Gregory Reginald Wainwright todavía era relativamente nuevo en el Henley. Bueno, nueve meses habían sido más que suficientes para sacar sus efectos personales de las cajas y colocarlos en los estantes. En aquel tiempo había logrado aprenderse los nombres de casi todos los guardas y guías que trabajaban entre las diez de la mañana y las seis de la tarde. Sin embargo, la luna de miel, como suele decirse, casi había terminado para el nuevo director del Henley. La junta directiva no tardaría mucho en pedirle los informes trimestrales, y en preguntarle por la cantidad de donaciones, por los excesos de los presupuestos y, por supuesto, por un tal Visily Romani.
Eso era lo que tenía en la cabeza y lo que impedía que se concentrara en su periódico aquel viernes por la mañana. Quizá por eso no le importó que lo distrajese el zumbido del interfono de su escritorio.
—Señor Wainwright —dijo su ayudante—, hay un joven que desearía hablar con usted un momento.
El director gruñó. El Henley siempre estaba lleno de jóvenes, tanto chicos como chicas; en realidad era una forma educada de decir «niños». Derramaban refrescos en la cafetería y dejaban sus huellas en el cristal del atrio. Autobuses enteros de ellos llenaban su museo todos los días del curso escolar, abarrotaban las exposiciones, hablaban demasiado alto y empujaban al director al santuario de su despacho, con su té y su periódico.
—¿Señor Wainwright? —preguntó su secretaria en un tono de voz más apremiante—. ¿Dejo pasar al joven? No tiene cita, pero espera que tenga un momento para él.
Gregory Wainwright intentaba encontrar una respuesta (una excusa), pero, antes de poder afirmar que esperaba una visita urgente o una llamada importante, su secretaria añadió:
—Se llama W. W. Hale V.
—¿Es bueno? —preguntó Nick, calentándole la oreja a Kat con su aliento.
Estaban demasiado pegados, le parecía a ella, mientras observaban los vestíbulos del Henley que daban a una puerta sin marcar en la que dos pasillos llegaban a una intersección. Kat temía que alguien se diera cuenta, que alguien pensara algo. Pero Nick siguió detrás de ella, observando, mientras se abría la puerta del despacho del director, y un hombre un poco calvo, con barriga y aire de estar incómodo salía con un chico que era justo lo contrario en todos los aspectos.
Kat vio que Hale le sostenía la puerta al hombre con mucho teatro. Dudaba que nadie, salvo un profesional experimentado, notara el trocito de cinta adhesiva que había puesto en el pestillo, ni tampoco que se volvió rápidamente para mirarla.
Después, la chica suspiró y dijo:
—Sí, es bueno.
Aunque, en realidad, pensaba: «Sigue enfadado».
El director sacó una tarjetita del bolsillo interior de la chaqueta del traje y la pasó por un lector electrónico. Su gesto venía a decir que el Henley tenía un sistema de seguridad de última generación. El arte del museo era el arte más seguro del mundo, dijeran lo que dijeran los periódicos.
Sin embargo, por supuesto, no sabía lo de Hale y su cinta adhesiva.
Cuando volvió a meterse la tarjeta en el bolsillo, Kat se volvió hacia Nick.
—¿Lo tienes? —preguntó, y él asintió.
—Bolsillo interior izquierdo —respondió, y se echó adelante con una sonrisa tranquila—. Suerte que soy zurdo.
—La suerte, amigo mío, no tiene nada que ver con esto —dijo Gabrielle al pasar.
En su tono no había ni flirteo ni tonteo; avanzó con aire profesional hasta el final del pasillo, se volvió y dijo:
—Seguidme, por favor.
Al instante, el pequeño auricular que Kat llevaba en la oreja se llenó de ruido. Sonaba como si una bandada de pájaros hubiera anidado en su cabeza, graznando y chillando, aunque en realidad se trataba de unos ciento cincuenta charlatanes escolares que seguían a Gabrielle por el pasillito.
El ruido era ensordecedor. Kat y Nick se pegaron a la pared para apartarse del camino de los niños, que iban con sus uniformes azul marino bien planchaditos.
—Sentimos las molestias —chillaba Gabrielle a los profesores que lideraban a la masa—. Hoy vamos a empezar todas las visitas por el jardín de las esculturas.
A través del auricular, por encima del rugido de los niños, Kat oyó a Hale charlar con el director sobre Londres, sobre la lluvia, sobre la eterna búsqueda de las patatas con pescado perfectas. Los guardas del final del pasillo estaban apretados contra la pared; habían olvidado sus labores por culpa del caos que Gabrielle llevaba consigo.
—Angus, Simon, vía libre —susurró Kat.
Los vigilantes no vieron que la puerta sin marcar se abría fácilmente. Los niños del grupo no se dieron cuenta de que dos chicos desconocidos aparecieron de repente entre ellos.
—Estamos dentro —dijo Angus al oído de Kat un segundo después.
Los niños siguieron caminando, moviéndose por los pasillos del Henley como una marea, pero, cuando Kat se volvió para irse, fue en dirección contraria. Al fin y al cabo, no era una niña normal.
Katarina Bishop no seguía a nadie.
—Por lo que he oído, sí que existió un Visily Romani.
—Limítate a vigilar la puerta, Hamish —le advirtió Kat.
—Estoy en ello, Kitty, no te preocupes. Pero, como te decía, ese tal Romani era el mejor ladrón de su tierra, sí. Hasta que se cayó de una atalaya…
—Yo oí que se había ahogado —dijo Angus por el intercomunicador, interrumpiendo a su hermano.
—Estoy contándolo yo.
—¿Simon? —preguntó Kat mientras observaba los concurridos pasillos—. ¿Cuánto te queda?
—Quince minutos —respondió Simon.
—Pero Romani no murió de verdad, ¿sabéis? —siguió Hamish, impertérrito—. Bueno, técnicamente sí que murió, pero…
—Hamish, ¿estás vigilando la puerta o no? —soltó Gabrielle, uniéndose a la conversación mientras seguía a Hale y al estimado director del Henley manteniendo una distancia segura.
—Sí, cielo, no hay ni un alma. En fin, como decía, que murió, pero se reencarnó, ¿sabéis? Cada generación hay un Romani nuevo.
—No es así, Hamish —intentó aclarar Kat.
—Claro que no —dijo Angus, siempre haciendo de hermano mayor—. El Romani original se ahogó, y es cada dos generaciones.
—Chicos —les advirtió Kat, pero algo la calló: no pudo seguir regañando a los Bagshaw (apenas pudo hablar) cuando se dio cuenta de lo cerca que estaba Nick y la forma en que la miraba. Nadie la había mirado nunca así.
—Bueno, Nick, ¿llevas mucho tiempo viviendo en París? —preguntó, alejándose de la estatua que habían fingido admirar, contenta de tener algún sitio al que ir.
El chico se encogió de hombros y la siguió.
—Por temporadas —respondió, y Kat sintió una punzada de algo. ¿Irritación, quizá? Puede, aunque había algo más.
—Tu acento no es del todo británico, ¿verdad? —preguntó.
—Mi padre era estadounidense, pero mi madre es inglesa.
—¿Y no estará preguntándose dónde estás?
Nick examinó la inmaculada colección de estatuas del Henley y sacudió la cabeza.
—Tengo unos cuantos días.
—No necesitamos más —respondió ella.
Nick se paró a media zancada y sonrió.
—Bueno, pues es lo que tendrá, señorita Bishop.
Sus palabras la sorprendieron, o quizá no fueron las palabras, sino la forma de decirlas. Lo observó e intentó analizarlo desde todos los ángulos.
—Bueno —dijo el chico, sin perder aquella misteriosa sonrisa, y siguió caminando como un turista más, un chico más—, no creerías que no iba a investigarte, ¿verdad? ¿Pensabas que no descubriría que eres la famosa Katarina Bishop?
—¿Y cómo exactamente me has investigado? —preguntó ella, ruborizándose, aunque sin saber bien por qué.
—Que trabaje solo no quiere decir que no tenga mis recursos. Pero los rumores dicen que habías abandonado la profesión.
—No soy… —empezó a decir Kat, pero sacudió la cabeza y volvió a empezar con más fuerza—. La he abandonado.
Y allí estaba ella, en el majestuoso paseo del Henley, entre la muchedumbre que empezaba a dispersarse para distribuirse por las muchas exposiciones del museo. Al pasar junto a la sala del Renacimiento, Kat se dio cuenta de que ya no estaba vacía: los turistas se habían agrupado frente a la última obra de arte de Da Vinci, como si el mundo volviera a su sitio.
—Y aquí tenemos el Ángel de regreso al Cielo, de Leonardo da Vinci —decía un guía a tres metros de ella—. Veronica Henley en persona lo compró en 1946, y se considera una de las obras de arte más valiosas del mundo…, la más valiosa, según la señora Henley. Cuando los periodistas le preguntaron poco antes de morir qué obra preferiría tener en su colección, el Ángel o la Mona Lisa, la señora Henley respondió: «Que el Louvre se quede con la dama de Leonardo; yo tengo su ángel».
El grupo de visitantes siguió adelante y Kat se acercó al Da Vinci.
—¿Te tienta? —le pregunto Nick.
¿Que si era bonito? Sí. ¿Que si era valioso? Una barbaridad. Sin embargo, mientras miraba uno de los cuadros más importantes del mundo, Kat no pudo más que maravillarse de lo poco tentada que se sentía.
Y no porque fuera un objetivo casi imposible, ni porque fuera prácticamente imposible revenderlo, incluso en el mercado negro.
No era por ninguna de las razones que tendría un buen ladrón. Kat se dio cuenta de que sus razones eran las de una buena persona (o quizá eso esperaba).
—Has tenido otros trabajos gordos antes de éste, ¿verdad? —le preguntó Nick.
—«Gordo» es un término muy relativo.
—Pero tu padre y tú hicisteis lo del Tokyo Exchange Center el año pasado, ¿no? —insistió; Kat sonrió, aunque sin contestar—. El trabajo de la embajada de París, el…
—¿Cuál es la pregunta, Nick?
—¿Por qué el trabajo del Colgan? —preguntó él al cabo de un rato, después de sacudir la cabeza.
—No era un trabajo, era más como una… vida —respondió Kat; como Nick la miró sin comprender, añadió—: Una forma de expandir mis horizontes educativos.
—¿Qué va a aprender una persona como tú en un sitio como ése? —preguntó él, entre risas—. Esos críos no son más que… críos.
—Sí, ésa era la idea.
—Verá, señor Hale, ésta es el ala en la que se guardaría su Monet —decía Gregory Wainwright extendiendo los brazos, como si toda la pared estuviera a su disposición.
Obviamente, Hale ya había visto antes el gesto. Quizá fuera justo aquel gesto lo que hacía que le gustara tanto llevarse cosas ajenas.
—Hemos alojado las obras más importantes de algunas de las familias más importantes del mundo —siguió diciendo el director mientras Hale se volvía para examinar con aire aburrido el maravilloso espacio; rezumaba indiferencia.
Era casi demasiado fácil, ya que, al fin y al cabo, había nacido para representar aquel papel. Sin embargo, el director miró su reloj y dijo:
—Oh, pero mire qué hora es.
Y Hale notó que el hombre perdía interés.
—Dígame, señor… Worthington —comentó Hale, señalando un Manet muy bonito—, ¿qué garantías tengo de que mi cuadro no sufriría daño alguno?
El director se rió entre dientes al volverse para mirarlo.
—Estamos en el Henley, joven. Sólo usamos las medidas de protección más avanzadas…
—¿Guías o guardas en la sala en todo momento durante el horario de apertura del edificio?
—Sí.
—¿Protocolos de protección de la Federación Internacional de Museos? —preguntó mientras el hombre se dirigía a la entrada—. ¿Categoría oro?
—Categoría platino —repuso el director, que parecía sentirse insultado.
—¿Etiquetas magnéticas conectadas a sensores en todas las posibles entradas?
—Por supuesto —respondió el director, parándose.
Por primera vez desde que había conocido al joven, Gregory Wainwright se atrevió a mirarlo como si no fuera más que otro molesto adolescente.
—De hecho, hablando de protección, me temo que tengo una reunión urgente a las diez con nuestro jefe de seguridad.
A través del auricular, Hale oyó a Kat preguntar lo que de verdad quería saber:
—¿Estás listo para tener compañía, Simon?
—Cinco minutos —respondió Simon desde su puesto, a un ala de distancia.
El director siguió hablando:
—Puedo asegurarle que nuestro departamento de adquisiciones está acostumbrado a adaptarse a casi cualquier petición, así que, si está listo para empezar con el papeleo, quizá debamos…
—Oh, no estoy aquí para empezar con el papeleo —repuso Hale, poniéndose delante de su interlocutor para impedirle el paso, mientras contemplaba un Pissarro y ponía cara de pensar que aquellas obras quedarían mucho mejor en su casa; y lo pensaba de verdad.
El director del museo se rió, incómodo.
—Lo siento, señor. Creía que deseaba colocar el Monet de su familia en una exposición temporal del Henley.
—No —respondió Hale sin más, deteniéndolo de nuevo, aunque sólo por un momento—. No quiero colocar el Monet de mi familia en el Henley.
—Lo siento, señor Hale, me temo que estoy desconcertado. Ha venido porque…
—He venido por una mujer —respondió Hale, mirando hacia el pasillo en el que Kat y Nick esperaban, con la boca abierta, a seis metros de él; Gregory Wainwright siguió asintiendo con la cabeza, esperando a que el joven multimillonario terminara de hablar—. Estoy aquí por ella.
Es probable que la mayoría de los empresarios de mediana edad se hubieran largado ante semejante afirmación de un chico tan poco común, pero Gregory Wainwright estaba acostumbrado a las rarezas de los ricos, así que asintió. Después sonrió y preguntó:
—¿Una mujer, dice?
—Sí —respondió Hale, y Kat se dio cuenta de que Hale se estaba convirtiendo en un topo bastante bueno.
Cuando se ceñía al guión, claro. Por desgracia para todos, Hale nunca se ceñía al guión; peor aún, Gregory Wainwright había empezado a caminar, obligando a Hale a seguirlo.
—Verá, Greg, mi madre está pasando por una fase felina. Binky es un gato persa —dijo Hale sin más, como si eso lo explicara todo—. Binky tiene la mala costumbre de dejar pelos por todos los muebles del salón, ¿sabe?
El director asintió como si lo entendiera perfectamente.
—Por eso hemos tenido que comprar muebles nuevos que, por desgracia, no van con el Monet.
Kat contempló por un momento aquel mundo en el que alguien podía cansarse de un Monet porque no pegaba con el sofá.
Sin embargo, lo más raro de todo era que para Gregory Wainwright (y para el mismo Hale), la historia no resultaba extraña. Kat pensó en la habitación y la casa vacías de la madre de Hale, en todas las cosas valiosas de su vida que la mujer nunca echaba de menos.
—Es bueno —dijo Nick, mirando a Kat, que no pudo evitar sonreír—. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —preguntó el chico, y, de repente, Kat dejó de sonreír.
—No estamos juntos —soltó, aunque se arrepintió al instante; tenía que haber dicho algo coqueto e inteligente, pero era demasiado tarde. Ahora parecía una niña tonta y una mala mentirosa, dos cosas que nunca antes había sido.
—Es decir, ¿cuánto tiempo lleváis trabajando juntos? —se corrigió Nick; después sonrió con guasa—. Pero también es bueno saber lo otro.
Antes de poder analizar la afirmación, oyeron el eco de unas pisadas que se dirigían al despacho del director.
—¿Simon? —preguntó Kat, pero, antes de que el chico pudiera terminar su respuesta («¡Sólo un minuto!»), pasó algo que a Kat nunca le había pasado en un trabajo de ningún tipo.
El director y Hale se acercaban a toda prisa, y, para sorpresa de Kat, Nick también.
—Hay que entretenerlos —susurró la chica, y empezó a volverse para pensar, para hacer algo.
Sin embargo, Nick la agarró del brazo rápidamente y se pegó a ella mientras respondía:
—Vale.
Antes de que se le ocurriera alguna táctica de distracción, Nick la abrazó y la besó en medio del pasillo del Henley.
Justo delante de Gregory Wainwright y Hale.
Fue consciente, vagamente, de que los dos se paraban de golpe antes de girar la esquina y pillar a Simon. Estaba segura de haber oído al director mascullar algo que sonaba como: «Hay niños besándose en mis salas…».
A través del auricular oyó que Angus decía:
—Vía libre.
Pero la voz que más deseaba escuchar era la de Hale.
Se apartó de Nick justo cuando Hale decía, en tono completamente distendido e imperturbable:
—A decir verdad, señor Wainwright, antes de llegar a un acuerdo, me gustaría oírlo decir que no tengo nada que temer de ese tal… —dijo, chasqueando los dedos como si intentara recordar el nombre— Visily Romani.