Kate no había tenido el valor de acercarse al lugar del delito. Había bajado del minibús y seguía mirando a los agentes atareados que se agitaban a unos centenares de metros bajo la luz del generador fotoeléctrico. Los demás componentes de la expedición habían avanzado más, pero sólo al profesor Antonelli se le había permitido llegar hasta donde estaba el cuerpo. Luigi Orlandi estaba tendido a pocos pasos del hueco con la losa pulimentada que los arqueólogos habían descubierto pocas horas antes. Tenía el cráneo destrozado y había mucha sangre a su alrededor. Karim, el guía, daba vueltas entre los policías, hablaba con ellos, requería información. También Eugene Harvey se había precipitado hacia el lugar y si alguno hubiera pasado por allí en aquel momento habría dicho que era él quien conducía las investigaciones.
Kate observaba desde lejos, con los ojos llenos de lágrimas. No podía ver el cadáver de su compañero de expedición, pero se imaginaba exactamente dónde estaba.
—¿Por qué has vuelto aquí, por qué? —repetía, sollozando.
Para defenderse de las mordidas del frío que se hacían notar todavía más agudas en un momento como aquél, la doctora Duncan se envolvió en un chal de color rojo oscuro que le había regalado John. Apenas advirtió la mano que se posó en su espalda.
—Pobrecillo —dijo Francine con un hilo de voz. A la secretaria de Antonelli le había cambiado no sólo la actitud sino también la cara. A todos les había cambiado la cara. La tragedia había hecho caer la barrera defensiva, las máscaras construidas, las actitudes estudiadas.
—Es realmente terrible lo que ha ocurrido, Francine.
—¿Por qué crees que volvió aquí, Kate?
—No lo sé. Me lo estoy preguntando desde el momento en que nos informaron de la desgracia…
—El se entretuvo algunos minutos más que nosotros, ¿verdad?
—Sí, pero dudo de que haya podido descubrir algo. Y, sobre todo, no me explico por qué no nos lo dijo durante el viaje de regreso al hotel.
—Quizá había olvidado algo importante.
—Puede ser. Pero, créeme, él no solía hacer cosas así… Y además, ¿cómo llegó hasta aquí?
—No lo sé.
El profesor Antonelli se acercó a las dos mujeres. Había encendido un cigarro toscano y fumaba nerviosamente. También él, como los otros, parecía tener aquella noche diez años más y la sahariana que llevaba estaba tan arrugada como él.
—Volvió aquí en moto, con una de las motos que nuestro hotel pone a nuestra disposición. La han encontrado al lado de nuestro campo base.
—¿Ha sabido el porqué de esta visita nocturna? —preguntó Kate.
—No. Nadie se lo explica…
El vaivén de agentes estaba disminuyendo, señal de que el levantamiento del cadáver había concluido.
Kate fue la primera que vio avanzar en la semioscuridad la figura atlética de Harvey.
—Señores —dijo con tono de voz dócil—, me parece que la policía ha reconstruido exactamente las circunstancias de lo sucedido…
El profesor, Francine y Kate permanecieron en silencio a la espera.
—Bien… Vuestro colaborador, poco después de vuestro regreso al hotel, volvió a salir. El Pella Resthouse pone a disposición de los huéspedes algunos scooters por si desean dar alguna vuelta por los alrededores. Como habéis tenido ocasión de daros cuenta, no hay mucha vida nocturna por estos lugares…
Ninguno de los tres miembros hizo el menor comentario.
—Poco antes de que nos encontráramos para cenar, Luigi Orlandi salió, tomó la única motocicleta que estaba libre en aquel momento y volvió aquí…
—No conseguimos comprender por qué lo hizo —añadió Antonelli.
—Este es un asunto que todavía hay que aclarar. Lo más probable es que se hubiera olvidado algo importante o algo muy preciado para él: un reloj, una agenda… —respondió Harvey, que parecía querer pasar por alto sobre ese particular.
—Cuando llegó aquí debió de ser sorprendido por algunos maleantes, ladrones de tumbas, que estaban trabajando en el lugar de las excavaciones…
—¡No comprendo qué podrían estar buscando! —espetó Antonelli—. No lo sé. No es a mí a quien se lo tiene que preguntar —respondió Eugene Harvey.
—Probablemente les llenó de curiosidad la fosa que habéis dejado abierta y aquella piedra pulimentada. Habrán creído que era una tumba. Quizá pensaran que iban a encontrar objetos preciosos. Cuando se encontraron de frente con el doctor Orlandi se sintieron amenazados y uno de ellos lo golpeó…
—He oído decir hace un momento que Luigi tenía el cráneo destrozado —dijo Antonelli.
—Sí, es cierto —confirmó el americano.
—¿Desde qué dirección le han golpeado? —preguntó el arqueólogo.
—No comprendo su pregunta.
—Quiero decir si le han golpeado de frente o si ha sido golpeado por la espalda…
—No estoy en condiciones de decírselo, profesor, pero se lo preguntaré al responsable de las investigaciones. Aunque desde mi punto de vista no importa mucho… Tanto si lo han golpeado desde delante como si ha sido alcanzado por la espalda, la cosa está clarísima: los ladrones han sido descubiertos y se lo han quitado de en medio antes de escapar.
—Harvey, usted conoce bien esta zona, ¿verdad?
—Absolutamente.
—¿Ha sido usted testigo de otros homicidios como este?
—Si he de serle sincero, no… Robos, correrías, alguna agresión por parte de turistas con demasiada iniciativa… ¡Pero homicidios, no!
—¿No le parece extraño que lo hayan matado de ese modo? ¿No le parece una reacción desproporcionada?
Harvey se acercó a la mujer y puso una mano sobre su hombro, la miró a los ojos sabiendo que ejercía una particular fascinación sobre ella. Le habló con una voz profunda, muy calmada, persuasiva.
—Kate, la mente humana es a veces un abismo incognoscible. Créame. No podemos saber qué ha pasado por la cabeza de esos hombres, quizás un arrebato…
—Propongo volver al hotel —susurró el profesor Antonelli—. Nos vemos allí dentro de media hora. Quisiera veros a todos en nuestro laboratorio.
Eran las tres de la mañana cuando los generadores fueron apagados. El cuerpo de Luigi Orlandi, encerrado en un saco de yute marrón, viajaba ya hacia Amán, donde le sería realizada la autopsia. Antonelli había llamado a Italia y había dado la noticia a los familiares del joven colaborador, que llegarían al día siguiente. Desde el primer momento, el arqueólogo se preguntó si la expedición tendría que ser anulada. Por eso, a pesar del cansancio bien visible en los rostros de sus compañeros de viaje, había decidido convocar aquella reunión. La oscuridad de la noche estaba a punto de ser atravesada por los primeros tímidos rayos de luz, cuando los miembros de la expedición entraron en silencio en la sala que Harvey había habilitado como laboratorio. El personal del Pella Resthouse estaba siendo verdaderamente exquisito. Apenas conocida la desgracia, se habían olvidado de los turnos y el hall de la residencia se había transformado en una oficina de policía. Con discreción, el personal participaba a su manera del luto que había golpeado a los italianos, y se había puesto a su completa disposición.
Antonelli parecía el más destrozado de todos. Con la voz ronca y una sensación de opresión en el pecho, tomó la palabra.
—Perdonadme si os he impedido que vayáis a descansar después una experiencia tan terrible como la que hemos vivido en las últimas horas, pero tenemos que tomar una decisión. ¿Debemos seguir excavando, debemos permanecer aquí, o quizá no?
Luigi Grano, que había permanecido en silencio durante toda la noche sin soltar una sola lágrima, se levantó.
—Creo que a él le habría gustado que siguiéramos adelante. Amaba demasiado este trabajo. El mejor modo de honrarle es no hacer las maletas para volver a casa…
—Sí, pero será necesario estar junto a sus familiares… El funeral… —dijo Francine.
—Lo haremos, Francine, lo haremos —aseguró Antonelli.
—Yo también creo que tenemos que quedarnos —dijo Kate.
—Bien, me parece que estamos de acuerdo —concluyó el profesor, precisamente en el momento en que Harvey abría la puerta de golpe.
—Perdonadme… me han dicho que estabais reunidos aquí… quería saber…
—Adelante, estábamos hablando de nuestra misión —dijo el profesor.
—Deseo vivamente que continúen con ella —dijo el americano.
—Es precisamente lo que hemos decidido, aunque quizás en los próximos días sea necesaria una pausa para poder volver a Italia para acompañar el cuerpo de nuestro colaborador y participar en las exequias.
—Nuestra fundación está dispuesta a hacer todo lo posible para facilitarles los trámites. Permítanme organizarles el vuelo…
—Gracias, Harvey. Gracias de corazón por su premura.
El móvil del americano sonó.
—Perdonadme, quizá sea la policía.
—Ah, Karim… Sí… deberás. Esta es una buena noticia…
Harvey cortó la telegráfica conversación con aire satisfecho.
—Señores, me acaban de informar que la policía ha identificado a la banda de ladrones responsables del homicidio y ya están tras sus pasos. Habrá novedades en breve…
—No es que eso nos consuele particularmente. Hemos perdido a un valioso colaborador y a un amigo —comentó Antonelli. Kate no pudo menos que pensar que la desgracia había cambiado el modo de expresarse del arqueólogo. Ahora los llamaba a todos «amigos».
—Ahora vamos a descansar, si lo conseguimos. Mañana por la mañana no trabajaremos, quedaremos a disposición de las autoridades, en el caso de que nos necesiten. Volveremos a la zona de las excavaciones a primera hora de la tarde.
Se levantaron y se dirigieron sin hablar a sus respectivas habitaciones, convencidos de que ninguno de ellos iba a poder pegar ojo.
Kate tenía la cabeza pesada, tortícolis, la garganta inflamada. Le parecía advertir también síntomas de fiebre. Le habría gustado hablar con John, desahogarse, recibir consuelo. Pero eligió no llamarle a aquella hora y se echó en la cama con los ojos abiertos de par en par. No conseguía quitarse de la mente aquella pregunta: ¿por qué Luigi había vuelto a aquel lugar, solo, por la noche? Buscaba reconstruir dentro de sí cada fragmento de las conversaciones que había tenido con él desde el momento en que comenzara el viaje, no quería olvidar su rostro pillo, a veces arrogante, y su sonrisa sincera.
Una hora después llamaron con fuerza a su puerta.
—¡Kate, Kate! Soy Francine… ¡Han cogido a esos bastardos!
La doctora Duncan se levantó de la cama de un salto y abrió la puerta, que estaba cerrada con llave. Se encontró ante la secretaria del profesor, que venía muy excitada.
—Los han cogido, ha habido un tiroteo… —repetía con agitación.
Kate la mandó entrar.
—Dime qué ha pasado, Francine…
—Me lo acaba de decir el profesor. La policía ha identificado a la banda de ladrones que ha matado a Orlandi. Los han seguido, ha habido un tiroteo…
—¿Quieres decir que han disparado para evitar el arresto?
—Sí, así ha sido. Ha habido un tiroteo. No sabemos todavía nada… pero sí bajas, quizá…
—¡Ok! —dijo Kate, aferrando un chal de felpa gris.
Bajaron al vestíbulo. Ya se había hecho de día, pero todos tenían aspecto de sonámbulos. Harvey estaba hablando con Antonelli. Junto a él estaba Karim.
—Ah, estáis aquí, habéis bajado también vosotras… —dijo el americano al verlas.
—La buena noticia —continúo— es que la banda de los asesinos de vuestro colaborador ha sido desmantelada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Kate.
—Los han seguido con los jeeps, han llegado a un campamento a pocos kilómetros de la zona de las excavaciones. Los han instado a todos a salir al descubierto con las manos en alto, pero los bandidos han respondido abriendo fuego. ¡Y por desgracia han muerto todos!
—¿Co… cómo? ¿Han muerto todos? Pero… —balbuceó la doctora Duncan.
—Sí, así ha sido. Lo siento. El jefe de la policía se lo acaba de comunicar a Karim. Tenemos también una prueba significativa de su culpabilidad… Al parecer en la tienda han encontrado un reloj con brújula de Luigi Orlandi.
—Perdóneme, Harvey… pero si estos ladrones iban armados hasta los dientes, no eran simples ladrones de tumbas.
—No lo podemos confirmar… No estamos en condiciones de afirmarlo. Pero a uno de ellos deberíais conocerlo: trabajó ayer con vosotros. Era un hombre del equipo asignado a la excavación…
—¿Y la policía qué dice? —preguntó Antonelli.
—Creen haber cerrado el caso. Cuando los ladrones abrieron fuego, no han tenido piedad. Sabe, aquí están acostumbrados a hacer respetar la ley.
Kate no había captado el sentido de aquella última frase. Más que leyes por respetar, aquí se trataba de capturar vivos a sospechosos de homicidio. Pero no dijo una sola palabra. Sabía que su mente desmenuzaba razonamientos que podrían parecer incongruentes, especialmente después de lo que había ocurrido y de pasar una noche sin dormir.
Dos horas más tarde, la expedición viajaba hacia Amán. Antonelli había decidido que irían todos juntos a recibir a los familiares de Orlandi. Los acompañarían también al tanatorio a reconocer el cadáver de su hijo. Llegaron poco antes de mediodía, vía Frankfurt, con un vuelo de la Lufthansa. Harvey había puesto a su disposición un automóvil con chófer y un intérprete. A la entrada los reconocieron enseguida. El padre de Luigi, Antonio, era un hombre esmirriado que rondaba los setenta años y tenía la misma sonrisa de su hijo. La mujer, enferma, no lo había podido acompañar. Había viajado con él un sobrino, del cual Luigi hablaba a menudo porque había decidido recorrer su mismo camino y se había inscrito recientemente en varios cursos de arqueología. Orlandi tenía los ojos apagados que testimoniaban su indecible dolor. Pero no lloraba. Abrazó a todos los miembros de la expedición. Pidió poca información sobre las circunstancias del homicidio y demostró escaso interés por el hecho de que los presuntos culpables hubieran sido ya identificados y muertos.
—Eso no me va a devolver a mi hijo… —dijo en voz baja.
El más desolado de todos era el sobrino. Había venido a Amán para confortar a su tío, pero en realidad era él quien aparentaba tener más necesidad de apoyo. Kate se lo llevó aparte y le habló del trabajo que hacía Luigi. Le dijo que ciertamente desearía que él pudiese continuarlo. El ritual del reconocimiento en el tanatorio fue desgarrador, aunque todos los presentes lo vivieron con gran entereza. Dado que, para las autoridades jordanas, las circunstancias de lo ocurrido parecía bien definidas, no había motivos ya para retener el cadáver y por la tarde se dio la autorización necesaria. La autopsia se había desarrollado de manera sumaria y no había evidenciado más que una única herida en el cráneo, la que había matado al instante al joven investigador. El padre de Luigi preguntó si los trabajos de excavación seguirían adelante y Antonelli le comunicó la decisión tomada pocas horas antes, pero le habló también de la voluntad de todos de participar en el funeral de Luigi en Roma.
—Os doy las gracias de corazón. Os conozco desde hace apenas unas horas, pero he podido percibir el afecto sincero, la amistad que os unía a mi hijo. Los funerales no se celebrarán en Roma, sino en nuestro pueblo, en Ciociaria. Será una ceremonia muy familiar. Por eso… Bueno… Os ruego que no volváis a Italia conmigo. Permaneced aquí y continuad con vuestro trabajo. Seguid tras aquello que Luigi quería encontrar.
Era una petición sumisa, hecha por un hombre destruido y, aun así, lúcido. Antonelli miró rápidamente a sus colegas, mostrando su aprobación.
—Señor Orlandi —dijo—, si ésa es su voluntad, la respetaremos… pero permítanos darle nuestro último adiós a Luigi.
El padre rompió a llorar, y lo mismo hizo su sobrino, abrazándole. Nadie, excepto Harvey, consiguió retener las lágrimas.
—Un poco lejos de aquí hay una iglesia católica, la parroquia de Amman-Alwabdi, de los greco-melquitas —informó el americano—. Ya he hablado con el párroco y con el arzobispo de Petra y Filadelfia de los grecomelquitas, Yasser Ayyach. Un sacerdote latino del cuerpo diplomático celebrará la misa funeral esta tarde…
—Así podremos dar el último adiós a Luigi antes de devolverlo a su familia —apostilló Antonelli.
La ceremonia fue sencilla y al mismo tiempo hermosa. No estaban ellos solos en la misa. A su término, se despidieron del padre de Luigi, que iba a pasar la noche en el mismo hotel donde se había alojado la expedición en su primera noche en Amán. Harvey se quedaría para coordinar las últimas cuestiones: a la mañana siguiente, muy temprano, Antonio Orlandi y su sobrino, junto al ataúd de Luigi, se embarcarían en un vuelo privado que la NY Archeological Foundation había puesto a su disposición.
La expedición arqueológica, en cambio, volvió a Pella al caer la noche. Nadie tenía ganas de hablar durante el viaje. El más desolado era Luigi Grano, que había perdido a un verdadero amigo. Kate se sentó junto a él, pero no lo forzó a decir una palabra. Ella, que había llevado durante mucho tiempo en el corazón el dolor por su madre enferma, durante años incapaz de comprender y de querer, sabía cuándo hablar y cuándo callar.
Cuando llegaron al Pella Resthouse, nadie quiso cenar.
—La vida continúa. Mañana cada uno a su puesto —se limitó a decir el profesor Antonelli—. Seguiremos adelante con las excavaciones. La cita es a las ocho, aquí, en el vestíbulo, después de desayunar.
El arqueólogo, que durante las últimas veinticuatro horas había sabido mostrar toda su humanidad, estaba volviendo lentamente a su papel, el de jefe de expedición. Tanto Kate como Francine se dieron cuenta. Pero no les disgustó a ninguna de las dos. A la primera, porque sabía que cada misión necesita de alguien que dé las órdenes. A la segunda, porque, a pesar de las muchas fantasías románticas, se encontraba más a gusto en el papel de secretaria de un jefe que en el de dama de compañía.
Al volver a su habitación, Kate se acordó de encender el ordenador y descargar el correo electrónico. Encontró el mensaje de John perdido entre el spam.
«Kate, espero que estés bien. Aquí en Moscú he tenido una jornada convulsa. Me han enseñado algo excepcional, un descubrimiento… Cuando volvamos a vernos te hablaré de ello. Todavía no sé cuánto tiempo tendré que estar aquí. Te amo. John».
Gracias a estas palabras, la doctora Duncan logró, a pesar de todo, conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, todos estaban listos veinte minutos antes de lo previsto. Antonelli se había vuelto a poner la sahariana de Indiana Jones, Francine parecía haber vuelto a hallar aquel punto de pedante antipatía que la caracterizaba, Luigi Grano aparentaba cierta serenidad aunque seguía manteniéndose taciturno. También Kate parecía más en forma.
—El trabajo de hoy —dijo Antonelli— es muy delicado. Tenemos la prueba de que bajo aquella losa hay una cavidad. Podría ser la tumba de un personaje importante, podría ser un pasadizo, o tal vez un depósito. Podría ser hasta una cavidad natural, usada para conservar alimentos.
—Me parece extraño que se conserven alimentos en una iglesia —objetó espontáneamente Kate Duncan.
—Es necesario ver si el depósito era preexistente a la iglesia o si fue realizado después… En cualquier caso, pido a todos extrema cautela. Doctora Duncan, usted obviamente llegará consigo el equipo de emergencia…
—¡Obviamente!
A las nueve estaban ya trabajando. Era un día hermoso, el aire todavía no se había calentado por el sol y el cielo era de un azul espléndido. Los hombres del equipo local parecían bastante atemorizados. Antonelli, gracias a la ayuda de Karim, explicó que estaba seguro de su buena fe y de que la existencia de una manzana podrida entre ellos no le haría prejuzgar su trabajo. Los hombres se observaron unos a otros con bastante incredulidad. Uno de ellos parecía turbado y agitado. Y de nada valieron las miradas de reproche de Karim, preocupado por esta actitud de un subalterno suyo. Kate, que hasta aquel momento había evitado cuidadosamente mirar el lugar en el que Luigi Orlandi había sido golpeado, al ser llamada por Francine, no pudo menos que contemplarlo. Las rocas estaban todavía manchadas de rojo oscuro y un perímetro de dos metros cuadrados estaba todavía totalmente precintado.
Antonelli vio a las dos mujeres y se acercó.
—Nos han dicho que podemos quitar este cercado.
—No, dejémoslo así. Será un modo de recordar.
—Si es por eso, creo que lo recordaremos igual… En cualquier caso, esta zona no nos interesa por el momento. Podemos dejarlo todo como está…
Siguieron trabajando durante horas, intentando aislar la gran piedra pulimentada del resto del terreno. Un trabajo de chinos muy meticuloso. Finalmente, a media tarde, fue posible levantar, aunque poco, lo que parecía una trampilla. Antonelli, como siempre, tenía razón. Bajo la losa se abría una rudimentaria escalinata hecha de piedras labradas irregulares. Era el acceso a una «cámara» secundaria de la pequeña iglesia bizantina. Con mucha cautela, gracias a la ayuda de cuatro cuerdas, fue definitivamente levantada la lápida. El pasadizo era estrecho y estaba lleno de detritos, pero se adivinaba, a pocos metros de profundidad, la existencia de un corredor más amplio.
Kate fue la última en acercarse para mirar. En esta fase a ella sólo le incumbía prepararse y esperar. Y la espera podría ser absolutamente vana. La idea de que el aquel lugar hubiera huellas de la biblioteca de la primera comunidad cristiana huida de Jerusalén no era más que una conjetura de Antonelli.
Pero quien conociera al profesor sabía bien que sus descubrimientos más importantes habían sido fruto de hipótesis.
El arqueólogo mandó limpiar la escalinata y, sobre todo, comprobar la resistencia del techo, antes de adentrarse. Era un antro excavado en parte en la roca, y en parte obtenido con una simple construcción de piedra similar a muchas otras que habían sido descubiertas en Pella. Por el momento, nada indicaba para qué se había utilizado aquel espacio, aunque su situación y su profundidad hacían aventurar la hipótesis de que fuera realizado en una época anterior a la de la iglesia. Finalmente, Antonelli, armado de linterna y casco, bajó aquellos escalones, seguido por Luigi Grano. Descubrieron algunos huesos de animales, pero a primera vista el lugar no parecía haber sido profanado. Al fondo de la escalera, se abría un corredor excavado en la roca que permitía el paso de una única persona. Tres metros más allá, había una especie de entrada construida por completo con mampostería. Estaba claro a primera vista que se trataba de una puerta que había sido tapiada. Grano percibió enseguida algunos grafitos interesantes escritos en griego en la pared que tenía enfrente. En uno le pareció reconocer el inconfundible signo del "XE MARIA", la invocación a la Madre de Dios, exactamente igual a la hallada en la gruta de Nazaret que el joven investigador italiano había podido estudiar personalmente durante muchos días.
—Tenemos que echar abajo ese muro… —dijo Antonelli.
—Voy a buscar los picos —dijo Grano.
Tenían prisa. El arqueólogo, desde el momento en que había sido levantada la lápida, parecía como arrebatado. Francine, que lo conocía bien y ya lo había acompañado en otras expediciones, le dijo a Kate que era su reacción habitual ante un descubrimiento prometedor.
Una vez conseguidos los picos, los dos hombres volvieron a bajar. Podían trabajar sólo de uno en uno, dada la estrechez del espacio.
—Te lo ruego, ve con cuidado.
—Por supuesto, profesor. Es necesario trabajar de tal manera que las piedras caigan hacia nosotros y no hacía el interior de la cámara.
Mientras, afuera, la tensión aumentaba y todos permanecían en silencio para escuchar los golpes de los picos, Kate vio que Karim se iba poniendo cada vez más nervioso. Se dio cuenta también de que uno de los hombres del equipo local seguía totalmente aterrorizado y no era capaz siquiera de levantar los ojos. La doctora Duncan se acercó a él y lo llevó aparte. Karim se dio cuenta pero ya no podía hacer nada para impedirlo. Se limitó a preguntar si lo necesitaban como intérprete. Kate le hizo un gesto negativo. Ninguno de sus compañeros de viaje lo sabía, pero ella podía farfullar algunas palabras en árabe. Mucho tiempo atrás había hecho un curso de dos años. No le había servido para mucho, pero le iba bien para intercambiar algunas frases básicas. Intentaría desempolvar sus recuerdos, pero no fue necesario. El joven se dirigió a ella en inglés, un inglés torpe pero comprensible.
—Señora, tú no debes creer… Mi amigo no era un ladrón… Mi amigo no era un asesino… Él tiene familia, un trabajo honrado… El un hombre bueno… —se refería a la «manzana podrida», al presunto baasista[8] implicado en el homicidio ocurrido cuarenta y ocho horas antes, aquel hombre que había trabajado con ellos el primer día y cuyo cuerpo acribillado a balazos se encontraba ahora en el tanatorio de Amán.
—¿No cree que estuviera implicado? —preguntó Kate.
—No, señora, no. No es posible. Era un hombre bueno, verdaderamente bueno…
Kate estrechó la mano del joven para confortarlo. Levantó los ojos hacia Karim, que seguía mirándola con distancia y preocupación.
—¡Ha caídooooo…! —la voz inconfundible de Luigi Grano salió del antro, advirtiendo a todos que el muro de piedra había sido abatido.
Kate corrió hacia cavidad, y lo mismo hizo el joven con el que había estado hablando.
A menos de tres metros debajo de ellos, Antonelli apartaba una tras otra las piedras, tratando de abrirse camino. Finalmente, la puerta quedó liberada. Las linternas del profesor y de su asistente iluminaron el interior. La primera sensación fue de desilusión. La cámara era bastante pequeña, el techo era muy bajo, y para entrar era necesario agacharse bastante. El interior parecía vacío. A primera vista. Grano fue el primero en distinguir tres prominencias sobre el suelo de arena. Eran las tapas de tres grandes odres.
—¡Ahí, mire! —gritó el investigador.
Antonelli se acercó. Comenzaron a excavar lentamente, liberando la tapa del primero. El arqueólogo comprendió inmediatamente que estaban destinados a la conservación de cereales. Tuvo la prueba apenas levantó, no sin cierto esfuerzo, la tapadera. No había manuscritos, rollos, papiros… Sólo una papilla de cereales. Todo invitaba a pensar que las otras tinajas el contenido sería el mismo. Los dos hombres hicieron numerosas fotografías.
Estaban ya a punto de salir cuando Antonelli dirigió nuevamente su linterna hacia uno de los ángulos de la estancia. El muro presentaba allí una especie de protuberancia que se extendía a lo largo del mismo. Parecía una especie de banco o de lugar de apoyo para enseres domésticos. Pero no había nada de todo eso en aquel antro. El profesor se acercó enseguida y, con unos pocos golpes, se dio cuenta de que se trataba de una estructura mural con forma de paralelepípedo que estaba apoyada en la pared de piedra. Hasta aquel momento, el arqueólogo sólo había imaginado que serviría para apoyar algo encima. Finalmente, le vino la idea de que podría servir también como depósito o desván.
—¡Ven aquí, rápido! —dijo a Luigi Grano.
Se pusieron a excavar nuevamente con las manos para buscar la eventual abertura de la cavidad. La encontraron de inmediato. Era un cuadrado de madera robusta, encajado en un bastidor de piedra. El haz de luz de sus linternas se movió ávidamente hacia aquella abertura a la búsqueda de su contenido.
—¡Mire, profesor… mire!
—Sí. Las veo… serán… son…
Los dos hombres balbuceaban como niños ante un regalo inesperado que superaba cualquier expectativa. Dentro de aquella protuberancia, protegidas desde hace siglos en un microclima perfectamente seco, se habían conservado ocho capselle[9], pequeñas cajas de madera de forma alargada que contenían manuscritos. Lo comprendieron inmediatamente porque la primera de ellas —la última que había sido introducida en el agujero— estaba ligeramente dañada y revelaba su precioso contenido. Las cajas de madera contenían manuscritos.
—¡Kate, doctora Duncan… Doctora Kate Duncan! —Antonelli volvió al corredor y sacó la cabeza mientras seguía gritando el nombre de Kate.
Ella estaba ya lista con el pequeño maletín en la mano. Sabía que si la llamaban era porque había códices para salvar.
Se precipitó escaleras abajo tropezando en el penúltimo escalón. Terminó entre los brazos del profesor Antonelli.
—Venga, necesitamos su ayuda… Quizás hayamos encontrado lo que estamos buscando.
No había espacios para tres personas dentro de la pequeña estancia, así que Luigi Grano, aunque con pesar, abandonó su puesto y regresó afuera para contarles a los demás lo que había descubierto.
Después de pocos minutos, Kate volvió a salir y comenzó a dar órdenes a Karim y a los hombres del equipo local.
—Es necesario sacar todo de aquí esta misma noche. No sabemos cuáles podrían ser las consecuencias de la exposición al aire y a la humedad de la noche.
El jeep equipado se acercó lo máximo posible al lugar.
Encendieron los generadores fotoeléctricos y siguieron trabajando vivamente. La recuperación fue más fácil de lo previsto.
—¡Por favor, os lo ruego, nadie debe abrir nada! —repetía Kate.
Las ocho cápsulas de madera fueron extraídas de su escondite con extremo cuidado, fotografiadas, numeradas, envueltas en tela de lino y selladas en otras ocho cajas de plexiglás a temperatura estable y deshumidificadas. Su estado de conservación era óptimo. Ninguno de los presentes tenía todavía certeza alguna sobre su contenido, pero la seguridad de que se tratara de la primera biblioteca cristiana crecía a cada minuto. Kate subió a la parte trasera del jeep para vigilar personalmente el trasporte de las cajas.
Karim dio orden a dos guardias armados de que permanecieran en el lugar durante la noche, para conjurar otros ataques y, sobre todo, para evitar que nadie se acercara a la estancia subterránea recién descubierta. Aunque su precioso contenido había sido puesto a salvo, bajo aquella arena podía haber todavía una mina de tesoros por descubrir.
El convoy empleó el triple de tiempo habitual para llegar al Pella Resthouse. El jeep avanzaba a velocidad muy reducida y el minibús que lo seguía no quiso adelantarlo. En cuanto llegaron al hotel, Antonelli y los suyos fueron acogidos por Eugene Harvey, que ya estaba al tanto de todo.
—¡Profesor, Kate…! ¡Enhorabuena! Habéis encontrado un tesoro…
—Es muy pronto para decirlo, Eugene. Muy pronto para decirlo… pero las premisas están todas.
Las cajas de plexiglás fueron transportadas al laboratorio.
—Ahora podéis ir a cenar tranquilos —dijo Harvey—, que ya vigilo yo.
Antonelli, Kate, Luigi Grano y Francine se miraron por un instante. Habrían preferido precipitarse allí dentro y comenzar a trabajar. Nadie había pensado en la cena.
—Me he permitido mandar que os preparasen un buffet, aquí en la sala contigua… Así acabaréis antes —añadió el americano.
Kate lo miró con una sonrisa que transmitía gratitud. Se lanzaron sobre el buffet. Como siempre, Harvey había provisto todo de la mejor calidad. Pudieron degustar un pescado óptimo, fruta fresca, pastelillos de miel, pan caliente.
Kate salió por un instante, sacó el móvil y llamó a John, muy agitada.
—Cariño, soy yo…
—Hola, Kate… Te iba a llamar… Aquí…
—Sí, he leído el mensaje en el que me hablas de un descubrimiento. También yo he hecho uno.
—No, Kate… Verás… Aquí ha ocurrido algo terrible. Acaban de avisarme. El monasterio que acababa de visitar… ha saltado por los aires… Un atentado… Terroristas chechenos…
Costa estaba confuso, muy confuso. Se expresaba con monosílabos.
—¡Dime que estás bien!
—Estoy bien. Estoy en Moscú. El atentado ha ocurrido a setenta kilómetros de aquí. Estoy… Estoy…
—Lo siento de veras, John. No sé qué hacer… ¿Pero de verdad estás bien? ¿No me estás engañando?
—No, te lo juro. Estoy muy bien… Es sólo que estoy trastornado…
—Vivimos en un mundo realmente malo. Te envío un abrazo muy grande, cariño —dijo ella.
—Yo también te abrazo —repitió Costa.
—Maestro, ¿está bien?
—Claro que estoy bien… Estoy siendo tratado como un ¡Papa! —dijo el hombre, echándose a reír.
—Quería darle una noticia.
—Espero que sea buena.
—Sí, lo es. En Moscú ya no existe el problema. Ha sido resuelto drásticamente. Encienda la televisión o conéctese en cuanto pueda. No me extiendo en los detalles…
—Bien.
—Y esto no es todo, Maestro.
—Te escucho.
—Hay novedades también en Jordania.
—¿Cuáles?
—Han recuperado el «encargo» que nos interesaba…
—Esa es la verdadera buena noticia…
—Procedemos según lo previsto… El día se acerca…
—Sí, da las gracias de mi parte a todos los que han colaborado.
—Bien, Maestro. Buenas noches. Disfrute de estos días de merecido reposo.