La única persona que siempre llamaba a Kat por su nombre completo era el tío Eddie, pero el hombre del asiento trasero del coche no se parecía en nada a su tío abuelo. La chica lo examinó: abrigo de cachemira y traje a juego, corbata de seda y pelo engominado hacia atrás. Entonces recordó la advertencia de Hale: «Es un mal tipo completamente distinto». Su primer impulso fue luchar, pero dos hombres se le sentaron al lado, uno a la izquierda y otro a la derecha, así que no era una opción.
—Supongo que no me dejará salir si se lo pido amablemente —probó a decir.
—Ya me habían dicho que tenías el sentido del humor de tu padre —repuso el hombre, sonriendo, aunque siguió mirándola con ojos fríos—. Y los ojos de tu madre.
A pesar de las circunstancias, aquello la pilló con la guardia baja.
—¿Conocía a mi madre?
—De oídas. Era una mujer con mucho talento, me han dicho que era como un gato. Así es como te gusta que te llamen, ¿no Katarina? Kat, como los gatos en inglés.
Tenía un leve acento que la chica no lograba ubicar, no era del todo italiano, sino como si fuera un ciudadano del mundo.
—Tiene buenas fuentes.
—Tengo lo mejor de todo —repuso el hombre, sonriendo—. Me llamo Arturo Taccone.
—¿Qué quiere?
—Se me ocurrió llevarte al aeropuerto —respondió, haciendo un gesto que abarcaba el interior del bello vehículo de época, pero Kat se encogió de hombros.
—Pensaba llamar a un taxi.
—Un despilfarro innecesario —afirmó el hombre, entre risas—. Además, así podemos charlar tranquilamente y, por el camino, incluso podríamos recoger mis cuadros, si lo prefieres.
—No los tengo —soltó Kat antes de darse cuenta de cómo sonaba—. Mi padre tampoco los tiene —añadió; se inclinó sobre él con la esperanza de que la proximidad lo hiciera todo más creíble—. Mire, no fue él, está acosando al hombre equivocado. Él estaba haciendo un trabajo en París aquella noche. Pare y compre un periódico; está en la primera plana…
—Katarina —la interrumpió Taccone; su susurro resultaba más aterrador que un grito—, esos cuadros son muy importantes para mí. He venido a París para explicárselo a tu padre, pero, en estos momentos, es demasiado popular para mi gusto. —Kat pensó en los agentes de la Interpol que lo vigilaban—. Así que es una suerte haberte encontrado. Quiero recuperar mis cuadros, Katarina, y estoy dispuesto a tomarme muchas molestias (o a causarlas, mejor dicho) para lograrlo. ¿Se lo dirás a tu padre de mi parte?
En aquellos momentos, sentada frente a Arturo Taccone y hecha un sándwich entre dos hombres enormes que no se apartaban de ella, todavía no había oído las historias. No conocía sus negocios en Oriente Próximo; no le habían contado lo de las explosiones en su almacén cerca de Berlín ni lo de la misteriosa desaparición de un director de banco de Zúrich. Sólo sabía lo que tenía delante: un hombre bien vestido, un bastón antiguo con un puño de peltre grabado, dos guardaespaldas y ninguna forma de huir.
—No puede devolver algo que no robó —insistió Kat, suplicante, pero el elegante hombre sólo dejó escapar una carcajada fría y llamó al chófer.
—Con dos semanas bastará, ¿no crees? Aunque, por supuesto, no debería hacer falta tanto, seré generoso por respeto a tu madre y su familia.
La limusina se detuvo, los matones abrieron las puertas y, mientras Arturo Taccone salía a la luz de las calles de París, añadió:
—Ha sido un placer conocerte, Katarina. Hasta que nos volvamos a encontrar —se despidió, después de dejar una tarjeta de visita en el asiento, junto a ella.
Kat no empezó a notar la respiración entrecortada hasta que no se cerró la puerta y el coche empezó a avanzar por las bulliciosas calles hacia el aeropuerto. Se quedó mirando la tarjeta blanca en la que se leía el nombre de Arturo Taccone en sencillas letras negras. Alguien había escrito unas palabras a mano: «Dos semanas».
—No fue él.
Kat hablaba desde el umbral de una habitación a oscuras, dirigiéndose a la figura tumbada en la enorme cama. Lo vio sentarse de golpe y encender la luz, que le hizo daño en los ojos. Sin embargo, estaba demasiado cansada para parpadear.
—Kat —gruñó Hale, dejándose caer en las almohadas—. Qué curioso, no he oído el timbre.
—He entrado sola, espero que no te importe.
—Ni la alarma —añadió él, sonriendo.
La chica entró y dejó caer una bolsa llena de herramientas en la cama.
—Te toca una actualización.
Hale apoyó la espalda en el antiguo cabecero y la miró entrecerrando los ojos.
—Ha vuelto —comentó, cruzando los brazos sobre el pecho descubierto—. Podría estar desnudo, ¿sabes?
Sin embargo, Kat no se permitió pensar en lo que Hale llevaba o dejaba de llevar bajo las sábanas de algodón egipcio.
—No fue él, Hale —insistió, y se dejó caer en un sillón, junto a la chimenea—. Mi padre tiene coartada.
—¿Y tú lo crees?
—¿Normalmente? Quizá —contestó, pero después se encogió de hombros y reconoció, mirándose las manos—: Quizá no. Pero estoy bastante segura de que no ha podido montar un gran trabajo en Italia la misma noche que montaba otro más pequeño en París.
Hale silbó, admirado, y Kat recordó que, a pesar de todos sus recursos y talentos, lo más peligroso de W. W. Hale V era que, cuando creciera, quería ser como el padre de Kat.
—¿Sigue en París? —preguntó el chico, y ella asintió; después bajó descalzo de la cama y la miró—. Entonces, ¿qué? ¿Tiene el botín guardado en alguna parte y un equipo de vigilancia lo persigue las veinticuatro horas del día, así que no puede recuperarlo y salir de la ciudad?
—Algo así.
—¿Qué va a hacer?
—Nada.
—Vosotros, los Bishop… Uno no quiere irse y la otra no deja de huir.
Sin darse cuenta de que lo hacía, Kat sacó una tarjeta del bolsillo y acarició el grueso papel.
—¿Qué es eso? —le preguntó Hale.
—La tarjeta de visita de Arturo Taccone —respondió ella, mirando al fuego moribundo; no pudo reprimir un escalofrío.
Hale apartó las sábanas de golpe y se acercó a ella. Parte de Kat fue muy consciente de que no iba desnudo, pero otras partes de ella (la parte de ladrona, la parte de hija y la parte que había visto la oscuridad de los ojos de Taccone) apenas prestaron atención a los pantalones de pijama de Superman.
—Por favor, dime que te la encontraste en una acera —le dijo Hale.
—Seguramente estaba siguiendo a mi padre, pero me vio y… me llevó al aeropuerto.
—¿Arturo Taccone te llevó al aeropuerto?
—Bonitos pantalones —repuso Kat, aunque, mientras lo decía, sabía que la situación no tenía nada de gracia, a pesar del pelo de punta y desordenado de su amigo.
—Kat, dime que no te quedaste a solas con ese hombre.
—Estoy bien.
—¿Que estás bien? Ya te lo había contado, Kat, el tío Eddie dice que ese tío es peligroso, y el tío Eddie…
—Debería saberlo, lo sé.
—Esto no es un juego, Kat.
—¿Acaso tengo pinta de estar jugando?
Hale le pegó una patada a las sábanas, que estaban en el suelo, y a Kat le dio la impresión de que parecía a la vez un hombre asustado y un niño enfadado porque no se ha salido con la suya.
—Bueno, al menos le dirías que se equivocaba de hombre —dijo, al cabo de un rato de silencio.
—Claro que sí, pero no estaba muy predispuesto a aceptar mi palabra.
—Kat, tienes que…
—¿Qué? —lo cortó ella—. Hale, ¿qué se supone que tengo que hacer? Mi padre no tiene los cuadros. Ese Taccone no se va a creer que no los tiene, así que ¿qué? ¿Debería decirle a mi padre que se esconda para que tenga algo de ventaja cuando los matones más grandes que se puedan comprar empiecen a perseguirlo dentro de dos semanas? No sé qué dirás tú, ¡pero ahora mismo la vigilancia intensiva de la Interpol me parece genial!
—Ese tío está muy empeñado en recuperar sus cuadros.
—Así que vamos a devolverle sus cuadros.
—Un plan estupendo, si no fuera porque no los tenemos.
—Los tendremos —afirmó ella mientras se dirigía a la puerta—. En cuanto los robemos.