El obispo Robert O’Donnel bajó del coche, puntualísimo como siempre, a las nueve menos cuarto. Era un hombre de mediana edad y de estatura media, que mantenía un físico fibroso gracias a una hora de jogging al día por los jardines de Villa Pamphili. Los cabellos rojizos y ondulados, la piel clarísima y punteada de pequeñas pecas, traicionaban su procedencia irlandesa, por otra parte muy evidente por el acento. En el Vaticano era muy querido por todos, por su simpatía y sinceridad. Se le consideraba un prelado incapaz de mentir, poco dado a las sutilezas diplomáticas. Al hablar con él era fácil entenderse, ponerse de acuerdo, incluso discrepar, porque se sabía siempre muy bien con quién se estaba hablando. Hacía cinco años que O’Donnell presidía el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Había llegado casi por casualidad después de la muerte imprevista de su predecesor. Él era el número dos del viejo Papa, que lo había conocido en la época en la que se organizó su primer viaje a Irlanda, no había perdido el tiempo y lo había puesto a la cabeza del dicasterio. El obispo tenía una óptima relación también con el nuevo pontífice, Gregorio, que en las últimas semanas le había hecho bastantes consultas a causa del agravamiento de la situación irlandesa. La función de su Pontificio Consejo era la de promover el diálogo con las demás religiones, aunque en los últimos dos o tres años la atención se había focalizado en el islam.
En su oficina, en Via dell’Erba 1, una pequeña transversal que desde Via de la Conciliazione, lleva hasta Borgo Sant’Angelo, estaba como siempre esperándolo su fidelísima secretaria Aíbell, coetánea suya e irlandesa como él. La había conocido al llegar al Pontificio Consejo como número dos y había aprendido enseguida a apreciarla por su eficiencia y discreción.
—Buenos días, excelencia —dijo la mujer con el rostro sonriente.
—Buenos días.
—Por desgracia, el día no ha comenzado bien —añadió Aíbell, congelando velozmente su sonrisa.
—¿Por qué? ¿Hay malas noticias?
—Lamentablemente, sí —añadió la mujer.
No era ningún misterio que el obispo O’Donnel era más bien alérgico a las malas noticias, sobre todo en el horario que iba desde última hora de la tarde hasta las primeras horas de la mañana. Era su estilo de vida: en la oficina estaba siempre dispuesto a afrontar cualquier problema, la puerta de su estudio estaba casi siempre abierta. Pero una vez que salía de aquellas habitaciones, el prelado irlandés prefería dedicarse a otras cosas: no consultaba el correo electrónico ni navegaba por Internet. La mayoría de las veces, no veía ni el telediario. «Tengo que cuidarme del mal», le gustaba repetir mientras explicaba que las horas dedicadas a la oración y a la meditación vespertina, y también a la misa matutina, no debían ser distraídas por nada. Era también muy reacio a hablar de los problemas de la oficina en las (raras) cenas con los «colegas» en las que participaba.
—Lea, lea esto —le dijo Aíbell extendiéndole la fotocopia de un artículo que había impreso de Internet. Era una página del diario The Irish Times. Por sí solo el titular habría bastado para arruinarle no únicamente el día, sino la semana entera: El cardenal pide perdón y admite: son muchos los sacerdotes implicados. Pero la multitud le abronca. El «cardenal» era Tomás O’Brien, arzobispo de Dublin. Los «muchos sacerdotes» eran los implicados en los casos de pedofilia. El obispo entró en su despacho y empezó a leer la hoja sin sentarse y sin siquiera dejar la voluminosa bolsa de cuero negro, de la cual no se separaba nunca y cuyo exacto contenido era desconocido hasta para su propietario.
«El cardenal Tomás O’Brien declaró ayer que los sacerdotes implicados en los recientes escándalos de pedofilia son “demasiados”. Al participar en una manifestación de solidaridad con las víctimas de la pedofilia, el purpurado admitió que la Iglesia irlandesa en los últimos decenios no ha vigilado lo suficiente y pidió perdón por todo lo ocurrido. “En muchos casos habría sido necesario intervenir con más celeridad, alejando inmediatamente al sacerdote acusado y haciéndolo público. Esto no ha ocurrido y soy el primero en reconocerlo”, afirmó. Pero a las otras cinco mil personas congregadas ante el Museum Of Chilhood, en Palmerston Park, no les ha agradado esta tardía petición de excusas. Entre otras cosas porque el cardenal arzobispo se ha cuidado bien de dar respuestas concretas a las peticiones de la Asociación de Familiares de las Víctimas, que le ha pedido que reduzca inmediatamente al estado laical a más de cien sacerdotes de la diócesis de Dublin. Las palabras de O’Brien fueron acogidas con silbidos e incluso se llegó a lanzar alguna hortaliza. El alto prelado se vio obligado a alejarse a toda prisa del lugar de la manifestación escoltado por la policía. “El cardenal se oculta detrás de un dedo —afirmó Gloria McCarry, la presidenta de la Asociación—, El fenómeno de la pedofilia es una metástasis que ha invadido toda nuestra Iglesia. Pedimos justicia, pedimos respuestas inmediatas, queremos ver castigados a los culpables de modo ejemplar. Tenemos miedo de que sigan ejerciendo en las parroquias”. Algunas horas más tarde, el gabinete de prensa de la archidiócesis de Dublin envió el siguiente comunicado: “Lo ocurrido hoy en Palmeston Park es un episodio grave. Nunca en Irlanda un arzobispo católico había sufrido este tipo de reacciones. El cardenal intervino en la manifestación para mostrar su solidaridad y pronunció palabras de comprensión, reconociendo que no siempre las respuestas de la autoridad eclesiástica, ante este triste fenómeno, han sido las adecuadas. Pero el ataque innoble del cual ha sido objeto es algo de lo que todos los irlandeses deberían avergonzarse”. Mientras, nuevas denuncias por presuntos abusos por parte de sacerdotes han sido presentadas en los últimos tres días a la policía de la ciudad. Se trata de episodios ocurridos entre 1970 y nuestros días».
Cuando llegó al final de aquellas líneas, el obispo O’Donnel tenía el rostro contraído en una mueca de dolor y disgusto. Había leído con gran atención el artículo. Se había dado cuenta de cómo, al final, los «presuntos abusos» se habían convertido en «episodios ocurridos». Se dejó caer en el sillón. Aquella mañana no tenía ninguna cita, sólo tenía que trabajar en la corrección del borrador de un nuevo documento del Pontificio Consejo. Pero no tenía ni siquiera ganas de conectar el ordenador. Decidió alejarse de allí.
—Soy yo… —dijo el hombre en voz baja.
—¡Maestro, todo está listo! —respondió la voz desde el otro lado del teléfono.
—¿Todo procede según lo establecido?
—Todo, maestro… Hoy, como estaba previsto. A las 13:30, la hora de salida de su oficina.
—¿Lo haréis de manera que sea un golpe clamoroso? —Puede estar seguro de ello. Hemos cuidado todos los detalles… Nuestros amigos ya están situados…
—Bien… ¡Muy bien! Volveremos a hablar dentro de unas horas.
—Ok, perfecto. Hasta pronto, Maestro.
El hombre comenzó a tamborilear con los dedos sobre el auricular. Tenía ante sí las grandes pantallas a través de las cuales podía seguir todo lo que ocurría en algunas de las habitaciones de la Santa Sede.
—Ha llegado el ajuste de cuentas… El ataque final… Pobre viejo imbécil vestido de blanco —susurró con una mirada tan helada que habría hecho palidecer al diablo en persona.
El teléfono sonó largo rato antes de que monseñor O’Donnel levantase el auricular. Eran casi las once.
—Excelencia, el Papa quiere verle inmediatamente… —dijo la secretaria con la voz algo ansiosa.
—¿El Papa? ¿Y por qué? ¿Cuándo? —preguntó sorprendido el obispo, que no se esperaba de ninguna manera semejante convocatoria y que tuvo el presentimiento de que algo terrible estaba a punto de suceder.
—Enseguida, quiere verle enseguida. Ya está el coche aquí abajo.
—Preferiría ir a pie.
—Evidentemente, Su Santidad tiene mucha prisa… —se limitó a observar la secretaria, a quien le costaba comprender la renuencia del obispo, que no era precisamente nuevo en convocatorias de este tipo.
—Bajo inmediatamente —dijo O’Donnel después de coger la vestidura ribeteada para ponérsela en el breve trayecto. Por suerte, la dejaba siempre abotonada hasta la mitad.
El coche atravesó el arco de Porta Angélica y después de haber atravesado el Belvedere, llegó al patio de san Dámaso. Allí estaba esperándole un prelado de la antecámara pontificia.
—Venga conmigo, subamos, el Papa no quiere perder tiempo —le dijo el monseñor nigeriano.
O’Donnel no respondió y se limitó a seguirlo con paso ligero. Subieron al ascensor y llegaron al apartamento de invitados. Les estaba esperando el secretario particular de Gregorio XVII.
—El Papa ha subido a su apartamento. Le espera allí… Vamos —dijo.
El obispo fue encomendado al secretario, que lo guió hasta el apartamento privado, donde el Pontífice le estaba esperando en el pasillo de entrada.
—Robert, ¿cómo está?
—Bien, Santidad, gracias a Dios.
—Perdóneme si le he convocado tan rápidamente sin previo aviso.
—Para mí es un honor, Santo Padre.
—Ya se imagina, creo, de qué se trata… ¿Ha leído los periódicos irlandeses de hoy?
—Sólo The Irish Times, y ha sido más que suficiente…
—Le entiendo. También yo estoy sobrecogido. No puede imaginarse cuánto…
—El arzobispo de Dublín tratado así… —añadió O’Donnel.
—Pero yo no estoy tan sobrecogido por lo que ha hecho o dicho la multitud. Me preocupan mucho más las dimensiones del fenómeno…
—Cierto, Santidad. ¡Es verdaderamente preocupante!
—¿Usted no cree, Excelencia, que estos casos son realmente demasiados? ¿No cree que son demasiados incluso de imaginar? ¿No cree que aparte de tomar medidas deberíamos tratar de descubrir si detrás de estas acusaciones, de esta terrible campaña orquestada, se ocultan fuerzas hostiles a la Iglesia y averiguar cuáles son?
—Sí, estoy convencido de que se debería hacer… Pero con mucha circunspección y sobre todo sin airear nunca el complot… Podría ser contraproducente… Y mucho…
—¿Y cómo deberíamos proceder, según usted? Yo tengo sobre mi escritorio un archivador con la relación de los nuncios apostólicos en Estados Unidos e Irlanda. Los he leído y releído. He rezado mucho, he llorado… Hay algo que se me escapa, algo que no me convence…
Prosiguió bajando la voz y tomando al obispo por el codo.
—Verá, Excelencia, tengo la sensación de no estar bien informado de este asunto.
—¿Cree que hay alguien que le oculta noticias o informaciones? ¿Dónde, aquí dentro?
El Papa le hizo una señal para que no hablara. Lo condujo a la escalera que llevaba al jardín colgante, donde daba su habitual paseo después de comer.
—Venga… ¡Hablaremos mejor… al aire libre!
El día era soleado y ventilado. Los dos prelados se dirigieron al centro de la amplia terraza mandada hacer por Pablo VI, a quien no le gustaba bajar a los jardines vaticanos y prefería caminar, sin ser visto, sobre el tejado de casa.
—O’Donnell —le dijo el Papa con ojos aterrorizados—. Tengo la sensación de que estoy siendo espiado, escuchado, escrutado. ¿Ha leído Los Angeles Times de hace dos días?
—No, Santidad. Leo poco los periódicos americanos.
—Había un pequeño artículo, poco más de un breve, en el cual se decía que el Papa no está convencido de la culpabilidad del padre Alberto Alonso, el franciscano acusado por diez seminaristas de abusos sexuales…
—No conozco ese asunto, Santo Padre.
—Pero yo sí. ¿Y sabe cuál es el problema? Dos días antes yo había pedido un suplemento con una investigación. Las cartas que me habían llegado tenían muchas lagunas. Pedí que investigaran más y que suspendieran el juicio…
—¿Y se han enterado?
—El comunicado con mi decisión partió ayer de la Secretaría de Estado a la nunciatura en Estados Unidos. ¿Comprende? Salió después de que la noticia fuera publicada…
—¿Pero qué decía exactamente el artículo?
—Decía que el Papa se había tomado tiempo, porque necesitaba profundizar en la investigación. Mi decisión se veía bajo un enfoque negativo. De hecho, el día después intervino en la cuestión uno de los líderes de las asociaciones de familiares de las víctimas… No sé si se da cuenta, excelencia, de la gravedad de lo ocurrido. He sido espiado incluso en mi habitación, en mi propio escritorio.
—Santo Padre, la noticia pudo haber sido filtrada desde la Secretaría de Estado.
—No había tiempo, querido O’Donnel. No fue transmitida inmediatamente, sino al día siguiente, con la valija de cartas de la mañana.
—¿Qué puedo hacer para ayudarle?
—Quisiera que partiese cuanto antes hacia Irlanda. En Estados Unidos, la situación es más compleja… Tengo que ver cuál es el mejor modo de actuar.
—Estoy a su disposición, Santidad, y estoy listo para partir mañana mismo. Eso sí, preferiría saber algo más sobre la misión que pretende confiarme.
—¡Descubra qué está sucediendo y, si hay alguien detrás de todo esto, tráigame su nombre! —dijo el Papa con tono seco.
—Bueno, Santo Padre, el nombre podría dárselo ya…
—¿Cómo? ¿Qué… qué está diciendo?
—Detrás de todo esto, como detrás de todos los pequeños y grandes ataques que a lo largo de los siglos se han perpetrado contra la Iglesia ha habido siempre una única entidad personal… ¡El príncipe de las tinieblas!
—Ah… sí, claro —corroboró el Papa—. Pero Satanás se sirve de los hombres… Quisiera saber quiénes son esos hombres y ayudarles a sustraerse del yugo del demonio.
O’Donnel besó el anillo de Gregorio XVII, lo dejó meditabundo en la terraza y bajó rápidamente las escaleras. Prefirió no volver en coche a la oficina… Necesitaba caminar, meditar, prepararse. Algo estaba a punto de ocurrir.
—Todo bien, espero… —dijo la secretaria cuando lo vio entrar.
—Sí, no se preocupe. Ah, a propósito, anule todas las citas de los próximos días y resérveme un vuelo para mañana con destino a Dublín. Dígale a todos que estoy en cama con gripe…
—Con… De acuerdo, excelencia, lo haré.
O’Donnel abrió la puerta de la oficina, se quitó el traje talar y se arrellanó en el sofá. Le habría gustado encender un cigarrillo, pero nunca lo hacía durante el horario de trabajo.
A las 13:28, puntualísimo, tomó la bolsa de cuero negro desbordada de papeles, saludó a todos y salió. Tenía que recorrer los pocos centenares de metros que separaban Via dell’Erba de la Piazza della Citta Leonina, donde se encontraba su apartamento. El obispo irlandés vivía solo, pero una anciana romana cuidaba a diario de su casa y le preparaba la comida y la cena. Ya en la calle, no prestó atención a los dos todoterreno negros con los cristales tintados, aparcados al comienzo y al final de la pequeña calle. O’Donnel caminaba lentamente, balanceándose, casi arrastrándose por el peso de la bolsa. Cuando llegó a las proximidades de Borgo Angelico, un señor bastante joven y distinguido con una chaqueta gris de doble botonadura y unas Rayban oscuras le salió al encuentro.
—¿Su Excelencia O’Donnel?
—Sí, soy yo —dijo el prelado, sin mostrar ninguna emoción.
—Le ruego que me siga…
—Perdone, ¿quién es usted? ¿Y adonde se supone que tengo que ir? —preguntó el presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso.
—¡Le he dicho que me siga! —le intimidó el hombre, con voz amenazadora, mostrándole durante un instante la pistola que empuñaba con la mano en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Pero quiénes sois? ¿Qué queréis hacerme? —gritó el obispo mientras buscaba una vía de fuga.
De pronto tuvo a cuatro hombres encima. Fue narcotizado con un pañuelo impregnado en un potente anestésico y fue introducido en el primero de los todoterreno oscuros. Y todo esto mientras los otros miembros del comando, exhibiendo falsos pases de la policía italiano, mantenían alejados, con las armas en la mano, a algunos transeúntes curiosos.
—¡Aléjense! ¡Aléjense rápido! —seguía gritando uno de ellos, aparentemente el jefe de la banda. Se oyó una ráfaga de tiros al aire. Después, los coches derraparon por Borgo Angelico perdiéndose sin ser interceptados en el tráfico de la ciudad. La voz de alarma entre las fuerzas del orden sonó casi inmediatamente, igual que la noticia, pues precisamente en aquel momento pasaba por Via de la Conciliazione el responsable de la oficina de la agencia Ansa en el Vaticano, que después de haberse echado a tierra en el primer disparo, había tenido tiempo para reconocer a O’Donnel y había entrado precipitadamente en la Sala de Prensa de la Santa Sede.
*** Secuestrado un «ministro» del Papa a dos pasos del Vaticano ***
*** Secuestro en el Vaticano: raptado el obispo O’Donnel***
*** El Vaticano en la mira de los terroristas: secuestrado un obispo a plena luz del día ***
Los teletipos de las principales agencias de información tenían los titulares precedidos y seguidos de los asteriscos que señalaban la importancia de la noticia que se lanzaba. El Papa Gregorio fue informado, mientras comía, por una llamada del Sustituto en la Secretaría de Estado.
—No es posible… Si hemos hablado hace una hora… —dijo el Papa, dejando caer el tenedor en el filete de lubina que puntualmente llegaba a su mesa cada viernes, como plato único.
Se levantó de golpe, sin decir nada, dejando en la incertidumbre al ayudante que le estaba sirviendo la comida. Corrió a la capilla y se arrodilló. El secretario, que se había detenido en el umbral, lo oyó sollozar.
Dos horas después del secuestro, habían llegado a los medios tres reivindicaciones diferentes: la primera del IRA, el grupo terrorista armado irlandés; la segunda llegaba de un sedicente y hasta entonces desconocido «Comité de liberación de las víctimas de los sacerdotes pedófilos»; la tercera, de otro impreciso grupo combatiente islámico.
—Santo Padre, todavía no sabemos nada… Sé que el Sustituto ha hablado con el jefe de la policía, pero por el momento dan palos de ciego… —dijo al teléfono monseñor Majorana.
—¿Y qué me dice de las reivindicaciones de las que acaba de hablar la televisión? —preguntó Gregorio XVII.
—Por ahora no son fiables.
—¿Había testigos?
—Sí, Santo Padre. Ahora sus relatos serán analizados.
—¿Pero cómo habrá podido ocurrir a plena luz del día, casi a las puertas del Vaticano? En estas semanas, las calles que rodean a la Santa Sede bullen de policías.
—Según una primera reconstrucción, parece que el comando que ha actuado estaba excepcionalmente preparado.
—¡Cómo hemos podido llegar a esto! —concluyó desconsolado el Pontífice.
—Le mantendremos informado, Santidad.
El Papa, antes de retirarse nuevamente en oración, quiso llamar personalmente a la hermana de O’Donnel, profesora de griego retirada que vivía en Cork. Le aseguró que la Santa Sede haría todo lo posible para la liberación de su hermano.
—¡Ahhhhh… jaaaaa! —la carcajada se transformó en un rompedor grito de alegría. El hombre con la camisa desabrochada acababa de seguir en la pantalla el diálogo entre el Papa y sus colaboradores. La esperada llamada llegó puntual.
—Entonces, Maestro, ¿todo ha ido bien?
—Estupendamente. Todos hablan ya de ello. Incluso el mejicano vestido de blanco.
—Dentro de dos días habrá que hacer llegar el primer mensaje del secuestro.
—Cierto, pensaremos en ello mañana. Y por ahora está todo listo. Quiero realmente disfrutar de estas horas.
—Maestro, ha habido un pequeño problema en Pella.
—¿De qué tipo?
—Hemos tenido que eliminar a un miembro de la expedición arqueológica.
—¿Realmente ha sido necesario?
—Sí, pero no se preocupe. Tenemos ya bien dirigida la investigación. Será archivada como un desagradable incidente provocado por un ladrón descubierto mientras daba una vuelta por la zona de las excavaciones.
—Confío en usted y espero que todo sea para bien.
—No tema.
—¿Cuándo se podrá anunciar el hallazgo de Pella?
—Dentro de poco, creo… Quizás incluso antes de la liberación…
—Bien. Veremos si el corazón del mejicano puede aguantar todos estos golpes.
El Maestro colgó y quedó inmerso en la oscuridad de su habitación. Durante algunos días no iba a tener tareas públicas. Oía las sirenas de los coches de policía y carabineros que atravesaban la ciudad a la búsqueda del obispo secuestrado. Pero el comando había actuado a la perfección, creando dos rutas diferentes en los barrios de Prati y del Trastevere. Falsas alarmas bien organizadas que habían implicado a muchas patrullas en dos edificios diferentes, que habían sido desalojados inmediatamente. Así, los secuestradores y su presa habían conseguido alcanzar, sin ser molestados, el zulo, oculto mucho más cerca de los muros vaticanos de cuanto se pudiese imaginar.