Capítulo 22

Antes, a Kat le encantaba París, pero, al alejarse de su padre aquella tarde, las aceras le parecieron demasiado abarrotadas, ajenas y frías. Quería volver a casa, dondequiera que fuera eso.

Notó que alguien se daba contra ella mientras esperaba en una esquina a que cambiara de color el semáforo. Oyó un débil «perdone», aunque no se volvió para mirar a la persona que había hablado en su mismo idioma en aquella calle extranjera.

Por supuesto, en las semanas posteriores, Kat recordaría de vez en cuando aquella decisión y se sentiría un poquito estúpida. Era cierto que tenía muchas cosas en la cabeza, que estaba preocupada por su padre y preocupada por si los policías se daban cuenta de que Melanie O’Hara y Katarina Bishop eran la misma persona, ya que deseaba que la declaración como testigo de la primera bastara para mantener al padre de la segunda encerrado, lejos de Taccone, pero sin que lo encarcelaran demasiado tiempo.

Le preocupaba lo que pudiera decir el tío Eddie cuando descubriera que había roto el código más importante de los ladrones (por no hablar del de las hijas).

Dado su estado mental en aquellos momentos, resultaba comprensible que fuera el instinto lo que la hizo chocarse contra el chico que, dos segundos antes, se había chocado con ella.

Después pensó que quizá fuera el destino.

—¿Lo ha encontrado, señor? —le preguntó el botones al chico en las escaleras del hotel.

—¿Perdón? —repuso el chico, deteniéndose.

—La joven, señor, dijo que era su prima —explicó el botones con cara de preocupación—. Dijo que tenía una llave, señor, y conocía su nombre y su número de habitación.

El botones no notó el breve instante de inquietud que se reflejó en los ojos del muchacho.

—Ah, bien, por fin ha llegado —respondió con tranquilidad el huésped mientras procesaba las noticias, que no eran nada buenas.

El botones lo vio alejarse como si nada, pero no vio la cara de sorpresa del chico cuando empujó la puerta de la habitación 157 y comprobó que no estaba cerrada con llave.

Tampoco vio a la chica que estaba sentada con las piernas cruzadas en el brazo de un sillón orejero y que levantó una ceja antes de decir:

—Bienvenido a casa.

El factor sorpresa es una de las mejores armas con las que cuenta un ladrón, o eso pensó Kat cuando vio la cara del chico. Se quedó en la puerta de su propia habitación de hotel mirándola, pasmado.

—¿Qué? —preguntó Kat, fingiendo ignorancia—. ¿No me saludas? ¿Ni siquiera un «cariño, ya estoy en casa»?

—Tú —respondió él, volviendo la cabeza para mirar el pasillo vacío, como si la chica acabara de entrar en el cuarto por la puerta abierta.

—Creo que no nos presentamos formalmente en la calle —dijo Kat, bajando las piernas del brazo del sillón forrado de seda—. Soy Katarina Bishop, pero ya lo sabrás si has mirado en la cartera que te metiste en el bolsillo interior izquierdo de ese abrigo que llevas.

Él se tocó el bolsillo como si deseara comprobar si ella estaba en lo cierto; lo estaba.

—Mis amigos me llaman Kat —siguió diciendo mientras observaba al chico de arriba abajo—. No estoy muy segura de cómo deberías llamarme tú.

Al final del pasillo sonó un televisor y Kat oyó a una presentadora francesa anunciar la detención de un sospechoso en el robo de una galería local durante el que se había sustraído una valiosa estatua. Hizo una mueca y esperó que el chico no se diera cuenta.

—¿Cómo has entrado?

—Tú tienes mano con las carteras —respondió ella, arqueando las cejas, mientras el chico se llevaba la mano al bolsillo trasero— y yo con las puertas. ¿Buscas esto? —le preguntó, y sostuvo en alto la cartera del muchacho—. Vaya, a lo mejor yo también tengo mano con las carteras.

Se la enseñó al chico y le preguntó:

—¿Quieres hacer un intercambio? —Después la abrió y miró el carné—. Nicholas Smith, dieciséis años, ciudadano británico —leyó, mirando el carné y luego al chico que tenía delante—. No eres muy fotogénico.

Kat saltó del sillón y le quitó la cartera de las manos mientras tiraba la del chico a la cama.

—¿Cómo…? —empezó a preguntar él, pero Kat lo detuvo.

—Anuncias tu tapadera —dijo con toda naturalidad.

Kat estaba preparada para mentiras y discusiones, cualquier cosa menos que el chico sonriera y dijera:

—Vaya, con talento y encima guapa. Encantado de conocerte, Katarina.

Después se dejó caer en la esquina de la cama y se quitó un zapato.

—¿Y cuántos años tienes tú? —le preguntó, pero Kat no contestó.

En vez de hacerlo, se volvió y toqueteó las flores frescas de la mesa mientras observaba las cortinas de seda que tapaban las ventanas.

—Es un sitio bonito, ¿lo pagas haciendo pequeños timos?

El chico la miró. Tenía el pelo corto y oscuro, ojos azul brillante, y la clase de sonrisa que te hacía olvidar lo que estabas pensando.

—Entre otras cosas.

—Y llevas practicando… ¿Cuánto? ¿Dos años? —preguntó ella, mirándolo otra vez; la mirada de satisfacción del desconocido fue respuesta suficiente—. ¿Dónde aprendiste?

—Por ahí —respondió, encogiéndose de hombros—. Ves cosas, practicas…

Kat llevaba viendo cosas desde que cumplió tres años, cuando el padre de Hamish y Angus los llevó a todos al circo porque necesitaba «tomar prestado» un elefante.

—¿Alguna vez te han pillado? —preguntó, y él volvió a encogerse de hombros.

—La policía, no.

—¿Tienes antecedentes? —preguntó, y él sacudió la cabeza—. ¿Trabajas con un equipo?

—Trabajo solo.

Kat se preguntó si el chico que se había chocado con ella en una calle de París sería tan bueno como a ella le parecía. Y si él lo sabría.

Lo examinó; ¿sería aquélla la pieza que faltaba en su plan?

—¿Quieres que siga siendo así?