Capítulo 1

Nadie sabía con certeza cuándo empezaron los problemas en el colegio Colgan. Algunos miembros de la asociación de antiguos alumnos culpaban a la decisión de permitir el acceso a las chicas. Otros citaban las modernas ideas liberales y la pérdida de respeto por los mayores en todo el mundo. Sin embargo, fuera cual fuera la teoría, no podía negarse que, en los últimos tiempos, la vida en el colegio Colgan era distinta.

Bueno, sus áreas verdes seguían perfectamente cuidadas; tres cuartos de los alumnos de último curso ya estaban camino de ser aceptados en alguna de las universidades más prestigiosas del país; seguía habiendo fotos de presidentes, senadores y jefes de empresas en el pasillo forrado de madera oscura al que daba el despacho del director.

Sin embargo, en los viejos tiempos nadie habría rechazado la admisión el día antes del inicio de las clases, obligando así a la administración a llenar el hueco a toda prisa. Aunque lo normal era que cada vacante tuviera una lista de espera de kilómetro y medio de largo, aquel año, por algún motivo, sólo había una candidata dispuesta a matricularse tan tarde.

Sobre todo, hubo un tiempo en que el honor significaba algo en el Colgan, un tiempo en que se respetaban las propiedades del colegio, un tiempo en que se reverenciaba a los profesores… y un tiempo en que el flamante Porsche Speedster de 1958 del director no habría acabado en lo alto de la fuente del patio echando agua por los faros en una noche de noviembre más cálida de lo normal.

Hubo un tiempo en que la chica responsable, la misma que había tenido la suerte de ocupar aquella vacante de última hora hacía tan sólo unos meses, habría tenido la decencia de reconocer su culpa y marcharse de allí sin armar un escándalo. Sin embargo, por desgracia, esos tiempos, igual que el coche del director, habían pasado a mejor vida.

Dos días después del «Porschegate», como lo llamaban los estudiantes, la chica en cuestión tuvo la osadía de sentarse en el pasillo del edificio de administración con la cabeza alta, como si no hubiera hecho nada malo, bajo la mirada en blanco y negro de tres senadores, dos presidentes y un juez del tribunal supremo.

Aquel día había más alumnos de lo normal en el pasillo, todos deseando echar un vistazo mientras cuchicheaban entre ellos.

—Es ella.

—Es la que te decía.

—¿Cómo crees que lo hizo?

Cualquier otro estudiante se sentiría intimidado por tanta atención, pero Katarina Bishop era un enigma desde que llegó al Colgan. Algunos decían que había conseguido una plaza de última hora porque era la hija de un empresario europeo de extraordinaria riqueza que había hecho una donación muy generosa. Otros observaban que se desenvolvía con elegancia, pensaban en su nombre y suponían que pertenecía a la realeza rusa, que era una de los últimos Romanov.

Algunos decían que era una heroína, mientras que otros la tachaban de rara.

Cada uno había oído una historia diferente, pero nadie sabía la verdad: que Katarina había crecido por toda Europa, aunque no era una heredera. Que, de hecho, tenía un huevo de Fabergé, aunque no era una Romanov. Aunque Kat podría haber añadido mil rumores más, guardó silencio, ya que sabía que nadie creería la verdad.

—¿Katarina? —la llamó la secretaria del director—. La junta te está esperando.

Kat se levantó con calma pero, cuando avanzaba hacia la puerta abierta, a seis metros del despacho del director, oyó que sus zapatos chirriaban; le cosquilleaban las manos. Todo su cuerpo se puso en tensión al darse cuenta de que, de algún modo, en los últimos tres meses, se había convertido en una persona con zapatos ruidosos.

Que, le gustara o no, la oirían llegar.

Kat estaba acostumbrada a mirar una habitación y captar todos los ángulos, pero nunca había visto una habitación como aquélla.

Aunque el pasillo de fuera era largo y estrecho, la sala era redonda. Había madera oscura en todas las paredes, y del techo, bastante bajo, colgaban unas lámparas que iluminaban poco. Era casi como una caverna, salvo por la alta y delgada ventana por la que entraba un fino rayo de luz. De repente, Kat sintió el impulso de acercar la mano para tocar el sol, pero alguien se aclaró la garganta, un lápiz rodó por un escritorio y los zapatos de Kat volvieron a chirriar para devolverla al presente.

—Puede sentarse.

La voz procedía del fondo de la sala y, al principio, Kat no sabía quién había hablado. Como la voz, los rostros que tenía delante le eran desconocidos: los doce de la derecha eran frescos y sin arrugas, estudiantes como ella (bueno, todo lo que un alumno del Colgan podía ser como ella), mientras que los doce de la izquierda tenían menos pelo o más maquillaje. En cualquier caso, al margen de la edad, todos los miembros de la junta de honor del Colgan lucían las mismas túnicas negras y expresiones impasibles mientras observaban cómo Kat se acercaba al centro de la habitación circular.

—Siéntese, señorita Bishop —le dijo el director Franklin desde su puesto en la primera fila.

Con la túnica oscura parecía más pálido de lo normal; tenía las mejillas demasiado hinchadas y el cabello demasiado repeinado. Kat se dio cuenta de que era la clase de hombre que, probablemente, deseara ser tan rápido y deportivo como su coche. A pesar de las circunstancias, la chica sonrió un poquito al imaginarse al director subido a la fuente de la plaza y echando agua por la boca.

Mientras se sentaba, el chico de último curso que estaba al lado del director se levantó y anunció:

—Se inicia la sesión de la junta de honor del colegio Colgan. —Su voz retumbó por toda la sala—. Los que vengan a hablar serán escuchados. Los que deseen seguir la luz verán. Los que busquen justicia encontrarán la verdad. Honor para uno…

Antes de que Kat lograra procesar lo que había oído, veinticuatro voces respondieron:

—Honor para todos.

El chico se sentó y se puso a hojear un viejo libro con tapas de cuero hasta que el director le recordó:

—Jason…

—Ah, sí —repuso el estudiante, levantando el pesado libro—. La junta de honor del colegio Colgan verá el caso de Katarina Bishop, de segundo curso. El comité oirá las declaraciones que indican que, el día diez de noviembre, la señorita Bishop…, eeeh…, robó intencionadamente propiedad privada —explicó Jason, escogiendo las palabras con cuidado, mientras una chica de la segunda fila ahogaba una risa—. Que, al cometer dicho acto a las dos de la mañana, también violó las normas sobre el horario del colegio. Y que la señorita Bishop destruyó intencionadamente elementos arquitectónicos del colegio. —Jason bajó el libro e hizo una pausa (un poco más dramática de lo necesario, en opinión de Kat) antes de añadir—: Según el código de honor del Colgan, estos delitos se castigan con la expulsión. ¿Entiende los cargos de los que se la acusa?

Kat esperó un momento para asegurarse de que la junta quería de verdad que respondiera.

—No fui yo —contestó.

—Los cargos —dijo el director Franklin inclinándose hacia delante—. La pregunta, señorita Bishop, es si ha entendido los cargos.

—Sí —respondió ella, y el corazón le cambió de ritmo—. Pero no estoy de acuerdo con ellos.

—Pues… —empezó a decir el director, pero una mujer que tenía a su derecha le dio un toquecito en el brazo, sonrió a Kat y dijo:

—Director, creo recordar que, en cuestiones como ésta, la costumbre es tener en cuenta el historial académico completo del estudiante. Quizá deberíamos empezar revisando el historial de la señorita Bishop, ¿no?

—Oh —repuso el director, que pareció desinflarse un poco—. Bueno, es cierto, señorita Connors, pero, como la señorita Bishop sólo lleva unos cuantos meses con nosotros, no cuenta con historial alguno.

—Pero estoy segura de que éste no será el primer colegio al que asiste la joven, ¿verdad? —preguntó la señorita Connors, y Kat reprimió una risa nerviosa.

—Bueno, sí —admitió a regañadientes el director—. Por supuesto, y hemos intentado ponernos en contacto con dichos colegios, pero hubo un incendio en el Trinity que destruyó todo el despacho de admisiones y casi todos sus archivos. Y el instituto Bern sufrió un terrible accidente informático el verano pasado, así que nos ha costado mucho encontrar… algo.

El director miró a Kat como si fuera sembrando desastres a su paso. La señorita Connors, por otro lado, estaba impresionada.

—Son dos de las mejores instituciones educativas de Europa.

—Sí, señora. Mi padre… trabaja mucho por allí.

—¿Qué hacen sus padres?

Mientras Kat buscaba en la segunda fila a la chica que había hecho la pregunta, pensó en responder que qué más daba la ocupación de sus padres. Sin embargo, recordó que el Colgan era la clase de sitio en el que siempre importaba quiénes son tus padres y qué hacen.

—Mi madre murió cuando yo tenía seis años.

Algunas personas suspiraron, pero el director Franklin siguió presionando.

—¿Y su padre? —preguntó, poco dispuesto a que la oportuna muerte de una madre supusiera algún voto a favor de Kat por compasión—. ¿A qué se dedica?

—Al arte —respondió ella con precaución—. Hace muchas cosas, pero se especializa en arte.

Al oírlo, el jefe del Departamento de Bellas Artes se animó y preguntó:

—¿Colecciona?

—Más bien… distribuye —respondió ella, reprimiendo una sonrisa.

—Por muy interesante que parezca —interrumpió el director Franklin—, no tiene nada que ver con… el asunto que nos ocupa.

Kat habría jurado que casi se le escapa: «con mi descapotable».

Nadie respondió. Lo único que se movió en la sala fue el polvo que seguía bailando en el fino rayo de luz solar. Finalmente, el director Franklin se echó hacia delante y entrecerró los ojos. Kat había visto láseres con menos precisión cuando el director preguntó:

—Señorita Bishop, ¿dónde estaba la noche del diez de noviembre?

—En mi cuarto, estudiando.

—¿Un viernes por la noche? ¿Estudiando? —repitió el director, mirando a sus colegas como si aquello fuera la mentira más descarada que hubiera dicho jamás un estudiante del Colgan.

—Bueno, el colegio Colgan es una institución muy exigente. Tengo que estudiar.

—¿Y no vio a nadie? —preguntó Jason.

—No, estaba…

—Ah, pero alguien la vio a usted, ¿verdad, señorita Bishop? —preguntó el director con voz fría y cortante—. Tenemos cámaras por toda la zona exterior, ¿o acaso no lo sabía? —preguntó, dejando escapar una risilla.

Por supuesto que Kat sabía lo de las cámaras. Sospechaba que sabía más sobre la seguridad del Colgan que el director, aunque no le pareció el mejor momento para decirlo; había demasiados testigos, demasiado en juego. El director esbozó una sonrisa triunfal mientras bajaba la intensidad de las luces de la sala con un control remoto. Kat tuvo que retorcerse en la silla para ver cómo una parte de la pared redonda se abría y dejaba al descubierto un gran televisor.

—Esta joven tiene un parecido sorprendente con usted, ¿verdad, señorita Bishop?

En la granulosa imagen, Kat reconoció la plaza, claro, pero no a la persona que corría por ella vestida con una sudadera negra con capucha.

—No soy yo.

—Pero las puertas de la residencia se abrieron una sola vez esa noche, a las 2:27 de la mañana, con un carné de estudiante. Esta tarjeta —añadió, y a Kat le dio un vuelco el estómago al ver en pantalla la peor fotografía que le habían hecho en toda su vida—. Es su carné de estudiante, ¿verdad, señorita Bishop?

—Sí, pero…

—Y encontramos esto —siguió diciendo el director mientras sacaba algo de debajo de su asiento— al registrar sus pertenencias.

La matrícula personalizada (COLGAN-1) parecía brillar cuando la levantó por encima de la cabeza.

Era como si la habitación se hubiera quedado sin aire. Kat notó que una sensación extraña se apoderaba de ella; al fin y al cabo, podía soportar que la acusaran, pero que la acusaran injustamente era algo completamente nuevo.

—¿Katarina? —preguntó la señorita Connors, como si le suplicara que probara su inocencia.

—Sé que parecen unas pruebas muy convincentes —dijo Kat, dándole vueltas a la cabeza sin parar—. Quizá demasiado convincentes, ¿no? Es decir, ¿acaso usaría mi carné si lo hubiera hecho?

—¿Así que, como hay pruebas de que lo ha hecho, eso es prueba de que no lo ha hecho? —preguntó la señorita Connors; incluso ella parecía escéptica.

—Bueno, no soy estúpida —respondió Kat.

—Vaya —repuso el director, riéndose—, ¿y cómo lo habría hecho usted?

Estaba burlándose de ella, poniéndole una trampa, aunque Kat no pudo evitar pensar en la respuesta: «Hay un atajo detrás del Warren Hall que estaba más cerca, más oscuro y sin cámara alguna… Las puertas no necesitan carné si cubres el sensor con un montón de chicle al salir… Si vas a gastar una broma de esa naturaleza, no lo hagas la noche antes de una mañana en la que el personal de mantenimiento se despertará mucho antes que los alumnos…».

El director Franklin sonrió con aire de suficiencia y disfrutó del silencio de la chica, como si él fuera mucho más listo.

Sin embargo, Kat ya había aprendido que la gente del Colgan solía equivocarse, como cuando el profesor de Italiano había dicho que el acento de Kat siempre la haría destacar en las calles de Roma (aunque Kat se había hecho pasar por monja franciscana en un trabajo muy difícil realizado en la Ciudad del Vaticano). Pensó en lo tonta que había sonado la profesora de Historia del Arte al hablar con entusiasmo de cuando vio la Mona Lisa (cuando Kat sabía a ciencia cierta que habían reemplazado el original del Louvre por una copia en 1862).

Kat había aprendido muchas cosas antes de matricularse en el colegio Colgan, sobre todo que el colegio no era el lugar más apropiado para contarlas.

—No sé nada del Trinity ni del Bern, ni de ninguna de esas escuelas europeas, jovencita, pero en el colegio Colgan cumplimos las normas —dijo el director, y dio un puñetazo en la mesa para enfatizar sus palabras—. Respetamos la propiedad ajena, observamos el código de honor de esta institución y las leyes de este país.

Sin embargo, ella ya sabía lo que era el honor y había crecido observando una serie de reglas. Y la primera regla de la familia de Katarina Bishop era sencilla: no te dejes atrapar.

—Katarina —dijo la señorita Connors—, ¿tienes algo que añadir para explicar todo esto?

Kat podría haber dicho que no era ella o que se trataba de un error. La ironía era que, de haberse tratado de un golpe normal, podría haber mentido fácilmente sin pensárselo dos veces. Pero ¿la verdad? Eso no se le daba bien.

Alguien había hecho una copia de su carné, había colocado la matrícula en su cuarto y se había vestido como ella para asegurarse de que las cámaras lo vieran.

Le habían tendido una trampa y no se atrevía a decir lo que pensaba: que, quienquiera que lo hubiera hecho, era muy, muy bueno.

Kat hizo las maletas en veinte minutos. Podría haberse quedado más para despedirse, pero no tenía de quién. Así que, después de tres meses en el Colgan, no pudo evitar preguntarse si el día que la expulsaron del internado se convertiría en uno de los pintorescos momentos que su familia recordaría con orgullo. Se los imaginaba a todos sentados alrededor de la mesa del tío Eddie dentro de unos años, hablando sobre aquella vez en que la pequeña Katarina robó una vida para después abandonarla sin dejar rastro.

Bueno, casi sin rastro, recordó mientras cruzaba el césped, antes perfecto, cargada con las maletas. Todavía se veían los surcos que iban y venían de la fuente en el centro de la plaza: un recordatorio embarrado que, sin duda, duraría hasta la siguiente primavera.

Oyó risas detrás de ella y se volvió: había un grupo de niños de octavo susurrando entre ellos, hasta que un valiente se alejó de sus amigos.

—Esto… —empezó a decir; después miró a los otros para reunir coraje—. Nos preguntábamos… eeeh… cómo lo habías hecho.

Una alargada limusina entró por las recargadas puertas y se acercó a la acera. El maletero se abrió. Mientras el chófer se acercaba a recoger las maletas, Kat miró a los chicos y después al Colgan por última vez.

—Muy buena pregunta —respondió.

Sonó el timbre y los alumnos corrieron a clase por la plaza. Kat no pudo evitar sentirse un poco triste, o tan triste como cualquiera podría estar de perder algo que, en realidad, nunca le había pertenecido. Se dejó caer en el asiento de la limusina y suspiró.

—Bueno, supongo que se ha terminado.

Y así habría sido… si otra voz no hubiese contestado:

—En realidad, acaba de empezar.