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Durante la próxima media hora le agradecería que no me pasara con nadie. Me siento al ordenador para terminar un trabajo. Tome usted nota de cada llamada —dijo en voz alta, con tono amable, el hombre que se asomó al umbral de la secretaría.

Volvió a entrar en el despacho, espacioso y bien decorado, abrió la puerta a espaldas del escritorio de madera de haya, rebosante de papeles, carpetas y documentos, todos perfectamente ordenados, y entró en la segunda salita, menos amplia pero más familiar, donde se encontraba el ordenador ya encendido. Cerró la puerta, pero en lugar de sentarse ante la pantalla, se acercó a la pared de la derecha, donde había una monumental librería compuesta por simples estanterías de madera rústica, llena de volúmenes, también ordenadísimos y sin una mota de polvo. En el centro de la librería había un rectángulo vertical con un cierre de cristal donde se custodiaban los volúmenes más valiosos, entre los cuales había un par de libros del siglo XVI y un rarísimo incunable que valía una fortuna.

El hombre se quitó la chaqueta, se desabrochó los dos últimos botones de la camisa, insertó una minúscula llave electrónica parecida a las de las alarmas antirrobo detrás de un pequeño libro rojo, la edición del Novum Testamentum Graece et Latine de Augustinus Merk, y de repente la vitrina comenzó a girar lentamente sobre sí misma dejando ver una estrecha abertura. Con una habilidad envidiable, el hombre se introdujo en ella y se encontró en una habitación oscura y sin ventanas que se iluminó automáticamente conforme entró. El temporizador oculto en la librería cerró silenciosamente la abertura. El espacio no era angosto, pero la presencia de varias pantallas de televisión y al menos tres ordenadores situados en tres lados diferentes la llenaban casi totalmente.

Se acercó a uno de los teléfonos. Tuvo que esperar bastante hasta que alguien le respondió.

—Soy yo —dijo en voz baja.

—Maestro… Aquí estoy… Discúlpeme el retraso… Todavía no estaba despierto —respondió alguien desde el otro lado de la línea telefónica.

—Hay un problema en Moscú… —retomó el otro, ignorando el huso horario.

—Sí, pero lo estamos resolviendo. No debe preocuparse.

—Muchos de nuestros hermanos están preocupados…

—¿Y cómo lo han sabido?

—Las noticias vuelan, mi querido James. Y nosotros no podemos detenerlas…

—Pero podemos neutralizarlas, dirigirlas, manipularlas.

—Espero realmente que esta vez también suceda así. Pero no te oculto mi preocupación…

—Maestro, nuestra victoria será total. ¿Ha leído los periódicos americanos estos días?

—No sólo los americanos, también los irlandeses —dijo con una sonrisa en los labios, dejando traslucir una evidente satisfacción—. No debemos bajar la guardia, James —añadió.

—No lo haremos, Maestro.

—¿Y cómo pensáis resolver el problema ruso?

—Con el motor secreto del mundo…

—¿El conocimiento? —preguntó con cierta ironía.

—No, Maestro, el dinero.

—Me lo imaginaba.

—Hay óptimas posibilidades de encubrimiento. ¡Deje hacer a nuestros hermanos… de la Santa Madre Rusia! —dijo recalcando con desprecio las últimas tres palabras.

—¡Pero obviamente espero resultados en muy poco tiempo!

—Lo haré, Maestro. Lo haré como siempre. A todo esto, ¿qué me dice de nuestro «siervo inútil»?

—Lo tengo constantemente vigilado, estudio cada uno de sus movimientos, escucho cada una de sus conversaciones privadas… Cuando no puedo hacerlo directamente, lo grabo. ¡Pobrecillo! Intuye algo, pero es como si se encontrase ante un puzzle de diez mil piezas e intentase reconstruir la imagen partiendo del punto equivocado… También ahora… —mientras hablaba, pulsó uno de los botones que tenía a su derecha y sobre la pantalla más grande apareció la imagen transmitida por una cámara oculta—. También ahora, está solo, se sujeta la cabeza con las manos… ¿Y sabes ante qué está llorando?

—No puedo saberlo, Maestro.

—Ante la primera página de Los Ángeles Times de ayer. Sobre el titular a cinco columnas.

Me parece que era: El cardenal y sus jovencísimos amiguitos.

—Recuerdas bien, James.

—A lo mejor porque ese titular es mío.

—Ah… tendría que haberlo imaginado. ¿Te dedicas también a los titulares de los periódicos, James?

—Hombre, si puedo proporcionar alguna buena sugerencia…

—Estoy deseando ver cómo se lanza la noticia en Italia.

—Con mucho escándalo, supongo.

—Sí, también yo lo creo.

—Y sólo es el principio, Maestro… Tenemos preparados más cartuchos.

—Lo sé, habéis hecho un trabajo excepcional… Lo demuestran los sondeos.

—He leído uno hace un par de días según el cual en Estados Unidos la confianza de los ciudadanos en la vieja puta se ha rebajado veinte puntos. Cada vez menos creíble: predica el bien pero sus ministros destilan el mal, malísimo…

—Es necesario trabajar para que esto sucede cuanto antes también en Italia, donde hay ahora una notable resistencia. Sabes que venceremos sólo cuando Roma sea expugnada.

—Lo sé, Maestro, y estoy seguro de poder contemplar con estos ojos la victoria.

—No sueñes, James, y sigue adelante con tu óptimo trabajo. A propósito: ¿cómo van los preparativos para el secuestro?

—No le he comentado nada, porque va todo tal como estaba previsto. No ha habido trabas. El equipo que nuestros amigos han puesto a nuestra disposición está allí desde hace varios días.

—Te lo ruego, debe ser una operación limpia, pero también espectacular.

—Claro, Maestro. No queremos que pase desapercibida.

—El «siervo inútil» se ha arrodillado, James… Si supiera cuánta necesidad tiene de rezar…

—¿Hay órdenes o instrucciones particulares?

—No, nada más. La reunión por tanto se confirma para la fecha que hemos elegido…

—… tras el secuestro.

—Eso es.

—Ya hablaremos, Maestro.

—Adiós, James. Y perdona si te he despertado.

El hombre permaneció durante algunos instantes con el auricular en la mano, como hipnotizado por los fotogramas que la cámara oculta hacía llegar a su pantalla. A primera vista, se diría que estaba viendo una imagen congelada: la persona espiada estaba inmóvil, profundamente absorta en oración.

Un sutil rumor le advirtió de que había llegado «el correo». Abrió la tapadera de una caja de plástico fijada a la pared y encontró dentro un sobre sellado con un timbre fácilmente reconocible. Lo abrió y leyó el folio que contenía las citas de aquella jornada. Por el momento podía volver a su escritorio. Marcó algunos códigos en el teclado y las pantallas de plasma pasaron a la función de stand by. Antes de salir de la sala secreta, el hombre se volvió a abrochar los botones de la camisa, se introdujo en el paso que la pared rotatoria le había dejado disponible y volvió a la parte trasera de su despacho. Tenía que prepararse para lo que iba a ocurrir en los próximos días. Después de asegurar con llave la hermética clausura del pasaje secreto, cogió el libro con las tapas rojas que había quedado apoyado a la altura de la cerradura. Lo abrió hojeando lentamente las páginas finales en busca de un pasaje bien preciso. Lo encontró. Lo leyó en voz alta remarcando cada palabra.

kai erreqh autaij ina mh adikhsousin ton corton thj ghj oude pan clwron oude pan dendron, ei mh touj anqrwpouj oitiej ouk ecousi thn sfragida

Era como si cada músculo de su cuerpo se tensara mientras imaginaba la realización de aquellas palabras. Su mirada terminó como siempre sobre aquel pequeño cuadro, una pintura del ochocientos que recreaba a un hombre hermoso y elegante, con el rostro alargado y enmarcado por una barba de color castaño y poblada. Sólo los ojos contrastaban con la atmósfera de paz y serenidad que el pintor había conseguido transmitir. Eran ojos profundos pero inquietantes. Mirándolos, también los suyos adquirieron el mismo aspecto, el del acceso a una dimensión innombrable, el umbral que separa del precipicio más oscuro. Pero fue cuestión de un instante. Se recompuso inmediatamente.

—¡Señoritaaaa… Venga aquí! —gritó. Y la secretaria apareció diligentemente ante su escritorio.