Gregory Wainwright no era tonto. Se lo juraba a su esposa y a su terapeuta. Su madre se lo aseguraba cada domingo, cuando la visitaba para tomar el té. Nadie que lo conociera de verdad pensaba que fuera personalmente responsable de la seguridad del Henley; al fin y al cabo, para eso empleaba a especialistas. Sin embargo, el Ángel… El Ángel ya no estaba, había desaparecido. Así que Gregory Wainwright estaba bastante seguro de que las autoridades del Henley no estarían del todo de acuerdo.
Quizá por eso no le dijo a nadie que su tarjeta de seguridad había desaparecido en medio del caos del incendio. Quizá por eso no dijo muchas cosas.
De haber sido otro cuadro, puede que se lo hubieran perdonado todo, pero ¿el Ángel? Perder el Ángel era demasiado. El artículo que apareció en la edición de la noche del Times londinense no era del todo lo que el público esperaba. Por supuesto, la imagen en color del Leonardo perdido dominaba el centro de la página. Huelga decir que el titular sobre el robo del Henley ocupaba toda la parte superior. Gregory Wainwright sabía que era cuestión de tiempo que las antiguas historias sobre el Ángel volvieran a surgir. Lo único que lo sorprendía era que la prensa hubiera tardado menos de veinticuatro horas en convertir la historia de la gran pérdida para el Henley (y la sociedad) en la historia de la gran vergüenza del Henley.
No fue culpa del director que Veronica Miles Henley hubiera comprado el Ángel poco después del final de la Segunda Guerra Mundial. Wainwright no le había quitado el cuadro a su dueño original, ni se lo había ofrecido a un directivo de un banco que había servido fielmente al partido Nazi. Wainwright no había sido el juez que decidió que, puesto que el Ángel se había comprado de buena fe al directivo y como se colgaría en una exposición pública, podía permanecer en las paredes del museo.
«¡Esto no es culpa mía!», quería gritar, pero, claro, gritar no era de buena educación, o eso decía su madre.
La prensa estaba encantada. Se vilipendiaba al Henley y Romani empezaba a convertirse en una especie de héroe, un Robin Hood que dirigía una alegre banda de ladrones.
En cualquier caso, Gregory Wainwright daba gracias porque, al menos, la prensa no se hubiera enterado de lo del chico.
El director recordaba todos los detalles de aquel día como si los reviviera una y otra vez…
—Nuestros guardas me aseguran que la sala en la que te encontraron había sido evacuada por completo antes de que se activaran las medidas contra incendios —le dijo Wainwright al joven de pelo oscuro y ojos azules que tenía sentado delante, en la sala de interrogatorios de Scotland Yard.
Los inspectores le habían dicho que estaban demasiado ocupados persiguiendo al verdadero ladrón como para perder demasiado tiempo con el chico, pero el director del Henley opinaba de otra forma.
—No voy a demandarlos —se limitó a responder el chico.
—¿Cómo entraste en la exposición? —preguntó de nuevo el hombre.
—Ya se lo he dicho y también se lo dije al policía anterior, y a los tipos de antes, y a los tipos que me encontraron: estaba en la sala cuando sonaron las alarmas. Tropecé al ir hacia la puerta. Cuando me desperté, estaba encerrado.
—Pero yo estuve en esa sala. Puedo testificar que nuestras puertas sólo se cierran después de evacuar una sala.
—Quizá tenga un problema de seguridad —respondió el muchacho, encogiéndose de hombros.
Era una forma muy suave de decirlo, pero el señor Wainwright no estaba de humor para darle la razón.
—Quizá mi madre pueda ayudarlo con eso —le ofreció el chico—. Es muy buena, ya sabe que trabaja en la Interpol.
La mujer que permanecía al lado del muchacho era atractiva e iba bien vestida, según veía Gregory Wainwright. Al fin y al cabo, tenía buen ojo para clasificar a la gente, dado que entraba mucha por las puertas del museo todos los días. Conocía a turistas y coleccionistas, críticos y esnobs, aunque no conseguía definir del todo a la mujer que tenía delante.
—¿Cómo sobreviviste a la falta de oxígeno? —preguntó el director, y el chico se encogió de hombros.
—Un viejo se dejó una silla de ruedas. Debía de tener problemas respiratorios, porque había una botella de oxígeno en la parte de atrás.
Gregory Wainwright hizo una mueca al oír que llamaba «viejo» a uno de los hombres más ricos del mundo, aunque no dijo nada.
—Entiendo que tengamos que firmar algún documento de renuncia o similar —comentó la mujer, poniéndose en pie—, pero le aseguro que no tiene ninguna prueba para retener a mi hijo, que ya ha tenido suficientes experiencias traumáticas por hoy.
—Me temo que su hijo no puede ir a ninguna parte hasta que lo descartemos…
—¿Descartarme? —preguntó el chico, y Gregory Wainwright no estaba seguro de si su tono era de indignación o de miedo, aunque, sin duda, tenía algo raro.
—Creía que el robo había tenido lugar en otra ala del museo —dijo la madre.
El chico abrió los brazos.
—Regístreme, adelante. Pero dígame una cosa: ¿qué me he llevado?
Su madre le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo, aunque su mirada al director daba a entender que le parecía una excelente pregunta.
—No tenemos ningún interés en alargar este asunto, señor Wainwright —dijo la mujer en tono frío—. Seguro que tiene muchas cosas que hacer hoy. Si quiere mi consejo, le recuerdo que en este tipo de asuntos el tiempo es esencial. Si no recupera el cuadro en el plazo de una semana, es probable que no lo haga nunca.
—Lo sé —respondió el director, apretando los finos labios.
—Y, por supuesto, aunque lo recupere, los cuadros del siglo XV no reaccionan bien cuando los meten en bolsos de viaje o los tiran dentro de un maletero.
—Lo sé —repitió el director.
—Y seguro que no necesita que le diga que lo que le ha pasado hoy a mi hijo no ha sido ningún accidente.
Por primera vez, la mujer logró captar toda su atención. El hombre abrió la boca, y miró a la mujer y al hijo como si no tuviera ni idea de qué responder.
—Alguien planeó el incendio, señor Wainwright —dijo ella, para después reírse un poco—. Pero me siento tonta diciéndoselo —añadió, sonriendo con sus labios pintados de rojo—. Seguro que ya sabía que no era más que una enorme distracción —concluyó, y puso una de sus elegantes palmas sobre la otra—. Un juego de manos.
El director del museo parpadeó y se sintió como si él también estuviera atrapado en una cámara sin oxígeno mientras el fuego ardía al otro lado de la puerta. Amelia Bennett se levantó e hizo un gesto a su hijo para que la siguiera.
—Seguro que un hombre como usted ya sabrá que mi hijo es tan víctima de Visily Romani como usted.
Y, tras decir aquello, el último de los niños atrapados en el Henley aquel día se volvió, salió por la puerta… y desapareció sin dejar rastro.
Y Gregory Wainwright pudo tener su crisis nerviosa en paz.