La suite del hotel estaba muy bien, por supuesto. Hale (o, más concretamente, Marcus) no sabía cómo reservar otro tipo de habitaciones. El sofá era mullido y la televisión enorme, aunque Kat no se sintió nada cómoda mientras veía el disco que Taccone le había dado.
—Deberíamos tener palomitas —dijo Gabrielle—. ¿Soy la única que cree que deberíamos tener palomitas?
Kat se arrebujó en su jersey seco e intentó convencerse de que lo que le provocaba escalofríos eran la lluvia y el pelo húmedo.
—Ideal para las películas tontas —repuso Hale al dejarse caer en su lado del sofá—. Personalmente, soy un fan de los tontos.
De repente, Kat se dio cuenta de la procedencia del frío.
Hale no había hablado con ella en el coche, ni la había mirado en el ascensor. Kat sacó un cuaderno de su bolsa y cruzó las piernas; se preguntaba si Hale la perdonaría alguna vez por abandonarlo. De nuevo.
Pulsó el PLAY en el mando a distancia y la televisión parpadeó. Unas fantasmales imágenes en blanco y negro aparecieron en pantalla: la larga entrada por la que Kat había caminado hacía una hora, una cocina de aspecto profesional, una bodega, un salón de billar, el estudio privado de Taccone y, finalmente…
—Para.
Gabrielle le dio al PAUSE y la imagen se detuvo en un cuarto que Kat no había visto, un cuarto que, suponía, pocas personas llegaban a ver.
El único mueble era un banco. Los suelos eran de piedra sólida en vez de mármol o madera. Sin embargo, lo más destacable eran los cinco cuadros colgados en la pared del fondo.
—Planos —dijo, pero Hale ya estaba colocando su copia de los documentos en la mesita que había entre el sofá y la tele—. Aquí —añadió, señalando una habitación en los planos que tenía las mismas dimensiones que la de la pantalla—. Parece un sótano, seguramente sólo se accede por aquí —explicó, señalando un punto del plano—. Un ascensor escondido en el despacho de Taccone.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gabrielle.
Kat pensó en la pared cubierta de madera oscura detrás del escritorio de Taccone.
—Porque estoy bastante segura de que esta noche he estado frente a él.
Hale se tensó detrás de ella, aunque no dijo nada antes de usar el mando. Las imágenes en blanco y negro eran como una vieja película muda sin su actor, hasta que el vídeo volvió al despacho de Taccone.
En una pared había ventanas del suelo al techo, así que era fácil ver el relámpago que surcó el cielo en la pantalla del televisor. Una fracción de segundo después, todo quedó a oscuras. Kat se imaginaba la villa perdiendo la luz y alguien quejándose de los cables antiguos y las tormentas.
Sin embargo, en la suite, lo único que oyó fue los profundos suspiros de sus compañeros y su exclamación simultánea:
—El Benjamin Franklin.
Como ella lo había hecho en más de una ocasión, no le resultó difícil imaginarse al ladrón examinando la vieja villa para formular un plan. Se lo imaginó reservando una habitación en el pueblo, un sitio para turistas, quizá; un lugar en el que podría ser otro visitante más de la ciudad mientras observaba y esperaba a que llegara una noche de tormenta.
Cuando pusieron de nuevo en marcha la grabación, Kat se acercó a la pantalla y entrecerró los ojos.
—¿Cuánto tardaron en encenderse los generadores?
—Cuarenta y cinco segundos —respondió Gabrielle.
—No está mal —dijo Hale.
—¿Para el sistema de Taccone o para nuestro hombre? —preguntó Gabrielle.
El chico se encogió como diciendo que para cualquiera de los dos.
—Todo se quedó a oscuras, pero esta sala… —dijo Kat, señalando a la cámara que veían en pantalla—. Esta sala debe de estar en un circuito distinto al resto de la casa. En esta sala siguió la grabación. —Apartó la mirada de la pantalla y observó los planos—. Parece justo debajo de…
Pero dejó la frase en el aire cuando, en la pantalla, empezó a gotear agua del techo.
—El foso —concluyeron los tres al unísono.
—Guay —comentó Hale, impresionado—. Un Benjamin Franklin con un toque de monstruo del lago Ness.
—¡Puaj! —exclamó Gabrielle—. Ese foso es una guarrería, de verdad. No me acercaría ni loca.
—Por lo que he visto, hay al menos cinco grandes maestros en ese cuarto, Gabs —comentó Hale—. Sí que te acercarías.
—Quizá —reconoció ella—, pero si abrió un agujero en el techo de un cuarto bajo un foso, ¿por qué no se inundó?
Kat se volvió; no necesitaba ver la tele para saber lo que pasaba:
—Fue en un minisubmarino desde el lago y lo pegó al tejado del cuarto. Después sólo tuvo que abrir la escotilla, hacer un agujero y… Un minisubmarino —repitió, sacudiendo la cabeza, como si intentara espantar un horrible caso de déjà vu.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó su prima.
—Porque es lo que hizo mi padre —respondió ella, y todos guardaron silencio mientras Kat se acercaba a las ventanas que daban a las tranquilas calles—. Hace dos años, en Venecia. Fue…
—Precioso —dijo Hale, pero Kat tenía otra palabra en mente.
—Arriesgado —repuso.
—Bueno —dijo Hale muy despacio—, al menos ahora sabemos por qué tu padre es el principal sospechoso de Taccone.
—El único sospechoso —lo corrigió Gabrielle.
En la pantalla, un hombre enmascarado con un traje de buceo negro entraba por el nuevo agujero del techo de la galería moviéndose en silencio. Sin apresurarse y con precisión, neutralizó los interruptores a presión de cada cuadro y los descolgó, para después empaquetarlos con cuidado en una funda impermeable y meterlos por el agujero en el submarino que, según Kat, le esperaba en el foso.
—Taccone dijo que, cuando se fue la luz, alguien conectó en bucle la grabación de vídeo en el puesto de los vigilantes, así que nadie vio nada. Lo que estamos viendo es de un sistema de refuerzo exterior que nuestro hombre no conocía u olvidó —comentó Kat, encogiéndose de hombros—. Sea lo que sea, nadie se dio cuenta de que faltaban los cuadros hasta que Taccone volvió a casa de un viaje de negocios.
—¿En qué clase de negocios está metido? —preguntó Gabrielle.
—En el negocio de dar mucho miedo —respondió Kat a la vez que Hale decía, simplemente:
—En el del mal.
Las chicas lo miraron. Cuando volvió a hablar, su tono fue más amable:
—Arturo Taccone está en el negocio del mal.
Algo en su forma de volver a mirar hacia la tele indicó a Kat que el chico le ocultaba algo, información obtenida de investigaciones privadas o cotilleos de empresa, de la clase alta de Manhattan o de funcionarios italianos de alto nivel. Eran la clase de historias que se contaban en habitaciones llenas de humo mientras se fumaban caros puros cubanos.
Sin embargo, algunas historias hacían que te temblaran las manos; a veces el exceso de detalles te hacía vacilar en la oscuridad. Así que Kat no pidió detalles a Hale, sino que se limitó a mirarlo tirar el mando en la mesa y decir:
—Así que es posible que me espose a ti la próxima vez que decidas irte de paseo.
—No me pasó nada —soltó ella; deseaba desesperadamente que la comprendiera—. Le… gusto, le divierto —le aseguró, y de repente se dio cuenta de otra cosa—. Cree que soy como él.
—No lo eres —dijo Hale a toda prisa y, por primera vez desde hacía horas, la miró a los ojos—. Tú no eres como Arturo Taccone.
A veces, Kat creía saber todo lo que había que saber sobre W. W. Hale V (salvo su nombre de pila). Otras veces, como aquélla, el chico era como una de las primeras ediciones de la biblioteca de su casa: ni siquiera había terminado de leer el primer capítulo.
—¿Qué profundidad tendrá el río que da al foso en su punto menos profundo? —preguntó Gabrielle.
—¿Dos metros y medio? —respondió Kat, encogiéndose de hombros.
—Yo diría que tres, como mucho —añadió Hale.
—¿Qué tamaño tendría el submarino? —preguntó Gabrielle.
—Pequeño —respondió Kat.
—Tendré que recordarlo: en lo que respecta a fosos, más profundo no es necesariamente mejor —comentó Gabrielle.
Entonces Hale preguntó:
—¿Pequeño hasta qué punto?
Kat oyó el zumbido de una moto en la calle y vio las luces del Coliseo a lo lejos. En la habitación en penumbra, un hombre enmascarado quedó paralizado en la pantalla, atrapado en el acto de robar cinco cuadros de valor incalculable y el futuro de su padre.
—Sólo hay una forma de averiguarlo.