7

Aquella mañana, John Costa no tenía ganas de levantarse, a pesar de que el despertador había sonado hacía ya tiempo. Había dormido bastante mal y ahora seguía rumiando las palabras misteriosas que le había dicho la tarde anterior Aleksander Safarevic, el hombre de seguridad del patriarca ortodoxo Nikon. Tenía la impresión de que la presunta revelación del ruso era bastante más importante de lo que dejaba entrever su confuso discurso.

—Un testamento de María… ¡Bah! —sentenció en voz alta, después de haber decidido finalmente salir de la cama y prepararse un abominable batido de leche dietético a base de proteínas añadiendo un vaso de agua a un sobre de polvos. La repulsión física que sentía por aquellos mejunjes recetados por el médico se aplacó al ver su propia imagen reflejada en el gran espejo que ocupaba buena parte de la pared. No le gustaba mirarse al espejo, ni había tenido nunca particular cuidado por su aspecto. A su primera mujer y ahora a Kate —las cuales, mostrando una perfecta sintonía, le reprochaban las mismas cosas, entre ellas vestirse mal— puntualmente respondía: «Total, no tengo que ir a la televisión…». Pero ahora aquellos kilos de más se habían convertido en una serie amenaza para su salud, así que sorbió el brebaje de (improbable) sabor a chocolate sin demasiadas muecas. Inmediatamente después, encendió el ordenador, actualizó el blog, revisó el correo y quedó sorprendido por la falta de noticias de Kate. Se dio una ducha de agua caliente, como hacía cada mañana.

No se había despertado a tiempo para participar en la misa que el arzobispo de Bari y su vicario general habían celebrado en una de las habitaciones. Se sentía parte de la delegación, sí, pero no hasta ese punto. Bajó a la sala de desayuno del hotel Warsaw sólo para repostar agua y comer un platito de verduras cocidas al vapor, pero sin zanahorias, rigurosamente prohibidas por su régimen dietético. Vio a monseñor Adeodato Dini y a don Punzoni, que desayunaban aparte en una mesa del fondo, separada de las demás gracias a un pesado biombo, y vio en sus platos pan tostado fresco, mermelada, fruta, yogur, huevos y jamón… Decididamente demasiado para él, no iba a ser posible sentarse con ellos. Regresó a su habitación haciendo como que no los veía. Tenía que darse prisa. Antes de apagar el ordenador, descargó nuevamente el correo.

Había un mensaje de Kate.

«Ha ocurrido algo terrible. Terrible… Luigi Orlandi ha muerto, asesinado por unos bandidos… Aquí estamos todos sobrecogidos». También él se quedó petrificado. Conocía de vista a Luigino porque se había cruzado con él un par de veces cuando había ido a recoger a su mujer a la universidad. Pero lo que más le asustaba era el peligro que de pronto parecía rodear a la misión arqueológica.

«Quisiera estar ahí contigo. ¡Ánimo!», escribió velozmente, antes de empaquetar algunas cosas, ajustarse el nudo de la corbata y bajar corriendo. Pero no era la prisa lo que le hacía latir fuertemente el corazón. La noticia proveniente de Pella lo había aterrorizado literalmente. Pero en aquel momento no podía hacer nada. No habría tenido ningún sentido partir de Moscú en dirección a Amán. ¿Y si el presunto suceso no era más que un trágico accidente? ¿O quizás un episodio de crónica negra, aunque cruel e inesperado? ¿Qué conseguiría con precipitarse hacia su mujer, actuando como un novio posesivo y aprensivo? Conociendo a Kate como la conocía, estaba claro que no le hubiera gustado. Mejor esperar a que se desarrollaran las cosas y concluir aquel encargo informal que monseñor Majorana le había confiado.

Mientras Costa pensaba con horror en lo ocurrido en Jordania, el minibús recorrió velozmente el trayecto desde el hotel hasta la puerta de entrada del Kremlin. Esta vez no fue necesario cambiarse de ropa a bordo: cada uno llevaba desde el punto de partida el «uniforme» protocolario. Safarevic ya estaba allí esperándolos, aunque faltaba todavía una hora para el comienzo de la ceremonia. El aire era bastante fresco, y el viento hacía ondear los vestidos y los fajines violáceos de los dos prelados. Pensaron que quizá fuera la ocasión propicia para hacer algunas fotos entre el ir y venir de los viandantes curiosos, poco acostumbrados a ver a un obispo católico engalanado a pocos centenares de metros de la Plaza Roja.

Finalmente, entraron y se acercaron a la Catedral de la Dormición, la más antigua del Kremlin. El patriarca iba a celebrar allí la divina (y larga) liturgia de la Asunción. Safarevic, que se había afanado en explicar el uso actual de los algunos de los edificios que habían encontrado en su breve trayecto, de vez en cuando lanzaba una mirada de interés a Costa, como para asegurarse de que no olvidara su cita.

Para evitar que siguiera insistiendo, al sentirse tratado como un niño, John le hizo una señal de asentimiento con la mano y después, en voz alta, se dirigió al arzobispo:

—Excelencia, tiene que disculparme, tienen que perdonarme todos ustedes… pero no podré asistir a la comida. Tengo que visitar a un viejo amigo, el corresponsal de la Reuters, aquí en Moscú, que me ha invitado a su casa.

El prelado dijo que no tenía por qué preocuparse. Comprendió enseguida que se trataba de una excusa, pero creía que John evitaba el encuentro para no caer en tentaciones ante los manjares que iban a ser servidos en la mesa unas horas después.

Llegó la limusina del patriarca, que se parecía, por su longitud, a la de una estrella de Hollywood, seguida de un todoterreno con guardaespaldas armados hasta los dientes.

—Se ve que la Rusia moderna es capitalista y mucho menos segura que la Vieja Unión Soviética —susurró Costa ganándose una mirada de reproche de don Punzoni. Mientras Nikon avanzaba en procesión, llevando un manto verde precedido por metropolitanos, obispos, popes y diáconos, todos revestidos con los paramentos litúrgicos de fondo azul, la delegación italiana fue introducida en la catedral, ya atestada de fieles. El interior no estaba suficientemente iluminado, pero Costa quedó literalmente extasiado por el número de iconos antiguos que adornaban el templo ortodoxo. Obviamente, su primera mirada fue para el centro de la iconostasis, donde debería encontrarse la imagen de la Virgen en el momento de la Asunción. Había sido reemplazada por un icono más moderno, que era visiblemente una copia. Entre nubes de incienso y cantos celestiales, las tres horas de la ceremonia pasaron bastante velozmente. John estaba cerca de los dos prelados, en primera fila, y Safarevic se había quedado más cerca de la salida y parecía impaciente por salir.

Antes de que se distribuyera la comunión a los fieles, un diácono fue a buscar a la delegación italiana y la llevó detrás de la iconostasis para saludar al patriarca Nikon. Costa se volvió hacia Safarevic y éste, con un gesto, le indicó que se apresurara. Se separó con gran destreza de la pequeña comitiva que se abría paso entre los fieles apiñados y se dirigió hacia la salida. Dejaron la catedral sin que nadie se diera cuenta. Era poco más de mediodía y Safarevic caminaba velozmente sin dirigir la palabra a su compañero de viaje. Desanduvieron el trayecto de ida. El viento fresco de la mañana se había atenuado.

—¿Quiere que comamos antes de salir? —preguntó el ruso.

—No, gracias. Si no le importa, preferiría no esperar más… aparte de que tampoco puedo comer…

—¿Qué pasa, está usted a dieta? —preguntó.

—Sí, exacto. Pero créame, no me resulta agradable hablar de ello.

—Entonces no le pediré que me hable de ello.

El coche del ruso era un viejo Skoda de color blanco. Al verlo aparcado en una calle lateral, Costa pensó en lo que se parecía a su propietario: decididamente pertenecía a otra época. El hombre pareció comprender la preocupación del periodista.

—Nos llevará a nuestro destino, aunque sea un poco viejo —se sintió en la obligación de comentar.

Salir de Moscú, aunque fuera a la hora de comer, no fue nada fácil. Colas en todas las calles, atascos, filas interminables de camiones, autobuses desvencijados a los que les costaba avanzar a una velocidad de dos kilómetros por hora.

—¿Es habitual todo esto? —preguntó John.

—Oh, por desgracia sí —respondió Safarevic—. El tráfico de nuestra ciudad es insoportable y lamentablemente ya no se puede caminar a ninguna hora del día.

Pasó bastante tiempo antes de que dejaran a sus espaldas Moscú y su caos. Mientras estaban en el atasco, Costa se había detenido a contemplar los enormes edificios grises, ruinosos, que el socialismo real había construido.

—Son colmenas inhumanas… —susurró.

—Sí, tiene razón, pero entonces todos tenían una casa y todos tenían pan —respondió el ruso. Palabras que sorprendieron bastante al periodista ítalo-americano, acostumbrado a considerar el fin del comunismo soviético como un hecho providencial.

—No me diga que siente usted nostalgia… —añadió estupefacto.

—En absoluto, faltaría más. Millones de personas han sido asesinadas en los años veinte y treinta, mi pueblo perdió la libertad, fue privado de sus raíces… ¡Pero no le oculto que también la nueva Rusia tiene defectos!

—Una cosa son los defectos, y otra es la añoranza por el pasado.

—Oh, quizá usted esté demasiado seguro de sus juicios. Le responderé con una pregunta: Según usted, ¿la gente siente más necesidad de pan o de libertad de expresión, de religión y de pensamiento?

—No estoy acostumbrado a considerar estas necesidades por separado —dijo Costa.

—Respóndame sinceramente, no estoy haciendo un discurso teórico. La mía es una pregunta práctica.

—Bueno, obviamente el pan, es decir la supervivencia, está antes que la libertad de expresión.

—¿Ve? Usted ha captado uno de los aspectos fundamentales del problema: no tengo nostalgia… Es más, casi nadie tiene nostalgia del pasado. Pero si antes todos tenían la garantía de poder contar con un poco de sopa para salir adelante cada día, ahora esta garantía ya no existe. Mucha gente se ha empobrecido y pasa hambre. Mientras, un grupo reducido de personas se ha enriquecido de un modo que ni usted ni yo conseguimos ni siquiera imaginar… ¿Ha visto las casas de los nuevos ricos? ¿Sabe que uno de los trabajos mejor pagados, para el cual hay una continua demanda de profesionales de alto nivel, es el de guardias de seguridad y guardaespaldas?

—En efecto, el desequilibrio es evidente.

—Créame, también lo había antes… Pero no era tan profundo. Quizás antes estaban todos peor.

Safarevic tenía un tono de voz preocupado y la expresión triste mientras contaba cómo había cambiado la vida del pueblo ruso después de 1989.

John tuvo la clara impresión de encontrarse ante una persona que había sufrido mucho.

—¿Usted qué hacía en los años del comunismo? —se arriesgó a preguntar.

—Hice muchos trabajos… forzados. Pero soy licenciado en matemáticas. Mi oficio era la enseñanza. Estuve deportado en el gulag durante veinte años.

—¿Motivos políticos?

El hombre miró a John con cara de estupor.

—¿De verdad cree que todas las personas arrestadas, deportadas, incluso asesinadas, fueron opositores políticos del régimen? No, en mi caso no fue así. Yo siempre he sido un leal ciudadano de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Pero tenía un defecto. Un grave defecto a los ojos del comisario del pueblo delegado en mi colegio. Las lecciones de ateísmo no habían conseguido erradicar mi fe cristiana. Por eso, sólo por eso he sufrido. Soy un matemático que en los números ha reconocido a Dios, aquel Dios del que me hablaban mi padre y mi padre, aquel Dios que había hecho fuerte y santísima a nuestra patria, Rusia.

Costa permaneció en silencio.

—Por eso estoy contento de que ahora, junto al capitalismo y al consumismo, en mi país esté renaciendo también un poco la fe…

—Por la cantidad de nuevas iglesias que se están construyendo, me parece que la fe es mucha…

—Sí, comprendo lo que quiere decir, pero en este caso tampoco debemos exagerar. Este apego a la iglesia ortodoxa, al redescubrimiento de las propias raíces, no siempre tiene que ver con la fe. Es a menudo una reacción, la necesidad de reencontrar una identidad fuerte preexistente al comunismo, que había intentado anular todo y que casi lo había conseguido. No le oculto que ciertos contubernios entre Iglesia y política me hacen dudar.

El coche, a pesar de las apariencias, iba bastante bien. Ahora ya no había casas a su alrededor, sino inmensas extensiones verdes. John se preguntó cuánto iba a tardar todavía Alexsander Safarevic antes de hablarle del icono antiguo y del texto que había sido descubierto en su reverso.

Al fin, el hombre afrontó el argumento yéndose por las ramas.

—A usted, señor Costa, ¿le gustan los iconos?

—Sin duda. Siempre me han fascinado…

—¿Y posee alguno?

—Sí, más de uno. Los adquirí durante mis viajes, en galerías de arte. Algunos me los vendió un anciano sacerdote italiano que había prestado servicio en Suecia y allí había conseguido muchos, de clara procedencia rusa.

—¿Puedo preguntarle dónde los tiene?

—En casa. Los tengo en casa. Tengo alguno en el salón, otros en la habitación, y unos cuantos en mi estudio.

—¿Para usted son adornos, son como cuadros?

—No, para mí son algo más… Pero, ciertamente, no los tengo en una capillita.

—¿Lo ve, John? Para nosotros los iconos son algo diferente, bien diferente. La imagen que figura representa bastante más que un objeto de devoción. Son pequeñas ventanas al infinito, las síntesis de nuestra fe.

—Esta mañana he visto en la iglesia algunos muy antiguos, auténticos… —atacó de nuevo el periodista—. También yo tengo un par de ellos quisiera enseñarle…

—Ustedes los occidentales cometen siempre el mismo error —le interrumpió con un velo de tristeza Safarevic.

—¿A qué se refiere, profesor?

—Al hecho de que no existen iconos «auténticos».

—No le entiendo, explíquese mejor.

—Ustedes tienen la idea de que existen iconos más antiguos, auténticos, y luego copias más modernas…

—¿Acaso no es así?

—En absoluto. Para nosotros, lo que vale en los iconos no es su antigüedad, sino la fidelidad a la imagen que en él está representada. Tome por ejemplo la Virgen de Kazan. Para nosotros es siempre la Virgen de Kazan, tenga quinientos años o tenga cinco. La autenticidad está en la imagen, que debe ser realizada de una manera determinada… Usted sabrá que hace falta mucha oración, aparte del respeto a unas reglas precisas.

Costa se quedó turbado. Era como si se le hubiera abierto una espiral inesperada hacia un mundo desconocido. Por primera vez captaba un aspecto desconocido para él pero fundamental en la devoción del pueblo ruso por los iconos. Plantear el problema en términos de antigüedad o autenticidad era un error que sólo la mentalidad mercantil de quien consideraba aquellas tablillas doradas como adornos o fuentes de riqueza podía cometer.

—Hoy le enseñaremos la imagen de la Virgen con el pañuelo y las inscripciones en el reverso, pero no podrá hacer fotografías —le avisó Safarevic.

—¿Puedo preguntarle qué piensa de este «testamento de María»? ¿No le parece extraño que nunca se haya oído hablar de él?

—Depende mucho de quien lo haya escrito, pero sobre todo de qué fin ha tenido —respondió el ruso—. No hay que excluir que textos y documentos puedan haber sido extraviados en las primeras fases de la historia del cristianismo, especialmente si no se trataba de relatos de la vida de Jesús… Es necesario ver, además, si este testamento era un escrito para divulgar desde el principio…

Llegaron a Sergiev Posad. Antes de entrar en el recinto del monasterio, en torno al cual se había formado toda una ciudad, Safarevic quiso llevar a Costa a la plaza panorámica que hacía visibles a primera vista las espléndidas cúpulas doradas de las iglesias y las cuatro torres. Dos ancianas se acercaron al periodista para intentar venderle un juego de matrioskas al precio de un euro, pero fueron alejadas rápidamente por el profesor. Bajaron, pues, al monasterio de San Sergio y tuvieron el privilegio de aparcar en su interior. Dentro de los gruesos muros pintados de blanco se abrían plazas y plazuelas, y una gran cantidad de edificios para el culto. Safarevic le indicó con bastante prisa: la Catedral de la Dormición, la Iglesia de San Sergio, la Catedral de la Trinidad, que contiene los restos veneradísimos del san Francisco ortodoxo; el campanario con la enorme campana de bronce, la iglesia de los santos Zósimo y Sabás, las estancias del zar. Había numerosos peregrinos visitando el lugar santo. Una joven envuelta en lágrimas, sostenida por una amiga, captó inmediatamente la atención de John.

Lloraba sin freno y se comprendía que había sido golpeada por un dolor inmenso.

—La ciudad tiene cerca de 110.000 habitantes —explicó el profesor—. Y se la volvió a dedicar a San Sergio de Radonez tras la caída del Muro. Desde 1930, había tomado el nombre del secretario del partido comunista de Moscú, Vladimir Zagorskij. Este ha sido uno de los poquísimos centros religiosos que quedaron abiertos durante la época soviética. Aquí se refugió el patriarca y aquí siguen existiendo la Academia teológica y el seminario… ¿Vamos a ver el icono? —preguntó Alexsander Safarevic. Costa tardó algunos segundos en conectar y en responder, arrebatado por la belleza del lugar.

—¿No podríamos hacer una visita la catedral principal? —dijo sorprendiéndose a sí mismo. Nunca había sido un meapilas, había abandonado la fe hacía decenios. Ahora estaba volviendo a ella lentamente, pero el choque con la espiritualidad rusa en aquel momento particular de su vida había provocado en él una especie de aceleración. La belleza parecía haber colmado de improviso muchos de los agujeros abiertos por el intelecto. Y nunca como en el interior de aquellas iglesias que destilaban fe se sentía en paz consigo mismo y con los demás. Aleksander no se echó atrás.

—Vayamos a la tumba de San Sergio.

A Safarevic debían de conocerlo bien allí, porque le permitieron saltarse la fila de peregrinos que esperaban pasar ante el sepulcro cubierto de plata, en el interior de la Catedral de la Trinidad, donde se conservaba el cuerpo del santo.

—El monasterio —dijo en voz baja para no molestar las oraciones de los fieles— fue fundado en 1340 por el monje Sergio, patrón de Rusia. Fue devastado por los mongoles en el siglo XV y bajo sus ruinas fue hallado el cuerpo, casi intacto, del santo. ¡Un verdadero milagro! Fue por tanto reconstruido como complejo fortificado.

Quedaban, por desgracia, solo unos pocos fragmentos de los frescos pintados por Andrej Rublëv, el santo iconógrafo ruso más grande y más famoso. Pero se había conservado la maravillosa iconostasis antigua.

Después de haberse detenido durante un instante ante la urna, Costa y Safarevic salieron fuera. Les estaba esperando el vicerrector de la Academia teológica, el monje Georgij, a quien habían avisado de su llegada. Parecía muy agitado y se puso a hablar arrebatadamente con el profesor. John no comprendió una palabra.

—Vamos, tenemos que darnos prisa —dijo Safarevic mientras el monje, envuelto en su ondeante hábito negro, les abría camino con paso firme. Entraron en la sede de la Academia, siguieron al primer piso, al museo. Atravesaron diversas salas, tapizadas enteramente de iconos bellísimos. Costa habría querido pararse para contemplarlos durante horas, pero sus huéspedes parecían tener prisa, mucha prisa. Finalmente pasaron bajo un arco bastante bajo y entraron en una especie de laboratorio.

—Aquí restauramos los iconos —dijo Georgij en un inglés macarrónico.

Una joven estupenda, con los ojos azules y el pelo rubio que le sobresalía del pañuelo, los acogió. Vestía una camisa que en el pasado debía de haber sido blanca pero que ahora estaba completamente recubierta de manchurrones de colores. Ella bajó la mirada con timidez cuando el monje dijo: «Os presento a Alina, una de nuestras mejores restauradoras…».

John se sintió atraído por muchas imágenes colgadas en la pared a la espera de ser restauradas. Entraron dos hombres llevando una caja de plexiglás forrada en su interior con un tejido rojo oscuro. Alina extrajo un envoltorio de plástico, lo abrió y finalmente Costa se encontró ante la antigua tablilla que representaba a María. Medía treinta centímetros de base por cuarenta y cinco de altura y tenía el fondo de color ocre. La parte central, la imagen bellísima de la Virgen, con la cabeza inclinada sobre un paño de color rojo vivo que ella sujetaba entre los brazos como si fuera un hijo. Por el color, no parecía un sudario. Los ojos de la Virgen expresaban al mismo tiempo ternura y dolor incontenibles. Parecían llenos de lágrimas. A la vez, la imagen se definía más por la ausencia que por la presencia: de hecho no estaba el cuerpo de Cristo muerto en la cruz, ni tampoco el pequeño Jesús en brazos de su madre. Y sin embargo, aquel paño, o aquel sudario, que sujetaba entre las manos acogedoras y que acercaba al rostro, decía mucho más que cualquier otra imagen de la Dolorosa. Hablaba de un dolor inmenso, pero también de una certeza que iba bastante más allá del dolor, como si la mirada de María estuviese ya proyectada hacia el tercer día, a la mañana de la resurrección. En todo esto pensaba John mientras escrutaba cada centímetro de la tabla. El dibujo se revelaba muy cuidado pero sencillo. No había en él perifollos ni afectación. Le llamó la atención también otra característica que se le había escapado a primera vista: el rostro de la Virgen no tenía la frescura de una joven. No era fácil darse cuenta, dado que la técnica de los iconos prevé una fuerte estilización conforme a cánones bien definidos.

—¿Ha visto que tiene el rostro de una persona anciana? —preguntó Safarevic casi intuyendo el pensamiento que acababa de pasar por la mente del periodista.

—Precisamente estaba…

—¿Sabe que es un síntoma preciso de antigüedad? —le interrumpió el profesor.

—¿De verdad?

—Sí. Los iconos y los frescos más antiguos con la figura de María representan a la Virgen con el rostro de una persona anciana…

—¿Y se ha sabido por qué?

—Bueno, en teoría esa sería la representación más verdadera si tuviéramos que representar a la Madre de Cristo bajo la cruz. Pero estos rostros marcados por los años aparecen también en las imágenes clásicas de la Virgen con el Niño…

Costa prefirió no hacer más preguntas. Había comprendido que aquél era el modo de expresarse de Safarevic. Un modo que habría molestado a más de uno. Era como si midiera cuidadosamente sus afirmaciones, como si esperase a escrutar las reacciones de su interlocutor, como si se adaptase a los tiempos de quien tenía en frente, sin forzarlo nunca, conduciéndolo poco a poco a la solución del problema. Después, de pronto, se acordó de que había pasado muchos años en el gulag y que se las había tenido que ver con la policía soviética. Quizás aquel modo cauto de argumentar fuera una herencia que ya formaba parte de su ser. O quizá fuese sólo un hábito consolidado por el tiempo durante el cual había sido profesor.

—El hecho de que las imágenes más antiguas representen a la Virgen anciana y no joven hace pensar que en el origen exista un verdadero retrato, la matriz de todos los retratos… Según una tradición no demostrada jamás, fue Lucas quien realizó esta primera imagen de María…

—¿Y qué hay de cierto en todo esto, según usted? —preguntó John, que seguía mirando fijamente el icono que tenía delante.

—Para responderle debo ofrecerle antes algunos datos. Si no, mis palabras corren el riesgo de ser malentendidas. Antes de todo, usted, John, ¿sabe quién era Licinia Eudoxia?

—Sinceramente, no —respondió el periodista.

—Era la hija del emperador Teodosio II, nacida de su matrimonio con la bella Atenaide, que cambiaría su nombre por el de Elia Eudoxia. Licinia fue bautizada con el nombre de Eudoxia. Se convirtió en la prometida del futuro emperador Valentiniano III y en aquella ocasión hizo un voto: si el matrimonio se llevaba a cabo iría en peregrinación a Tierra Santa. Eudoxia se casó con Valentiniano el 29 de octubre del 437. Ponga atención a las fechas, señor Costa. Estamos pocos años después del Concilio de Efeso, ¿recuerda?

John respondió siguiendo con interés la explicación del profesor.

—Por tanto, Eudoxia, en el 438, emprende el viaje comenzando por Antioquia, luego llega a Palestina, donde se queda hasta comienzos del año siguiente. En el Jerusalén de entonces era obispo un hombre sabio, Juvenal. Eudoxia se presenta como una emperatriz muy generosa. En aquella ocasión, según algunas fuentes, la soberana habría enviado a su cuñada Pulcheria, que se había quedado en Constantinopla, el icono de María pintado por el evangelista Lucas.

—¿De qué fuentes estamos hablando?

—El primero en divulgar la noticia, por lo que nosotros sabemos hasta la fecha, es Teodoro el Lector, que vivió en Constantinopla durante la primera mitad del siglo VI. Puedo citarle exactamente lo que escribió, porque tengo aquí la fotocopia… —mientras lo decía, extrajo del bolsillo de la arrugada chaqueta un par de folios también arrugados y ajados. Leyó en voz alta—: «Eudoxia envió a Pulcheria desde Jerusalén la imagen de la Madre de Dios que había pintado el apóstol Lucas». No se le habrá escapado el epíteto «Madre de Dios» establecido precisamente por el Concilio de Efeso. Esta noticia es confirmada por Georgio Paquimerio, y después por Nicéforo Calixto, algunos siglos después. Según Nicéforo, la mujer del emperador habría enviado a su cuñada, además del icono, una serie de precisas reliquias, como el huso de la Virgen, o las fajas que habían envuelto a Jesús…

—Obviamente, son pocos los que se lo creen —dijo con cierta sorna John.

—El envío de la imagen mariana es considerado una leyenda. Pero yo creo que es un error creer eso. Ojo: es más que justo poner en duda la atribución del icono a Lucas. Leo aquí otro pasaje, esta vez de san Agustín, que en su De Trinitate, compuesto entre el 399 y el 419, escribe: ñeque enirn novimus faciem Virginis Maride, ex qua ille (Jesucristo) natus est, es decir que nadie conocía el rostro de la Virgen, la Madre de Dios. Pero no se comprende por qué motivos es necesario dudar del hecho de que Eudoxia enviara a Constantinopla una imagen y unas reliquias. De hecho, no se puede excluir que existieran iconos marianos, dado que ya en aquella época está testificado el culto a la Virgen.

—Le hago una pregunta que le va a molestar. ¿El icono enviado a Constantinopla por Eudoxia era el original antiguo?

—Creo que no. Era la imagen de la Virgen atribuible a san Lucas, pero se trataba de una copia fiel. Los conceptos de «original» y de «copia» no pertenecen a aquella época. Y todavía hoy a nosotros, los ortodoxos, como ya le he dicho, nos cuesta comprender el modo en que ustedes los usan.

—¿Y qué me dice, profesor, de esta imagen? —presionó el periodista.

—Sobre todo estoy de acuerdo con la atribución tan antigua que han hecho nuestros expertos.

—¿Y cómo es que se encontraba custodiada en el interior de otro icono?

—Este es el problema. Verá, no tenemos precedentes de este tipo. Muchos iconos han sido protegidos, custodiados en cofres, cerrados en pequeñas cajitas de madera o de plata. Pero un icono dentro de otro icono no lo habíamos visto nunca. Y es evidente, por otra parte, que el icono contenedor fue realizado precisamente con ese objetivo.

—¿Podría haber ocurrido en la época iconoclasta, cuando las imágenes eran destruidas y su culto era considerado idolatría?

—Francamente, creo que no. ¿Por qué motivos iban a esconder un icono dentro de otro icono? Reflexione por un instante, John. Se dará usted cuenta de que esta hipótesis no se sostiene.

—¿Y entonces? —añadió Costa mostrando signos de impaciencia.

—Entonces debemos considerar esta imagen como una verdadera reliquia. Importante hasta el punto de santificar la catedral entera, pero tan preciosa como para ser ocultada.

—Perdóneme, pero sigo sin comprender.

—Estoy de acuerdo con usted, John. En nuestro caso, las preguntas superan con creces las posibles respuestas. Estamos ante un pequeño gran misterio.

—¿Con qué técnica fue realizado?

—Con una muy, muy antigua. Es la llamada técnica del encausto, muy refinada, y que estuvo en auge hasta el siglo V: los colores en polvo eran diluidos en cera líquida.

—¿Puedo ver la inscripción del reverso?

—Sí, adelante —respondió Safarevic.

El reverso de la tablilla estaba muy deteriorado. A John le costó mucho el mero hecho de distinguir los caracteres griegos en mayúscula grabados en aquel fondo oscurecido por el tiempo.

—Quizás esto le pueda ayudar —dijo Safarevic, enseñándole unas fotografías en alta resolución notablemente ampliadas.

Costa las vio, pero no pudo distinguir casi nada.

—Aparte de la leyenda «María custodiaba todas estas cosas meditándolas en su corazón», hay otros fragmentos legibles: «imagen de la Virgen que Lucas pintó… y el testamento de María fue confiado… Mi Hijo será calumniado… La descendencia de la sangre real…». —Se entiende más bien poco —observó John.

—Por desgracia, tiene razón. El texto tenía que ser mucho más largo, pero todas estas abrasiones y carcomas… nos impiden reconstruirlo. En cualquier caso, los puntos firmes son tres: se trata de una imagen que se remonta a san Lucas el evangelista, se habla de un testamento de María —y, que yo sepa, es la primera vez que se hace—, se cita por último la descendencia de la sangre real… ¿No le recuerda a nada?

—Bueno, me recuerda a la novela que habla de la Magdalena y el Santo Grial, que sería en realidad el sangreal, es decir, la tesis según la cual existiría una presunta descendencia terrena de Jesús y de la Magdalena, custodiada en secreto por una orden esotérica.

—¿Comprende la importancia del descubrimiento? —retomó Safarevic—. Aquí no nos la estamos viendo con una leyenda medieval o cualquier panfleto anticristiano del XVIII y XIX.

—Comprendo.

—Sería de importancia capital poder reconstruir el texto completo, o encontrar una copia…

—Según usted, ¿este testamento de María existe realmente?

—Yo creo que sí, aunque ha debido de perderse muy pronto: no se explicaría, si no, el hecho de que no haya sido citado por ninguno de los padres de la Iglesia de los primeros siglos.

—Safarevic, ¿qué quiere que diga en Roma?

—Estamos convencidos de una cosa —dijo, pasando al «nosotros», signo de que en ese momento hablaba con una autoridad diferente—. Debe de existir una huella o debe de haber existido en Roma.

—¿Y por qué está tan seguro?

—Porque Valentiniano III y su mujer Eudoxia partieron hacia Roma en el 439 y se alojaron en el Palacio imperial del Palatino. Permanecieron allá algunos meses antes de volver a Rávena. El Papa entonces era Sixto III y ya había sido construida en el Esquilino la Gran Basílica dedicada a María Madre de Dios, es decir Santa María la Mayor. Es sabido que el emperador Valentiniano ofreció ricos exvotos a las basílicas romanas. Creo que es muy probable que hubiera llevado consigo también una copia de la imagen de la Virgen. Estoy convencido de que el obispo de Gortina, Andrea de Creta, que en la primera mitad del siglo VIII recuerda ciertas imágenes muy veneradas en Roma y atribuidas a la mano del evangelista Lucas, se refería a aquélla y a las copias realizadas sucesivamente.

—Una tesis fascinante… pero…

—Pero dificilísima de demostrar, lo sé. Le rogamos que lleve consigo estas reproducciones fotográficas, confiándonos obviamente a su total discreción. Publicaremos el descubrimiento en el momento oportuno. Lo importante es recuperar el texto de alguna manera. Nuestras Iglesias, las únicas que han conservado íntegra la santa tradición y los santos cánones, están amenazadas. El cristianismo está amenazado. Debemos descubrir si gracias a esta inscripción hemos tenido como un regalo del cielo la posibilidad de responder cerrando definitivamente esta guerra absurda.

—No sé qué decirle, profesor. Le llevaré todo a quien me ha enviado aquí…

—Vuelvo a pedirle discreción absoluta.

—¡Seré una tumba! —aseguró John.

—Una última cosa —añadió Safarevic—. Quería decirle que estamos convencidos de que la copia antigua que hemos encontrado no es totalmente original…

—¿Qué quiere decir?

—Creemos que el rostro, y sólo el rostro, reproduce el icono atribuido a Lucas procedente de Jerusalén. El cuerpo, la escena del sudario, no debía estar presente en el original.

—¿Y dónde lo deduce?

—En la imagen mariana más antigua no podía faltar el Hijo Niño, que aquí no está… Por tanto, ¡concéntrese en el rostro!

Salieron. John estaba bastante trastornado, no sólo por lo que había visto y oído sino también por el hambre. Sentía que las piernas le flojeaban a cada paso.

—Profesor, ¿podemos comer algo antes de regresar?

—Claro.

—Pero solo puedo permitirme algo de pescado.

—Gracias a Dios, aquí, en Rusia, el pescado nunca falta.

Safarevic lo llevó a un pequeño y simpático restaurante que se encontraba justo fuera de los muros del monasterio. Costa se refociló siguiendo al pie de la letra los dictámenes impuestos por la dieta. Después volvieron a Moscú. Durante todo el viaje de regreso, que ambos hicieron sin apenas pronunciar palabra, dos pensamientos asediaban la mente de Costa: Kate y el comienzo trágico de su misión en Pella. Y aquella referencia a la «sangre real» del testamento de María. Tenía la precisa sensación de estar en el umbral de un gran misterio, del cual no poseía todavía la llave de acceso.