Hale la encontró en el jardín, contemplando una estatua de Prometeo que W. W. Hale I había comprado en Grecia para trasplantarla en Wyndham Manor en algún momento antes de la Primera Guerra Mundial.
—Yo de ti, no intentaría robarla —dijo detrás de ella, pero Kat no se volvió.
—Sería difícil con tanto peso.
Por el rabillo del ojo vio que Hale se ponía a su lado, se metía las manos en los bolsillos y miraba arriba.
—Necesitarías una grúa. Las grúas hacen ruido.
—Y son grandes.
—Y dejan unas huellas muy desagradables en los jardines —añadió Hale, y Kat casi pudo sentirlo sonreír—. Y en las plazas de los colegios.
De nuevo, Kat quiso preguntarle por el Colgan, el Porsche y cómo lo había hecho, pero los buenos ladrones saben que sólo importa el siguiente trabajo, así que guardó silencio entre los rosales, las fuentes y los arbustos de perfecta poda que formaban aquellos doce mil metros cuadrados de laberinto. Estaba justo en el centro, nada sorprendida de que Hale la hubiera encontrado.
—Robó el fuego a los dioses —dijo la chica sin más, señalando la estatua.
—El Visily Romani de su época —repuso Hale, suspirando.
En comparación, ni siquiera Arturo Taccone parecía tanta amenaza. Habían subido la música, de modo que la oyeron a través del cristal y la noche. En el interior, alguien reía. Katarina Bishop estaba con Hale en el frío exterior, contemplando cómo el aliento de su amigo formaba nubes de vaho.
La mano de Hale encontró la suya. La del chico era grande y caliente, aunque ella tenía los dedos helados. Era como si todo fuera como tenía que ser. Entonces, con la misma velocidad, la mano desapareció y Kat se quedó con un papel frío y arrugado.
—Por cierto, he encontrado esto —dijo Hale, y examinó su cara mientras ella miraba el sobre de manila que pretendía no volver a ver jamás.
—¿Cómo has…?
—¿Debajo de la alfombra de tu dormitorio, Kat? ¿En serio? —repuso él, entre risas—. Para ser tan buena ladrona, tus escondites dan pena.
Kat no abrió el sobre, ya sabía perfectamente lo que había dentro.
—La mía es especialmente buena —dijo Hale, volviendo la cabeza—. Me han sacado el perfil bueno.
—No sabía que tuvieras uno.
—Oh, yo creo que sí lo sabías —contestó él, acercándose, sonriente—. Un poquito —añadió, casi pegado a ella.
—Hale…
—¿Ayudaría a tu padre si mato a Taccone? —preguntó Hale, y Kat estaba demasiado cansada para averiguar si lo decía de broma—. Marcus lo haría —añadió—. Siempre le he dicho que sus obligaciones laborales estaban sujetas a revisión en cualquier momento. O Gabrielle. Tiene una lima de uñas… que es como una navaja.
—¿Y has visto muchas navajas en Martha’s Vineyard?
—Oye, a los del club náutico les encanta la juerga.
Tenía gracia. Hale tenía gracia y Kat quería reírse. Intentó obligarse a hacerlo, a reír, a bailar, a ser la chica que había intentado ser (sin éxito) en el Colgan.
Sin embargo, se apartó del amable, divertido y guapo chico que la había seguido hasta allí y que, de algún modo, llevaba la música consigo.
—¿Por qué haces esto, Hale?
—¿El qué? —repuso él, todavía demasiado cerca.
—Podrías hacer cualquier cosa —insistió ella en un susurro, bajando la vista, deseando que él la oyera, pero que no la viera—. ¿Por qué haces esto?
—Siempre he querido intentarlo con el Henley.
—¿No puedes hablar en serio un momento?
—Baila conmigo.
—¿Qué? —preguntó ella, pero él ya le estaba rodeando la cintura con los brazos, ya se había pegado a ella.
—Que bailes. Venga, puedes hacerlo. Es como atravesar una sala llena de sensores láser, requiere ritmo —dijo Hale, y empezó a mover las caderas al son de la música—. Y paciencia —añadió, haciéndola girar lentamente para después recogerla de nuevo—. Y sólo es divertido si confías en tu compañero.
La inclinó con tanto cuidado que Kat ni siquiera supo qué pasaba hasta que vio el mundo del revés y tuvo la cara de su amigo a pocos centímetros de la suya.
—Cuenta conmigo, Kat —dijo el chico, apretándola con más fuerza—. Cuenta conmigo siempre.
Después de aquello, Wyndham Manor disfrutó de unas horas de paz.
Marcus y Nick desaparecieron dentro de sus dormitorios de la tercera planta. Los Bagshaw se durmieron en el solárium mientras el tocadiscos sonaba y la fiesta seguía en sus sueños. Gabrielle se arregló las uñas y, por no perder la práctica, le robó la cartera a Simon (dos veces) antes de subir las escaleras y meterse en la cama.
Sólo a dos miembros del grupo les costó conciliar el sueño.
Kat se sentó a los pies de las escaleras un buen rato, mirando las fotos y pensando en lo que estaba en juego.
El tío Eddie estaba en su banco favorito. Gabrielle seguía siendo más guapa de lo normal. Y Hale tenía razón, había que reconocerlo: en la foto de Taccone salía su mejor perfil.
Sin embargo, la que más rato contempló fue la foto de su padre. Examinó la familiar plaza y la gente de la multitud. Amelia Bennett estaba allí, en el fondo, y, por algún motivo, eso aliviaba a Kat. La ayudaba a recordar que otra persona vigilaba a su padre, aunque ella no pudiera. Pero, entonces, Kat vio a alguien más.
Resistió el impulso de soltar una palabrota o de sentirse como una idiota. Permaneció sentada tranquilamente y dijo:
—Vaya, hombre.
Hale era el único que seguía despierto, aparte de ella. Se había metido en la despensa y había cerrado la puerta. De pie entre las latas de salsa de tomate y los sacos de harina, sacó su móvil y marcó un número.
—Tío Eddie —dijo lentamente; después respiró hondo—. Creo que necesito tu ayuda. ¿A quién conocemos en París?