Capítulo 19

Lo primero que hizo Kat, por supuesto, fue darse de tortas. Tendría que haberlo supuesto, tendría que haberlos oído venir. Sin embargo, las alarmas estaban demasiado altas, los tapones eran demasiado eficaces y su cabeza iba demasiado distraída con el duro trabajo que le quedaba por delante, así que tenía la guardia baja. Aunque no pensaba dejar que Taccone lo supiera.

El hombre esbozó una fría sonrisa desde el otro lado del asiento trasero de la limusina, así que, a pesar de todo, Kat casi se alegró de notar el calorcillo de los cuerpos de los matones a su lado.

—Me divierten tus esfuerzos, Katarina —le dijo con una risita—. Poco eficaces, pero entretenidos.

Kat pensó en su prima, tirada en el frío suelo de la galería; una chica de dieciséis años (y sus piernas) poniendo a prueba las defensas de última generación del Henley.

—Ya le dije que no era la persona adecuada para el trabajo —dijo Kat—. Ahora bien, hay un equipo japonés que tiene excelentes credenciales. Podría darle un nombre y un número, si le interesa.

El gesto de desdén de Taccone la hizo darse cuenta de que el hombre se divertía de verdad. Pensó en su búnker oculto y supo que la alegría de tener guardado algo tan bello y preciado bajo llave no era nada comparada con la emoción de perseguirlo por toda Europa. Los cuadros no eran más que cosas, al fin y al cabo. Lo que realmente le gustaba a Arturo Taccone era la caza.

—Bueno, dime, Katarina —siguió diciendo, señalando con la cabeza el majestuoso edificio que desaparecía a lo lejos—, ¿qué vas a robar? ¿El Ángel de Da Vinci, quizá? Pagaría bien por añadirlo a mi colección, ¿sabes?

—No soy una ladrona —respondió ella, y él la miró—. Ya no —añadió—. Ya no soy una ladrona.

—Y, sin embargo, aquí estás —repuso Taccone, sin intentar ocultar lo bien que se lo pasaba.

—Estoy aquí para recuperar sus cuadros, signor Taccone, así que, técnicamente, estoy rerrobando —dijo, recordando las palabras de Hale—. Es como que negativo por negativo da positivo.

—¿Crees que tu padre ha escondido mis cuadros dentro del Henley? —preguntó Taccone con un bufido, un sonido cruel y gutural—. ¿Y por qué exactamente iba a hacer eso?

—No fue mi padre, ¿recuerda?

—Ay, Katarina —repuso él, suspirando—. Si no fue tu padre, ¿quién fue?

Pensó durante un momento en Visily Romani, en una leyenda, un fantasma. Sin embargo, en realidad no era ningún fantasma, sino que, en algún lugar del mundo, había un hombre, un hombre real de carne y hueso que tenía los conocimientos necesarios para entrar en el museo más seguro del mundo y usar aquel nombre para hacerlo.

Así que, sí, en algún lugar había un hombre, y su nombre no era Visily Romani, aunque Kat dudaba que Arturo Taccone lo entendiera.

—Los he encontrado, signor Taccone —le dijo la chica, acercándose y poniéndose más derecha—. Puedo decirle dónde están, y supongo que después no precisará de mi ayuda. Al fin y al cabo —añadió, señalando un punto detrás de ellos—, como ha visto, mis amigos y yo no estamos preparados para una oportunidad de esta magnitud.

—Al contrario, Katarina, creo que estáis muy bien preparados.

Taccone sonrió, y Kat no pudo evitarlo: parte de ella se preguntó si aquel hombre tendría más fe en ella que su tío, quizá incluso que su padre. Claro que a él le daba igual que Kat acabara muerta o en prisión con tal de recuperar sus cuadros, así que tampoco era el mejor para juzgar sus habilidades.

—Necesitamos más tiempo —dijo Kat, no suplicándolo, sino afirmándolo, y hasta ella se sorprendió de lo firme que parecía su voz—. Esto es el Henley, nadie ha robado nunca el Henley.

—Si estás en lo cierto, tu padre consiguió superar su seguridad para colocar mis cuadros…

—¡Escúcheme! —exclamó ella; no se dio cuenta de que pretendía tocarlo hasta que se encontró con su bastón en las manos—. Si no me cree cuando le digo que mi padre no robó sus cuadros, vale. Si no me cree cuando le digo que están en ese edificio, vale. Pero están ahí. Y, créame, ningún equipo puede robar en el Henley en seis días. No pasará, no puede hacerse.

La chica notó que los matones que tenía a los lados se movían. Sabía que, en el juego al que jugaba Arturo Taccone, acababa de cambiar las reglas, y que los matones, a pesar de toda su fuerza y músculo, nunca habían imaginado que nadie intentara tocar a su jefe…, y menos una niña de quince años tirando a bajita.

—¿Sabe que tienen al menos cien guardas jurados trabajando en tres turnos solapados de ocho horas? —preguntó Kat—. Y no son mano de obra de segunda, sino gente que antes trabajaba en las fuerzas de seguridad. Están bien entrenados, y los del museo establecen un periodo de espera de cinco semanas para comprobar su historial antes de contratar a alguien, así que no hay manera de meter a un topo —siguió explicando, cada vez más enérgica, mientras Taccone la dejaba hablar—. ¿Sabía que tienen las mismas cámaras de vigilancia que usa la CIA en sus edificios de Langley? Y eso sin contar los suelos sensibles a la presión y los marcos electrificados que mi querida prima ha tenido la amabilidad de enseñarnos. ¿Y he mencionado ya los interruptores de presión? Por supuesto, no sé nada sobre ellos… porque es el Henley… y no van publicando sus especificaciones de seguridad en Internet, pero puede apostar el peso de sus amigos en oro a que todos los cuadros tienen detrás unos detectores tan sensibles que, si una mosca se posara en ellos, todo el museo se cerraría a cal y canto antes de poder decir: «Renacimiento».

Él volvió a sonreír, esta vez más despacio, y Kat notó un escalofrío tan fuerte como el viento del invierno.

—Voy a echar de menos nuestras charlas, Katarina. Deberías saber que he intentado hacer esto de la manera más honorable posible por respeto a la familia de tu madre. Ya te he dicho lo que quiero y te he dado tiempo más que de sobra para conseguirlo. Sin embargo, nadie me ha devuelto todavía los cuadros —dijo, y sonaba sorprendido de verdad, como si hubiera estado esperando a que le llegasen por correo.

Kat se acercó más, sin poder ocultar el miedo en su voz:

—No. Puedo. Hacerlo.

—No te preocupes, Katarina. Dentro de seis días, si sigo sin tener mis cuadros, simplemente haré a tu padre una visita y se los pediré en persona.

—Él no los tiene —repuso ella, pero Taccone siguió hablando.

—Quizá sus amigos de la Interpol ya se hayan ido y pueda hablar con él en persona. Sí —asintió muy despacio—, cuando llegue el momento, tu padre me dará lo que quiero.

Kat empezó a hablar, pero, antes de poder decir nada, Taccone se volvió hacia el matón número uno y le comentó:

—¿No tienes calor con los guantes puestos?

Sin embargo, no hacía calor en absoluto. Kat contuvo el aliento cuando el hombretón se quitó el guante de la mano izquierda y lo dejó sobre la rodilla izquierda, a pocos centímetros del bastón que ella sostenía. La primera vez que Kat vio el puño de peltre, el patrón del adorno le había parecido bonito. Claro que eso había sido antes de ver el mismo dibujo en la mano que tenía al lado, una cicatriz (una advertencia) grabada para siempre con fuego en la carne.

—Cuando llegue el momento, simplemente se lo preguntaré a tu padre —dijo Taccone en tono frío y cruel—. No te preocupes, Katarina, puedo ser muy convincente.

El coche frenó y la chica notó que algo caía en su regazo: un gran sobre de papel manila.

—Mientras tanto, Katarina, te deseo suerte en tu empeño —afirmó, muy serio, como si de verdad creyera en ella; después recuperó su bastón y dijo—: Tienes muchas razones para triunfar.

El matón número uno abrió la puerta y salió del coche; con la mano herida, le hizo un gesto a la chica para que saliera.

Kat se quedó muy quieta durante un buen rato en la acera de Trafalgar Square; el sobre le pesaba en la mano. Contuvo la respiración y miró dentro; había fotografías, pero no eran sólo fotografías, sino que le sugerían una palabra muy distinta: amenaza.

Se mareó y el frío le heló los huesos. Los autobuses rojos de dos plantas y las brillantes luces de neón la rodeaban y se reflejaban en las imágenes en blanco y negro que tenía en las manos. Seguramente eran unas de las obras con las que más había disfrutado Taccone.

Gabrielle subiendo a un tren en Viena, con la melena al viento.

Hale caminando por el vestíbulo de un hotel de Las Vegas.

Su padre bebiendo café mientras cruzaba una plaza de París.

El tío Eddie sentado en el banco de un parque de Brooklyn.

La gente que más le importaba retratada en blanco y negro con un claro mensaje: Arturo Taccone sabía cómo encontrar a la gente y las cosas que Kat quería, y si Kat no hacía lo mismo por él, Taccone no sería el único que perdiera algo.

Por primera vez en su vida, Katarina Bishop comprendió perfectamente que una imagen vale más que mil palabras.