Lo único en lo que Kat no había pensado en el tren era lo primero que le vino a la cabeza en cuanto llegaron a la estación a la mañana siguiente: a veces estaba bien viajar con un millonario.
—¿Ha tenido un buen viaje, señorita? —preguntó Marcus al aparecer de la nada en el abarrotado andén.
Sus maletas estaban ya en el carro que tenía delante. Cuando salieron, Kat notó el aire helado, pero, por suerte, los esperaba un coche.
Habían apartado las primeras nieves del invierno en los arcenes, y las aceras estaban llenas de turistas y nativos. Kat miró por la ventanilla y pensó: «Visily Romani podría estar aquí».
Visily Romani podría estar en cualquier parte.
Visily Romani podría ser cualquiera.
Nadie habló durante el paseo en coche ni dijo palabra mientras recorrían el vestíbulo del hotel. Kat pensó casi sin querer que era agradable llegar a un ático por un ascensor y no a través de un conducto de ventilación y, mientras subía, cerró los ojos. Se habría sentido satisfecha quedándose así todo el día, toda la semana, todo el año. Sin embargo, las puertas del ascensor no tardaron en abrirse.
Y Kat oyó una voz profunda que decía:
—Hola, Katarina.
Kat había oído hablar de la suite presidencial del Das Palace Hotel de Viena, claro. Cualquier ladrón que se preciara era consciente de que aquella habitación solía alojar a reyes y príncipes, presidentes y directores generales. Sin embargo, de toda su historia, lo que más intimidaba a Kat en aquellos momentos era la presencia del tío Eddie al lado de la chimenea encendida.
—Bienvenida a Viena.
Cuando el tío Eddie extendió los brazos, Gabrielle corrió hacia ellos hablando a toda prisa en ruso. Nadie lo tradujo para Hale, pero el chico comprendió el intercambio. Cuatro días antes, Kat había vuelto al hogar de su tío y recuperado su favor, pero cualquiera podía notar que Gabrielle, que había pasado los últimos seis meses usando su escote y sus rápidas manos para robar algunos de los bolsillos más repletos de la Riviera, nunca había abandonado del todo la cocina de la familia.
—¿Tu madre? —preguntó el tío Eddie, apartando un poco a Gabrielle para verla mejor.
—Prometida —respondió ella, suspirando.
—¿El novio tiene arte? —preguntó el tío Eddie, asintiendo, como si ya conociera la historia.
—Joyas. Cosas de familia. Es un conde.
—O un duque —intervino Hale.
—Confundo las dos cosas —confesó Gabrielle.
—¿Y quién no? —reconoció el anciano encogiéndose de hombros y sonriente, sin soltarla—. Me alegro de verte, pequeña —añadió; después examinó su minifalda—. Aunque preferiría no tener que ver tanto.
Gabrielle ni siquiera captó el insulto.
—Yo también me alegro de verte, pero ¿cómo…?
El tío Eddie sacudió la cabeza, ya que la pregunta no era cómo su tío había llegado hasta allí, sino qué había ido a decirles. ¿Qué había averiguado que no podía contar por teléfono? ¿Y qué iba a tener que hacer Kat al respecto?
El anciano se sentó en el sillón más cercano a la chimenea y miró a Kat.
—¿Has ido a ver al signor Mariano?
La chica era vagamente consciente del olor a buen café y notó que, en algún momento, había aparecido una taza de porcelana en la mano del tío Eddie. Sin embargo, estaba concentrada por completo en su tío abuelo, igual que Hale y Gabrielle.
—Visily Romani —empezó el hombre, hablando a todos, aunque Kat sabía que la miraba a ella—. ¿Ese nombre no os resulta familiar?
—¿Es un alias? —preguntó Kat.
—Por supuesto —respondió él, como si disfrutara de que, en parte, todavía fuera una niña.
—¿Y la dirección postal de Austria? —preguntó Hale.
—Sí que habéis estado ocupados —repuso el tío Eddie entre risas, aunque después se puso serio—. Ojalá no hubiera sido en vano.
—¿Quién es? —preguntó Kat.
—No es nadie —respondió su tío, para después mirar a Gabrielle—. Y es todo el mundo.
El tío Eddie no era hombre de acertijos, así que Kat sabía que las palabras debían de ser importantes, aunque no lograba averiguar cómo.
—No… no lo entiendo —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Es un Chelovek Pseudonima, Katarina —explicó su tío, y Gabrielle dejó escapar un grito ahogado.
Kat parpadeó para protegerse del brillo del fuego. En el exterior, la nieve seguía cayendo lentamente, pero para la chica era como si Austria se hubiera paralizado, como si nada pudiera romper el trance, hasta que…
—¿Qué es un Chelovek Pseudonima?
Kat miró a Hale y parpadeó otra vez; de algún modo logró recordar que, a pesar de dominar el idioma de los ladrones, aquel chico nunca sería un hablante nativo ni un miembro de la familia.
—¿Qué? —preguntó Hale, frustrado—. ¿Qué pasa? ¿Qué es un Chelovek Pseudo…?
—Hombre pseudónimo —susurró Gabrielle—. Un Chelovek Pseudonima es un hombre pseudónimo.
Pero Hale no entendió la traducción literal. Kat se dio cuenta y vio que se impacientaba.
—Las antiguas familias… —empezó a decir, mirándolo—. Tenían nombres, alias, que sólo usaban cuando hacían cosas demasiado gordas y peligrosas, cosas que querían mantener ocultas… incluso entre ellas. Eran nombres secretos, Hale. Nombres sagrados.
Kat miró a su tío. Supuso que, en todos sus años de vida, el anciano rara vez habría visto cómo usaban un Pseudonima. Si Kat le hubiera preguntado por las historias, su tío le habría contado que Visily Romani robó una vez unos documentos muy comprometedores a un zar y un diamante a una reina. Que había sacado los planes de guerra nazis de Alemania y trabajado mucho detrás del Telón de Acero. Sin embargo, el tío Eddie no le contó todos aquellos detalles, sino que miró a la nueva generación y sonrió con ironía mientras explicaba:
—Si Visily Romani fuera real, tendría cuatrocientos años y sería el mejor ladrón de todos los tiempos.
Hale los miró uno a uno antes de decir:
—Sigo sin entenderlo.
—Es un alias que no se usa a la ligera, joven —respondió el tío Eddie, aunque Kat sabía que las palabras iban dirigidas a ella—. Es un nombre que no usa nadie en absoluto. —Se levantó del sillón—. Esto se ha acabado, Katarina —anunció, dirigiéndose a la puerta como si se hubiera dejado un cazo en el fuego—. Se lo contaré a tu padre e intentaré arreglar las cosas con el señor Taccone.
—Pero… —empezó a protestar Gabrielle, levantándose.
—¡Un Pseudonima es sagrado! —exclamó su tío, volviéndose—. ¡Unos niños no pueden deshacer el trabajo realizado en nombre de Visily Romani!
En cierto modo, todos los ladrones que Kat conocía eran, en el fondo, niños, y ella, simplemente, tenía un cuerpo a juego con el concepto; un cuerpo muy eficaz si los conductos de ventilación eran pequeños o los vigilantes resultaban muy ingenuos. Sin embargo, nunca le habían hablado como si fuera una niña.
Su tío se detuvo en la puerta. Allí estaba Marcus, esperando en silencio con su abrigo.
—Puedes volver al colegio si lo deseas, Katarina —le dijo el tío Eddie mientras se ponía el sombrero y el mayordomo le abría la puerta—. Me temo que esto es demasiado grande para ti.