Capítulo 15

En el mundo hay dos docenas de museos realmente importantes, quizá uno más si no te molestan las colas del Louvre, como decía el padre de Kat. Sin embargo, por supuesto, no todos los museos importantes están a la misma altura; algunos no son más que viejas casas con techos altos y maravillosas molduras, unas cuantas cámaras de seguridad y vigilantes jurados que cobran el salario mínimo. Otros contratan asesores de seguridad y recurren a la CIA para adquirir su equipamiento.

Y, por último, está el Henley.

—Así que éste es el Henley —comentó Hale mientras paseaban por el gran vestíbulo de cristal; llevaba las manos en los bolsillos y el pelo todavía húmedo de la ducha—. Es más pequeño de lo que creía.

—¿Nunca habías estado en el Henley? —le preguntó Kat, deteniéndose.

—¿Acaso es bueno que los alcohólicos entren en las licorerías? —preguntó él a su vez, ladeando la cabeza.

—Ahí tienes razón.

Al Henley se accedía por nueve entradas oficiales, y Kat se sentía un poco orgullosa de haber escogido las puertas principales (bueno, orgullosa de haber escogido una puerta, en realidad). Quizá estuviera madurando. Quizá fuera vaga. O quizá, simplemente, le encantara el vestíbulo del Henley.

Dos plantas de cristal tallado en docenas de ángulos enmarcaban la entrada. Era parte solárium, parte vestíbulo, parte sauna. El sol caía a plomo y, a pesar del viento frío que soplaba fuera, la temperatura en el interior del atrio rozaba los treinta grados, como mínimo. Los hombres se quitaban las chaquetas y las mujeres se desenrollaban las bufandas del cuello. Sin embargo, Hale no sudaba ni una gota y, al mirarlo, Kat no pudo evitar pensar: «Nervios de acero».

Dos días antes habían cerrado el Henley hasta la una de la tarde, después de que un vigilante jurado que hacía su ronda de medianoche descubriera una tarjeta de visita metida entre una pintura y su marco. Aunque parecía un detalle sin importancia, el problema era que el vigilante juraba que a las diez de la noche no había ninguna tarjeta.

Dieron la alarma y llamaron a más agentes de seguridad. Por desgracia, alguien también llamó a un periodista de las noticias locales. Scotland Yard había revisado todas las grabaciones de las cámaras de vigilancia, y había interrogado a los miembros del personal de seguridad, a los trabajadores de la limpieza y a los voluntarios, pero ninguno había visto a nadie demasiado cerca del cuadro en cuestión.

Así que, el martes por la mañana, la postura oficial de las autoridades oficiales, desde el director del Henley al encargado de la investigación de Scotland Yard, era que el vigilante se había equivocado. La tarjeta tenía que haberla dejado uno de los visitantes del museo, y a todos se les había pasado.

La postura no oficial de los que no eran autoridades oficiales era que un miembro de las antiguas familias estaba gastando una broma. Sin embargo, Kat y Hale no se reían. Ni tampoco el Henley, según parecía.

Mientras esperaba en la larga cola para entrar, Kat cambió el peso de un pie al otro y cruzó los brazos. Era como si su cuerpo contuviera más energía, más nervios, de lo normal. Tenía que esforzarse por mantenerlo a raya.

—Vine a ver la exposición del Ángel en agosto —le contaba la mujer que tenía delante a su acompañante—. Antes no tenían detectores de metales.

Hale miró a Kat y ella le leyó la mente: los detectores eran nuevos. Si habían puesto detectores, ¿qué más habrían puesto?

—Bueno, en agosto no les había entrado ningún hombre misterioso a dejar su tarjeta de visita —contestó la acompañante de la mujer.

Avanzaron un paso.

—Quizá fuera un ladrón guapo y elegante que cambió de idea.

Kat se ruborizó y pensó en su padre.

—Quizá esté dentro ahora mismo —repuso la otra mujer, entre risitas—. ¿Examinando el lugar?

Se volvió y observó el atrio como si buscara al ladrón, aunque se encontró con Hale, que asintió y sonrió, ruborizando a la mujer.

—No me importaría encontrarme con un ladrón atractivo —susurró la amiga de la mujer, y Hale le guiñó un ojo a Kat.

La chica arqueó las cejas y susurró:

—A mí tampoco me importaría encontrarme con uno de ésos.

Hale se llevó las manos al pecho para fingir que había herido sus sentimientos, pero ella estaba demasiado preocupada y cansada para seguirle el juego. Vio que el chico la miraba y notó que estaba esperanzado, aunque hizo como que no se daba cuenta.

—Seguramente no es nada —le dijo.

—Claro que sí —le aseguró él.

—Quiero decir que, probablemente, no sea más que una coincidencia —insistió Kat, como si de verdad lo pensara.

—Eso es justo lo que yo estaba pensando —mintió Hale.

La cola avanzó un centímetro.

—Seguro que estamos perdiendo el tiempo.

—Ni yo lo hubiera dicho mejor.

Sin embargo, la desventaja de ser un artista del timo es que es muy difícil timarte, aunque seas tú el que se cuenta las mentiras.

Estaba siendo un día insólito en lo que empezaba a ser la semana más insólita de la más que insólita existencia del Henley.

Aunque Katarina Bishop no lograra apreciarlo por completo, sí que era evidente para los vigilantes, guías, conservadores, personal, directores y visitantes habituales, todos muy conscientes de que nunca se formaban colas entre semana antes de las nueve. Las ancianas vestidas con chaquetas burdeos sentadas tras el mostrador de información comentaban que los ocho grupos de escolares que visitaban el museo aquel día parecían más silenciosos que de costumbre, como si pretendieran encontrar un fantasma.

Los suelos de la sala del Renacimiento siempre brillaban más, los marcos siempre estaban más derechos, y el cuadro en el centro de la sala (el Ángel de regreso al Cielo, de Leonardo da Vinci) siempre atraía a más visitantes impresionados que el resto del Henley. Sin embargo, aquella mañana era como si la joya de la corona del museo hubiera perdido su resplandor.

La sala del Renacimiento permanecía vacía y las largas colas recorrían los pasillos de mármol de camino a otro lugar.

—Ahí está.

Kat no tenía que leer el cartel de la entrada para saber que habían llegado a la colección correcta. Sólo necesitaba ver la multitud y oír el susurro que flotaba en el aire:

—Visily Romani.

Tanto turistas como escolares se agolpaban hombro con hombro y pie con pie para poder ver el lugar en el que había aparecido misteriosamente una tarjeta de visita en plena noche en uno de los edificios más seguros de Londres.

Kat y Hale no hablaron mientras esperaban para entrar en la sala abarrotada. No comentaron nada sobre los ángulos de las cámaras ni las posiciones de los vigilantes. También eran turistas, en cierto modo; sentían curiosidad, estaban deseando saber la verdad sobre aquel hecho tan extraño, aunque necesitaban averiguarlo por razones muy distintas.

—Estuvo aquí —dijo Kat cuando al fin entraron.

La mayoría de los visitantes miraban unos segundos y avanzaban, pero ella se rezagó. Hale y ella eran como el centro de una rueda que apenas se movía mientras el resto de la muchedumbre pasaba junto a ellos.

—Sí, pero no se llevó nada —comentó Hale.

—Estuvo aquí —repitió Kat, notando que levantaba la mano.

Su dedo señaló los cinco cuadros que estaban colgados en la pared opuesta. Dos días antes, Visily Romani había dejado su tarjeta metida en el marco del cuadro del centro.

Una tarjeta de visita, según decían los rumores, de cartulina blanca con letras negras formando un nombre que, hasta entonces, sólo se había susurrado en las esquinas más oscuras de las habitaciones más oscuras.

Una tarjeta de visita dejada por un fantasma en la que simplemente decía: «Visily Romani estuvo aquí».

Kat pensó en la tarjeta y algo en su corazón (o quizá sólo su sangre) le dijo que, de todas las personas que había en el Henley aquel día, era a ella a quien se dirigía el ladrón.

—¿Por qué entrar si no te vas a llevar nada? —preguntó Hale, pero Kat sacudió la cabeza.

—¿Por qué entrar y dejar algo? —repuso a su vez.

La chica se acercó más al cuadro que estaba en el centro. Flores en un fresco día de primavera, se llamaba. Era una encantadora naturaleza muerta de un artista bastante conocido. No tenía nada digno de mención, salvo el hecho de que Visily Romani decidiera dejar allí su tarjeta.

Kat retrocedió y observó los otros cinco cuadros de la sala, intentando averiguar en qué había pensado Romani.

Cerró los ojos y recordó las historias que había oído toda la vida, las leyendas del mejor ladrón de todos los tiempos: un hombre que había entrado en el Kremlin y había salido con un huevo de Fabergé bajo el sombrero de copa; un corrupto marchante alemán que había vendido un Rembrandt falso a un inglés sin saber que dentro se ocultaban unos mapas robados a los nazis.

Ahora faltaban cinco cuadros.

Kat se quedó mirando la pared de la galería.

Allí quedaban cinco cuadros.

Recorrió la sala lentamente, examinando con atención cada uno de los cuadros, estudiando sus dimensiones. El corazón empezó a latirle muy deprisa.

—¿Y si dejó algo más que la tarjeta?

—¿Qué? —preguntó Hale, volviéndose para mirarla, aunque ella ya se alejaba para observar los recargados marcos de aquellas obras de valor incalculable.

—Señorita —le dijo uno de los guías cuando Kat se inclinó adelante—. Señorita, me temo que debo pedirle que dé un paso atrás.

El hombre se colocó entre el cuadro y ella, pero no antes de que la idea cuajara en el cerebro de Hale.

—No —empezó a decir, y entonces miró al cuadro y de nuevo a Kat—. ¿Por qué iba alguien a entrar en el Henley para dejar cinco cuadros de valor incalculable… —dijo, haciendo una pausa para contar las paredes— …detrás de cinco cuadros distintos?

Ni siquiera intentó ocultar su asombro.

«Porque ya ha hecho cosas parecidas antes», quería responder Kat. Porque usar el nombre Romani significaba tener un plan, una razón. Porque los trabajos de Pseudonima no eran trabajos normales. Porque Visily Romani no era un ladrón normal.

—Pero ¿por qué haría algo así?

—No lo sé, Hale.

—Pero ¿por qué…?

—No… lo sé.

De repente sintió la necesidad de alejarse de la gente, el ruido y la historia que colgaba de cada una de aquellas paredes, tentándola.

—¡Alguien está jugando! —exclamó Kat, enfadada, cuando salió del museo y empezó a bajar por el majestuoso paseo del Henley; se puso a caminar más deprisa y Hale intentó seguirle el ritmo—. ¡Alguien se está divirtiendo! Y le da igual que otra gente sufra por ello.

Empezaban a mirarla, así que Hale le colocó un brazo sobre el hombro e intentó detenerla y calmarla.

—Lo sé —susurró—, pero quizá nos venga bien.

—¿Que qué? Taccone va detrás de mi padre, Hale, Taccone…

—Quizá signifique que los hemos encontrado. Y si los hemos encontrado…

A Katarina Bishop le dio la impresión de que todo lo ocurrido en el largo y dudoso pasado de su familia la había estado preparando para decir:

—Podemos robarlos.