Capítulo 37

No fueron a Cannes por Navidad. El tío Eddie decía que era demasiado viejo para viajar, que estaba demasiado apegado a sus costumbres para cambiarlas, así que Kat y su padre se unieron al gentío que abarrotaba la vieja casa de fachada rojiza.

Dentro hacía calor, como siempre en invierno, ya que las chimeneas de todas las habitaciones estaban encendidas y los fuegos de la vieja cocina del tío Eddie ardían con fuerza.

Kat salió al exterior y se sentó en el escalón sin importarle el frío.

—Supuse que estarías aquí, Katarina.

Durante un breve segundo sintió pánico, hasta que se dio cuenta de que no era la voz de Taccone, sino otra mucho más cariñosa, amable y contenta.

—Felices fiestas, señor Stein.

—Felices fiestas, Katarina —respondió él, inclinando el sombrero.

—¿Quiere entrar? —lo invitó ella, señalando la puerta.

—Oh, no, Katarina. Ya he encontrado a la persona que buscaba —respondió, dando un paso atrás—. ¿Te importaría dar un paseo con este anciano?

Era una pregunta fácil de responder, una de las pocas preguntas fáciles que le habían hecho en mucho tiempo.

—Te has ganado un enemigo, querida.

Kat se subió el cuello del abrigo para protegerse del viento helado.

—Podría habérselos devuelto para volver a robarlos después, pero…

—¿El desafortunado encarcelamiento de tu padre? —conjeturó él.

—En aquel momento me pareció que mi plan sería más eficaz.

La primera vez que se encontró con Abiram Stein, lo había visto llorar. A Kat le pareció que verlo reír era precioso.

—Leí un artículo sobre usted —le dijo al anciano.

—¿El Times?

—No, el Telegraph.

—Han salido muchos —repuso él, suspirando—. Está claro que soy una especie de… ¿Cómo se dice? ¿Famoso por un día?

—No deje que se le suba a la cabeza —dijo ella entre risas.

Pasearon juntos por la tranquila calle con la única compañía de unos cuantos copos de nieve perdidos.

—Creo que debería darte las gracias, Katarina, pero eso sería muy poco —comentó el hombre, llevándose las manos a los bolsillos.

—¿Están…? —empezó a decir ella, pero vaciló y se le quebró la voz—. ¿Están en casa?

—Algunos —le aseguró él—. Hay unas cuantas familias, supervivientes, que he localizado con mis colegas. Has leído sus historias, ¿verdad? —Kat asintió—. Sin embargo, en cuanto a los demás, Katarina, me temo que sus hogares… ya no existen —concluyó, aunque le costó decir las palabras.

La nieve empezó a caer con más fuerza mientras seguía hablando.

—Pero los cuadros viven. Ahora todos conocen sus historias y una nueva generación oirá sus relatos. Los colgarán en los grandes museos del mundo, no en una prisión —dijo, y se acercó más a la chica para tomarla por los brazos y besarla una vez en cada mejilla antes de susurrar—: Los has liberado.

Ella miró la mojada acera.

—Faltaba uno —repuso.

No había dicho nada sobre el quinto cuadro, el marco vacío, pero sabía que Abiram Stein lo entendería.

—Sólo había cuatro. Lo intenté, pero…

—Sí, Katarina, conozco ese cuadro.

—Lo encontraré, lo recuperaré como los demás.

Aunque ella estaba cada vez más nerviosa, más decidida a hacerlo, el señor Stein habló con tranquilidad.

—¿Te mencionó alguna vez tu madre por qué acudió a mí, Katarina? ¿Sabías que tu tatarabuela fue una gran pintora?

Kat asintió, lo sabía. ¿Quién si no podría haber pintado la copia de la Mona Lisa que exhibían en el Louvre?

—¿Y sabías que uno de sus mejores amigos era un joven artista llamado Claude Monet?

En una familia de ladrones había muchos rumores, y el de Monet era uno de los que Kat nunca se había creído… hasta entonces.

—Una vez pintó a tu tatarabuela y le regaló el lienzo. Era su orgullo y su alegría, su posesión más preciada hasta que en 1936 un joven oficial nazi lo descolgó de su pared.

—Pero…

—¿Pero tu tatarabuela no era judía? —dijo Abiram Stein por ella; después sonrió—. Los nazis estaban a favor de la igualdad de oportunidades en lo que respecta a su codicia, querida.

—Así que mi madre estaba buscando el cuadro de su bisabuela —comentó Kat, entendiéndola un poquito mejor.

—Es lo único que no podía robar —repuso él, sonriendo—. Yo no me preocuparía por el último cuadro, Katarina. Estas cosas siempre acaban encontrando el camino a casa.

—¿Y el Ángel?

—Bueno, creo que nuestro amigo, el señor Romani, se encargará de devolverlo.

Se detuvieron al final de la manzana y Kat lo observó llamar a un taxi.

—Una mujer muy sabia me dijo una vez que alguien como tú podría resultarle muy útil a alguien como yo. ¿Estás de acuerdo? —preguntó el anciano, aunque algo en su expresión dejaba claro que ya sabía la respuesta—. Adiós, Katarina —dijo al subirse al taxi, con un brillo renovado en los ojos—. Estoy seguro de que volveremos a vernos —se despidió antes de cerrar la puerta.

A Kat le hubiera gustado creer que sabía lo que iba a pasar a continuación, que había visto todas las fichas de Romani y tenía claro cuál sería la siguiente jugada del ladrón. Sin embargo, no era cierto. Ella no era una gran ladrona, no era tan buena como Romani ni como el tío Eddie. Nunca sería como su padre o su madre, aunque tampoco era la chica que había huido al (y del) Colgan.

Al entrar en la casa de fachada rojiza, por primera vez desde que tenía memoria le pareció que no hacía demasiado calor dentro, que no se agobiaba. La cocina era perfecta.

El tío Eddie estaba junto a sus fuegos, removiendo un estofado y esperando a que subiera el pan. Su padre estaba sentado al lado de Simon mirando los planos del Henley y jurando, por supuesto, que su interés era puramente académico y que el museo ya habría cambiado todos sus sistemas de seguridad, así que no pasaba nada por compartir lo que habían averiguado.

Hale fue el único que levantó la vista cuando entró Kat. Hizo un gesto hacia una de las sillas desparejadas que tenía al lado, y ella ocupó su sitio en la mesa sin pensárselo dos veces.

En el exterior, la nieve seguía cayendo. En el otro cuarto, el tío Vinnie cantaba una vieja canción rusa que Kat nunca había conseguido aprenderse.

—¿Y tú, tío Eddie? —preguntó Gabrielle desde el otro extremo de la mesa—. ¿Quién crees que es Romani?

Kat recordó las palabras del tío Eddie: «No es nadie; y es todo el mundo». Después contuvo el aliento mientras su tío se volvía poco a poco.

—Creo que sólo hay dos personas en este mundo que han logrado llevar a cabo con éxito un trabajo en el Henley, Gabrielle —dijo, y Kat notó que todos guardaban silencio y que su tío la miraba—. Visily Romani (sea quien sea) es la otra.

Hale metió la mano bajo la mesa y agarró la de Kat. Y, justo cuando ella se acercaba para relajarse a su lado, la puerta de atrás se abrió de golpe y entraron los Bagshaw, trayendo consigo el frío viento de la calle.

—Hace un frío que pela —dijo Hamish, que fue directo a la cocina para hacerse con uno de los cuencos del tío Eddie sin preguntar.

Aquel simple gesto probaba que Angus y Hamish habían recibido el perdón oficial por el incidente de la monja, y que los volvían a recibir con los brazos abiertos. Como héroes: los chicos que habían dinamitado el Henley.

—¿Qué es eso? —preguntó Hale, y Kat se fijó en el paquetito envuelto en sencillo papel marrón que Angus llevaba bajo el brazo.

—No sé —respondió el mayor de los Bagshaw—. Lo he encontrado fuera, la nota dice que es para Kat.

Lo primero que pensó fue en el señor Stein. Lo segundo, aunque brevemente, fue en Nick. Sin embargo, al recogerlo, quitarle el papel y mirar el lienzo que tenía en las manos, supo que se había equivocado.

Una chica. Vio a una chica de pelo lacio oscuro y rostro con forma de corazón, una chica pequeñita en postura devota, de rodillas, rezando a Nicolás, santo patrón de los ladrones.

El tío Vinnie se puso a cantar con más energía en el otro cuarto. El tío Eddie volvió a su cocina, y Simon y su padre siguieron examinando sus planos.

Era como si Kat, Hale y Gabrielle estuvieran solos cuando su prima preguntó:

—¿Es eso lo que creo que es?

Kat asintió, sin habla, y una sencilla tarjeta blanca cayó del paquete y aterrizó, por fin, en la mesa del tío Eddie:

«Queridísima Katarina:

No te preocupes, el Ángel está a salvo y feliz. Este paquete te pertenece. Ya iba siendo hora de que él también volviera con su familia.

Bienvenida a casa,

Visily Romani».

Kat levantó la mirada y vio la cara de preocupación de Hale al lado de la de Gabrielle. Sonrió para tranquilizarlos y, por un momento, recordó la confesión de Hale, su billete de vuelta al Colgan, que estaba en el fondo de su maleta, cerrado y sin usar.

Kat miró de nuevo la preciada obra que tenía en el regazo y pensó en la muchacha que rezaba al santo patrón de los ladrones. Katarina Bishop supo que ella no era ninguna Visily Romani, sin embargo…

Sonrió.

Sin embargo, sabía que podía serlo.