25

Subieron deprisa las escaleras, necesitaban intimidad. Necesitaban volver a encontrar su mundo, después de semanas consteladas de viajes, desplazamientos, sucesos trágicos.

El apartamento de Via delle Fornaci les pareció mejor que el más suntuoso del Palacio Apostólico. No había frescos, mármoles pulidos, tapices, mosaicos, esculturas… Pero estaba toda su vida. Abrieron las ventanas para que entrara un poco de aire. La brisa de la tarde romana tuvo un efecto electrizante. Escogieron cenar en casa, solos, haciendo que les trajeran algo de fuera. Pensaban ya en el después.

Aquella noche se amaron con una intensidad nunca experimentada.

El día siguiente era domingo. Se quedaron entre las sábanas hasta tarde, con los móviles apagados. La historia increíble que habían vivido merecía ser contada, pero el público podía esperar. John se levantó primero para preparar el desayuno a su mujer. Ella lo alcanzó en la cocina y se detuvo a mirarlo enternecida: le había puesto el café y le había untado el pan integral con mantequilla y mermelada, pero para él se había preparado el bebedizo del doctor Adeodato Gaspar ron i, el dietista. Lo miró y corrió a besarlo.

Desayunaron con calma. Después se metieron por turnos en la ducha. Ya era mediodía cuando John encendió el televisor. En un primer momento, había pensado ir a la Plaza de San Pedro para el Ángelus. Pero la pereza le había vencido.

El Papa se asomó. Las cámaras se detuvieron largo tiempo en su rostro sonriente, mientras bendecía a los casi doscientos mil fieles que habían ido a verle. Gregorio XVII estaba en el punto de mira de los medios de todo el mundo. Aquella aparición fue la confirmación final de los comunicados de la Sala de Prensa vaticana y el mejor desmentido a las noticias del New York Times y de la Reuters.

«¡Queridos hermanos y hermanas, os agradezco que hayáis venido tantos. Os agradezco vuestra solidaridad y la cercanía que le habéis demostrado al Papa. Quería deciros que hemos vivido días difíciles. En las últimas semanas, algunos presuntos hallazgos científicos han puesto en duda la historicidad de los Evangelios en los cuales se basa nuestra fe. Quiero que sepáis, queridos hermanos, que muchas de las informaciones que se han dado eran falsas. Esperamos todavía conocer la verdad sobre los hallazgos arqueológicos de Pella, pero podemos afirmar que cuanto ha sido dicho últimamente era infundado, no era cierto.»Todos se sorprendieron de aquella toma de posición. Gregorio XVII había hablado improvisando, sin leer el folio que le habían preparado. Después, retomó la tradicional meditación dominical, a la que siguieron la oración mariana, la bendición y los saludos finales. Casi al mismo tiempo, la Sala de Prensa de la Santa Sede difundía un comunicado de la Pontificia Comisión Bíblica en la cual se leía: «Hemos sido informados del alcance real de los hallazgos ocurridos hace un tiempo en Pella, Jordania, gracias a los trabajos de la expedición italiana guiada por el profesor Giancarlo Antonelli. Se hallaron ocho papiros que contienen varias versiones de los Evangelios y, en concreto, el texto en arameo de Mateo, el texto en hebreo de Lucas, el texto en griego de Lucas, el texto en griego de Juan, los textos en hebrero y en griego de Marcos, el texto en griego de algunas cartas del apóstol Pablo y una antología en arameo de los dichos de Jesús. Estos textos son todos datables, lo más tarde, en el año 70 d.C. Pero al menos tres o cuatro son claramente atribuibles a dos decenios antes. Se trata, por tanto, de un excepcional hallazgo, que pone en discusión la datación tradicionalmente atribuida por los estudiosos a los Evangelio y retrotrae la fecha de su composición. Cada vez nos acercamos más a los hechos de la vida de Jesús y de la primera comunidad cristiana. Cada vez más, se evidencia el fundamento de esos relatos en los testimonios seculares. La mayor o menor antigüedad de un texto no dice nada de por sí sobre su mayor o menor pertinencia histórica. Puede haber textos de los cuales tenemos copias más tardías pero que se muestran históricamente más fundados y fieles a la realidad que otros datados con mayor antigüedad. Pero no hay duda de que el hecho de haber extraído juntos textos de esta época y de este valor, da testimonio de modo indudable de que la formación de los textos evangélicos, lejos de ser el fruto tardío del trabajo de reelaboración de la comunidad de los creyentes, ocurrió en cambio pocos años después de la muerte y resurrección de Jesús.»John escuchó la lectura del comunicado que hizo un periodista de información religiosa de la RAI en cuanto terminó el Ángelus del Papa. No se había dado cuenta de que también Kate se había acercado y había podido escucharlo.

—¿Es el testamento de María? —preguntó ella.

—No lo han citado… Me ha parecido entender que… ¡Espera! —el periodista se lanzó hacia su mesa, encendió el ordenador, entró en la web de la Santa Sede y descargó la página de la Pontificia Comisión Bíblica.

—Mira, lee… Aquí se habla de… ocho papiros… ¿Ves?

—Las capselle que los contenía eran ocho, John, pero los papiros eran nueve. El primero de los contenedores de madera, el que estaba un poco desfondado, tenía un papiro más grande, con uno más pequeño dentro, que era el testamento de María.

—No han dicho nada…

—Quizá no saben nada… No les han comunicado nada…

—No sé qué decir, cariño…

—Yo digo que lo mejor es que salgamos a comer como merece la ocasión.

—Pero yo no puedo comer…

—Por hoy hagamos una excepción. Yo asumo la responsabilidad.

Se vistieron, como siempre, con ropa de sport. Salieron, y mientras Kate estaba cerrando el último cerrojo de la puerta de entrada, oyó a sus espaldas la voz desagradable de la señora Trimeloni, la anciana vecina que se jactaba entre sus haberes de una experiencia laboral, cuando era joven, en la casa de los Saboya.

—Bienvenidos, señores Costa —dijo, con un sobre cerrado entre las manos—. Este paquete llegó ayer. Por casualidad me encontraba en el patio. Me ofrecí y firmé la entrega.

—Gracias, señora, gracias de corazón —dijo John, recordando que la última vez que la había visto, el día de la partida de Kate hacia Jordania, se la había cruzado por las escaleras con batas y zapatillas, lanzándole un mirada más penetrante que el filo de una espada japonesa.

La viejecilla se retiró rápidamente y desapareció.

El sobre, enviado por correo exprés, estaba dirigido a la doctora Kate Duncan y provenía de Amán. No había remitente alguno.

¿Quién podría ser?, se preguntó ella.

—Vamos, cariño, ya lo abriremos luego.

—No, John, llega desde Jordania. Podría ser algo importante.

Costa no insistió, entre otros motivos porque muy a menudo ocurría justo lo contrario. Cuántas veces habían llegado tarde a una comida o a una cena porque tenía que responder a un último mensaje, comprobar una noticia, escribir un email, terminar de leer un teletipo. Y siempre, en cualquier caso, se trataba de cosas importantes. Mientras Kate empezaba, no sin cierto esfuerzo, a abrir el envoltorio, John metió la llave en la cerradura para volver a abrir la puerta de casa.

—Es una carta… Es Karim el que me escribe… —a John aquel nombre se le escapaba. ¿Quién era Karim? ¿Qué papel había tenido en los hechos? Kate no se tomó la molestia de explicárselo. También en esto se parecían. Presa del entusiasmo y la curiosidad, sabía abstraerse de todo y de todos.

—¡Mira, John! ¡¡¡¡Miraaaaa!!!! —gritó de alegría cuando finalmente logró liberar de aquel rollo protector de papel y cartón algunas fotografías que reproducían la imagen de un papiro.

—¿Lo entiendes, John? Es el testamento de María.

Las manos de la doctora Duncan temblaban al extraer todo el material del sobre.

—Está la transcripción del texto griego. ¡Míralo! Y hay una traducción en inglés. John, ¿entiendes?

El periodista entendió.

Kate tomó la carta que acompañaba y empezó a leerla en voz alta. Se notaba muy bien que había sido escrita por un estudiante laureado en Cambridge.

«Estimada doctora Duncan, soy Karim, el que os hacía de guía cuando estabais en Amán y luego en Pella. He nacido en Karame, y mi padre quiso llamarme así para celebrar la victoria de un grupo de fedayines de Al-Fatah que le dieron problemas al ejército israelí a principios de los años 60. Soy hijo de prófugos palestinos, he profesado la fe musulmana. Cuando usted reciba esta carta, ya me habré entregado a la policía. No puedo vivir con este peso sobre mi conciencia después de lo que me ha ocurrido. Doctora Duncan, soy un asesino. Soy yo quien mató a su colega Luigi Orlandi, que había regresado al lugar de las excavaciones y que nos había sorprendido mientras estábamos trabajando a la entrada de la cámara secreta donde después se encontraron los papiros. Actué así porque los de la NY Archeological Foundation, después de llenarme el bolsillo de dinero, un dinero que me ha permitido asegurar el futuro de mi familia, empezaron a chantajearme. Han amenazado con matar a mi hermana. He caído en el abismo, he tocado fondo.

He matado a un ser humano, me he prestado a un engaño. Mi vida cambió después de que usted se marchara llevándose consigo ese pequeño papiro. Ha ocurrido todo por casualidad, o quizá no. Una tarde, en Amán, pasé al lado de una pequeña iglesia copta. Estaban celebrando un oficio. No sé siquiera por qué me detuve. Esperé a que terminara y hablé con el sacerdote. Me desahogué, la conté la abominación en que había caído. El me abrazó, me consoló y me dijo que mis lágrimas eran un signo de la gracia de Dios, el comienzo de mi arrepentimiento. Me dijo que nunca es tarde para levantar la cabeza. Así, cuando nuestros hombres mataron al padre Fustenberg y recuperaron el papiro, yo lo fotografié. Lo he transcrito, lo he traducido, y éste es mi regalo para usted. Ahora pagaré mi deuda con la justicia, pero ya no es la justicia humana la que temo. Firmado: Karim.»Kate se quedó sin palabras. Digirió una mirada de entendimiento a su marido. John sólo logró decir:

—Los milagros ocurren. Los milagros son estos…

Después, ella cogió el folio con la traducción del testamento de María, el texto que había llevado durante algún tiempo en la mochila, el documento perdido del cual había quedado una débil e indescifrable huella en el icono ruso y en la copia romana de la imagen de la Virgen procedente de Jerusalén.

«Yo, Lucas, siervo de Dios, que ya he testimoniado el Evangelio de Jesús, he recogido estas palabras de su Madre María, en Efeso»:

—«Mi tiempo está a punto de terminar y de comenzar. Pero llegará un tiempo en el cual los enemigos de mi Hijo os tratarán de engañar. Hablarán mal de él, inventarán una descendencia suya de sangre real, implicarán a María de Magdala. El Señor tiene una dinastía, tiene una descendencia de sangre: sois vosotros, sus hijos redimidos, su descendencia. Vosotros os habéis convertido en su sangre. Cuando veáis estos signos no os atemoricéis. La hora de las tinieblas está cerca, pero yo estaré cerca de vosotros. Recibieron orden de no dañar la hierba de la tierra, ni vegetación ni árbol alguno; sólo a los hombres no marcados en la frente con el sello de Dios. Ésta será la señal de que la batalla está próxima. También el mar se revolverá y se alzará. Muchas naciones serán sumergidas. El hombre de las tinieblas será enaltecido». —Kate miró el rostro atemorizado de John.

—Esas palabras sobre la hierba que no hay que maltratar… me parece…

El periodista dio un salto hasta la biblioteca y cogió el Evangelio, la edición de Augustinus Merk, en griego y en latín.

—Creo que es el Apocalipsis… Finalmente encontró aquel versículo:

kai erreqh autaij ina mh adikhsousin ton corton thj ghj oude pan clwron oude pan Dendron, adikhsousin ton corton thj ghj oude pan clwron oude pan dendroon, ei mh touj anqrwpouj oitinej ouk ecousi thn sfragida

«Recibieron orden de no dañar la hierba de la tierra, ni vegetación ni árbol alguno; sólo a los hombres no marcados en la frente con el sello de Dios, Apocalipsis, 9,4».

—¿Qué significa, John?

—Lucas recogió estas últimas palabras de María en Efeso. La Virgen estaba allí con el apóstol Juan, que le había sido confiado por Jesús a los pies de la cruz. Y el Apocalipsis se le atribuye precisamente a él.

—No entiendo, John…

—No… no lo sé… Podría querer decirlo todo y nada… Es un lenguaje simbólico, lleno de imágenes.

Precisamente en aquel instante, los ojos del periodista se detuvieron en la página de una revista que se había quedado abierta sobre la mesa. Tenía la fecha de dos meses antes. Había un titular bastante resaltado: El arma secreta de Bin Laden: ¿conseguirá hacer invisible a su ejército? Era uno de los muchos periódicos que John recibía en su casa.

—«Recibieron orden de no dañar la hierba de la tierra, ni vegetación ni árbol alguno; solo a los hombres». No lo sé, es como si…

—Es impresionante, John, que en este texto tan antiguo… ya estuviera previsto… ya estuviera previsto el intento de desacreditar la figura de Cristo. La historia de la sangre real y la Magdalena.

—Tenía razón don Majorana al preocuparse cuando yo en cambio le decía que se trataba de una novela.

—¿No crees que deberíamos avisarle?

—Sí, le llamo enseguida.

—Don Stefano, soy John…

—Querido amigo, espero que estés gozando de la libertad…

—He oído al Papa en el Ángelus.

—Yo estaba en la Plaza.

—Oye… necesito enseñarte algo. Nos han enviado el texto de uno de los papiros… El… ehm… para entendernos… el que tenía Kate…

—¿El testamento de María?

—El mismo.

—Venid corriendo a mi casa. Enseguida… Traedlo todo.

El tono de la voz de monseñor Majorana no dejaba lugar a réplicas. John y Kate, resignados ya a saltarse la comida, se dirigieron andando hacia el Vaticano. Todavía había peregrinos en la Plaza de San Pedro. El día era caluroso.

Costa intentó evitar cruzarse con sus colegas. Lo logró. Un guardia suizo los esperaba en la Porta di Sant’Anna.

—Por favor, síganme. Monseñor les espera.

Pero no los llevó, como se esperaba John, hacia el apartamento de don Stefano, ni a los despachos de la Secretaría de Estado, por otra parte cerrados a aquella hora del domingo.

Llegaron al Patio del Belvedere, subieron en el ascensor, los llevaron al apartamento pontificio de invitados.

—Ah, estáis aquí… ¿Pero es que no conseguís desengancharos? —dijo irónico el prelado.

—No es fácil desengancharte cuando te caen en las manos ciertas cosas. ¿Quieres leer?

—Déjalo —dijo Majorana—. Venid conmigo.

Entraron en la biblioteca del Papa. Gregorio XVII los alcanzó antes de que se sentaran en las sillas que rodeaban el pesado e imponente escritorio de nogal.

—¡Bienvenidos de nuevo! —dijo el Papa.

—Santidad… nosotros… yo… hemos recibido este texto… nos gustaría que lo leyera…

—Ya lo conozco —respondió el Pontífice—. Ha sido lo primero que nos han enviado desde Estados Unidos.

—Pero… entonces… ¿Por qué en el comunicado de la Comisión bíblica no hay ninguna referencia al Testamento de María?

—¿Usted ha leído con atención? ¿Y usted, Kate, ha hecho lo mismo?

—Sí —respondió él por los dos. Por otra parte, se trataban de pocas líneas, que además ya habían sido traducidas.

—¿Y qué pensáis?

—No lo sé… Quiero decir… no lo sabemos. Nos hemos quedado un poco confusos.

—También yo. Pero hay una cosa que está clara. Lo que hemos vivido ha sido sólo una batalla de una guerra terrible desencadenada contra la Iglesia. Contra la Iglesia de Cristo…

—¿Por eso no habéis dicho nada?

—Ese Testamento es un texto profético… Usted, que es un entendido, habrá oído los ecos del mensaje de Fátima… Está esa cita oscura del Apocalipsis… esa referencia tan explícita a los tiempos que estamos viviendo hoy. Y pensar que esas líneas han sido escritas hace dos mil años.

—¿Qué quiere que hagamos?

—Es usted libre de contar toda la historia, de hablar de O’Donnel, de la secta secreta, del cambio de papiros, de los homicidios… ¡Todo, puede contarlo todo! Además, es necesario que el mundo sepa… Pero no podrá hacer referencia el Testamento de María, al contenido de ese texto… Creo que algunos de los sucesos a los que ahí se hace referencia todavía están por verificar. No quiero alimentar fobias, miedos, no quiero aterrorizar. Por lo demás, estamos aquí de paso. Somos como una brizna de hierba, basta un soplo de viento más fuerte para que su vida termine. Cada día tenemos que estar preparados para el encuentro cara a cara con nuestro Dios.

—Lo haré como me pide. Lo haremos como nos pide… Estaremos callados como tumbas.

En los ojos de Gregorio XVII se veía un hilo de tristeza. Era como si mirara más allá. Más lejos. Era como si aquel viejo mexicano de fe inquebrantable llevase sobre sus espaldas, y más sobre su propia alma, el peso de un futuro incierto e inquietante.

—Os doy las gracias por esto y por todo lo que habéis hecho.

—Muchas cosas han terminado bien. Aunque Mr. Rolf se ha desvanecido… Por lo demás, contra él no había acusaciones tan graves como contra los demás…

—Me impactó la mirada sobrehumana de aquel hombre —dijo para sí John Costa.

—¿Lo ha pensado alguna vez, John? Mr. Rolf, de la Church Interfaithful Unification Enterprise…

—¿El qué, Santidad?

—Lea el nombre y después las iniciales de su organización. Comprenderá muchas cosas… Comprenderá la verdad sobre este suceso. La tremenda realidad del enfrentamiento que se está desarrollando. Ahora os dejo, me vuelvo a la capilla. Hay muchas situaciones que querría confiarle al Dueño de mi casa —dijo el Papa, levantándose.

John, Kate y don Stefano hicieron lo mismo. El Papa les dio la mano a todos, impidiendo que se arrodillaran y le besaran el anillo. Después se retiró.

—Buen domingo, queridos amigos —dijo Majorana.

—Feliz domingo, don Stefano… ¿Pero qué pretendía decir Gregorio XVII sobre Rolf y su Church Interfaithful Unification Enterprise?

—Para comprenderlo debes tomar papel y lápiz. Pero déjalo estar. Disfruta de este día de sol…

Una vez fuera del Vaticano, el periodista tomó un viejo billete que había encontrado en el bolsillo del pantalón junto a un trozo de lápiz viejo. EscribióR-O-L-F y las iniciales de Church Interfaithful Unification Enterprise,C-I-U-E.

—Prueba a hacer un anagrama con ellas —dijo Kate, que seguía abrazada a él.

L-O-C-I-U-E-F-R.

—¡Lucífero!

Se miraron el uno al otro, inmóviles. Después echaron a andar en dirección a casa. En la capilla del apartamento papal, el viejo mexicano, arrodillado, estaba rezando también por ellos.

Fin