Antes, a Kat le encantaba París. Recordaba haber estado allí con sus padres comiendo cruasanes, visitando una pirámide y llevando seis globos rojos. Hasta varios años después no descubrió que no se trató de un divertido viaje familiar, sino que habían estado vigilando el Louvre. A pesar de todo, los recuerdos la hicieron sonreír cuando compró un bollo en la cafetería favorita de su padre y salió con él al frío mundo exterior. Tembló un poquito y deseó haberse llevado un abrigo más grueso. Al otro lado de la abarrotada plaza vio la tienda en la que su madre le había comprado un par de relucientes zapatos de charol rojo para Navidad. Deseó un montón de cosas.
—Sé que el tío Eddie dice que está en París, pero quizá tarde un par de días en encontrarlo —le había dicho a Marcus cuando la dejó en el aeropuerto.
—Por supuesto, señorita —respondió él de una manera que daba a entender que no sería así; de algún modo, como siempre, Marcus estaba en lo cierto.
El nombre, la dirección y el teléfono de Bobby Bishop cambiaban constantemente, pero Kat conocía a su padre y eso resultó bastar para localizarlo.
Estaba a media manzana de distancia cuando lo vio. El pelo empezaba a mostrar unos ligeros toques grises, pero seguía siendo tan tupido y ondulado como antes. Caminaba a grandes zancadas y llevaba subido el cuello del abrigo de cachemira oscuro para protegerse del viento mientras paseaba tranquilamente entre la multitud.
Kat volvió corriendo al interior de la cafetería, compró un café solo y salió de nuevo con el vaso humeante esperando verlo reaccionar con sorpresa al descubrirla. Sin embargo, cuando regresó a la calle y buscó su rostro y su familiar forma de andar entre la gente, no lo encontró. ¿Habría pasado de largo? Durante un segundo temió no volver a encontrarlo o, peor, encontrarlo demasiado tarde.
Empezó a caminar en la dirección en la que iba él y estaba a punto de llamarlo cuando, instintivamente, se detuvo y miró atrás. Allí, en el centro de la plaza, lo vio de pie entre un grupo de turistas, escuchando a un guía que hablaba al borde de la fuente.
Su padre no pareció verla abrirse paso entre las hordas de turistas y las voraces palomas. No hubo ni abrazos ni saludos efusivos cuando se puso a su lado.
—Espero que eso sea para mí —dijo él, aunque sin apartar la mirada del hombre que hablaba velozmente en ruso al grupo.
Kat no sabía si enfadarse o impresionarse con su tono despreocupado, como si se tratara de una cita y la estuviera esperando.
Le dio el café y lo vio agarrar el vaso calentito con las manos heladas.
—¿Sin guantes? —le preguntó ella.
—No en mi día libre —contestó su padre, sonriendo, antes de dar un trago al café.
Se supone que los ladrones no deben desear demasiado… Es la verdad, aunque resulte irónico. No deben vivir en un lugar del que les cueste marcharse, ni poseer nada que no puedan dejar atrás. Eran las normas de la vida de Kat, del mundo de Kat. Mientras observaba cómo su padre bebía café y le sonreía disimuladamente por encima del vaso, supo que, en sentido estricto, los ladrones no debían querer nada tanto como ella lo quería a él.
—Hola, papá.
Las campanas de una iglesia cercana empezaron a tocar y las palomas se dispersaron. Su padre la miró por el rabillo del ojo y dijo:
—Ya sé que el colegio Colgan es bueno, cariño, pero París está demasiado lejos para una excursión escolar.
—Sí, ya, pero son las vacaciones de otoño —explicó ella; no quería saber por qué mentir a su padre le resultaba mucho más sencillo que decirle la verdad al director—. Quería ver qué hacías.
Otro trago, otra sonrisa, aunque esta vez no la miró a los ojos.
—Querías comprobar si los rumores eran ciertos —respondió, y Kat se ruborizó a pesar del frío viento—. Bueno, ¿quién te lo ha dicho? ¿El tío Eddie? ¿Hale? —preguntó; después sacudió la cabeza y habló entre dientes—. Voy a matar a ese crío.
—No fue culpa suya.
—Y tampoco lo de Barcelona, ¿no?
—Sí, bueno… —dijo Kat, y repitió las palabras de Hale—: Todos estuvimos de acuerdo en que aquel mono parecía muy bien adiestrado.
Su padre se mofó.
—Papá…
—Cielo, ¿me creerías si te digo que yo no hice ningún trabajo en Italia la semana pasada? —Las campanas pararon y el guía siguió su discurso. El padre de Kat miró a su alrededor y bajó la voz—. ¿Si te dijera que tengo una coartada sólida?
—¿Tienes una coartada? ¿Lo juras?
—Sobre una biblia de Gutenberg —respondió él, con ojos brillantes.
—¿Puedes probarlo?
—Bueno —vaciló su padre—, es un poquito más complicado…
Dejó la frase sin terminar y el grupo se apartó, dejando al descubierto un puesto de prensa. En los titulares en blanco y negro se leía: «Nouveaux Pistes Dans le Vol de Galerie: La Police Dit Que les Arrestations Sont en Vue».
—Papá —dijo Kat muy despacio—, por casualidad no sabrás nada sobre esa galería que robaron la semana pasada, ¿verdad?
Él esbozó una sonrisa que era en parte de orgullo y en parte de guasa, aunque no la miró. No dijo ni una palabra.
—Entonces, ¿no hiciste un gran trabajo en Italia la semana pasada porque la noche en cuestión estabas haciendo un pequeño trabajo en París?
—Te dije que era una buena coartada —susurró él después de soplar para enfriar el café; dio otro traguito—. Por supuesto, el trabajo no estuvo a mi altura, no sé si sabrás que mi mejor ayudante me abandonó hace poco. —Sacudió la cabeza y respiró hondo con aire teatral—. Es difícil encontrar buenos ayudantes.
Una de las damas rusas chistó mandándolos callar y Kat empezó a sentir claustrofobia. Quería estar en algún lugar menos público, un lugar en el que pudiera gritar. Entonces, de repente, se preguntó…
—Papá, si el trabajo fue la semana pasada, ¿por qué sigues en París?
El hombre se detuvo a medio trago de café y Kat no pudo evitar pensar que había pillado al ladrón in fraganti. El padre, por otro lado, sólo parecía orgulloso de su pequeña.
—Cielo, digamos que la posesión es el noventa por ciento del delito, así que, ahora mismo, no soy tan culpable como me gustaría.
—Papá… —Se quedó mirando a su padre; no estaba segura de querer saber la respuesta a su siguiente pregunta—. ¿Dónde los has guardado?
—Lo —la corrigió—. Está en un lugar seguro.
—¿Un lugar solitario?
—No —respondió él, entre risas—. Por desgracia, en estos momentos tiene muchos amigos.
Siguió sonriendo, pero algo en su forma de mirar por la plaza hizo que Kat se preocupara.
—Entonces quizá debas dejarlo ahí —sugirió.
Él se meció sobre los pies, pero no la miró a los ojos.
—¿Y qué tendría eso de divertido? —repuso, sonriendo más, y Kat habría jurado que una de las mujeres rusas estuvo a punto de desmayarse ante aquella visión.
Un par de chicas adolescentes susurraban y soltaban risitas mientras lo miraban, pero, por lo que veía Kat, sólo había una mujer en la plaza que se atrevía a mirarlo abiertamente. Quizá fuera demasiado guapa o demasiado segura de sí misma para importarle quién se diera cuenta. Sin embargo, la firme mirada de aquella impresionante mujer de cabello oscuro puso a Kat muy nerviosa.
—Que las mujeres babeen por mi padre es asqueroso, ¿sabes?
—Cariño, a veces no se puede evitar.
Estaba tomándole el pelo, ¿verdad? Sin embargo, cuando empezaron a seguir al grupo de turistas hacia los escalones de una iglesia cercana, Kat tuvo la sensación de que alguien la miraba, pendiente de cada uno de sus pasos.
Sacó una cámara diminuta de su bolso y examinó la multitud. Un hombre sentado debajo de una sombrilla en una cafetería de la acera, sin comer nada. Amplió la imagen de dos hombres sentados en un banco de la esquina del parque, y reconoció la ropa de civil, los zapatos malos y el aspecto desaliñado de un equipo de vigilancia que lleva cinco días en un trabajo. Y, finalmente, estudió a la mujer que estaba al borde de la plaza mirando a su padre, quien, por otro lado, apenas había mirado a su hija a los ojos desde que ésta lo había encontrado.
—Bueno, ¿quiénes son tus amigos? —preguntó, suspirando—. ¿Polis locales?
—Interpol, en realidad.
—Genial —respondió Kat, alargando la palabra.
—Creía que te impresionaría.
—Es el sueño de todas las niñas: vigilancia de la Interpol. Eso y los gatitos.
Las campanas empezaron a sonar de nuevo. Un autobús se detuvo delante de ellos bloqueando la vista de la plaza y protegiéndolos de miradas curiosas, así que, en esa fracción de segundo, el padre de Kat se acercó a ella y la agarró por los hombros.
—Mira, Kat, no quiero que te preocupes por esto, por el tema de Italia. Nadie me va a hacer daño, a ese tío no le importo. Lo que le importan son sus cuadros, y yo no los tengo, así que… —afirmó, encogiéndose de hombros.
—Él cree que los tienes.
—Pero no los tengo —insistió él con esa sensatez con la que nacen los buenos padres y los grandes ladrones—. Me vigilan las veinticuatro horas del día y tengo una buena coartada. Confía en mí, Kat: Taccone no vendrá a por mí.
Casi se lo creyó, se preguntó si él se lo creía. Sin embargo, Kat había aprendido hacía tiempo que los ladrones viven y mueren según sus percepciones; toda su vida era una clase de prestidigitación. Si alguien pensaba que su padre tenía los cuadros, la verdad no lo salvaría.
—Tienes que hablar con él —le suplicó Kat—. O esconderte, o huir, o…
—Dame hasta el final de la semana, Kat. Levantará muchas piedras y de ellas saldrán tantas cosas que, al final, descubrirá la verdad.
—Papá —empezó a decir ella, pero era tarde, el autobús se movía y su padre ya se retiraba.
—Entonces, ¿dónde creen en tu colegio que estás? —preguntó, sin apenas mover los labios—. ¿Necesitas que te escriba una nota?
—Ya lo has hecho —mintió Kat—. Se envió por fax directamente al director Franklin desde tu despacho de Londres ayer por la mañana.
—Ésa es mi chica —susurró él, y la desagradable conversación de antes pareció haber sucedido hacía un millón de años—. Ahora, venga, vete ya al instituto.
Kat se quedó parada sin saber si debería reconocer que la habían echado, que el trabajo más importante de su vida le había estallado en la cara, o si debía seguir con el golpe.
—¿Tienes vacaciones de invierno en el colegio Colgan? —preguntó su padre, mirando al guía del grupo—. Estaba pensando en pasar la Navidad en Cannes.
—Navidad en Cannes —repitió ella en voz baja.
—¿O quizá en Madrid?
—Sorpréndeme —susurró ella, reprimiendo una sonrisa.
—Kat —dijo su padre, y ella se detuvo, incluso se arriesgó a mirarlo, con la antigua iglesia y la plaza de adoquines al fondo—. Supongo que no querrás ayudar a tu viejo, ¿no?
Kat sonrió y se abrió paso entre la gente agarrada a la cámara, como cualquier otro turista. Cuando vio a un par de policías de París, gritó en inglés:
—¡Disculpe!
Sonaba como una chica normal al borde del pánico. Apretaba con fuerza el bolso y parecía completamente indefensa al correr hacia ellos.
—¡Disculpe, agente!
—¿Sí? —respondió uno de los polis en un inglés con mucho acento francés—. ¿Le sucede algo?
—¡Esos hombres! —gritó Kat señalando a los dos agentes de la Interpol vestidos de civiles que habían salido de la cafetería y estaban charlando con sus colegas del banco—. Querían que les… —Kat dejó la frase en el aire y los polis pusieron cara de impaciencia, aunque también de interés.
—¿Sí?
—Me… —Kat hizo un gesto a uno de los polis para que se acercara y le susurró al oído. Los dos hombres salieron disparados.
—Vous là! —gritó el poli al equipo de vigilancia, hablando a toda prisa en francés—. Vous là! Arrêtez! —Los agentes de la Interpol estaban casi en la fuente cuando los polis los llamaron otra vez—. Arrêtez-moi disent!
Los interpelados intentaron huir, pero era demasiado tarde, la gente los miraba, los polis se acercaban. Las obscenidades en francés volaban por todas partes. Registraron sus bolsillos, examinaron sus carnés y, mientras tanto, las palomas siguieron buscando comida y las campanas siguieron sonando.
Y Kat supo que su padre ya se había ido.
Dio la espalda al caos, lista para parar un taxi y disfrutar de un largo y pacífico vuelo sobre el Atlántico, pero, de repente, alguien la agarró del brazo. Oyó que se abría la puerta de un coche detrás de ella y, por segunda vez en dos días, se encontró en el asiento de atrás de una limusina y la saludó otra voz inesperada:
—Hola, Katarina.