Capítulo 29

La Casa di Vetro no era el restaurante más caro de Roma, ni tampoco el más exclusivo, pero Kat entendía que fuera el favorito de Arturo Taccone. No había turistas ni multitudes, sólo olores decadentes y la suave luz de las velas. Cuando entró en el íntimo comedor, Kat pensó en la expresión de Abiram Stein mientras contemplaba los Dos niños corriendo por un campo de almiares y recordó que el hombre sentado en la solitaria mesa de la esquina era malvado. Daba igual que estuvieran en uno de los mejores restaurantes del mundo: no dejaba de ser un delincuente común.

Sin embargo, tuvo que reconocer que ella también lo era.

—Hola, Katarina —la saludó Taccone, sonriendo, cuando Kat se sentó en su silla; después, el hombre miró a Gabrielle, que estaba de pie con los brazos cruzados a un metro de distancia—. ¿Y quién es ella? —preguntó, observando a la guapa chica con una fría falta de interés.

—Es mi guardaespaldas —respondió Kat sin más.

—Supongo que recibiste mis flores —comentó Taccone, sonriendo; su voz resultaba grave comparada con el agudo estruendo de la gente.

—Eran preciosas.

—Bueno, espero que te alegraran el día —repuso él, usando la servilleta para limpiarse con delicadeza la comisura de los labios—. Has estado trabajando mucho.

—Bebo cafeína —respondió ella tranquilamente—. Mucha. Te da energía.

Arturo Taccone se rió en voz baja, aunque el sonido era extraño, como si eso también se lo hubiera robado a su verdadero dueño.

Después cortó un maravilloso filete, pero, cuando iba a llevarse el tenedor a la boca, hizo una pausa.

—Perdona, ¿seguro que tu acompañante y tú no queréis tomar nada?

—No, gracias.

—Debo decir que no me has puesto las cosas fáciles, Katarina —dijo él antes de comerse el trozo de carne—. Interesantes, sí, pero no fáciles.

—Si le hace sentirse mejor, seguramente mi padre estaría de acuerdo con usted.

—Ah, sí —respondió él, dándole un trago al vino—. ¿Cómo está tu padre? ¿Se acostumbra a la cárcel? Me cuentan que le va bastante bien. Aunque, claro, las acusaciones contra él son… flojas. Un sólo testigo, por lo que tengo entendido.

—Sí, lo tiene delante.

Taccone esbozó una sonrisa de sorpresa, y Kat se sintió orgullosa de haber ganado un asalto en aquel juego que tenían entre manos, aunque deseaba que terminara de una vez.

—Espero volver a verte cuando esto acabe, Katarina. A un hombre de mi posición siempre le viene bien contar con personas de tu talento.

—Lo tendré en cuenta —mintió Kat antes de cambiar de tema—. No le diré cuándo, pero lo sabrá cuando suceda.

—Entonces, las operaciones clandestinas no son tu punto fuerte, ¿eh?

—Quizá. O quizá sólo supongo que uno de los seis tipos que ha apostado delante del Henley lo avisará cuando llegue el momento.

Sonrió, y Kat supo que, para él, aquella conversación era lo mejor de su maravillosa cena.

La chica se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel.

—Veinticuatro horas después me reuniré con usted en esta dirección con los cuadros —anunció, levantándose, y notó como si le quitaran un gran peso de encima.

—Eres muy concienzuda, Katarina. Lo decía en serio: cuando esto acabe, no tienes que volver al colegio Colgan ni a ningún sitio parecido. Como dicen, éste podría ser el principio de una gran amistad.

—Ya tengo todos los amigos que necesito —respondió ella, mirando a su prima.

Las luces estaban apagadas cuando volvieron. En la casa se respiraba tranquilidad y silencio, o eso pensaba ella.

—Hola, Hale.

Lo vio a través de la puerta abierta del comedor, sentado a una mesa de aspecto antiguo. Lo rodeaban veinte sillas de respaldo alto, aunque estaba solo, presidiendo la mesa. Kat sabía que la estaba esperando.

—¿Una cita? —preguntó, pero Hale no tenía ninguna réplica graciosa.

—¿Te enfadarás si digo que no me gusta que vayas a verlo sola?

—¿Celoso? —preguntó ella, intentando pincharlo, pero el chico sentado entre las sombras no sonreía.

—Llévate a Angus y Hamish. Llévate a Simon —dijo el otro, y Kat arqueó las cejas—. Vale, no te lleves a Simon. Llévate a… Nick, si eso es lo que quieres —añadió Hale, aunque le costó pronunciar el nombre—. Pero no confíes en Taccone, Kat.

—Me llevé a Gabrielle —comentó ella, señalando a su prima, que entraba por la puerta principal.

—Yo era la guardaespaldas —gritó la chica de camino a las escaleras, sin detenerse.

Sin embargo, Hale seguía sin sonreír. De hecho, a Kat le daba la impresión de que ni siquiera lo había oído. Se preguntó cuántos kilómetros llevaban, cuántos les quedaban por recorrer, aunque, en realidad, sólo habían pasado trece días desde que había hablado con Hale en su casa de Nueva York, y él le había dicho unas palabras que Kat no podía olvidar.

—Tienes razón, Taccone es un mal tipo completamente distinto.

—Sí —respondió Hale, acercándose a ella.

—¿Por qué haces esto, Hale?

—¿Por qué crees?

Kat examinó la recargada habitación: las bellas molduras, la mesa reluciente, las sillas vacías… Era lo contrario de la cocina del tío Eddie en todos los aspectos, pero, de algún modo, Kat ya sabía la respuesta a su pregunta.

—Hale, esta vida… —empezó a decir poco a poco, casi sin habla—. Esto…, lo que hacemos, lo que hace mi familia, parece mucho más glamuroso cuando puedes elegirlo.

—Pues elígelo —respondió él, entregándole otro sobre más pequeño y más delgado.

—¿Qué es esto?

—Esto, cariño, es mi confesión completa, con fechas y horas —respondió Hale, apoyándose en la mesa—. Me pareció que añadir el recibo del alquiler de la grúa le daba un toque simpático —añadió, y Kat lo miró boquiabierta—. Es tu billete de vuelta al Colgan, si lo quieres.

—Hale…

Pero Hale se acercaba, reduciendo al mínimo la distancia entre ellos. Estaba tan cerca que parecía imposible cuando susurró:

—Y yo no escogí esta vida, Kat. Te escogí a ti.

Kat se quedó mirando el sobre que tenía en las manos, quizá por lo que representaba (su segunda oportunidad) o quizá porque no sabía a qué otro sitio mirar ni qué otra cosa hacer.

—¿Está preparada la entrega? —preguntó Hale, y algo en su tono le dijo que no tenía que decir nada, nada en absoluto.

—Sí —asintió ella, siguiéndolo—. Ya no hay vuelta atrás.

—Sin valor —dijo él.

—No hay gloria —respondió ella.

—Esto nos supera a los dos de largo.