3

El jumbo de la Royal Jordan Airlines aterrizó sobre la pista con la delicadeza y la ligereza de un albatros. Puntualísimo, a las cuatro de la tarde, hora local. Kate se había quedado encantada con el servicio de a bordo. John se lo había descrito en términos entusiastas, pero ella no le había dado mucha importancia: en el fondo, su marido había viajado desde Amán a Tel Aviv en un vuelo especial de la compañía, puesto a disposición del rey Abdallah para llevar al Papa desde Jordania a Israel a mediados del Año Santo del 2000. «Me imagino que el trato habrá estado a la altura… de su alteza y del “soberano”. Pontífice», le había dicho ella subrayando con la voz la palabra «soberano» cuando su marido se lo había recordado. «Figúrate», había apostillado él con el talante de quien se las sabe todas.

Pero John tenía razón. Al viajero se le trataba realmente con una cortesía especial, tanto como la cuidadísima preparación de la comida servida en el avión. Un delicioso pollo al curry, tortilla de queso, dátiles frescos, ensalada de fruta, dulces de miel y canela y zumos naturales. Menú de business class. Los miembros de la expedición la habían conseguido sin pagar más que en clase turista gracias a la intervención de la embajada de Jordania en Italia, que había favorecido a la misión italiana de todas las maneras posibles, a cuenta del gobierno de Amán. Toda iniciativa que creara un nuevo interés por los lugares arqueológicos del país era considerada una bendición del cielo.

Mientras aguardaban a la facturación, a la doctora Duncan le había tocado sentarse al lado del jefe de la expedición, el profesor Antonelli, y éste la había incomodado un poco. Trabajaba desde hacía tiempo con él, pero el estilo del arqueólogo era el de mantener las distancias y no conceder familiaridad a nadie. Lo había observado largo rato, mientras hacían cola con aquella sólida mole de maletas. Aunque no todo su equipaje estaba allí: la semana anterior habían enviado muchas cajas, y bastantes cosas las alquilarían aún al llegar a su destino. Durante la espera, el profesor había estado todo el tiempo pegado al móvil, charlando con una amiga. Era un tipo que se hacía notar. Cuarenta y ocho años muy bien llevados, un físico atlético, cabellos encrespados, piel perennemente bronceada incluso en los meses invernales que pasaba en la universidad, lo cual hacía deducir a sus subalternos que algo de rayos uva había en todo aquello. Llevaba una sahariana color tabaco, calzado especial y un reloj-brújula-localizador-GPS que por sí solo habría bastado para pagar todo lo que Kate llevaba en la maleta, ordenador incluido. El toque final era un sombrero de tela mimético con largos faldones —del tipo que usaba el ejército de los Estados Unidos— que llevaba involuntariamente un poco torcido. Al verlo llegar a la Terminal B, más de uno se había girado para mirarlo. Un grupito de estudiantes romanos, camino de un fin de semana en Londres, lo habían saludado con un «ahí va Indiana Jones». En efecto, Antonelli tenía más de un punto en común con el Harrison Ford de la exitosa serie fantástico-arqueológica. Empezando por la vestimenta.

Kate no logró enterarse de quién estaba al otro lado del teléfono mientras ayudaba a los maleteros a empujar el equipaje, incluido el del profesor. Sabía que Antonelli estaba casado con una brillante abogada florentina y que tenía un hijo, Guidalberto, un nombre que era toda una declaración de intenciones. Pertenecía a una familia de nobles orígenes, era dueño de un palacio en el Montefeltro, un lujoso apartamento en Roma, un piso bajo en Nueva York. Quién sabe por qué Kate ya estaba convencida de que aquellos remilgos a través del teléfono móvil, insólitos incluso para este personaje, no estaban dirigidos a su esposa, sino a otra mujer. Probablemente detrás de su convicción no había tanto intuición femenina como experiencia: dos personas casadas no se hablan así. Por lo menos, ella y John no lo habrían hecho jamás. Él era controlado y enemigo de romanticismos —excepto en algún caso raro—; ella, reservada y sentimentalmente introvertida. A ambos les producían urticaria ciertos ademanes vistosos, cierto afecto exhibicionista, ciertos guiños y movimientos de pestañas enamoradas. No era que aquello significase falta de afecto, de pequeñas atenciones, de caricias. No. Pero ninguno de los dos creía que ciertas cosas se tuvieran que airear. Aquella atención hacia la llamada de su jefe había sido percibida por su secretaria, la señorita Francine Smith. Una mujer que rondaba la treintena, baja y más bien gordita, pero no privada de cierto encanto que intentaba aumentar con escotes audaces y sostenes capaces de revalorizarla. Se sabía poco de ella, más allá de que había llenado a Italia muy jovencita con sus padres americanos, y que la familia no se había vuelto a marchar. En los pasillos de la Universidad se susurraba que había sido alumna de Antonelli y que había mantenido una relación con él. No pudiendo hacer ella carrera en el instituto, el profesor había conseguido que la hicieran adjunta a la secretaría. A Francine no le había agradado aquella vigilancia sobre las llamadas privadas del arqueólogo y un par de veces había lanzado elocuentes e imperiosas miradas a Kate para disuadirla. La doctora Duncan permaneció con dudas durante todo el viaje.

A bordo, Antonelli sacó de la bolsa unos mapas y el plan de trabajo de las excavaciones. Ella no sabía cómo comportarse, no consiguió relajarse más que durante la brevísima pausa para alcanzar el baño. El profesor no le había prestado particular atención. Se había limitado a unas pocas palabras de circunstancias, pregúntale cómo estaba y si estaba con las pilas lo suficientemente «cargadas» para la misión que iban a desarrollar. Sólo después de haber terminado el óptimo almuerzo, compuesto de una selección de chocolate negro acompañado de un vaso de brandy, Kate se había armado de valor y le había preguntado:

—¿Está usted seguro de que yo le pueda ayudar?

—Claro que estoy seguro —dijo él de inmediato. Y añadió enseguida—: Verá, doctora Duncan, en una de esas pequeñas colinas artificiales de Pella, formadas por ruinas sepultadas, en los alrededores de la iglesia de época bizantina, se ha hecho un hallazgo importante. En aquella estancia subterránea…

—Sí, lo sé, han encontrado un fragmento de papiro —lo interrumpió ella.

—Esto es lo que sabemos y de lo que hemos discutido en estos días. El hecho es que… yo tengo alguna información más, que no quería revelar antes de nuestra partida. ¿Sabe? Es mejor ser prudente. En Roma, hasta las paredes oyen. Y además, si no me equivoco, usted es mujer de un periodista…

Esta última afirmación sacudió a Kate, pero había preferido encajar el golpe, pensando para sí: «¡Será cabrón…!». —Las cosas no están exactamente así —prosiguió Antonelli—. En realidad, nuestros colegas jordanos han encontrado bastante más que un fragmento… Varios rollos… El problema es que después de haberlos sacado a la luz, al contacto con el aire prácticamente se han disuelto. Un fragmento importante se ha salvado porque había sido el primero en ser desenterrado y era lo bastante pequeño como para ser introducido en la funda plastificada de un pasaporte…

—Lástima. Un comportamiento criminal…

—No sea tan severa: el que estaba excavando buscaba piedra, seguía el perímetro de una antigua vivienda. No esperaba encontrarse unos papiros.

Kate estaba a punto de continuar con otra pregunta, cuando un azafato se dio cuenta de que el reloj-brújula-GPS de Antonelli tenía la señal de satélite todavía encendida y como tal habría podido perturbar el vuelo. Fiel a su vocación de amabilidad y hospitalidad, el joven se había acercado y susurrado al oído del arqueólogo la orden tajante de apagar el aparato.

Prácticamente nadie se había dado cuenta de nada, ni siquiera Francine, que al otro lado del pasillo habría querido registrar cada palabra que su jefe dirigía a la agradable doctora Duncan, a quien ella consideraba a la altura de una rival amorosa. Solo Kate había comprendido, y esa apariencia un poco alocada y distraída, más que el hecho de ser causa de peligro para todos los viajeros, había incomodado al profesor, que de pronto se dio cuenta de que había perdido parte de su atractivo ante ella. Desde aquel momento casi no volvieron a hablar.

En cambio, quienes no habían dejado un solo instante de charlar habían sido los dos becarios, Luigi Grano y Luigi Orlandi, conocidos entre ellos como —Luigi & Luigi—, dos jóvenes romanos con grandes expectativas y con la pasión de la arqueología en las venas. Ambos, licenciados con las mejores notas, estaban atravesando el Mar Rojo del aprendizaje. Atrapados como tantos coetáneos en el limbo de los precarios, teman contratos de tiempo parcial y varias becas de estudio. Su dependencia de Antonelli era total. Más de una vez el profesor había pedido —más bien pretendido— y conseguido que uno de los dos lo siguiera de cerca, armado con un cronómetro, mientras intentaba mejorar su pequeño récord en canoa. Grano tema el sobrenombre de «Gigi», y sabía el griego antiguo al dedillo. A Orlandi le llamaban «Luigino» y ya era todo un experto en las excavaciones.

Kate no había podido por menos que escuchar algún fragmento de su conversación. Durante más de tres horas habían hablado sólo de aventuras amorosas.

Apenas tocó tierra el jumbo de la Royal Jordan Airlines, la cahuín fue un espectáculo de musiquitas. Cada pasajero había reiniciado su móvil. También Kate lo hizo, pero tuvo que esperar bastante hasta que su aparato recuperó la señal en roaming. Quería llamar a John, decirle que todo había ido bien, pero él ya lo sabía. Cada diez minutos había interrumpido la preparación de su equipaje para verificar online el aterrizaje del vuelo en el que viajaba su amor. Era también un modo como otro cualquiera de ordenar las ideas: cuando le tocaba hacerse la maleta solo, siempre se le olvidaba algo esencial. Como aquella vez en Barcelona cuando tuvo que presentar un libro en el Instituto di Cultura italiana: se había dado cuenta en el último minuto de que no se había llevado la corbata. Había conseguido una in extremis, suplicándole al director del hotel. La debacle había sido total cuando vio que también se había dejado los zapatos negros en casa, y así, dado que el coche estaba esperando en la entrada del hotel, y él claramente no tenía tiempo de irse de compras, había ido a la conferencia con un traje gris de lana, la corbata de seda negra y los zapatos de gamuza marrón de trekking. Un toque un poco snob, evidentemente no deseado, que no había escapado a sus —pocos oyentes de aquella tarde.

El teléfono de casa sonó.

—John, acabo de aterrizar.

—¿Cómo ha ido el viaje?

—Todo bien. Te dejo porque vamos a bajar.

—Sólo quería decirte que yo también me voy…

—¿En serio? ¿Adónde vas?

—A Moscú.

—¿A qué?

—Me uno a una delegación, pero ahora no te puedo explicar…

—De acuerdo —dijo Kate, antes de cortar la comunicación, llena de curiosidad.

No tuvo tiempo de volver a pensar en su marido. Se vio casi atrapada por el frenesí de los pasajeros de las filas traseras que intentaban alcanzar la salida. Viajaba a menudo y estaba preparada para la escena. No comprendía el porqué de aquel comportamiento, dado que todos iban a salir antes o después, y que ganar una o dos posiciones no habría significado nada, entre otras cosas porque casi todos volaban con enormes maletas en el depósito de carga y la espera ante la cinta de equipajes iba a descompaginar las eventuales clasificaciones.

Antonelli, que había bajado el primero y a través del finger había alcanzado la sala de llegadas y de control de pasaportes, esperó también a Kate, Francine y los dos Luigi antes de ponerse en la fila. La misión había comenzado. Las formalidades se agilizaron con una velocidad excepcional, mérito una vez más de la embajada de Jordania. También las maletas llegaron en un santiamén. La primera impresión de un país para la doctora Duncan estaba siempre representada por su aeropuerto: un criterio muy subjetivo, a la par que discutible, pero que ella aplicaba inexorablemente. El Queen Alia International Airport se le apareció como una larva en proceso de transformación, a mitad de camino entre la oruga y la mariposa: por todas partes había obras abiertas para trabajos de ampliación. Le sorprendió la amabilidad del personal. Esperando al grupo ante un minibús Mercedes bastante lucido, había un conductor de mediana edad, más bien robusto, y un joven alto con gafitas redondas, esperando al grupo.

—Buenos días, profesor… ¡Bienvenido a Amán! —dijo en un perfecto italiano, inclinándose ligeramente ante Antonelli. Hizo lo mismo con los otros componentes de la misión.

—¿Cuál es el programa para esta tarde? —cortó el arqueólogo, irritado por las zalamerías (parecía un hombre completamente distinto a aquel que pocas horas antes besuqueaba el móvil).

—Ahora nos vamos al hotel, a Amán. Y para esta noche he hecho una reserva en el mejor restaurante libanés de la ciudad. Os encontraréis bien. Os gustará. Y mañana…

—Salimos hacia Pella. ¡Al amanecer! —volvió a cortar Antonelli, que en todo momento parecía tener que reafirmar sus prerrogativas de jefe de expedición.

El recorrido desde el aeropuerto al hotel Le Meridien Amán, un cinco estrellas en el centro del barrio comercial de la ciudad, fue para Kate la primera desilusión. Sus ojos esperaban ávidamente ver los shuks[3], las ruinas del anfiteatro romano, las características de una capital de Oriente Medio llena de historia. En cambio, se encontró ante rascacielos nuevos de ceca, casi todos iguales al primer golpe de vista. Y ante edificios, palacios y casas muy recientes, construidas en piedra blanca, también todas ellas iguales. La primera sensación fue la de encontrarse inmersa en una realidad un poco falsa, precisamente la misma sensación que había sentido cuando aterrizó por primera vez en Astana, la nueva capital de Kazajstán.

Karim, que así se llamaba el joven licenciado en Cambridge que les hacía de guía, desgranaba al micrófono algunos datos sobre la ciudad, sin que los integrantes del Mercedes le hicieran mucho caso.

—La población de Amán es de casi tres millones de personas, pero en los últimos tres años ha crecido vertiginosamente a causa de la llegada de un millón de prófugos iraquíes huyendo de la guerra.

Nadie comentó aquella información.

—La ciudad está viviendo un momento de gran expansión y se divide en dos partes: la occidental, con los rascacielos, los pubs, los centros comerciales, las discotecas, los hoteles de nivel internacional… En la parte oriental, en cambio, están los viejos mercados y el anfiteatro romano…

—A saber por qué vivimos siempre en la parte equivocada de las ciudades… —susurró Kate, que habría preferido una pequeña pensión con vistas a las ruinas o al shuk, más que el confort anónimo de los grandes hoteles, siempre iguales tanto si estás en El Cairo, en Hong Kong o en Las Vegas. Viendo aquellas casas todas iguales y las pancartas coloreadas suspendidas hacia el exterior que anunciaban su venta o su alquiler, no pudo evitar pensar que aquélla era la misma sensación que había experimentado John cuando había llegado con el séquito del Papa.

Le Meridien Amán estaba compuesto por dos torres blancas de nueve pisos cada una. La entrada estaba inmersa en un jardín lleno de flores y esparcidos por el hotel se encontraban más de cinco restaurantes que ofrecían menús americanos, internacionales, libaneses, japoneses, e incluso especialidades de Mongolia. Las habitaciones eran confortables y Kate lanzó un suspiro de alivio al encontrar en la pared en la que se apoyaba el escritorio la entrada de red para conectar inmediatamente el portátil. Se asomó a la enorme ventana sellada, lanzando una mirada panorámica sobre aquella extensión de edificios. No podía saber aún que participaba en una misión que le iba a cambiar la vida. No eran todavía las seis de la tarde y tenía ganas de darse una ducha antes de bajar con los demás para cenar. Pero le ganó, como siempre, la curiosidad: encendió el ordenador, le echó un vistazo al blog de su marido sin encontrar ninguna actualización y descargó el correo electrónico. Allí estaba el email que John le mandaba puntualmente al inicio de cada viaje con el habitual «Estoy a tu lado» escrito en mayúsculas. Después, finalmente, se metió en la ducha y se quedó allí largo rato.

Amigos, es un placer veros de nuevo, espero que hayáis descansado. Y sobre todo espero que tengáis mucha, mucha hambre —dijo Karim a los componentes del grupo reunido en el vestíbulo. El microbús se vació ante la entrada del restaurante Tannoureen, después de un recorrido de casi un cuarto de hora. El ambiente era sugerente y rico en olores. Había hombres de negocios que cenaban y discutían, alguna parejita, una comitiva de turistas ingleses. Para el «Profesor Antonelli y sus colaboradores» se había dispuesto una mesa en una sala aparte. El aire de la tarde, que penetraba desde una ventana semiabierta, era cortante y todos tenían apetito. Como era de esperar, fue una cena pantagruélica. Karim se afanaba en explicar el menú y en dar consejos no solicitados. Pero en aquella mesa había gente de mundo, no era la primera vez que probaban la cocina libanesa, la más refinada de Oriente Medio. A pesar de lo cual hubo sorpresas, como una rara especialidad a base de pescado frito, e insospechables variedades de carnes a la brasa, todo ello obviamente precedido de los inevitables entrantes de salsas y verduras especiadas servidas con el óptimo pan ligero, recién cocido. Sésamo, garbanzos, berenjenas, ajo, guindillas, ensalada de perejil, crepes de hojas de vid con carne y arroz… Cuencos y tacitas de terracota decoradas a mano con hummus y tajine, tabule, falafel y yebraq, un torbellino de colores y sabores estimulantes. Todo se servía en un gran plato central giratorio de madera que señoreaba el centro de la mesa. Y un ir y venir de camareros de Alí Babá amenizaba la velada.

Después del viaje, Antonelli parecía más relajado. Esta vez, Kate había conseguido apartarse un poco y se había sentado al lado de Karim. A la derecha del profesor estaba la fidelísima Francine, que no perdía una sola palabra y asentía a cualquier cosa que dijera él.

—Permitidme que os lea un pasaje que no nos es desconocido… —atacó el arqueólogo, extrayendo de su bandolera un libro que tenía toda la pinta de ser antiguo. En la sala se hizo un silencio de espera.

—Ya sabéis muchos detalles de nuestra misión: tenemos que contribuir a sacar a la luz restos del siglo I antes de Cristo que han sido descubiertos justo al lado de la iglesia bizantina de Pella. Tenemos una orden precisa para esto y la financiación necesaria para llevar a cabo al menos un par de meses de excavaciones. Teniendo en cuenta que el área en cuestión es muy restringida, yo creo que, si todos dan el máximo —y no me refiero a vosotros, que ya sé que os vais a entregar, de otro modo no estaríais aquí, pienso en nuestros colaboradores locales—, confío en poder terminar el trabajo a tiempo…

Quedó en suspenso mirando a cada uno a los ojos. Todos habían comprendido que iba a añadir algo más, entre otras cosas porque había abierto el libro en una página concreta, pero aún no había leído nada. Sólo Karim aprovechó aquel momento para entrometerse y anunciar la inminente llegada de las bandejas de dulces hechos con pasta de hojaldre, almendra, miel y pistachos. El profesor lo fulminó con la mirada y él se dio prisa en detener con un simple gesto de la mano una nueva procesión de camareros, con notable disgusto por parte de Kate y también de los dos becarios.

—Como sabéis, una misión arqueológica debe estar siempre abierta a lo imprevisto —era una frase tópica que Antonelli repetía a menudo durante sus lecciones, explicando cómo muchos descubrimientos extraordinarios habían ocurrido por casualidad—. Y la nuestra no va a ser menos. Me permito señalaros estas líneas escritas por Eusebio de Cesarea al comienzo del siglo cuarto de nuestra era. Esta que tengo en la mano es su Historia Eclesiástica… Libro tercero, capítulo quinto, tercer párrafo.

Todos, excepto Francine y Karim, comprendieron anticipadamente cuál iba a ser la cita. Antonelli leyó con la voz impostada, como si recitara, contribuyendo a hacer un poco ridícula la situación: «Los fieles de Cristo se encaminaron a Pella, después de haber salido de Jerusalén para que los hombres santos abandonaran completamente la metrópolis real de los judíos y toda la región de Judea».

Lo miraron permaneciendo aún en silencio. En sus rostros se podía leer la pregunta: «¿Y bien?».

—Como ya sabéis —dijo Antonelli—, en la ciudad a la que nos dirigiremos mañana se refugiaron los cristianos al inicio de la revuelta judía, cuando los hebreos se levantaron contra los romanos y todo terminó en un baño de sangre y la destrucción de Jerusalén y del templo por orden de Tito en el año 70…

Todavía silencio. Eran cosas conocidas. Y no se sabía a donde quería ir a parar el arqueólogo.

—Siempre he pensado, leyendo este pasaje, en el hecho de que ciertamente la primera comunidad de seguidores de Jesús se habría llevado consigo todo lo posible…

—¡Compatible con una huida! —lo interrumpió Luigi Grano.

—Sí, cierto —siguió el profesor con un gesto de impaciencia que traicionaba su aversión a ser interrumpido—. Pero hay algo que seguramente aquellos hombres y mujeres habrían llevado consigo en la huida… la biblioteca de la comunidad.

Otra larga pausa de silencio… Grano se abrió paso de nuevo.

—Profesor, usted da por descontado que había una biblioteca.

—No, Gigi. Yo imagino que habría manuscritos… los logia, la antología de los dichos de Jesús, y los Evangelios…

—Una hipótesis fascinante… —dijo Francine con aire vagamente ensoñador, atraída sólo por el innegable encanto de su jefe.

—Algo más que una hipótesis —añadió Antonelli—, porque está aceptado por casi todos los biblistas el hecho de que los Evangelios fueron redactados durante el 70 y el 90 después de Cristo.

—Pero la huida de Jerusalén a Pella de la que habla Eusebio de Cesarea ocurrió poco antes del 70 —observó Kate, interviniendo en la discusión.

—Estaba diciendo que si ese lapso de tiempo es la datación comúnmente aceptada, nuevas investigaciones llevan, en cambio, a retrasar la fecha de creación de los Evangelios.

«Ahora sacará lo del 7Q5», pensó Luigi Grano mordiéndose la lengua.

Antonelli prosiguió como si lo hubiera oído.

—Por ejemplo, está la prueba del fragmento 7Q5 de las grutas de Qumram, el lugar donde vivía la comunidad judía de los esenios, un grupo que tenía puntos de contacto con los primeros judeocristianos. En las grietas que se abren inesperadamente en las paredes en vertical sobre el Mar Muerto, hace más de cincuenta años, se encontró un verdadero tesoro, una biblioteca. Oficialmente se trató de un descubrimiento casual hecho por un beduino palestino que perseguía a una cabra que se había escapado de su rebaño. Se llamaba Muhammad Ahmed el-Hamed, apodado ed-Dib, «el Lobo». Junto a otros jóvenes, al lanzar una piedra en dirección a la gruta, se dio cuenta de que la piedra había golpeado y que el ruido era extraño. Dos días después, al amanecer, sin esperar a sus compañeros, ed-Dib comenzó a explorar el lugar, topándose con algunas tinajas, una de las cuales contenía tres rollos de pergamino, dos de ellos envueltos en paños de lino. A continuación, se descubrieron más grutas y el valioso material aumentó considerablemente. Nunca me he creído esta leyenda, y creo que más bien que se trató de un descubrimiento guiado, de un acuerdo entre ladrones de tumbas y autoridades. Los primeros se habían dado cuenta de que habían puesto las manos en un tesoro demasiado grande para ser gestionado, y las segundas aceptaron la oferta dejándoles en cambio vía libre para robos menores.

—¿Qumrán era por tanto la biblioteca de los esenios? —preguntó Karim, que después de detener las bandejas de dulces había hecho lo mismo con la bailarina del vientre acompañada de una orquestita y encargada de amenizar con sus sensuales movimientos el fin de fiesta de la comitiva del Tannoureen.

—Creo que no —respondió el arqueólogo— porque en las grandes ánforas custodiadas dentro de las grutas se descubrieron pergaminos, óstraka, es decir, fragmentos de barro con inscripciones, y, sobre todo, rollos de papiro que se corresponden de manera perfecta con la Biblia judía y por tanto con el Antiguo Testamento cristiano. Pero se encontraron también muchísimos textos apócrifos, como por ejemplo los libros de Enoch o el llamado rollo de la guerra. La inmensidad del hallazgo hace considerar muy improbable que se tratase «sólo» de la biblioteca de los esenios y alguno adelantó la hipótesis de que aquellas grutas, que suponían un microclima ideal para la conservación de los manuscritos y cuyas entradas fueron cerradas antes de la huida, custodiasen en realidad la biblioteca del templo de Jerusalén, toda o en parte. En cualquier caso, se trata de documentos que datan de un periodo anterior al del abandono del monasterio esenio, se presume en torno al año 68, a continuación de la primera revuelta judía. Y aquí viene lo extraordinario: en la gruta número cinco se halló un fragmento de papiro grande del tamaño de un sello, el número 7. Un gran papirólogo, el jesuita José O’Callaghan, tras años de estudios, demostró que se trataba de un pasaje del Evangelio de Marcos en lengua griega. ¡Pero atención! No de una frase de Jesús que habría podido pertenecer a los dichos que servían como base a los Evangelios, y ser por tanto preexistente, no, se trataba de un pasaje narrativo, descriptivo, salido de la pluma del autor… ¿Comprendéis lo que esto significa?

—Sí. Si realmente fuese así, significa que en aquella gruta estaba el texto del Evangelio de Marcos, y que éste tuvo que ser escrito bastante antes del 70 —concluyó Kate, subrayando las primeras palabras, demostrando creer que la del jesuita no era más que una hipótesis de trabajo y no una certeza.

Antonelli le siguió el juego.

—Comprendo lo que quieres decir. Una parte de la comunidad científica no acepta la tesis de O’Callaghan, en la cual sin embargo yo personalmente creo… Pero os ruego que la consideréis sólo como una mera hipótesis de trabajo, la premisa para el razonamiento que estoy a punto de hacer. Es decir, si ya antes del 68 existían versiones escritas del Evangelio de Marcos en griego, no podemos excluir que las hubiera también de otros evangelistas o que existieran versiones originales en arameo o en hebreo traducidas al inglés de entonces, el idioma que todos comprendían: el griego. Esto significa, y estoy hablando siempre en hipótesis, que la comunidad que huyó de Jerusalén a Pella podría haber llevado consigo y custodiado como un valioso tesoro aquellos escritos que contaban la vida de Jesús. ¿No creéis?

Ahora todos lo veían claro. La verdadera vocación del profesor Antonelli se definía cada vez más. Seguía siendo un arqueólogo, un buen arqueólogo, pero con el paso del tiempo se comprendía que habría preferido los instrumentos para dedicarse al estudio de los papiros, a su datación, a su interpretación. Por eso había iniciado su colaboración con Kate Duncan.

—La comunidad cristiana de Pella —objetó Grano—, después de algunos años de exilio, volvió a Jerusalén, y presumo que se llevarían consigo algunos escritos…

—Tienes razón, Gigi, pero los testimonios arqueológicos que tenemos, sobre los que trabajaremos también nosotros —y tú los conoces bien porque hace un año que hacemos estudios topográficos— están demostrando que en Pella se quedó una comunidad cristiana. ¿Crees realmente que en los años que pasaron allí, a salvo de la guerra, no hicieron copias para uso de la comunidad?

—Una hipótesis fascinante, pero esto lo podríamos imaginar también en Antioquía, Éfeso, y otras tantas ciudades…

—No estoy de acuerdo. ¿Ves?, aquí hay una diferencia. Tenemos una fecha precisa para la huida de los primeros cristianos de Jerusalén.

Finalmente quedó clara para todos la secreta esperanza de Antonelli: encontrar una huella, aunque fuera debilísima, de los primeros escritos de la comunidad judeocristiana.

—Me doy cuenta de que esto es solamente un sueño, que por tanto pertenece a una de esas imponderables categorías existenciales que nuestra ciencia no contempla. Quería de todos modos haceros partícipes de este sueño…

Sólo una persona, en aquella mesa, sabía que lo del profesor Antonelli era algo más que un sueño. Y su propia presencia lo demostraba. ¿No era ella experta en la primera fase de conservación de los papiros? Muchos de los textos de Qumrán se habían deteriorado con el paso de los años y ahora algunos fragmentos originales eran casi inservibles: la única salvación estaba en las fotografías hechas poco tiempo después del descubrimiento.

Kate, a la que no se le escapaba prácticamente nada, notó que el rostro de Karim se había ensombrecido un poco, pensativo. Era difícil imaginar que se tratase sólo de una reacción de incomodidad ante la gélida mirada que le había dedicado poco antes. Su rostro, ya oscuro de por sí, se había oscurecido poco a poco conforme el arqueólogo revelaba sus sueños. Fue un detalle insignificante que inquietó a la doctora, mientras todos los demás estaban distraídos por la llegada de los dulces, traídos por camareros que parecían haber sufrido por la excesiva inactividad y que invadieron la sala con una cantidad considerable de bandejas: el golpe de gracia calórico para una cena ya abundantísima.

También había triunfado la bailarina del vientre que, al darle vía libre, entró extasiando a todos con su arte. Solo Kate, engullendo considerables porciones de dulces, no sonrió. Le daba vueltas a aquella repentina mirada de odio que se había materializado detrás de las gafitas redondas del hombre que les hacía de guía.