo a gimotear. Quizá hubiera perdido aquellas habilidades cuando perdió a su madre; o quizá, como los malos reflejos o una relación inquebrantable con la verdad, dichas habilidades hubieran ido desapareciendo poco a poco de su familia. Sea cual fuere el caso, consiguió decir:

—Me alegro de verte, Gabrielle. Creía que estabas en Montecarlo, codeándote con los europeos ricos, de fiesta en fiesta.

—Y yo creía que estabas en la sala de estudio. Supongo que las dos nos equivocamos.

Kat examinó a su prima y se preguntó cómo era posible que Gabrielle fuera un año mayor. Bueno, ni siquiera un año, nueve meses. Sin embargo, parecía nueve años mayor que Kat: era más alta, más curvilínea y, en general, más de todo. La chica se pegó a Hale y lo agarró del brazo, lo que obligó a Kat a caminar a su lado, como si sobrara, por unas calles en las que apenas cabían dos personas.

—Bueno, ¿dónde está Alfred? —preguntó Gabrielle.

—¿Te refieres a Marcus? —la corrigió Hale.

—Como se llame —repuso la chica, moviendo una mano.

Kat pensó que era una pena que la cabeza de su prima no estuviera tan bien rellena como su sujetador. Entonces, Gabrielle dijo:

—Feliz cumpleaños.

En su mano apareció un paquete de fotos que se trasladó como por arte de magia al bolsillo de la chaqueta de Hale.

La entrega fue perfecta, sencilla, el movimiento de un experto con mucha práctica, de un miembro de la familia.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Kat.

—Prometida —respondió Gabrielle, suspirando con indignación—. Otra vez.

—Oh —dijo Hale—. Enhorabuena.

—Por decir algo. Es un conde, creo. O puede que un duque —comentó volviéndose hacia el chico—. ¿Cuál de los dos es mejor?

Antes de que pudiera responder llegaron a un muro bajo de piedra. Al otro lado se extendían los viñedos del valle de Sabinia. Un río atravesaba aquella fértil tierra y las ovejas pastaban en una colina lejana. Italia era uno de los lugares más bellos de la tierra, pero ni siquiera el paisaje logró que Kat apartara la vista de las fotos que tenía Hale. Eran imágenes de un complejo enorme cerca de un precioso lago. Hale se apoyó en el muro y ojeó las fotos, en las que se mostraba el lugar cada vez más de cerca. Al final, Kat observó los muros y líneas que, hasta el momento, sólo había visto en los planos.

—¿Es lo más que pudiste acercarte? —preguntó Hale a Gabrielle.

—¿A la fortaleza, quieres decir? —repuso ella, masticando su chicle—. Buena elección, chicos, en serio.

—No ha sido una elección —le recordó Kat.

—Lo que tú digas. Tiene un muro de piedra de cuatro metros y medio.

—Lo sabemos —dijo Kat.

—Cuatro torres en el perímetro, con vigilantes.

—Lo sabemos —repitió Kat, poniendo los ojos en blanco.

—Y un foso. ¿Sabías eso, señorita sabelotodo? ¿Sabías que hay un foso de verdad? ¿De ésos con cosas bajo el agua? —Gabrielle se estremeció (y algunas partes de ella se estremecieron más que otras), pero dejó clara su opinión.

Hale se metió las fotos en el bolsillo, se volvió y apoyó los codos en lo alto del muro.

—Bien —dijo Kat—. ¿Y el informe de la policía? —preguntó, pero Gabrielle se rió—. ¿No buscaste en la policía… nada de nada? ¿No les preguntaste… nada? —preguntó Kat, mientras la otra seguía riéndose, y la risa rebotaba en los adoquines; hasta Hale sonreía.

Kat se quedó donde estaba, asombrada de que alguien que compartiera la sangre del tío Eddie no supiera que existen pocos trabajos en toda la historia que los radares de la policía hayan pasado del todo por alto.

Al fin y al cabo, la gente de la ciudad solía notar si la alarma de un coche sonaba durante veinte minutos a las 8:02 de la noche. O que quince semáforos se apagaron entre las nueve y las diez. O que un coche patrulla había encontrado una furgoneta abandonada al lado de la carretera… llena de cinta adhesiva y colibrís.

Son las huellas de personas que miran por donde pisan, pero no dejan de ser huellas.

—Los hombres como Arturo Taccone no llaman a la policía, Kat —dijo Gabrielle muy despacio, como si Kat se hubiera vuelto increíblemente estúpida en su retiro—. Los que no hemos abandonado a nuestras familias sabemos esas cosas.

—Vaya, me voy unos cuantos…

—Te fuiste —la cortó Gabrielle en un tono más frío que el viento—. Y seguirías detrás de tus muros cubiertos de hiedra si no hubiéramos… Seguirías allí.

La autenticidad es algo extraño. Alguien esculpe una imagen en piedra, una máquina imprime la cara de un presidente muerto en un billete, un artista pone pintura en un lienzo… ¿De verdad importa quién sea el pintor? ¿Es un Picasso falso menos bello que uno de verdad? Quizá fueran cosas de Kat, pero no lo creía. Sin embargo, cuando miró a Hale y a su prima, se olió una falsificación.

—Gabrielle —empezó a decir, muy despacio—, ¿cómo sabes que en el Colgan había hiedra?

Kat vio que su prima se mofaba y decía alguna tontería sobre que lo había supuesto, pero una imagen se le vino a la cabeza: un vídeo de vigilancia con la imagen granulosa. Alguien con una sudadera con capucha corriendo por la plaza. Se volvió hacia Hale y se dio cuenta de que era demasiado alto y ancho. La persona de la pantalla era lo bastante similar en altura a Kat para engañar a la junta de honor del colegio Colgan, aunque lo que más molestaba a Kat era no haberse dado cuenta antes.

—¿Gabrielle, Hale? —dijo, dándole una torta en el hombro—. No bastaba con echarme de allí, no, encima tenías que usarla a ella para ayudarte. ¡A Gabrielle!

—Te estoy oyendo —canturreó su prima.

Hale miró a Gabrielle y señaló a Kat, diciendo:

—Es un encanto cuando se pone celosa. —Kat le dio una patada en las espinillas—. ¡Oye! Tenía que hacerlo, ¿recuerdas? A diferencia de lo que suele suponerse, no conozco a tantas chicas —afirmó, y las dos se le quedaron mirando—. Vale, no conozco a tantas chicas con vuestras habilidades.

—Oh, tú sí que sabes hacer que una chica se sienta especial —respondió Gabrielle, batiendo las pestañas.

Pero Kat… Kat se sentía como una imbécil.

—Te veré en el hotel —dijo, mirando a Hale; después se volvió hacia su prima—. Y a ti te veré en Navidad, en una de las bodas de tu madre o… donde sea. Gracias por venir, Gabrielle. Seguro que hay una playa esperándote en alguna parte, así que te dejaré volver a lo tuyo y yo volveré a lo mío.

Casi había llegado a la esquina cuando su prima le gritó:

—¿Crees que eres la única persona del mundo que quiere a tu padre?

Kat se paró y estudió a Gabrielle. Por primera vez en su vida, habría jurado que su prima no intentaba engañarla. Con siete años, Gabrielle ya estaba entrenada para llamar papá a cinco hombres distintos: hubo un magnate del petróleo de Texas, un multimillonario de Brasil, un hombre con una desafortunada mandíbula superior que hacía algo para el Gobierno de Paraguay y supervisaba la importación y exportación de un par de Monet falsos muy caros… En realidad, ninguno de ellos era su padre.

—Me necesitas —dijo Gabrielle; no vacilaba ni flirteaba, ni se hacía la tonta. Era la sobrina nieta del tío Eddie en todos los sentidos: una profesional, una timadora, una ladrona—. Te guste o no, Kitty Kat, la reunión familiar empieza ahora mismo.

Kat guardó silencio mientras su prima aparcaba un diminuto coche europeo en el arcén de una sinuosa carretera rural. No había ni faros ni ruido. Cuando Kat abrió la puerta y salió notó una húmeda brisa fresca y miró al oscuro cielo sin estrellas. Como ladrona, no podía pedir más.

—Vuelve a contarme por qué tengo que ir en el asiento de atrás —dijo Hale mientras se estiraba y la miraba.

—El multimillonario siempre viaja detrás, tiarrón.

Le dio una palmadita en el pecho, pero, antes de poder apartarse, él le agarró la muñeca y le volvió a poner la mano (enguantada) sobre el corazón (que latía a mil por hora).

—¿Estás segura de que esto es buena idea? —preguntó.

Kat podía haberle contado mil mentiras, pero ninguna era más poderosa que la verdad:

—Es la única que tenemos.

Mientras Gabrielle abría el capó y desbarataba el motor para no despertar sospechas si algún vigilante o metomentodo pasaba por allí a preguntar, Kat no dejó de mirar a Hale a los ojos. En aquel instante le recordaba mucho al chico con el pijama de Superman: asustado, aunque decidido y quizá algo heroico.

—Kat…

—¿Venís? —susurró Gabrielle, cortando así lo que Hale fuera a decir. Kat no tuvo más remedio que volverse y empezar a subir por el empinado terraplén, envuelta en la oscuridad, haciendo crujir las ramas bajo sus pies como si fueran fuegos artificiales.

—Ups —dijo Kat diez minutos después, tropezando por enésima vez.

No sabía qué era peor, que Hale la ayudara a recuperar el equilibrio o que Gabrielle fuera testigo de su torpeza.

Esperaba que su prima dijera que estaba en mala forma, que Hale bromeara sobre las pocas prácticas que incluía el programa de educación física del colegio Colgan, pero nadie abrió la boca en su camino a la cumbre de la alta colina. Siguieron subiendo con paso firme hasta que Gabrielle se paró de golpe y Kat estuvo a punto de chocar con ella.

—Ahí está —anunció Gabrielle.

Incluso de noche, a pesar de la distancia, estaba claro que el hogar de Arturo Taccone era en realidad un palacio de piedra y madera, rodeado de viñedos y olivos, un paraíso de postal. Sin embargo, lo que Kat vio fueron los vigilantes y las torres, los muros y las cancelas. No era un paraíso: más bien era una prisión.

Los tres se tumbaron boca abajo sobre la húmeda hierba de lo alto de la colina y examinaron la villa de abajo. Kat odiaba admitirlo, pero Gabrielle estaba en lo cierto: había que verlo para creerlo. El día anterior, cuando le enseñaron los planos a Simon, ella pensaba que la casa de Taccone era uno de los objetivos más difíciles que había visto. Cuando las nubes oscuras se abrieron un instante y la luna brilló como un foco sobre el foso, Kat se dio cuenta de que sólo un idiota se acercaría a aquellos muros.

—¿La marmota? —preguntó Hale.

—No hay tiempo —contestó Kat—. Abrir el túnel nos llevaría días, y Taccone no dejaría el bosque sin patrullar tanto tiempo.

—¿El ángel caído?

—Quizá —respondió ella—, pero, aunque tuviéramos luna, el patio interior es demasiado pequeño para arriesgarnos a que alguien te vea con el paracaídas. Y nadie construye torres de vigilancia si no las va a llenar de vigilantes.

—Armados —añadió Gabrielle.

Kat observó a su prima ponerse boca arriba, descansar la cabeza sobre los brazos y contemplar las oscuras nubes que cubrían el cielo. Estaba tan tranquila como en la playa o en su propia cama. A Kat le dolían los pies de la caminata por el bosque, y el gorro negro le apretaba y le picaba. Se preguntaba a qué olía Hale exactamente y si a ella le gustaba.

No sabía cómo robar a Arturo Taccone.

Así que no sabía cómo alguien había podido robar a Arturo Taccone.

Y eso era lo más frustrante.

—Así que alguien hizo un caballo de Troya o una dama de Avon o… —empezó Hale, enumerando las opciones, pero Kat estaba harta de especular; no se atrevía a suponer nada.

En vez de eso, recordó las palabras de Hale a Simon: «No es una operación típica». Se dio cuenta de que, quizá, no podría realizarla un ladrón típico.

Era como si una mano invisible hubiera tirado de la chaqueta negra de Kat para ponerla de pie.

—¡Baja! —susurró Gabrielle intentando agarrarla, pero Kat ya avanzaba hacia el borde de la cresta.

—¿Adónde vas? —preguntó Hale mientras la chica caminaba con decisión hacia el puente levadizo intentando bloquear la parte de su mente que preguntaba: «¿Puente levadizo?».

—¡Kat! —siseó Gabrielle—. Te van a pillar.

Kat se volvió y les lanzó una sonrisa casi malvada.

—Lo sé —respondió.

Las puertas se hicieron más altas al acercarse a ellas. Las luces iluminaban el perímetro de manera estratégica, resaltando las gotas de lluvia que empezaban a atravesar el negro cielo. A pesar de ello, Kat procuró caminar despacio, con intención, por los campos en dirección a los muros de la villa. Notó la mirada de las cámaras de seguridad y el movimiento de los vigilantes. Para mantener la mente ocupada, intentó averiguar la edad de la villa, los nombres de los antiguos propietarios y la historia del lago. Intentó concentrarse en la lluvia, en el pelo que se le encrespaba.

Sin embargo, sobre todo, intentó parecer tranquila cuando se dirigió a la cajita metálica que había a un lado de la carretera. Rezó por que su voz no la traicionara al mirar a la pequeña cámara de seguridad y anunciar al micrófono:

—Me llamo Katarina Bishop y he venido para ver a Arturo Taccone.

Un relámpago iluminó el cielo detrás de ella.