John Costa no había estado nunca en Moscú. Podía parecer increíble para un periodista que hasta hacía poco había trabajado en una agencia de información internacional como la Reuters. No había entrado nunca en Rusia, pero de algún modo la había circunnavegado, gracias a los viajes papales. Tras la caída del Muro de Berlín, de hecho, el Papa precedente había ido a Lituania, Georgia, Ucrania, Armenia, Kazajistán, todas ellas ex repúblicas soviéticas. Visitarlas, por muy difícil que fuera recortar el tiempo de hacer turismo en el curso de las visitas pontificias, había significado para John conocer un poco mejor la periferia del imperio. Pero su corazón y su cerebro habían permanecido vírgenes para él.
Con el visado, un equipaje ligero y ropa bastante pesada («me parece haber oído que en Moscú siempre hace frío», había musitado para sí mientras hacía la maleta, a pesar de que las previsiones meteorológicas para aquella semana estimasen una temperatura variable con máximas de treinta grados), el periodista se dirigió a pie a la estación de ferrocarril de San Pedro, que distaba pocos centenares de metros de su edificio. Desde allí tomó el trenino y se bajó un par de paradas después esperando el tren lanzadera para Fiumicino. Cuanto más pasaba el tiempo, más le gustaba viajar en tren. Es verdad que los ferrocarriles italianos en cuanto a puntualidad y limpieza dejaban bastante que desear, al contrario que los eficacísimos y bastantes más costosos ferrocarriles de Estados Unidos. Pero también era cierto que gracias al ordenador y a la potente pantalla de transmisión de datos, el compartimento de un tren siempre se podía transformar en una mini oficina, optimizando los tiempos de espera y los eventuales retrasos. Encendió el portátil, se conectó a la Red y leyó los mensajes de correo. Había uno de Kate.
«Cariño, he cenado estupendamente. Ahora me voy a la cama. Te quiero. Que tengas un buen viaje. Ya me explicarás mejor el porqué de este imprevisto viaje a Moscú. Por aquí todo bien, aunque me parece que mi jefe tiene unas ambiciones un poquito exageradas. Besos. Kate».
Sonrió y respondió: «¡Suerte en tu misión! Estoy siempre a tu lado. Hablamos cuando llegue a Moscú».
Después abrió el blog, que actualizaba constantemente. En la primera página estaba el aviso que había escrito la tarde anterior advirtiendo que a causa del viaje no iba a poder moderar los comentarios de los lectores con frecuencia y que por tanto iba a haber retrasos. Eran muchas las intervenciones que aguardaban su aprobación y su publicación. Una de ellas le impactó de manera particular. Estaba firmada por una persona que no se había presentado antes.
«Mensaje de Mr. ROLF, Church Interfaithful Unification Enterprise. Baja California. Estimado señor Costa, disculpe si mi italiano no es perfecto. Sigo desde hace mucho tiempo su trabajo, que me ayuda en lo que considero mi misión, contribuir al renacimiento espiritual de la sociedad occidental en decadencia. Quería desearle buen viaje a Moscú. La senda que conduce a la Verdad es a menudo tortuosa, pero hace falta seguirla hasta el final. Le deseo que encuentre lo que está buscando. Rolf, C.I.U.E.»
«Qué extraño», pensó John. «Un americano que escribe a otro americano en italiano perfecto y que además se excusa…». Lo que inquietaba al periodista, tan inmerso en su trabajo que no se dio cuenta de que el tren estaba entrando en la estación elevada del aeropuerto romano, eran aquellas palabras finales. ¿A qué se refería aquel misterioso visitante? ¿Y qué sabía de la misión en Rusia que le había confiado la tarde anterior don Stefano Majorana? Quizá nada, concluyó Costa. En el fondo, todo el que comienza un viaje va en busca de algo: evasión, fuga, distensión, diversión…
El tren frenó bruscamente, haciendo caer al suelo la moleskine donde John acostumbraba a anotar pensamientos y números de teléfono. Sólo entonces se dio cuenta de quiénes habían sido sus compañeros de viaje durante aquella media hora. Una pareja de jóvenes musulmanes (lo supo por el inconfundible velo que llevaba la muchacha) y un sacerdote de mediana edad vestido con un traje oscuro bastante ajado. John recogió rápidamente sus cosas, intentando ganar la salida antes de que los pasajeros del viaje de vuelta, que ya esperaban en la marquesina, invadieran el vagón. Después se dirigió a la Terminal.
Aquella mañana, el aeropuerto de Fiumicino estaba sumido en el caos más absoluto. Largas comitivas de turistas sobrecargados de equipaje vagaban en busca de su mostrador de embarque; fuera, un grupo de taxistas aguardaba con los brazos cruzados a causa de una huelga contra la administración del Ayuntamiento de Roma. Un grupo compuesto por una decena de hare-krishna se le quedó mirando precisamente a él. Los vio acercarse a paso veloz, con la sonrisa estampada en la cara, y apenas intentó cambiar de dirección se dio cuenta de que también ellos se habían movido siguiendo su trayectoria. Tuvo la impresión de ver un simpático banco de peces (tropicales por su color naranja) que se movían en perfecta sincronía. Pero se equivocaba. Los hare-krishna pasaron sin prestarle la menor atención. Realizó la tramitación de embarque sin problemas, admirado por el hecho de que no hubiera una gran cola para el vuelo de Alitalia Roma-Moscú de aquella mañana. Superó con no pocas dificultades el control de equipaje de mano. Como ya le había ocurrido una vez, un agente de seguridad demasiado competente le obligó a echar en el cestillo el frasco de costoso champú anticaspa.
—No puede subirlo a bordo, señor… ¡Son las reglas! Motivos de seguridad…
—Pero por favor —saltó Costa haciéndose oír por los demás pasajeros de la fila—. Esto del explosivo líquido es un cuento de mucho cuidado, una tremenda gilipollez. ¿Sabe que los presuntos «terroristas» paquistaníes que fueron arrestados en Londres han sido puestos todos en libertad? No había ningún explosivo líquido. Probablemente alguna casa productora de los chismes que usáis para los controles necesitaba finiquitar sus existencias o colaros un nuevo detector… ¡Me juego el cuello!
El hombre de uniforme que estaba ante John ni se inmutó.
—Usted puede decir lo que quiera, pero éstas son las reglas.
John se alejó rápidamente. Percibía a sus espaldas la rabia de los demás pasajeros, obligados a esperar a que concluyese su trifulca con el guardia. Gracias a Dios, no hubo impedimentos en el control de pasaportes. El arzobispo de Bari, Adeodato Dini, su vicario general don Anacleto Punzoni y la responsable de la touroperadora que había organizado el viaje, estaban ya allí, esperando la llamada para el embarque, aunque faltase todavía una hora. Costa no supo si acercarse y presentarse o esperar un poco, dando una vuelta por las tiendas del dutyfree. Escogió la segunda opción, arrastrando tras de sí la pequeña maleta trolley y la bolsa con el ordenador. Le atrajeron los escaparates donde una conocida marca de equipajes exponía sus últimas novedades para viajeros: monederos y portapasaportes que cabían bajo la axila. Cajitas que se transformaban en cojines, candados tecnológicos para maletas, riñoneras y mochilas de todo tipo y condición, transformadores para las tomas de corriente. Costa permaneció durante algunos minutos absorto, en riguroso silencio. Si fuera por él, lo habría comprado todo. Pero se daba cuenta de que aquel ataque de shopping compulsivo no era racional. Y sobre todo, temía el juicio de Kate, que le tomaba el pelo con buen humor cuando alguna vez llegaba a casa con algún hallazgo totalmente innecesario, como aquella vez que se había presentado radiante porque había comprado en un puestecillo de Porta Portese un catalejo montado sobre un par de gafas.
—¡Mira, es precioso! —había dicho mostrándoselo con cierto orgullo—. Fabricación rusa, lentes potentísimas… Y gracias a las patillas puedo usar el catalejo teniendo las manos libres para tomar apuntes…
—Pero, cariño, ¿cómo vas a hacer para ponértelo encima de las gafas que ya llevas puestas? —le había respondido ella, dejándolo helado. No había considerado aquel pequeño pero importante detalle. El anteojo ruso iba muy bien para quienes no usaban gafas.
Frenó su apetito de compra y deseó volver con sus nuevos compañeros de viaje, saltándose la canónica parada en el bar, que solía hacer antes de embarcar en un vuelo. La dieta no se lo permitía. Traía en la bolsa una galleta dietética de improbable sabor a chocolate preparada con fibra de soja y tan parecida a las verdaderas galletas como el ornitorrinco al hipopótamo.
—Buenos días, excelencia, soy John Costa —dijo, acercándose a la comitiva.
—Ah, es usted el periodista —respondió el arzobispo, levantándose de un salto, a pesar de sus setenta años, del incómodo asiento situado a pocos metros de la puerta de embarque.
—Buenos días a todos… Sí, soy yo. Y me siento verdaderamente honrado de sumarme a vuestro grupo —entonces se dio cuenta de que don Punzoni, el vicario general, era el sacerdote descuidado que había viajado con él en el tren lanzadera.
—¿Y para qué periódico escribe? —preguntó el arzobispo.
—Antes trabajaba para Reuters, ahora trabajo como freelance.
—¡Ah, muy bien! ¿Y de qué se ocupa? —quiso saber, demostrando que no conocía en absoluto a la persona que tenía delante.
—Bueno, normalmente de temas del Vaticano.
—Claro, claro —añadió el prelado—. Y así aprovecha para tomarse algún día de vacaciones en Moscú…
Después de oír aquellas palabras, John tuvo la certeza de que nadie del Vaticano le había contado al arzobispo el motivo de su presencia allí.
—Nuestro programa para hoy prevé a nuestra llegada un rato breve de descanso en el hotel, después el traslado a la catedral de Cristo Salvador para asistir a la celebración de las vísperas de la Dormición presididas por el patriarca Nikon. Después, tarde libre… —dijo la touroperadora, una mujer de edad imprecisa, de aire juvenil y vestida de oscuro.
Durante la siguiente hora, la conversación languideció, lo cual le permitió a John actualizar el blog. El arzobispo parecía absorto en la oración, pero también se podría decir que estaba durmiendo. Don Punzoni, agitado, trajinaba con el móvil. La agente de viajes seguía las repetitivas noticias de la agencia Ansa que una pantalla de plasma suspendida sobre la puerta de embarque hacía pasar ante los ojos de los viajeros. En el momento previsto para el embarque, cuando ya se había formado la cola, una voz metálicamente amable avisó de que el vuelo iba a sufrir un retraso de una hora. Costa, que no se había levantado, bufó lanzando una mirada de reproche a la mujer que organizaba el viaje como si la culpa fuera suya. Ella se encogió de hombros y sin hablar levantó la mirada al cielo, como si quisiera decir: «¿Y qué esperabais volando con esta compañía?». Costa no pudo menos que recordar el chiste que circulaba entre los vaticanistas veteranos de los viajes del anterior Pontífice: «¿Sabes por qué en cuanto llega el Papa a un país nuevo besa el suelo? Porque vuela con Alitalia». Pero aquel retraso «técnico», motivado por otro avión que traía a la tripulación de su vuelo, no le inquietó más de lo que ya lo estaba. Sin embargo, ese retraso llenó de pánico al arzobispo y a su estrecho colaborador.
—¿Cómo vamos a hacer para llegar a tiempo a la catedral? ¿Dónde nos vamos a vestir?
—Excelencia, no se preocupe, encontraremos la manera… ¡Estamos en las manos de Dios! —se oyó decir un poco divertido el periodista.
El avión para Moscú dejó el aeropuerto de Fiumicino con ciento ochenta minutos de retraso sobre el horario previsto. Durante el viaje, John no pudo probar prácticamente nada del raquítico almuerzo que le sirvieron a bordo. Para él, solo una barrita dietética con sabor manzana-yogur y agua, mucha, mucha agua. «¡Me tiene que beber al menos dos litros! ¿Me ha oído bien?». El eco de las severas palabras del anciano doctor resonaba en su cabeza cada vez que tenía que dejar su asiento y recorrer la mitad del avión para alcanzar el baño. Estaba sentado justo detrás del arzobispo, que durante tres horas seguidas se había relajado contando historietas sobre el Vaticano y había terminado por aturdir a la pobre agente de viajes, que hubiese preferido dormitar y que en cambio era continuamente solicitada por la voz un poco estridente del prelado: «Signorina Silvia, oiga esta otra…».
La Terminal 2 del aeropuerto Sheremétievo de Moscú era un bloque de cemento con predominio de los colores blanco y marrón. El blanco era sucio, el marrón contribuía a dar la impresión de una capa de plomo bastante agobiante… También la iluminación era escasa. Los cristales que daban al exterior eran ahumados, a la vez que las luces de neón de los soportes publicitarios —escritos todos exclusivamente en cirílico— contribuían a hacer más triste la atmósfera.
El golpe final fue la extenuante espera en el control de pasaportes. Los pasajeros del vuelo esperaron más de una hora en la cola. Fue entonces cuando los papeles se invirtieron. John, que hasta entonces había mantenido la calma y había tranquilizado al arzobispo de Bari, comenzó a perder la paciencia maldiciendo contra el sistema soviético que seguía en vigor. El prelado y su acompañante, en cambio, se quedaron desplazados, callados. En la cola, monseñor Dini y el vicario general estaban justo ante un grupito de italianos que, ignorando la presencia de los dos eclesiásticos, seguían haciendo chistes vulgares e inapropiados, con un lenguaje que terminó por molestar incluso a Costa, y eso que ya estaba bastante vacunado.
—Esta lentitud en el control de los visados es una especie de huelga de celo —dijo abatida la agente de viajes—. Lo hacen para pedir salarios mejores.
La explicación no sirvió para levantar los ánimos de la comitiva. Finalmente, tras lograr atravesar las horcas caudinas[4] representadas por la cabina de cristal con una jovencísima agente de cabellos rubios y ojos de color aguamarina, se encontraron en la sala de llegadas. Había un caos indescriptible también allí. Una vez más, John se sorprendió al ver que la mayor parte de los carteles indicadores estaban escritos solamente en ruso.
—Por favor, y ahora, szeñoreeees, exzelenziasss —la voz baritonal de Boris Gudonov pareció hacer temblar las columnas del aeropuerto.
—Aquí estamos, Boris —dijo la organizadora del viaje, encontrando entre la selva de hojas y carteles levantados el del hombre encargado de acompañarlos durante los días que iban a pasar en Moscú. Alcanzaron rápidamente el pequeño minibús que los iba a llevar a la ciudad. Al salir de la sala de llegadas fue embestido por una oleada de calor. «Como siempre, me he equivocado de vestuario», pensó. Le había pesado no poco hacer el viaje llevando chaqueta y corbata, prendas a las cuales era físicamente alérgico y que evitaba en la medida de lo posible. Ahora se daba cuenta de que la chaqueta —indispensable para la ceremonia en la que estaban a punto de participar— era demasiado calurosa. El trayecto del aeropuerto al centro de la ciudad era una única e ininterrumpida columna de automóviles.
—Vamos a tomar una ataja —dijo Gudonov, que aún no dominaba muy bien la lengua italiana.
El arzobispo, que se había sentado al fondo, chorreaba sudor y mostraba crecientes signos de nerviosismo.
—Siento de veras llegar con retraso. Tendríamos que estar aquí desde hace horas…
—Dadas las circunstancias —dijo la agente de viajes—, si están ustedes de acuerdo, iremos directamente a la catedral.
—Obviamente, obviamente —corroboró don Punzoni.
El atajo que el hábil conductor había decidido tomar era un camino de cabras más o menos asfaltado.
—Lo hacen así porque la empresa que ha hecho este camino tiene también la lecencia para su manutención —dijo Gudonov con gesto serio.
—La licencia, no la lecencia, Boris —le corrigió Silvia, la agente de viajes.
El paisaje que veían correr desde sus ventanillas era espejo fiel de la Rusia de hoy. Viejas isbas de madera y viejas dachas —segundas viviendas para pasar el fin de semana y las vacaciones— construidas de modo espartano y modesto, se alternaban con urbanizaciones rodeadas por muros altísimos y controladas por videovigilancia, en cuyo interior se adivinaban lujosas villas.
A Costa le impactaron sobre todo los colores. Las tonalidades vivísimas de las casas de piedra roja, el verde brillante de la vegetación, el azul nítido del cielo, los resplandores de oro de cúpulas y cupulitas de las nuevas iglesias que habían brotado como setas en los últimos años. Signo de que los setenta años de dominio comunista no habían conseguido extirpar la raíz cristiana que el pueblo había recibido muchos siglos antes, con el bautismo de Rusia. Aquella explosión de color contrastaba con la imagen de gris uniformidad que en la mente del periodista se había sedimentado con el tiempo cada vez que pensaba en Rusia. No había uniformidad ni grisura, sino una naturaleza rompedora, de tintes encendidos e invasivos. Y cada nueva construcción parecía gritar el ansia de libertad.
Entraron finalmente en la ciudad y se encontraron de nuevo atascados. Ahora, los imponentes y monumentales palacios de la época staliniana se alternaban con los modernos rascacielos que terminaban por hacer el centro de Moscú muy parecido al de cualquier otra ciudad del mundo.
John, como le ocurría siempre que llegaba a un sitio que no había visto antes, no hablaba ni hacía preguntas. Miraba y «absorbía» las imágenes, observaba los palacios pero sobre todo a la gente que caminaba por las aceras, que se apiñaba en las paradas de autobuses y vivaqueaba en las calles. Casi no se dio cuenta del frenético barullo que había comenzado dentro del minibús. El arzobispo Dini y el vicario general, de hecho, se estaban cambiando y se estaban poniendo el traje talar fileteado de rojo con una interminable fila de botones. Querían estar listos y arreglados para cuando llegaran a la catedral.
La imponente construcción de mármol blanco y sus cúpulas de color oro oscuro se presentaron ante el grupo con toda su magnificencia. Una catedral idéntica a aquella había sido destruida al inicio de los años 30 por Stalin (después de haber sido expoliada de sus iconos y del revestimiento de cuatrocientos kilos de oro). Había renacido tras la caída del Muro de Berlín, igual de imponente y con un piso subterráneo más. Había un asistente acompañado por una joven monja ortodoxa esperando al pequeño grupo, al que hicieron pasar en menos que canta un gallo hacia un laberinto de corredores parecido a salas de museo, hasta llegar a una gran puerta de hierro forjado que se abría en la zona lateral del altar. El interior de la iglesia, la mayor de toda Rusia, era tan grandioso como el exterior. Mosaicos y decenas de grandes iconos de reciente factura adornaban el templo. John se sintió arrebatado por la belleza de los cantos que el coro de la catedral hacía resonar acompañando la «divina liturgia» celebrada por el patriarca Nikon. Al arzobispo y a sus acompañantes se les asignaron unos asientos en el área del presbiterio. Mientras seguía la ceremonia sentado al lado de dos prelados italianos, el periodista notó que le tocaban en la espalda.
—¿El señor John Costa?
Se giró, vio un hombre de unos sesenta años, alto y delgadísimo, con el rostro hundido, a quien enseguida asoció con ciertas imágenes de los supervivientes de los lager.
—Soy yo…
—Sígame, por favor —dijo en un italiano perfecto.
—¿Adónde vamos?
—Viene usted por monseñor Majorana, ¿verdad?
—Sí, claro, pero…
—¡Entonces sígame! —y añadió al tono perentorio de su voz una mirada que invitaba a la discreción y al silencio.
—De acuerdo —respondió John, levantándose—. Vuelvo enseguida —dijo a sus compañeros de viaje, que seguían compungidos la celebración de las vísperas solemnes. Siguió al hombre, que llevaba un traje viejo y arrugado, tan gris como la piel de su cara. Detrás de las lentes sujetas por unas gafas cuadradas, sus ojos penetrantes eran muy vivos, en contraste con el resto de su persona.
Entraron en un pasillo protegido por un sistema de alarmas y después en una gran sala, al fondo de la cual se abría un segundo pasillo y muchas otras puertas de oficina. Debía de ser la curia de la catedral, pensó John, que seguía los pasos veloces de su guía sin proferir una palabra.
—Bien, siéntese aquí… Podremos hablar —dijo su interlocutor, invitándole a acomodarse en un pequeño saloncito donde había un sofá tapizado de verde. También esta salita estaba decorada con mármoles y había en ella un único y gigantesco retrato, el del patriarca de todas las Rusias.
—Señor Costa, permítame que me presente… Me llamo Aleksander Safarevic, soy… Bueno, soy uno de los colaboradores del patriarcado de Moscú y me ocupo de todo lo que ocurre entre bastidores.
John estaba sorprendido por el dominio del italiano que tenía el hombre que estaba sentado frente a él. No dijo nada.
—Quisiera ponerle al corriente de todo lo que ha sucedido aquí hace dos semanas… Un hecho considerablemente importante…
El periodista lo miraba fijamente.
—Ha ocurrido poco antes de lo que ustedes llaman el ferragosto[5]… ¿Usted no ha estado nunca en la catedral de la Dormición, en el Kremlin?
—No he estado nunca en Rusia antes. Por tanto, no he visto todavía nada —dijo John.
—Bien… entonces irá mañana para la divina liturgia de la Dormición, que como sabe es la fiesta que ustedes celebran como la Asunción el 15 de agosto. Sólo que aquí se celebra el 28 de agosto porque todavía seguimos el calendario juliano.
John se limitó a asentir. No eran noticias nuevas para él, pero no quería interrumpir a Safarevic e intentaba observar cada reacción estudiándolo.
—Por resumir, querido doctor, algunos de los mejores expertos de la prestigiosa escuela de restauración del icono del Sergiev Posad estaban trabajando en la limpieza cotidiana de la icononostasis. Como ya sabe, me imagino, con este término indicamos la pared que en las iglesias ortodoxas divide la zona de los fieles de la del altar.
John permaneció inmóvil, sin mover una ceja.
—En un determinado momento ocurrió algo… El antiguo gran icono de la Dormición presentaba una grieta que nunca se había visto hasta entonces, una grieta importante…
John seguía mirándolo cada vez con mayor curiosidad.
—Nos hemos visto obligados a desmontarlo de la iconostasis, operación que nos ha llevado horas de trabajo… entre otras cosas, porque necesariamente había que devolverlo a su lugar para la fiesta de estos días…
Después de cada afirmación, Safarevic hacía una pausa escrutando la mirada del periodista, como si estuviera a la espera de una pregunta o al menos de un atisbo de interés. Después retomaba el relato, cada vez más molesto.
—El gran icono deteriorado fue trasladado a los laboratorios de Sergiev Posad y allí nos hemos dado cuenta de…
—¿De qué? —saltó Costa.
—¡De que el antiguo icono era en realidad un contenedor!
John se quedó de piedra. Amaba los iconos, su equilibrada belleza, su condición de obra de arte amasada con fe y de oración. Pero de iconos contenedor no había oído hablar nunca.
—Sí, el icono en su interior estaba vacío… custodiaba…
—¿Custodiaba qué? —espetó Costa, perdiendo la paciencia.
—Bueno… custodiaba otro, bizantino, mucho más antiguo. Una imagen rarísima también como tipología. Alguno en Occidente la llama la «Virgen del pañuelo», una representación del dolor y del sufrimiento de la Madre de Dios ante la muerte de su Hijo. La Virgen es representada con la cabeza inclinada sobre un pañuelo, un sudario. Lo abraza hacia sí como si abrazara el cuerpo del Hijo —prosiguió Safarevic, que había recuperado seguridad y también cierta serenidad después de haberse liberado por fin del secreto—. Se trata de un descubrimiento importantísimo, porque éste es ciertamente el icono más antiguo de este tipo jamás encontrado.
—¿Y de cuándo es? —preguntó John.
—Creemos que se puede fechar entre mediados y finales del siglo V. Como sabrá, a partir del siglo IV, la iconografía cristiana conoció un desarrollo importante. Después de que el cristianismo se afirmara hasta los límites del Imperio, comenzó un era de paz para la Iglesia. En el 431, el Concilio de Éfeso había proclamado a María como Madre de Dios.
Costa seguía sin comprender. O mejor dicho: había comprendido la importancia del descubrimiento, pero se le escapaba el motivo del interés del Vaticano.
—Se trata de una imagen bellísima que me habría gustado poder enseñarle personalmente, aunque lo interesante no es tanto lo que está representado en el icono… sino en el reverso…
—¿Por qué? ¿También está pintado el reverso?
—No. No hay ninguna pintura. En el reverso está grabada una inscripción en griego bastante larga. Comienza con las palabras:
h mariam sunethrei panta tauta ta rhmata sumballousa en th kardia a authj…
—Me recuerda… ¿Es por casualidad el Evangelio de Lucas?
—Exacto. Es la frase que el evangelista utiliza para indicar, discretamente, cuál ha sido la fuente de sus noticias… Y María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón.
—¿Y por qué afirma usted que es un modo en que el autor del Evangelio indica sus fuentes?
—Reflexione por un instante, doctor. ¿Recuerda que Lucas y Mateo son los únicos evangelistas que nos cuentan las circunstancias del nacimiento de Jesús?
—Sí —respondió el periodista.
—Y según usted, ¿quién le contó a Lucas el censo, el viaje desde Nazaret a Belén, el nacimiento, el hecho de que el niño fuera depositado en un pesebre? ¿Quién le contó a Lucas el episodio de Jesús cuando tenía doce años en el Templo de Jerusalén mientras enseñaba a los doctores?
—Se lo confieso: nunca me he planteado esta cuestión.
—Son episodios que no pueden haber sido descritos por quien había conocido a Jesús después de los treinta años, durante su vida pública. O se trata de invenciones cargadas de símbolos, de fábulas, para entendernos, como mantiene cierta exégesis moderna, o, quizá, la fuente de esas noticias tan precisas era alguien que estuvo allí y lo vio y lo sabía. Por eso se cree que esta frase de Lucas sobre María, que medita todas esas cosas en su corazón, sea una especie de firma secreta…
Costa se quedó sorprendido por las palabras de su interlocutor.
—Y no había solamente aquella inscripción. Hay también una frase en la que se habla de un testamento.
—¿Un testamento de quién? —preguntó John.
—El testamento de María… Un escrito que recupera las palabras de la Virgen María.
—¿Y qué cuentan estas palabras?
—Por desgracia, la inscripción está bastante alterada, corrompida. La madera ha sido mellada. Más que el texto mismo, es una referencia al En cualquier caso, me gustaría que lo viese personalmente. Mañana, justo después de la ceremonia en el Kremlin. Encuentre una excusa para abandonar la comitiva: creo que está previsto un almuerzo con el patriarca, aquí en esta catedral. Yo lo esperaré y nos iremos a Sergiev Posad. Son setenta kilómetros, iremos con mi coche… Llegaremos rápido.
—El caso es que no comprendo por qué…
—Guárdese las preguntas para mañana. Tendremos tiempo para hablar. Ahora vuelva con el arzobispo de Bari. Le ruego por favor que no diga nada sobre esta conversación.
John asintió, se levantó y, siguiendo a Safarevic, recorrió en sentido inverso y todavía más despacio el trayecto que había hecho poco antes, volviendo a la catedral justo a tiempo para ver a la pequeña delegación italiana mientras se despedía del patriarca. El periodista no hizo siquiera el intento de acercarse. Pero consiguió captar con suficiente claridad la expresiva mirada que Nikon, todavía empapado en sudor por las pesadas vestiduras tejidas de azul y bordadas de oro y plata que se acaba de quitar, había lanzado hacia Aleksander Safarevic, que respondió con un ligerísimo gesto de asentimiento. Luego, el patriarca sabía de su conversación y de la misión que monseñor Majorana había confiado a Costa.
Dejaron la catedral de Cristo Salvador, que ya estaba a oscuras, y se dirigieron a bordo del pequeño minibús hacia el hotel. El Hotel Warsaw se mostraba irreconocible y espartano desde el exterior. Se hallaba en las proximidades de la plaza Kaluzskaja, en el cruce entre dos grandes calles, la Sadavoe Kol' con la Leninskij Prospekt. Las habitaciones eran acogedoras, cómodas, espaciosas. No era realmente un hotel de lujo, pero John lo consideró una buena elección. A dos minutos de la entrada del Warsaw, de hecho, estaba la boca de metro Oktjabrskaja.
La organizadora del viaje propuso ir a cenar a un restaurante algo lejano.
—Comeremos al estilo oriental —dijo, encontrándose con la expresión sorprendida de los dos eclesiásticos. Costa no dijo nada. Habría preferido un buen restaurante ruso. Pero pensó que comer en uno oriental sería una manera de sentirse más cerca de Kate. Todo se desarrolló muy deprisa y el cansancio se apoderó pronto de ellos.
—Bonita liturgia —dijo John, por entablar una conversación.
—Sí, sí, bellísima. Unos cantos estupendos, vestiduras, incienso. Y mucha gente devota escuchando —respondió el arzobispo, que añadió—: Pero, gracias a Dios, nosotros hemos tenido la reforma del Concilio… Gracias a Dios, nuestra misa es mucho más sencilla.
John hizo como que no había oído. Aun sin ser muy místico, y habiendo comenzado hacía poco a redescubrir la fe cristiana tras una vida bastante borrascosa, se había sentido arrebatado al entrar en aquella catedral. La belleza de aquella liturgia, no en vano definida como «divina», lo había fascinado literalmente. Pero no tenía ganas de embarcarse en una discusión. Se limitó a asentir mientras le hincaba el diente con voracidad a uno de los pocos platos que la dieta le consentía: las brochetas de carne asada.
Aquella noche le habría gustado aventurarse a entrar en el metro para dar una vuelta y quién sabe si llegar hasta la Plaza Roja. No tuvo fuerzas. Volvió a la habitación, se tumbó en la cama y se quedó dormido incluso antes de desvestirse. Una pesadilla lo despertó sobresaltado a las dos de la mañana. Estaba bañado en sudor. Se sentía oprimido por un terrible secreto, una revelación oculta. El testamento de María.