Capítulo 25

A pesar de los rumores que decían lo contrario, la señora de W. W. Hale III no había añadido un gran solárium a la propiedad inglesa de la familia Hale porque estuviera de moda en aquel momento, ni para no quedarse atrás con respecto a la señora de Winthrop Covington II, que había construido un anexo similar en su mansión a cinco kilómetros de distancia. No, la abuela de Hale había ordenado la construcción de aquella sala por dos razones: una, que odiaba pasar frío; y dos, que adoraba el enorme vestíbulo acristalado del Henley.

Mientras Kat tomaba sopa y sándwiches en el espacio de cristal aquella noche, analizando con los demás lo que habían averiguado, se preguntó si era la única a la que impresionaba la ironía del asunto. Seguramente no.

—¿Cómo va, Simon? —preguntó Gabrielle.

Simon, completamente embelesado por los aparatitos electrónicos y cables que cubrían la mesa, tardó un momento en contestar:

—Tenemos ojos.

Después movió el ordenador y allí, en color y en un ángulo poco favorecedor, estaba Gregory Wainwright.

—¿Señor Wainwright? —se oyó decir a una voz femenina, y Simon esbozó una amplia sonrisa.

—Y también oídos —añadió.

—Buen trabajo, Simon —dijo Gabrielle, dándole un beso en la mejilla.

—Yo ayudé —le recordó Hamish, acercando la mejilla, pero Gabrielle no se sentía tan generosa.

—¿Señor Wainwright? —insistió la voz de la secretaria a través del intercomunicador, y el hombre que tenían en pantalla se movió. Bueno, en realidad dio un bote.

—Estaba durmiendo —comentó Gabrielle, entre risas.

—Bueno, ¿qué necesitamos saber de él, Hale? —preguntó Kat—. Aparte de que le gusta echarse siestas en su despacho.

—Es un ejecutivo. Le preocupan las típicas cosas de los ejecutivos —respondió Hale, que era un experto en el tema—: donaciones, beneficios… —Hizo tal pausa que incluso los Bagshaw le prestaron atención—. Publicidad.

Tres de las paredes que los rodeaban eran de cristal. Había plantas muy bien cuidadas por todas partes, y Kat sintió el subidón del exceso de oxígeno y posibilidades.

—Nuestro amigo Romani le ha hecho la vida muy, muy difícil al señor Wainwright —dijo Hale, sonriendo; después se reclinó en su silla de hierro forjado, que debía de ser tan vieja como la cúpula de cristal que los rodeaba—. La historia oficial es lo que ya habíamos oído: una broma, un error de los conserjes… Lo de siempre.

—¿Y la extraoficial? —preguntó Angus.

—Que el Henley está embrujado —respondió Hale.

En pantalla, la secretaria estaba entrando en el despacho. Llevaba un cuaderno de papel y comentaba algo sobre un acontecimiento benéfico formal, una caldera rota, un nuevo registro de asistencia y la evaluación anual del sistema contra incendios del edificio. Durante todo ese tiempo, Gregory Wainwright se limitó a asentir, impaciente, deseando volver a su siesta.

—Asustados… —dijo Kat.

Se levantó. Le sentaba bien estirarse y, mientras caminaba, se preguntó cómo robaría su padre el Henley. O el tío Eddie. Y, finalmente, su madre. Sin embargo, sólo había un ladrón que hubiera hecho lo que ellos intentaban hacer, así que, al final, Kat intentó pensar como Visily Romani.

—Nos estamos complicando demasiado —dijo, más para ella que para los demás—. No estamos robando el Henley, estamos robando en el Henley —afirmó, y empezó a pasearse dando grandes zancadas—. Están asustados —dijo, y se detuvo para volverse hacia Hale—. ¿Verdad?

El chico asintió lentamente y se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas; algo en su gesto le recordó a su padre. Después, Kat señaló los planos.

—Pues vamos a darles una razón para estar aterrados.

Impresionados, todos guardaron silencio; cinco de los mejores ladrones jóvenes de todos los tiempos se quedaron mirándola y mascullaron:

—El oso ahumado.

—Podría funcionar —dijo Simon, asintiendo.

—Funcionará —añadió Gabrielle.

Angus incluso levantó la mano, como si Kat fuera una profesora.

—Sí, bueno, eso no nos aclara cómo vamos a sacar cinco cuadros del museo más seguro del mundo…

—Aunque los cuadros no sean suyos —puntualizó de nuevo Hamish.

—Sin llamar la atención —concluyó su hermano.

Kat se acercó a la ventana e intentó escudriñar la noche, pero el cristal se había convertido en un espejo en la oscuridad. Se quedó mirando sus reflejos y los examinó a todos uno a uno.

—Pues habrá que llamar la atención.

Habría sido erróneo decir que montaron una fiesta; más que una celebración, era una excusa para desahogarse. Sin embargo, cuando Hamish encontró un viejo tocadiscos y una colección de discos de ragtime en la esquina del solárium, no cabe duda de que la música cambió las cosas.

Quizá fuera el sonido rasposo de las trompetas que hacían vibrar los cristales, quizá los embriagaba la posibilidad (o puede que la ilusión) de que la idea pudiera funcionar de verdad. Pero, al final, Simon pidió a Gabrielle que bailara con él y, para sorpresa de todos, demostró hacerlo bien. Angus retó a Hamish a mantener en equilibrio un bate de críquet en la barbilla durante dos minutos (cosa que logró).

Y, mientras tanto, Kat se quedó sentada en una vieja chaise-longue observando la fiesta. Hale se sentó al otro lado del cuarto, observándola a ella.

—Entonces, ¿odia a todo el mundo o debo sentirme especial?

Kat no necesitaba volverse para saber que era Nick. Lo veía de pie junto a su hombro, reflejado en el cristal. El chico pasó una pierna por encima de la chaise-longue y se dejó caer en el cojín, a su lado. De repente, Kat se sintió demasiado visible, le daba la sensación de que había poco sillón para tanto cuerpo.

Hale apartó la vista.

—No respondiste mi pregunta, ¿sabes? —dijo Nick, dándole un trago a su bebida—. La de esta tarde —añadió, y señaló a Hale con la cabeza—. ¿Cuánto tiempo lleváis… juntos?

Kat se sentó sobre las piernas para apartarlas de él.

—Bueno, bastante —respondió, y, por razones que nunca entendería, no pudo evitar sonreír al recordarlo.

Hay historias que los ladrones no cuentan, sobre todo secretos del oficio, historias comprometedoras o errores vergonzosos. La historia de Kat y Hale no era ninguna de aquellas cosas, pero, aun así, nunca la había contado en voz alta; en aquel momento se preguntó por qué. Examinó a su amigo y él le devolvió la sonrisa de un modo que daba a entender que, a pesar de la música y la distancia, había logrado oírlo, que estaba pensando lo mismo que ella.

Hamish había agarrado con el brazo derecho la cintura de Angus, y los dos pasaron junto a ellos bailando un tango.

—Yo sigo votando por el tío Felix —decía Hamish.

—¿Es que el hombre de la grabación estaba cojo? —repuso Angus, que tenía la mejilla pegada a la de su hermano.

—¿El tío Felix tiene mal la pierna? —preguntó Kat, y Hamish se estremeció.

—Caimanes —dijo, deteniéndose a media zancada—. Los puñeteros son más rápidos de lo que parece.

Los Bagshaw la estudiaron.

—Sonríe, Kat —le pidió Angus—. Es un buen plan. El tío Eddie no lo habría hecho mejor.

—Por el tío Eddie —brindó Hamish, alzando una copa imaginaria.

Todos brindaron, salvo el chico que estaba al lado de Kat.

—¿Quién es el tío Eddie?

Quizá fueran imaginaciones suyas, pero Kat habría jurado que la aguja del tocadiscos dio un brinco. Todos dejaron de bailar durante un segundo.

Mientras el equipo miraba a Nick, Hale esbozó una sonrisa de suficiencia, como si la retara a intentar describir lo imposible.

—El tío Eddie es… mi tío —empezó Kat, como empiezan todos los artistas del timo, con un poquito de verdad.

—Nuestro tío —la corrigió Gabrielle.

—Sí, Gabrielle. El tío Eddie es el hermano de nuestro abuelo. Es nuestro tío abuelo —aclaró, señalando a su prima—. De sangre.

—Eso, restriéganoslo, Kat —protestó Angus medio en broma, mientras su hermano y él seguían bailando (aunque Kat no sabía quién llevaba a quién).

—Los Bagshaw son como… —intentó explicar Kat.

—Nuestro abuelo trabajaba con Eddie incluso antes de mudarse a Nueva York —explicó Angus.

—¿Alguna vez has oído hablar del robo de la dublinesa? —preguntó Hamish, asombrado—. ¿Y de la vez que alguien pidió un rescate por el perrito que la reina Isabel iba a cruzar con todos sus otros perros?

—¿Y que después le devolvieron el perro que no era? —añadió su hermano, pero Nick sacudió la cabeza.

Los hermanos se encogieron de hombros como si Nick no tuviera remedio y siguieron con su tango. Nick, imperturbable, se volvió hacia Simon.

—¿Y tú? ¿Por qué conoces a ese tal tío Eddie?

—Mi padre tuvo cierta escasez de efectivo cuando estaba en el MIT —respondió Simon, frotándose las manos—, así conoció…

—A mi abuelo —intervino Gabrielle mientras agarraba las manos de Simon y lo ponía en pie.

—A nuestro abuelo —la corrigió Kat; Simon intentó inclinar a Gabrielle en pleno baile, pero falló.

—Que era el hermano de Eddie —dijo Simon, ayudando a levantar a la chica que, por segunda vez en tres días, estaba despatarrada en el duro suelo.

—Podemos hacerte un esquema, si quieres —comentó Hale, sonriendo un poco.

—No, gracias —repuso Nick—. Creo que ya tengo a todos ubicados, menos a ti.

—Oh, eso es fácil —contestó Hale, con la misma sonrisa de suficiencia de antes; Kat no se movía ni bailaba, pero el corazón se le iba a salir del pecho cuando vio que Hale se recostaba y decía—: Dio la casualidad de que estaba en casa la noche que Kat vino a robar un Monet.