Capítulo 13

Kat no vio cómo se marchaba su tío; se quedó sentada en el sofá, apenas consciente de que Gabrielle decía algo sobre pasar el invierno trabajándose los chalés de esquí de Suiza. Se dio cuenta de que, en cierto momento, Hale había enviado a Marcus a por comida. Se preguntó brevemente cómo podría comer en un momento como aquél, pero entonces el chico se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Y bien?

Kat oyó a Gabrielle hablar por teléfono en uno de los dormitorios, explicando que quizá llegara a la ciudad y añadiendo:

—Oh, Sven, eres un encanto…

Sin embargo, Kat seguía oyendo la voz del tío Eddie, tanto lo que había dicho («Esto es demasiado grande para ti»), como lo que se había callado.

Alguien muy, muy bueno había ido a por los cuadros de Taccone.

Alguien muy, muy bien relacionado sabía lo suficiente como para usar una de las reglas más antiguas de su mundo.

Alguien muy, muy codicioso había permitido que Taccone echara la culpa a su padre.

Sólo alguien muy, muy tonto desobedecería al tío Eddie e intentaría hacer algo al respecto.

Es decir, si se pudiera hacer algo.

—Sabes que siempre podemos… —empezó a decir Hale, pero Kat ya se había levantado y se dirigía a la puerta.

—Volveré… —dijo antes de volverse y examinar a Hale.

La mirada del chico le dijo que, si pudiera comprar la seguridad de su padre, habría firmado un cheque, vendido su Monet, su Bentley e incluso su alma. Kat quería darle las gracias, preguntarle por qué alguien como él había decidido viajar al otro lado del mundo con alguien como ella.

Sin embargo, sólo logró pronunciar un lamentable:

—Volveré pronto.

Después salió a las frías calles de la ciudad.

Kat no estaba segura de cuánto tiempo pasaría fuera ni de adónde iría. En su cabeza veía una y otra vez el vídeo de vigilancia de Arturo Taccone. Al final se encontró en la puerta de una panadería. Disfrutó del olor a pan y se dio cuenta de que tenía hambre. Y, de repente, también se dio cuenta de que no estaba sola.

—Si te mueres de neumonía, seguro que habrá al menos una docena de tipos intentando matarme y hacerlo pasar por un accidente.

Kat examinó el reflejo de Hale en el escaparate de la panadería. El chico no sonreía ni fruncía el ceño; simplemente le ofreció una taza de chocolate caliente y le puso su grueso abrigo sobre los hombros.

A su alrededor, la nieve empezó a caer con más fuerza y cubrió las calles como una manta; borrón y cuenta nueva. Sin embargo, Kat era una excelente ladrona; sabía que ni siquiera el invierno austriaco podría ayudarlos a ocultar sus huellas.

Se volvió y miró la calle. Un tranvía avanzaba en silencio por la plaza adoquinada. Por todas partes se veían montañas cubiertas de nieve y recargados edificios del siglo XVIII, y Kat se sintió muy pequeña a la sombra de los Alpes; muy joven en un lugar tan viejo.

—¿Qué hacemos ahora, Hale? —preguntó, intentando no llorar, deseando que no se le quebrara la voz—. ¿Qué hacemos ahora?

—El tío Eddie ha dicho que no hagamos nada.

La rodeó con un brazo y la condujo de vuelta por la acera. Durante un segundo, a Kat le pareció que se le habían congelado las piernas, que se le había olvidado cómo moverse.

—¿Confías en el tío Eddie? —le preguntó Hale.

—Claro, haría cualquier cosa por mí.

Hale se detuvo; su aliento formaba una niebla brumosa y fina.

—¿Y qué haría por tu padre?

A veces hace falta alguien de fuera, alguien con una mirada limpia para ver la verdad. Kat se dio cuenta de que aquélla era la pregunta que tendría que haberse estado haciendo. Pensó en la orden del tío Eddie y en los fríos ojos de Arturo Taccone.

Arturo Taccone no iba a recuperar sus cuadros.

Arturo Taccone nunca volvería a ver sus cuadros.

La chica se llevó la taza a los labios, pero el chocolate estaba demasiado caliente. Se quedó mirando los remolinos que formaban los copos de nieve al caer en el líquido y, en su cabeza, siguió viendo la grabación de seguridad.

—Estamos locos —le dijo Hale, temblando sin su abrigo.

La agarró del brazo e intentó llevarla al interior de una cafetería cercana, pero ella se quedó mirando la nieve que se derretía dentro de su humeante chocolate. De repente recordó una puerta roja, jugar entre pilas de libros y estar sentada en silencio en el regazo de su madre.

—¿Qué es? —preguntó su amigo, acercándose más.

Kat cerró los ojos e intentó fingir que estaba de vuelta en el Colgan haciendo un examen. La respuesta estaba en un libro que había leído, en una clase a la que había ido… Sólo tenía que entrar en la bóveda acorazada de su mente y robar la verdad que se escondía dentro.

—Kat —dijo Hale, intentando romper su concentración—. Te he preguntado…

—¿Por qué no va Taccone a la policía? —soltó ella.

Hale levantó las manos para dar a entender que la respuesta era obvia; y lo era:

—No le gusta la policía y no quiere que les ponga las sucias manos encima a sus bonitas pinturas.

—Pero ¿y si es algo más? —repuso ella—. ¿Por qué las escondía debajo del foso? ¿Por qué no las tenía aseguradas? ¿Y si…?

—¿Y si, en realidad no son suyas?

A su alrededor empezaban a cerrar las tiendas. Miró los escaparates oscuros intentando encontrar en su memoria una puerta roja que estaba a cientos de kilómetros de distancia.

—Kat…

—Varsovia —saltó ella cuando por fin se le encendió la bombilla—. Tenemos que ir a Varsovia.