Kat oyó la música en sueños. Allí, lejos del jardín, rebotando en las paredes de cristal y los suelos de baldosas, era más alta. Buscó a Hale, pero no estaba, se había perdido entre la multitud del Henley. Kat estiró el cuello para buscarlo, pero el sol que entraba en el cuarto era demasiado brillante y la música resultaba demasiado alta. A pesar de todo, nadie bailaba.
—¡Hale! —gritó—. ¡Gabrielle!
Algo iba mal, lo sabía, pero era demasiado tarde para detenerlo…, para detener… algo.
—¡Hale! —gritó de nuevo, aunque el nombre quedó ahogado en el sonido que recorrió el atrio; un rugido como el de un trueno, seguido de un relámpago de luz. En el exterior sólo había sol, nada de nubes ni de tormenta. Sin embargo, dentro estaba lloviendo. Se formó una nube oscura que tapaba la luz, y la gente corría, lloraba y gritaba. Kat se quedó bajo el chaparrón y, al apartarse la gente, se quedó mirando a una mujer que había cerca de la entrada, vestida con un abrigo y unos zapatos de charol rojos; la mujer le devolvió la mirada.
—¿Mamá? —dijo Kat, aunque a penas se la oía por culpa de las sirenas de la policía y las potentes alarmas del museo—. ¡Mamá! —chilló de nuevo.
Se abrió paso entre el mar de cuerpos y siguió a la mujer al exterior.
En un segundo, el sol desapareció; había caído la noche. La lluvia empezaba a congelarse y el abrigo rojo de su madre destacaba contra la manta blanca de nieve que cubría las calles de la ciudad.
—¡Mamá! —la llamó Kat, pero la mujer no se volvió—. ¡Mamá, espérame!
Kat corrió más deprisa, intentando no caerse, pero la nieve era demasiado profunda y las manos se le enfriaban. A lo lejos, las alarmas seguían sonando.
«Debería esconderme —pensó—. Debería correr».
En vez de hacerlo, siguió las huellas de la mujer, y buscó la puerta roja y el abrigo rojo.
—¡Mamá! —gritó; la nieve caía con más fuerza y cubría las huellas—. ¡Mamá, vuelve!
Los copos de nieve se le pegaban a las pestañas y le bajaban por la cara como lágrimas, mientras las sirenas sonaban cada vez con más fuerza, más cerca, sacando a Kat de un sueño del que no quería marcharse. Alargó las manos como si hubiera alguna forma de aferrarse a la nieve, a la noche. Sin embargo, el ruido era demasiado fuerte, así que abrió los ojos…, y supo que su madre se había ido y que no podía seguirla.
Apagó el despertador de la mesita de noche y cerró los ojos con la esperanza de que el sueño no se hubiera ido del todo. Sin embargo, la habitación ya estaba bañada en los poco frecuentes rayos de luz británicos; notaba el peso y el calor del edredón en el que estaba envuelta, sobre la cama blandita. Pensó en la mujer del abrigo rojo y supo por qué no la había esperado: las hijas no pueden seguir a sus madres hasta algunos sitios.
Así que Kat se puso boca arriba, miró el recargado techo, suspiró y dijo:
—Fase tres.
Cuando por fin bajó las escaleras, Marcus estaba en posición de firmes junto a las puertas abiertas del patio con una bandeja de tostadas en una mano y un walkie-talkie en la otra. Simon estaba sentado en el centro de una larga mesa, rodeado de ordenadores portátiles y cables, aunque el que llamó la atención de Kat fue Nick, que presidía la mesa con Hale y Gabrielle a ambos lados.
—Nunca hagas una pregunta si la respuesta es no —le dijo Hale al chico.
—Nunca abandones tu personaje, ni siquiera por un segundo —añadió Gabrielle.
—Controla siempre la conversación —dijo Hale.
—Tu objetivo siempre debe creer que controla la conversación —repuso Gabrielle.
Kat conocía el discurso, ella también lo había dado.
—Y nunca jamás… —empezó a decir Hale, pero Nick se había vuelto hacia Kat, sonriente.
—Buenos días —la saludó; parecía sentirse como en su casa—. A alguien le ha sentado muy bien su sueño reparador, por lo que se ve.
—Pues no ha reparado gran cosa —comentó Gabrielle con una sonrisa, observando el pelo de punta y el pijama arrugado de Kat—. Sin ánimo de ofender.
Antes de que su prima pudiera responder, unas espirales de humo negro aparecieron detrás de los largos muros de piedra que recorrían los campos a lo lejos, y una voz rasposa salió de la mano de Marcus.
—¿Qué tal ha estado? —preguntó Angus, demasiado satisfecho de sí mismo.
Gabrielle movió el pulgar hacia arriba, así que Marcus apretó el botón para hablar del walkie-talkie y respondió:
—Más grande.
—¿No tienes vecinos? —preguntó Nick a Hale.
En vez de hacerle caso, Hale se inclinó hacia Kat y le comentó:
—No está listo, debería hacerlo yo.
—Wainwright conoce tu voz.
—Puedo poner acento.
—¿Como en Hong Kong? —repuso ella, sonriendo.
—Esta vez puedo ponerlo mejor —dijo Hale, dejando escapar un suspiro.
—No —respondió Kat, que no tenía ganas de discutir.
—Gracias por el voto de confianza, querida —dijo Nick con su perfecto acento de londinense nativo.
Kat vio que Hale iba a decir algo para romper el nuevo status quo, pero Simon movió un enorme portátil para que lo vieran y anunció:
—Empieza el espectáculo.
Por la imagen de la pantalla, quedaba claro que a Gregory Wainwright no le gustaban las mañanas.
Llevaba la corbata demasiado torcida para un hombre de su posición, el traje arrugado y, mientras arrastraba los pies hacia el escritorio, parecía un hombre que sólo deseaba poder volver a su cama.
Hale miró a Nick y le preguntó:
—¿Seguro que estás preparado, novato?
—Oh —respondió Nick, entre risas—, gracias por tu preocupación, pero creo que me las apañaré.
—Ya, bueno, puede que apañárselas sea suficiente cuando haces timos rápidos y trabajos callejeros, pero esto es…
El walkie-talkie volvió a cobrar vida.
—Perdone, señorita —dijo Marcus un segundo después—. Los caballeros quieren saber si… —Hizo una pausa para aclararse la garganta—. Si ese petardazo ha sido tan absolutamente genial como les ha parecido a ellos.
Kat no había oído nada, salvo el sonido de la guerra silenciosa que se libraba ante ella, así que tuvo que ser Gabrielle la que se acercara al mayordomo para responder:
—Más humo, menos petardazo.
Marcus transmitió el mensaje solicitado.
—Chicos —les advirtió Simon, bajando el sonido mientras señalaba al hombre de la pantalla, que estaba hablando con su ayudante—. Empieza el espectáculo —repitió, aunque Nick y Hale siguieron mirándose a los ojos, como si no se dieran cuenta o no les importara.
A lo lejos, Angus perseguía a Hamish por los campos cubiertos de rocío hacia la espiral de humo, y Kat susurró:
—Dos niños corriendo…
Hale levantó la mirada; al parecer, sólo la había oído él. Sin más, le pasó el teléfono a Nick y dijo:
—Haz la llamada.
Vieron cómo Wainwright respondía al teléfono y oyeron a Nick decir:
—Sí, señor Wainwright, soy Edward Wallace, de Binder & Sloan, y lo llamaba para asegurarle personalmente que el desagradable asunto de la caldera modelo Windsor Elite no es tan malo como lo pintan. De hecho, el jefe de bomberos nos ha asegurado que…
Vieron a Wainwright hablar en pantalla, pero sólo Nick lo oía.
—Vaya —dijo el chico, guiñándole un ojo a Kat—, pues sí que es alarmante. Bueno, no se preocupe, señor Wainwright, le diré lo que le dije esta mañana al ayuda de cámara de Su Majestad: en Binder & Sloan nos encargamos de la seguridad y la comodidad de algunos de los edificios más queridos del Reino Unido, así que no descansaremos hasta haber reparado todas las calderas defectuosas.
Wainwright se levantó para examinar las rejillas de ventilación del suelo de su despacho, como si esperase ver saltar las llamas de un momento a otro.
—Sí, señor —dijo Nick—. Veamos, mandaré a un equipo a hacer las reparaciones dentro de dos semanas a partir del próximo martes… ¿Antes? Claro que sí, señor. Es prioritario, sí, señor, por supuesto. Sí. Pues a primera hora del lunes, sí.
Volvieron a oír la estática del walkie-talkie, y Marcus dijo:
—Perdone, señorita, pero los jóvenes caballeros dicen que no pueden hacer humo sin el petardazo, y que les gustaría saber cómo lo haría usted.
Pero la mente de Kat seguía perdida en un sueño, embotada de humo y fuego.
—Perdone —susurró Marcus—, señorita, los caballeros…
—Son unos idiotas —dijo Gabrielle, quitándole el walkie; Kat vio que su prima salía hecha una furia del cuarto mientras susurraba—: ¿Es que tengo que hacerlo yo todo?
Kat, Hale y Nick la vieron marchar. Otro rugido sonó a lo lejos mientras Kat miraba a Hale a los ojos y susurraba:
—Más grande.