Capítulo 31

Aquella mañana de lunes comenzó como solían comenzar casi todas las mañanas de lunes en el Henley. La persona responsable de hacer el café hizo el café. La persona responsable de estar al tanto de los cumpleaños llevó una tarta. La reunión informativa del personal fue larga, ya que Gregory Wainwright se explayó sobre el aumento del número de visitantes y la disminución de las donaciones. Sin embargo, aquella mañana de lunes daba la impresión de que menos gente susurraba sobre Visily Romani que la semana anterior. En general, todos estuvieron de acuerdo en que había sido un noviembre espectacular.

En el exterior, la nieve no era más que una ligera lluvia blanca, y tanto guardas como turistas observaban cómo volaba por la calle como si fuera polvo de tiza. O quizá pensaran en tiza por culpa de las filas de autobuses escolares que se alineaban cerca de las puertas de entrada.

—La época de las excursiones —le dijo un guarda a otro.

—Los puñeteros críos —se quejó un anciano.

Nadie se imaginaba que siete de los adolescentes más hábiles del mundo iban de excursión al Henley aquel día por un motivo completamente distinto.

—¿Qué pasa? —preguntó Katarina Bishop a su compañero de pelo oscuro.

Nick se detuvo y dejó que pasara otra larga fila de escolares mientras un guía cercano hablaba sobre la importancia de la luz para los grandes artistas holandeses del siglo XVIII.

—Nada.

No parecía el chico que había entrado tranquilamente en la cocina aquella mañana, ni tampoco el artista del timo que le había robado la cartera en una calle de París. Nick tenía un aspecto distinto cuando entraron en el pasillo principal.

«¿Asustado? —se preguntó Kat—. ¿Nervioso?».

No estaba segura, pero sí que parecía diferente y, cuando se paró de repente en el centro del amplio atrio, recordó la advertencia de Hale.

—Si quieres dejarlo, Nick…

—No quiero dejarlo.

—Sólo tienes que decirlo ahora mismo —añadió ella, señalando al otro lado del atrio de cristal, hacia los intermitentes rayos de sol y la nieve blanca seca—. Puedes irte.

—No quiero dejarlo —insistió él; miró a su alrededor, a los vigilantes, a los guías, a las encantadoras parejas de ancianos con sus cuadernos de bocetos y sus bolsas del almuerzo. No era más que un día normal en el Henley—. Es que… hay más gente de lo que pensaba.

Kat no sabía si eran los nervios, la tensión o el calor del sol sobre la sala de cristal, pero el sudor empezó a perlar la frente de Nick, así que se hizo unas preguntas muy sencillas: ¿qué diría su padre? ¿Y el tío Eddie? ¿Y su madre?

—Que haya mucha gente es muy, muy bueno —dijo, citando a todos los grandes ladrones que había conocido mientras sonreía como si fuera una chica normal en un día normal.

«Fíngelo y será real».

Gabrielle no sabía qué miembro de su familia lo había dicho primero, pero era en lo que pensaba cuando empezó a caminar meneando las caderas por la sala más grande del Henley.

—Por aquí —dijo; su voz era clara y suave como la escultura moderna que giraba sobre ella captando los rayos de sol y repartiéndolos por el majestuoso espacio—. El famoso paseo del Henley lo diseñó personalmente la señora Henley en 1922.

El grupo de turistas que la seguían no pareció darse cuenta de que su falda era un poquito más corta de lo que dictaban las normas oficiales del museo, ni de que sus tacones eran un poquito más altos.

—Si me siguen, les enseñaré la magnífica galería impresionista del Henley, en la que se encuentra la mayor colección de Renoir del mundo. Gracias a la generosa contribución de uno de nuestros benefactores, podemos ofrecerles en exclusiva dicho espacio durante toda la tarde.

Los guardas que se encargaban de la sala de vigilancia aquella mañana eran veteranos. En su conjunto, el equipo reunido detrás de la fila de monitores había visto casi de todo, desde parejas besándose en ascensores a madres regañando a críos en rincones oscuros, pasando por hombres de negocios que se metían el dedo en la nariz cuando pensaban que no los miraba nadie y una estrella de cine muy famosa a la que habían pillado en cámara tomando una decisión poco afortunada sobre unos calzoncillos algo incómodos.

Por tanto, cuando los dos trabajadores de Binder & Sloan Industrial Heating and Air llegaron a la entrada de servicio, aquel mismo personal de seguridad miró a los dos jóvenes con el escepticismo cultivado a lo largo de muchos años de práctica.

—Buenos días, caballeros —dijo Angus al salir del asiento del conductor de la gran furgoneta que Hale les había suministrado—. Hemos oído que alguien tiene un… —Se interrumpió con aire teatral para leer la nota que tenía en la mano—. Una caldera Windsor Elite defectuosa. Hemos venido a arreglarla.

El guarda de la entrada se tomó un momento para examinar con atención a los dos hombres. Parecían casi niños. Sus monos azules abultaban como si aquella mañana, al ver la nieve, hubieran decidido ponerse una capa extra de ropa para protegerse del frío. La pareja tenía algo extraño, como mínimo. Sin embargo, Gregory Wainwright en persona había enviado el memorando sobre la caldera rota, así que el vigilante no vio nada malo en señalar las grandes puertas dobles mientras decía:

—La caldera está en el sótano, justo ahí abajo.

—¿Sótano? —exclamó Hamish, mirando a su hermano—. ¿Has oído al amigo? Cree que podemos bajar a la caldera y ponernos a juguetear con ella.

—Seguramente le da igual que todo salga volando en pedazos —respondió Angus, entre risas.

Al oírlo, el guarda se erizó y se puso aún más derecho.

—Oigan…

—No, oiga usted, amigo mío: ahí fuera hay nieve, ¿ve? Así que aquí dentro seguro que hay calefacción. Y si hay calefacción, hay gas; y si hay gas, hay…

—Bum —concluyó su hermano.

—Bueno, ¿y qué tienen que hacer? —preguntó el vigilante, indignado.

Angus le dio unos golpecitos con la mano a su cuaderno y respondió:

—Primera planta, pasillo principal.

El vigilante miró por última vez a los Bagshaw, aunque no se dio cuenta de que los chicos contenían el aliento hasta que lo oyeron decir:

—Bueno…, de acuerdo.

En un lugar tan público, en un sitio tan concurrido, no era de extrañar que nadie se fijara en que un chico más bajo de la media, de pelo rizado y con una camisa que nunca permanecía dentro de los pantalones se metía en el servicio de caballeros de la segunda planta. Por supuesto, tampoco oyeron al mismo chico decir:

—Kat, estoy en posición en mi… despacho.

Por desgracia, Simon había tenido despachos peores. El habitáculo del váter era más grande que el armario en el que había estado encerrado en Estambul. El servicio era mucho más cómodo que el tocón de árbol que tuvo que usar como escritorio en Buenos Aires.

Se sentó y se quedó quieto, a la espera de que su ordenador arrancara, y mientras miraba la imagen de vídeo de Gregory Wainwright durmiendo en su despacho, sonrió y pensó que, sin duda, había estado en situaciones mucho peores.

Quince días antes, sentada en la biblioteca de la casa de Nueva York de Hale, Kat había acertado al preguntar si su familia era dueña de una empresa de móviles. Quince días. Sin embargo, a Hale le habían parecido más.

Cuando le sonó el teléfono, Hale respondió, aunque no dijo hola. Estaba fuera del Henley, con los brazos cruzados para protegerse del frío.

—De París —dijo el tío Eddie en tono brusco—. Tenías razón sobre él.

No tenían nada más que decirse, así que Hale se guardó lentamente el móvil en el bolsillo y se quedó mirando la enorme puerta de cristal.

—Bueno, ¿vamos a seguir con esto o no? —le preguntó Marcus, despertándolo—. Cuidado con el… —empezó a decir, pero el sonido del golpe lo cortó a media frase—. Bache.

Mientras Katarina Bishop recorría el largo pasillo hacia la sala Romani, no pareció fijarse en los dos chicos de monos azules que trabajaban al lado de una rejilla de ventilación abierta y varias máquinas. Rodeó las barreras temporales y saludó educadamente con la cabeza a uno de los vigilantes uniformados que había cerca.

El hombre le devolvió el saludo y dijo:

—Disculpe por las obras, señorita. ¿Puedo ayudarla?

—Oh, no sé —respondió ella, mirando el pasillo lleno de arte como si lo viera por primera vez—. Supongo que sólo estaba… mirando.

—Adelante, mire todo lo que quiera. Pero no toque nada —respondió el guarda, riéndose entre dientes.

Cuando Kat entró en la sala Romani, sonrió y pensó: «Jamás se me ocurriría».

En algún momento de la semana anterior, la colección menos impresionante del Henley se había convertido en su favorita. Quizá fuera por las pinceladas sencillas y el sutil uso de la luz, o quizá sólo la atrajeran los otros cuadros que colgaban de las paredes de la sala, los que los turistas no podían ver.

En conjunto, los cuadros de Taccone valían más de quinientos millones de dólares… y la vida de su padre.

—¿Cómo vamos, Simon? —susurró por el diminuto micrófono del cuello de la camisa.

—A punto de… —empezó a decir lentamente Simon, pero dejó la frase en el aire y añadió—: Guau.

—¿Qué? —preguntó ella, presa del pánico.

—Nada —respondió él demasiado deprisa.

—¿Qué? —insistió ella.

—Bueno…, es que… tus tetas parecen todavía más grandes en la tele.

Kat aprovechó la oportunidad para volverse y lanzar una mirada asesina a la cámara de seguridad más cercana. En su habitáculo, a diez metros de allí, Simon estuvo a punto de caerse del váter.

La chica quería mirar la hora, pero no se atrevía. Estaba pasando de verdad y no podía echarse atrás.

Los visitantes que estaban en la entrada de la sala ya se iban. Unas chicas se volvieron para ver entrar al joven multimillonario y, delante de él, en una silla de ruedas, iba Marcus.

—¿Lo ves? —preguntó Simon a Kat por el sistema de comunicación, y ella empezó a asentir, pero, justo en ese momento, Hale la miró a los ojos desde el otro lado de la sala.

Se suponía que no se conocían.

Se suponía que no debían mirarse, ni hablarse, ni siquiera de pasada.

Sin embargo, Hale la estaba mirando directamente con cara de desesperación.

—¡Frena! —soltó Marcus, y Kat no estaba segura de si actuaba o no.

Se suponía que era un anciano irascible, aunque también era cierto que Hale avanzaba a demasiada velocidad hacia ella.

—¡Déjame bajar de este artilugio! —gritó Marcus.

Aquello pareció recordar a Hale que había mucho en juego; paró la silla de ruedas, y Marcus se agarró a ella como si intentara levantarse.

—Espera, tío —empezó Hale, inclinándose sobre un hombre con el que tenía tanto vínculo familiar como con el tío Eddie—, ya sabes que los médicos dicen que…

—¡Médicos! —soltó Marcus.

Kat jamás lo había oído hablar en voz tan alta. La palabra retumbó por la sala y casi todos se volvieron para mirarlo. La chica temía que Marcus estuviera disfrutando demasiado de aquel momento, pero no podía hacer nada al respecto.

—¡No te quedes ahí parado! —le gritó el anciano a Hale como alguien que lleva guardándose gritos dentro durante muchos años y estuviera aprovechando la oportunidad para dejarlos salir—. Ayúdame a levantarme.

Intentó hacerlo él mismo, pero Hale estaba allí para detenerlo.

—Pero tío, no estarías más cómodo contemplando la colección desde tu cómoda…

—Si esperas que mire una obra de arte desde este ángulo es que, además de insolente, eres estúpido.

Los ojos de Marcus brillaban de satisfacción, y Kat no sabía si hablaba como mayordomo de Hale o como su «tío», aunque merecía la pena ver a Hale obligado a tomar a Marcus del codo y ayudarlo a levantarse.

—Conocí a Picasso, ¿sabes? —comentó Marcus, señalando un cuadro con la cabeza—. Era un pomposo hijo de…

—Por aquí, tío —lo interrumpió Hale, todavía sosteniéndolo, aunque olvidándose de la silla y de la gente, del tiempo que corría y del trabajo.

Lo que hizo fue mirar a la chica de la esquina mientras recorría la sala, como si tuviera un objetivo.

«Cíñete al plan», intentó decirle Kat con los ojos.

«Tengo que hablar contigo», parecía responder Hale.

Cada vez había más gente y Hale se acercaba más. Kat tenía la desagradable sensación de que quizá todo se fastidiase antes de comenzar.

Entonces, una voz se oyó por encima de la multitud.

—¿Señor Hale? —dijo Gregory Wainwright con voz fuerte y clara—. Ya me parecía que era usted. ¿Cómo está, señor? —añadió, dirigiéndose a Marcus.

Marcus no estaba tan preparado para hablar con otras personas como para insultar a Hale.

—Pues…, em…, ¡odio a las mujeres con pantalones!

Mientras Gregory Wainwright observaba al anciano, Kat empezó a preguntarse si sería posible compartir celda con su padre en la cárcel. Sin embargo, el director del Henley hizo lo que siempre hace la gente cuya carrera depende de las donaciones: sonreír y asentir.

—Lo comprendo, señor. Lo comprendo perfectamente —dijo.

—Señor Wainwright —intervino Hale, volviendo a su papel—, ¿cómo está?

A pesar de sus palabras, seguía avanzando hacia Kat. El reloj seguía avanzando (y muy deprisa) en la cabeza de la chica.

—Muy bien, señor. Es un placer volver a verlo. Y usted —añadió, volviéndose hacia Marcus— debe de ser…

—Fitzwilliam Hale —respondió Marcus, ofreciéndole la mano al director—. Ter… tercero —añadió en el último segundo.

Hale parecía querer poner los ojos en blanco y Kat sintió ganas de estrangularlos a los dos.

—Su sobrino tuvo la amabilidad de contarme lo de su Monet hace unos días —le comentó el conservador a Marcus.

—¡Esa basura! —soltó el anciano.

De nuevo, Hale miró a Kat a los ojos. «Tengo que hablar contigo», parecía gritar.

«Controla a Marcus», quiso gritarle ella.

—Sin embargo, en mi chateau tengo un pequeño Cezanne realmente encantador… Cezanne sí que era un artista —decía Marcus, y el conservador asintió con amabilidad; sin embargo, antes de que la mentira fuera demasiado lejos, una sirena sonó en la sala.

Lo primero que pensó la chica fue: «Estamos acabados».

Después miró a su alrededor y vio la nube de humo oscuro que entraba por la puerta y se dirigía a las valiosas pinturas.

No oía nada por encima del chillido de las sirenas y lo único que vio a través del humo fue al director del Henley agarrar a sus dos ricos y empujarlos hacia la puerta.

De repente había guardas por todas partes. Los guías aparecieron como salidos de las paredes y Kat se encontró atrapada en la corriente, otro cuerpo más empujado hacia las salidas y obligado a acercarse más al humo, las sirenas y el vestíbulo, que cada vez estaba más lleno.

Hale se volvió para mirar tras él, examinó la multitud y la encontró por última vez, pero Gregory Wainwright lo tenía agarrado por el brazo, así que tuvo que dejarse llevar por la corriente, arrastrado por una ola de miedo.

—¡Por aquí! —gritó el hombre, tirando de Hale y Marcus.

—Pero, mi silla… —recordó por fin decir Marcus.

Sin embargo, el director del museo no lo oyó; las exposiciones ya estaban cerrándose y no había vuelta atrás.