Casi todo había salido como estaba planeado. O, al menos, es lo que los miembros del equipo de seguridad del Henley se decían.
Todo el edificio se había evacuado en menos de cuatro minutos. El fuego en sí se había contenido en una sola ala de las seis del Henley. En realidad se trataba de un pasillo situado lejos de las principales exposiciones, como la sala del Renacimiento y la galería del Impresionismo. Así que el único miedo del Henley eran los daños que el humo pudiera haber causado en los cuadros menos importantes.
Si alguno de los miembros del personal se hubiera parado a pensarlo, quizá se habría preguntado cómo se había formado tanto humo con tan poco fuego, pero no lo hicieron. Se limitaron a darse palmaditas en la espalda y a pensar en la prima y los elogios que recibirían cuando las autoridades se enteraran de su rápida actuación.
Lejos de la sala Romani, encerrados en el edificio de seguridad, observaron las distintas exhibiciones a través de una espeluznante bruma sin darse cuenta de que el vídeo se reproducía en bucle; tampoco vieron que los hermanos Bagshaw y Simon recorrían los pasillos vacíos hacia una puerta que estaba cerrada, un ala que los vigilantes creían a ciencia cierta que habían evacuado.
En la sala de los guardas, nadie vio a Simon levantar la mano y llamar. Ni un alma se dio cuenta de que Gabrielle abría la puerta de la segunda exposición más importante del Henley. Gabrielle examinó al trío y dijo:
—Llegáis tarde.
Los cuadros estaban allí.
Kat los alzó con los guantes y los vio a través de las gafas. No era un sueño, ni un espejismo: estaban allí, aunque apenas se atrevía a creérselo.
—Dos minutos y medio —le advirtió Simon mientras ella dejaba atrás los cuatro lienzos sin marco apoyados en la pared, como en los puestos de los artistas de las calles de Nueva York o París. No resultaba difícil imaginar que había retrocedido en el tiempo unos cuantos cientos de años y estaba contemplando las obras de unos chicos desconocidos llamados Vermeer y Degas.
Nick se había quitado la chaqueta y la corbata, y estaba corriendo por la sala, empaquetando y preparándose para la siguiente fase, pero todavía quedaba un cuadro, y, mientras Kat se acercaba a él, además de notar cómo pasaban los segundos, percibía algo más… ¿Esperanza? ¿Miedo?
Sin embargo, la sensación que más importaba era la súbita corriente de aire que empezaba a entrar por las rejillas de ventilación, soplándole en la cara y el pelo. Kat se acercó al último cuadro, se detuvo, miró arriba y oyó a una voz familiar decir:
—Hola, Kitty Kat.
El pelo de Gabrielle tendría que haber estado revuelto, ya que colgaba bocabajo de un conducto de ventilación situado a seis metros del suelo; también tendría que haber tenido la cara manchada. En opinión de Kat, una de las grandes injusticias de la vida era que algunas chicas fueran capaces de arrastrarse por sesenta metros de tuberías y salir por el otro lado más glamurosas que cuando entraron. Sin embargo, lo más extraordinario de su prima en aquellos momentos era la cara que había puesto al ver la fila de cuadros y susurrar:
—Son ellos.
Kat y Nick se quitaron las máscaras de oxígeno y tiraron las gafas. El aire fresco entraba por la rejilla de Gabrielle y llenaba la galería mientras Kat se acercaba al último cuadro para tocar con cuidado el interruptor de presión. A pesar del aire, contuvo la respiración al descolgarlo y darle la vuelta. Entonces oyó que su prima decía:
—Oh, oh.
La escena en el exterior del Henley era la que cabría esperar en tales circunstancias. Por todas partes se oía el agudo chillido de las sirenas de los camiones de bomberos y los coches de policía que corrían por las calles empedradas para establecer un perímetro alrededor de las entradas principales.
A pesar de que el equipo de seguridad juraba que el incendio ya estaba controlado, de puertas y ventanas seguía saliendo humo negro que se disipaba con la brisa del invierno.
La polvorienta nieve se había convertido en llovizna, así que los periodistas se pusieron bajo sus paraguas para retransmitir la historia al mundo.
El Henley ardía y, al parecer, Londres entero había acudido a verlo.
Gregory Wainwright veía su carrera pendiente de un hilo. Sin embargo, poco podía hacer mientras los bomberos salían corriendo de sus camiones y los escolares se arremolinaban en las aceras para que los contaran. Así que el director se mantuvo lejos de la multitud y siguió charlando con el joven multimillonario y su anciano tío… para hacer aliados.
—Bueno, ha sido un placer volver a verlo, señor Wainwright —dijo Hale, intentando marcharse—. Si me disculpa, debería atender a mi tío.
—¡Oh, qué cabeza! —exclamó el director—. Señor Hale, perdone, se me olvidó por completo. Un momento —dijo, como si esperase que una silla de ruedas apareciera por arte de magia—, deje que le busque un sitio en el que descansar. Quizá pueda enviar a uno de los bomberos a recuperar su silla…
—¡No! —exclamaron Hale y Marcus a la vez.
—Estoy bien —dijo de nuevo Marcus, moviendo la mano para quitarle importancia—. Tengo muchas más. Y usted ya tiene bastantes preocupaciones… —Marcus se volvió para examinar el edificio, que seguía humeando, las multitudes de turistas haciendo fotos y los periodistas con sus sonrisas de plástico—. Hace que uno se pregunte qué pretendería exactamente aquel Visily Romani.
Hale miró a Marcus, pero el anciano no quiso devolverle la mirada, sino que se metió la mano en la solapa del abrigo, como había visto hacer durante la mayor parte de su vida a los hombres ricos.
—Pero, claro, supongo que usted no tiene la culpa de que sucedan dos desastres en un solo mes.
Hale vio que el director entrecerraba los ojos, primero con resentimiento y después con asombro.
—Existen las coincidencias —siguió diciendo Marcus, aunque Wainwright ya estaba haciendo los cálculos, intentando decidir qué posibilidades había de que un incendio y un ladrón coincidieran en el mismo mes en el museo más seguro del mundo.
—Lo siento, señor Hale —dijo el director, sacando el móvil y empezando a teclear con energía; hizo una breve pausa para llamar a alguien por encima del hombro—: ¡Por favor, llame a mi secretaria y pregúntele por el Monet!
Tras gritar aquello, Gregory Wainwright se fue.
No está aquí —dijo Kat sin más, mirando fijamente la parte de atrás del último marco.
—Kat —repuso Simon—, estoy oyendo conversaciones en las frecuencias de seguridad, creo…
Pero Kat no escuchaba, estaba demasiado concentrada observando el lugar en donde tendría que haber estado el último cuadro…
—Muchacha rezando a San Nicolás… ¡Se suponía que tenía que estar aquí! —Kat levantó la mirada sin hacer caso de la cara de preocupación de Nick ni de su prima, que colgaba con elegancia de la rejilla y manipulaba un largo cable; lo que hizo fue examinar la habitación, contando—: Uno, dos tres…
—¡Kat! —la llamó Nick.
—No está aquí —insistió ella, entumecida, mirando de nuevo el marco que tenía en las manos.
—¡Kat! —le chilló él, y esta vez lo miró a los ojos.
—No está aquí.
Quizá fuera un error, quizá Visily Romani hubiera escondido el quinto cuadro detrás de otro marco y Kat tuviera que usar los últimos segundos para escoger, y escoger bien.
—No está… —empezó a decir otra vez.
Entonces lo vio: una tarjetita blanca que estaba pegada a la parte de atrás del marco con una cinta adhesiva, justo donde se suponía que estaría la Muchacha rezando a San Nicolás.
Visily Romani había estado allí.
Visily Romani lo había hecho.
Visily Romani había dejado un rastro y Kat lo había seguido. Había sido más decidida que el tío Eddie, más valiente que su padre y más lista que las mentes más listas de Scotland Yard. Había llegado muy lejos, y allí, observando a su prima llevarse por los aires cuatro obras de valor incalculable y meterlas en el conducto de ventilación, tendría que haberse sentido más orgullosa que nunca. Sin embargo, sólo podía mirar y decir:
—No está aquí.
Recorrió con los dedos las letras negras de la tarjeta de visita.
—Kat —repitió Nick cerca de su oído, tirándole con cariño del brazo—. Kat, no tenemos tiempo.
El tiempo, el peor de los ladrones. Así que Kat no se paró a meditar sobre el destino del quinto cuadro.
El instinto, la educación y una vida entera de entrenamiento hicieron que corriera al gancho vacío de la sala y dejara el último cuadro en su sitio.
Se volvió y vio a Gabrielle tirar del Hijo pródigo de Rafael para meterlo en el conducto, justo cuando Simon chillaba:
—¡Chicos, no os queda tiempo! Entrad o…
—¡Sube aquí! —gritó Nick, poniendo las manos para impulsar a Kat hasta la rejilla, aunque ella no aceptó su oferta.
En vez de hacerlo, recogió la chaqueta burdeos y la corbata que había tirado Nick y, mientras pasaba la mano por el pequeño parche que Gabrielle había cosido a mano sobre el bolsillo, le vinieron las palabras que le había dicho a Hale:
—¿Por qué haces esto, Nick?
—¡Chicos! —los avisó Simon.
—¿Por qué, Nick? —preguntó ella, acercándose más—. Sólo dime… por qué.
—Ne… necesitaba un trabajo.
—No —respondió ella sin más.
Sacudió la cabeza y, sin perder otro segundo, se apretó la chaqueta contra el pecho usando la mano izquierda y agarró el extremo del cable con la derecha. De repente, salió volando por el aire hacia la rejilla.
Una vez a salvo dentro, miró a Nick, que estaba de pie en el suelo bajo ella.
—Tírame el cable, Kat —le dijo el chico, mirándola fijamente, y Kat se dio cuenta de que no había visto unos ojos como aquéllos desde París…, desde el día que Amelia Bennett había detenido a Bobby Bishop.
—Te pareces a ella, ¿sabes? —comentó, mirándolo.
—Kat, tírame el cable —insistió él, en tono más duro.
—Tendría que haberme dado cuenta antes. Estoy bastante segura de que Hale lo vio desde el principio —siguió diciendo ella, riéndose a pesar de las sirenas, la presión y la sangre que le bajaba a la cabeza al mirar abajo—. Supongo que tenía muchas cosas en la cabeza.
—Kat, tírame el…
—A Taccone le gusta amenazar a la gente, ¿lo sabías? Lo típico, en realidad: indirectas, fotos amenazadoras… Y cuando vi las de mi padre, allí estabas tú, en el fondo. ¿Lo estabas siguiendo, Nick? ¿Por eso me seguías a mí? —preguntó Kat, sin esperar a la respuesta—. Seguro que llevabas tiempo pensando en acercarte a mí para ayudar a tu madre a pillar a mi padre.
—¡Kat! —se oyó decir a Gabrielle, a lo lejos.
Su prima intentaba cargar con los cuatro valiosos cuadros, que se chocaban contra las finas paredes de hojalata del conducto. Aun así, Kat no se movió.
—¿Cuánto tiempo lleva tu madre dirigiendo la investigación de mi padre, Nick?
—Bastante —admitió él, bajando la vista.
—Así que ella te arrastra hasta la otra punta del mundo y, en algún momento del camino, te ves metido en el negocio familiar, ¿no? —preguntó mirando al chico que quizá la hubiera ayudado o quizá la hubiera traicionado, pero que sin duda le había mentido; no pudo evitar añadir—: Sabía que me gustabas por algún motivo. ¡Quizá deberías probar con un internado! —dijo por último, mientras se metía en el conducto.
Ya estaba arrastrándose por el hueco cuando Nick le gritó:
—¡Creía que te habías retirado!
Algo en su voz, o quizá sólo el momento, la hicieron sonreír. Se volvió y se asomó por última vez a la rejilla:
—¿Por qué haces esto, Nick?
—Porque… —empezó, pero hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas—. Porque me gustas —respondió, aunque Kat no se lo tragó.
En aquel momento sonó otra sirena, un sonido distinto y ensordecedor.
—Kat —dijo Nick otra vez, dando un paso adelante y alzando los brazos para pedir su ayuda, pero, en aquel preciso instante, unas luces láser rojas se iluminaron sobre la abertura. La fría luz azul de la sala Romani pasó a ser un reluciente brillo rojo. Nick miró a las puertas, como si pudiera oír acercarse a los guardas.
—Respuesta equivocada —dijo Kat, mirándolo.
La chica intentó no hacer caso de las sirenas, que subían de tono con cada centímetro que avanzaban. Entrecerró los ojos y se arrastró a oscuras, centrándose en un cuadradito de luz que se veía a lo lejos. Las sirenas aullaban con más fuerza. Y, por mucho que Kat deseara pararse a pensar sobre lo que acababa de suceder, no había espacio ni tiempo para hacerlo.
Cuando por fin llegó al final, vio a Gabrielle debajo, quitándose la falda del uniforme de guía y dándole la vuelta para convertirla en una falda burdeos con tablillas igual a la que llevaba Kat. Simon ayudaba a Hamish con la corbata, ya que los monos azules de los hermanos se habían quedado en lo más profundo de una de las papeleras del Henley. Después miró la chaqueta que llevaba en la mano. Nick no la iba a necesitar. Ya no. Así que la dejó dentro del conducto y bajó al suelo, bañado por el brillo de una luz roja que daba vueltas.
Los rayos láser lo barrían todo. En el caótico juego de luces apenas distinguía los cuadros de las paredes: Renoir, Degas, Monet. Se mareó al pensar lo cerca que estaba de tantos maestros, aunque quizá fuera por el espeso gas que estaban bombeando al interior del cuarto.
Pensó en la máscara de oxígeno que había dejado atrás, pero, por supuesto, era demasiado tarde.
Con ojos borrosos, vio que las puertas se abrían y entraban a toda prisa unos guardas.
—¡Seguridad del Henley! —oyó gritar una y otra vez, y el eco rebotó por los pasillos.
Kat notaba la cabeza pesada; ya había empezado a caer.