6

Abordo del minibús que transportaba a la expedición italiana al lugar de las excavaciones, se respiraba un aire eléctrico cargado de espera. Todos se habían encontrado con tiempo sobre el horario previsto para desayunar, sin que nadie lo hubiera programado ni hubieran sincronizado sus relojes secretamente una hora antes. Habían dormido lo justo, se habían despertado casi en el mismo momento, habían bajado al vestíbulo —hambrientos a pesar de la opípara cena libanesa de la noche anterior—, sabiendo cada uno de ellos que se habían anticipado al horario establecido. Había una especie de fuerza misteriosa que los empujaba hacia la antigua ciudad de la decápolis, lugar donde la comunidad cristiana había huido para escapar de la destrucción de Jerusalén. O quizá fueran sólo las ganas de hacer surgir de las vísceras de la Tierra huellas sepultadas desde hacía milenios, pequeñas o grandes teselas que pudieran contribuir al perfeccionamiento de un mosaico siempre in fieri[6], el de la historia antigua.

Karim se había presentado muy puntual a la cita, pero para el profesor y sus colaboradores, obviamente, llegaba con retraso. Dejaron Amán muy temprano, cuando la ciudad se estaba despertando. Kate había descansado bien y estaba ansiosa por llegar a su destino.

Antonelli se había cambiado la sahariana, pero seguía manteniendo la misma ropa de arqueólogo que marcan los cánones hollywoodianos. Francine se había sentado a su lado y, al verlo con ganas de hablar, seguía haciéndole preguntas. Kate no conseguía captar bien la conversación, pero se dio cuenta de que el profesor le enseñaba a la secretaria lo que era la decápolis y el papel de Pella.

—Las diez ciudades no eran una liga oficial y no constituían una unidad política. Estaban, eso sí, agrupadas bajo la denominación de decápolis porque eran afines desde el punto de visto lingüístico y cultural. Se trataba en realidad de centros de cultura griega y romana en un territorio principalmente semítico habitado por los pueblos nabateo, arameo y hebreo. Si se excluye Damasco, la decápolis estaba situada en la actual Jordania y, en parte, en Israel, al oeste del río Jordán. Cada ciudad gozaba de cierta autonomía e independencia del Imperio y de privilegios particulares. Eran ciudades-Estado.

»El nombre de Pella y de las otras ciudades de la decápolis los conocemos por la Naturalis historia de Plinio el Viejo, en latín… ¿Sabe, Francine, que antiguamente Amán se llamaba Philadelphia?

»Casi todas las ciudades fueron fundadas durante el periodo helenístico, tras la muerte de Alejandro Magno, acaecida en el 323 a. C., y la conquista romana de Siria y Judea, finalizada en el 63 a. C. por Pompeyo… Una conquista que la decápolis saludó como una liberación del dominio judío de los asmoneos, tanto como para considerar aquel año como el comienzo de un nuevo calendario. Desde el punto de vista urbanístico, aun habiendo sido planificadas según el modelo grecorromano de polis, representan el encuentro entre las civilizaciones de los colonizadores y los colonizados.

Francine asentía, «bebiendo» aquella información en gotitas. Habría hecho lo mismo si su jefe le hubiese leído la predicción del tiempo o los números del sudoku.

—El lugar adonde llegaremos dentro de poco, hoy llamado Tabaqat Fahl, se encuentra sobre las colinas. Los primeros asentamientos en esta zona se remontan a hace seis mil años.

El viaje parecía no terminar nunca. Después de salir de Amán, el minibús había tomado una carretera no muy larga, completamente rodeada por una llanura yerma e inhóspita. Había que recorrer setenta y ocho kilómetros. Los dos Luigi parloteaban en voz baja entre ellos, sentados al fondo.

Karim tomó el micrófono.

—Señoras y señores… el programa prevé que al llegar a Tabaqat Fahl nos detengamos un momento en el hotel donde se alojarán, para dejar los equipajes. Y para encontrarnos con Mr. Eugene Harvey, que ha llegado hace dos días para seguir el comienzo de los trabajos…

—El señor Harvey —lo interrumpió Antonelli— es el representante de la NY Archeological Foundation, de la cual hemos recibido una importante financiación para esta misión… Por tanto, aunque habría preferido hacer un primer reconocimiento en el lugar, estoy de acuerdo con la parada en el hotel.

Finalmente llegaron a su destino. El minibús los dejó frente a una construcción cuya mitad estaba excavada en la roca. Se llamaba Pella Resthouse y había sido construida a principios de los años 90. Estaba gestionada por el American Center of Oriental Research y comprendía un salón de congresos y otras salas de reunión. Construida con la piedra local, se adaptaba perfectamente al ambiente circundante y a primera vista se diría que era un edificio antiguo. Al acercarse, quedaban en descubierto los grandes ventanales y las estructuras de metal satinado, mientras el exterior estaba decorado con muebles de teca. Se quedaron admirados por la belleza del lugar que los iba a acoger durante toda la misión. Un cóctel de bienvenida esperaba a los nuevos huéspedes. Dos jóvenes camareros vestidos de blanco sirvieron té frío y zumo de naranja acompañados de trocitos de fruta fresca.

El hombre se abrió paso a zancadas y Kate Duncan no pudo menos que fijarse en él. Era de estatura media, tenía un físico enjuto y vestía un traje de lino color arena. Lo que le llamó la atención fue su rostro: se parecía a Robert Redford, su actor preferido. Pensó que no había visto nunca una persona que se pareciera tanto a su actor favorito, aunque con treinta años menos.

—Permitidme que me presente, soy Harvey, Eugene Harvey… —dijo sonriendo. Saludó primero a Kate, después a Francine y por último a los tres hombres, limitándose a un simple gesto de cabeza para Karim, a quien evidentemente conocía ya. Hablaba en inglés sin traicionar demasiado el acento americano.

—Es un placer acogeros aquí… ¿Habéis bebido algo? ¿Necesitáis algo? Ahora os mostrarán vuestras habitaciones… Espero que el viaje haya sido bueno…

—Todo ha ido muy bien, gracias —dijo Antonelli en nombre de los demás.

Kate no conseguía apartar los ojos de aquel rostro. Sonrió al pensar que si hubieran estado solos, quizá lo hubiese abrazado llamándolo Robert…

—Por favor… id a vuestras habitaciones, nos vemos aquí abajo dentro de un cuarto de hora —dijo Harvey.

Un sobre con el nombre de cada uno de los componentes de la expedición, que contenía la llave magnética de la habitación, esperaba sobre un escritorio bastante espartano junto a la escalera que llevaba al piso superior. La doctora Duncan fue la primera en tomar posesión de la suya y subió velozmente mientras un botones, con bigote y el kafiyyeh de cuadritos negros sobre la cabeza, la seguía, llevando su equipaje. La habitación le pareció preciosa, no muy grande pero decorada con sorprendente buen gusto. La única ventana daba al jardín interior de la residencia. Kate no se tumbó en la cama para probarla como hacía cada vez que entraba en la habitación de un hotel. No quería perder tiempo. Bajó las escaleras precipitadamente, llevando consigo el ordenador y la cámara fotográfica.

Fue la primera en llegar al vestíbulo y se encontró cara a cara con el doble de Redford.

—Doctora Duncan, sigo sus publicaciones.

—Me siento halagada… ¿Y usted exactamente de qué se ocupa? —preguntó ella con candor.

—Soy licenciado en arqueología y antigüedad clásica. Soy el responsable de la NY Archeological Foundation para Oriente Medio. Una zona donde hay mucho trabajo, como podrá usted imaginar, a pesar de las guerras, que no favorecen ciertamente nuestras misiones.

De sus ojos emanaba una luz extraña. Kate se sintió casi hipnotizada por su mirada.

—Hábleme de su último descubrimiento: he leído artículos en un par de revistas especializadas, pero quisiera saber algo más —dijo el hombre llenándola de orgullo.

—Comencé como paleopatóloga… Me especialicé en criptobiosis.

—Lo sé… Los virus que resucitan.

—Después abandoné las búsquedas en cadáveres y me dediqué a los papiros. —¡Con resultados excelentes, creo recordar! He visto imágenes de lo que ha hecho con el papiro del Evangelio de Judas.

—¡Oh, ésa es una historia horrible! Si hubiera sabido la operación comercial que había detrás…

—Obviamente me refería a la técnica de observación.

—Sí, claro. Obviamente. Bueno, usted sabrá que el papiro había estado veinte años cerrado en una cueva.

—Sí, he oído hablar de ello.

—Pero nadie ha dicho que una caja fuerte sea un lugar mejor o más seguro que una antigua cueva del desierto. Es más, la fibra del papiro empezaba a deshilacharse. Sólo con extraerlo de la caja de seguridad, algunos jirones se desmigajaron.

—Hábleme de su método —le dijo con voz amable y persuasiva Eugene Harvey.

Kate fue interrumpida por la llegada del profesor Antonelli.

—¡Ah, ya estáis aquí! ¿Todos listos?

—Antes de partir, profesor —le dijo el americano—, quisiera que viera las salas que hemos preparado.

Harvey se dirigió hacia una escalera que llevaba a la planta baja. Abrió la primera de las grandes puertas correderas y dejó paso. Kate y el arqueólogo se encontraron ante un salón amplio en cuyo centro habían preparado dos grandes mesas y una maqueta que reproducía el área de las excavaciones.

—La he mandado hacer estos días. Espero que les pueda servir de ayuda.

Al lado derecho de la sala, que estaba iluminada por una luz difusa y por un amplio lucernario que se abría en el techo a la altura del jardín interior de la residencia, Kate vio algunos de sus utensilios, ya colocados.

—Y éste será su pequeño reino… —le indicó Harvey, abriendo otra puerta que comunicaba con la sala. La doctora Duncan entró y encontró un perfecto laboratorio para la restauración y conservación de papiros, lleno ya de los costosos aparatos higrométricos para medir la humedad y un deshumidificador profesional parecido al que había visto en la sala de los papiros del British Museum. Encontró también colocados cuidadosamente algunos instrumentos de trabajo que había enviado con anterioridad a Jordania.

Harvey leyó el relámpago de estupor en sus ojos.

—Le había dicho que conocía bien su trabajo…

—Sí, pero estos aparatos están dispuestos exactamente como los habría colocado yo… Me parece imposible…

—No, no lo es. Olvida usted las grandes fotografías que acompañaban al artículo a la Archeological Review.

—Ha sido usted realmente amable…

Mientras tanto, los dos Luigi, Francine y Karim habían alcanzado a los demás en la planta baja. Harvey extrajo del bolsillo dos manojos de llaves.

—Se las dejo a usted, profesor. Desde este momento, el control de cada cosa pasa por sus manos.

—Gracias, doctor Harvey. Una acogida así la recordaremos para siempre.

—Valoramos mucho su trabajo… —dijo el americano casi para justificarse.

Al salir, Kate buscó la manera de volver a encontrarse con él. Habían dejado una conversación sin terminar.

—Kate, se lo ruego, siéntese a mi lado en el minibús. Aún tenemos que hablar —dijo el hombre, anticipándose.

Subieron a bordo y ella se dio cuenta de que el conductor había cambiado. Ahora, conduciendo, iba un hombre más bien robusto, con la ropa arrugada y sucia. Le pareció que intercambiaba una mirada de complicidad con Harvey.

—Bien, ¿por dónde íbamos? Ah, sí. Descríbame exactamente su método —dijo el americano.

—Como usted sabrá muy bien… —comenzó Kate.

—Créame, de papiros no sé nada, sólo soy un arqueólogo —la interrumpió Harvey.

—Bueno… el papiro en el mundo antiguo era el material más usado para escribir. Al contrario de lo que se piensa, no se producía solo en Egipto (donde había grandes maestros que lo hacían), sino también en Grecia. De las plantas se extraían las tiras, con las que se preparaban los folios cruzando un estrato horizontal y uno vertical. Los estratos se sometían a una fuerte presión y así se unían entre ellos. Se cortaban después hojas más pequeñas, que se unían entre ellas para crear rollos, los cuales, en caso de necesidad, gracias a esta técnica, podían alargarse.

El hombre seguía cada una de sus palabras manifestando un evidente interés, mientras los otros miembros de la expedición charlaban entre ellos.

—Había diferentes tipos de «papel» de papiros —prosiguió Kate—. Definidos sobre la base de la operación que los hacía lisos. Estaba el papel regio y el sahítico para la escritura, mientras que el llamado emporítico era usado para el embalaje. El rollo, que habitualmente no superaba los diez metros de extensión, se envolvía alrededor de un bastón que servía para facilitar su apertura y su consulta. El papiro era conservado en pequeñas cajas de madera aromática y el lado escrito a menudo se untaba con aceite de cedro. Se escribía con una tinta obtenida con una mezcla de agua, pez y humo negro mientras una esponja húmeda servía para borrar los eventuales errores. Los textos se disponían en columnas…

—Gracias, doctora Duncan. Ha sido una verdadera lección… Pero vayamos a su método.

Kate se dio cuenta de que se había abandonado a explicaciones quizás excesivas. En realidad había puesto el piloto automático, como si se encontrara ante estudiantes del curso de papirología. Su atención estaba totalmente atraída por el hombre que tenía frente a ella. Su Robert Redford…

—Disculpe mi pedantería, señor Harvey, he estudiado el problema de la conservación de papiros de Herculano, que quedaron sepultados bajo costras de lava después de haber sido sometidos a una temperatura elevadísima. Y el método usado por el equipo noruego guiado por Knut Kleve, basado en el uso de una cola de gelatina y ácido acético en proporción variable con relación al grado de carbonización del papiro. He mejorado la fórmula, adaptándola también a los papiros que no han sido sometidos a altas temperaturas. Mi solución permite una consolidación «elástica» de las fibras e impide que se desmigajen…

—Una operación que debe hacerse en el laboratorio, me imagino —preguntó el americano.

—Ciertamente.

—¿Y para conservar y transportar los papiros desde el lugar del hallazgo al laboratorio?

—He estudiado unos contenedores al vacío adecuados.

El panorama de las excavaciones de Pella se abrió de repente ante sus ojos. Se veían los restos de un templo romano, restos de edificios. Y muchos, muchísimos montículos. Los famosos «tell[7]».

—Son artificiales, ¿verdad? —observó Harvey.

—Sí, lo son. No habría nunca imaginado cuánto —respondió Kate—, y no me explico por qué nadie hasta hoy los ha excavado.

—En su mayoría están constituidos por detritos antiguos, amasijos de ruinas…

—¡Eso es! —afirmó con decisión la doctora Duncan.

Finalmente, llegaron a los pies de uno de los montículos, bajaron del minibús y se encontraron ante una cuadrilla de ocho hombres.

—Son todos del lugar, conocen este sitio mejor que sus bolsillos, han participado ya en anteriores misiones de excavación… No le digo que sean arqueólogos profesionales, pero les falta poco —dijo Harvey, presentando a su jefe, Abdallah, un joven bastante delgado que vestía una túnica gris, larga hasta los pies, y en la cabeza el kafiyyeh rojo y blanco, fijado por el tradicional cordón negro llamado iqal. El hombre permaneció muy atento a la espera de un rompan filas del americano.

Antonelli había prestado poca atención a la presentación de sus nuevos e indispensables colaboradores, y con la mirada atenta de un águila vagaba ya sobre las ruinas reconstruyendo mentalmente el perímetro que comprendía su misión. Harvey ya había mandado preparar dos amplias tiendas de estructura robusta. Una de ellas estaba destinada a una primera ubicación de los eventuales hallazgos y contenía buena parte de los instrumentos de excavación. La otra estaba preparada como comedor de la cuadrilla y contenía víveres y material de avituallamiento.

—¡Bien! —dijo el americano—. Los dejo ahora con su trabajo. Nos veremos esta noche en el hotel.

Sólo entonces los demás se dieron cuenta de que un jeep había seguido a la debida distancia al minibús. Eugene Harvey lo alcanzó y desapareció.

Después de tres horas, el profesor Antonelli pensó que ya tenía un cuadro lo bastante claro de la situación. Los restos de la iglesia bizantina habían visto la luz hacía varios años y ahora era una de las etapas para los turistas que desde Amán se acercaban hasta Pella. Se conservaba menos de un metro cuadrado del pavimento original: un mosaico no particularmente delicado representaba una decoración floral, con una especie de gota de color rojo oscuro en el centro, sobre cuya interpretación los historiadores de arte cristiano estaban divididos. La escuela arqueológica de Jerusalén se decantaba por una referencia a la sangre de Cristo, mientras que el más reconocido estudioso de la American Center of Oriental Research consideraba que se trataba sólo de un elemento decorativo abstracto. La falta de ulteriores confirmaciones y lo exiguo de la superficie del mosaico encontrado habían dejado la cuestión completamente abierta. El acuerdo con las autoridades jordanas había sido muy claro: el área debía ser precintada, pero debía quedar visible, aunque a una cierta distancia, gracias a una ligera pasarela de madera ligeramente elevada. La expedición —como raramente ocurría en los sitios arqueológicos de cierta importancia— trabajaría bajo la atenta supervisión… de los turistas.

Después de terminar con las fotografías y los primeros revelados, decidieron «atacar» el lado izquierdo del montículo inmediatamente colindante con las ruinas del antiguo templo cristiano. Precintaron cuidadosamente un área bastante vasta, transportaron algunos instrumentos y comenzaron la excavación. Eran las tres de la tarde y el sol pegaba bastante fuerte. Picos y palas en mano, todos los hombres de la cuadrilla se pusieron a trabajar, mientras Antonelli seguía midiendo el perímetro de la iglesia bizantina. Había quedado en pie sólo el basamento de dos minúsculas columnas y las piedras que sostenían las paredes. Tenía más aspecto de casa que de templo cristiano. Evidentemente, había sido construida modificando lo que en origen debía de haber sido una vivienda, probablemente el lugar en que se reunía la primera comunidad después de la huida de Jerusalén. Luigi Grano y Luigi Orlandi observaban minuciosamente cada centímetro cuadrado de aquellas piedras acariciándolas levemente con las yemas de los dedos en busca de inscripciones, signos, indicios.

A las cuatro hicieron una pausa. Los trabajadores locales no quisieron retirarse a la tienda con los italianos y prefirieron descansar bajo una higuera. Kate y Francine no comieron, pero se refrescaron con un generoso zumo de naranja. Los hombres, en cambio, comieron pan y queso preparado en envoltorios de papel de plata.

Siguieron adelante antes de que oscureciera. En esta fase, la doctora Duncan no tenía que desarrollar ningún trabajo específico y esto le permitía curiosear, observar, aprender.

De pronto, uno de los hombres del equipo lanzó un grito en dirección al jefe. Abdallah acudió rápidamente y después de intercambiar alguna palabra excitada con su subordinado, comenzó a agitar los brazos reclamando la atención de Antonelli.

—Profesor, venga rápido —dijo en un inglés forzado pero, pese a todo, comprensible. El arqueólogo y todos sus colaboradores se precipitaron.

—Aquí abajo. Sienta el golpe —dijo el hombre, dando con el pico sobre una losa de piedra bastante grande que acababa de emerger y que había sido limpiada de tierra y piedras.

—¿Ha oído?

—Sí —respondió Antonelli—. Hay una cavidad. Podría ser una fosa, una madriguera. O cualquier otra cosa… Tenemos que intentar remover la losa. Lo haremos mañana, ahora es demasiado tarde. Necesitamos más luz.

Estaban equipados con un generador fotoeléctrico para eventuales excavaciones de emergencia nocturnas, pero nadie había previsto la posibilidad de tener que utilizarlo ese día. El arqueólogo despidió a los hombres de su cuadrilla, recordándoles la cita de las siete de la mañana siguiente.

Mientras todos se dirigían a las tiendas, Francine se adelantó para avisar al conductor. Luigi Orlandi, en cambio, se entretuvo algunos minutos para observar la gran piedra que acababa de salir a la luz. Se diría que era una primitiva losa sepulcral, pero él había intuido que no era así. A pesar de que los demás se hubieran alejado, el joven empezó a limpiarla con un pincel del polvo y de los restos de tierra. Después comenzó a acariciar la superficie. No estaba bien pulimentada, pero se trataba sin duda de algo manufacturado.

—Maldita sea… Pero aquí… —exclamó, excitado, sin que nadie pudiera oírlo.

Tenía las manos sudadas de la emoción.

—Luigino… ¿Vienes? ¡Nos vamos! —gritó el profesor, esperando un signo de respuesta.

El joven investigador, concentrado en su descubrimiento, no se dio cuenta de que le estaban llamando. Antonelli, que en la distancia sólo podría entreverlo arrodillado en tierra, intentó llamarlo de nuevo. Pero fue en vano. Para evitar que el profesor se enfadara —y todos sabían las consecuencias que podían tener sus imprevisibles ataques de ira—, Francine deshizo parte del recorrido para acercarse hasta Orlandi. El grito que emitió se oyó en todo el recinto y probablemente más allá, en la ciudad de la decápolis.

Luigi se levantó de pronto, volviendo en sí. Gritó que inmediatamente iba para allá y a grandes zancadas acercó a la comitiva. Entró el último en el minibús evitando la mirada incómoda de Antonelli y corrió a sentarse al fondo, apartándose de todos. Gigi Grano se dirigió hacia él y le hizo una señal para que no se preocupara. El trayecto duró pocos minutos. El sol ya se había puesto cuando llegaron a la residencia. Nadie tenía particulares ganas de hablar. La misión había comenzado de la mejor manera y tenían ya unos restos que parecían prometedores. Se fueron cada uno a su habitación, citándose para la cena, una hora después. Harvey había invitado a toda la expedición, había hecho preparar para ellos un reservado y había hecho llegar el catering directamente desde Amán. También esta vez Kate fue la primera en bajar. Esperaba encontrarse con el americano y poder hablar con él cara a cara. Sus compañeros de viaje, sin hacerlo adrede, se presentaron al cabo de pocos minutos. Todos excepto uno. Tenían hambre. La jornada había sido fatigosa: el trabajo al aire libre bajo el sol, el cansancio del viaje. En un primer momento nadie se había dado cuenta de que Luigino faltaba. Grano le preguntó a Francine si lo había visto mientras Antonelli, quizá todavía molesto por la salida retrasada de la zona arqueológica, hizo como si nada. Se sentaron a cenar, conversando amablemente.

El hombre con la antorcha iluminaba el lugar de las excavaciones, mientras otros dos, vestidos de negro, hablaban entre ellos moviendo afanosamente sus palas.

—¡Pero qué demonios hace aquí!

Luigi Orlandi apenas tuvo tiempo de lanzar un grito sofocado antes de caer al suelo con el cráneo desfondado por el golpe de algo en forma de pico. Quedó inerte, entre las piedras que lentamente se mojaban de su sangre.

Uno de los asesinos, en su huida, estropeó la moto que el investigador había utilizado para llegar a la zona arqueológica.

Poco antes de las diez, mientras los componentes de la expedición italiana estaban todavía sentados a la mesa saboreando las delicias que se les ofrecían, Harvey recibió una llamada de teléfono. El hombre se levantó dirigiéndose a un ángulo del salón para no dejarse oír. Kate lo vio palidecer y girarse con el teléfono satélite, aún encendido y apoyado en la oreja. Todos callaron en un instante. Harvey balbuceó algo.

—Karim… me ha llamado… ha muerto… no es posible.

Antonelli saltó como un resorte dejando caer la silla.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha muerto?

—V… vuestro colaborador, el joven arqueólogo…

—¡Luigi! —gritó el amigo helenista.

Se quedaron sobrecogidos, inmóviles.

—Karim estará aquí dentro de pocos minutos. Ha llamado a la policía. Iremos al lugar…

La expedición había comenzado el día anterior y ya contaba con su primera víctima. A Kate le recorrió un extraño escalofrío por la espalda. Por primera vez en aquella intensa jornada pensó en John.