24

El viaje de regreso desde la Basílica de Santa Francesa Romana hasta el Vaticano había sido más dificultoso. La Via della Conciliazione estaba sumida en el caos, la Sala de Prensa vaticana tomada por asalto. Nubes de periodistas, fotógrafos y cámaras vagaban por doquier. Se montaban a toda prisa los stands para retransmisiones, por los alrededores todo era un pulular de furgonetas con antenas vía satélite. John, a pesar de que las lunas tintadas lo protegían de miradas indiscretas, apareció agazapado en el asiento trasero. De vez en cuando, miraba por la ventanilla y sentía auténtico terror al pensar en revivir lo que le había ocurrido apenas unos años antes: la muerte del Papa, los funerales, los preparativos para el cónclave, la elección del sucesor. Un tour de force terrible. Es cierto que ahora ya no era un vaticanista que trabajaba para la Reuters, sino un profesional libre. Pero ciertamente, no iba a poder rechazar peticiones y propuestas. En el fondo, aquél había sido y seguía siendo su trabajo.

Al fin, el coche de la gendarmería pasó los muros vaticanos. Pero también aquí sintió John un extraño frenesí, un ir y venir inusual. Un clima de suspense y de espera. La noticia se había difundido, y evidentemente los desmentidos no habían obtenido el efecto esperado.

John y Kate volvieron a entrar en el apartamento de la señora Peña, ex gobernanta del Papa. Al periodista le hubiera gustado llamar a don Majorana, pero suponía que estaría muy ocupado. Y además, en el fondo, tenía poco que comunicarle.

Estaban aquellas dos escasas palabras en griego, las mismas del icono ruso. Nada más. Sobre todo, nada que llevara a reconstruir el Testamento de María.

Le preguntó a Kate si le apetecía comer una pasta con sardinas e hinojo. La vio temblar, bloqueada, quieta ante el umbral de la cocina.

—El mismo plato que me quería ofrecer tu «amigo». Giuseppe Lamattina en Jerusalén. Tu amigo traidor… —dijo, con la mirada perdida en el vacío.

—Perdóname, Kate… No podía saber…

Por un extraño cortocircuito mental, la doctora Duncan se dio cuenta precisamente en aquel momento de que su marido no estaba siguiendo el régimen dietético que le había impuesto el médico.

—Pero tú… ¡ya no estás a dieta! —lo dijo con el tono de quien está haciendo un descubrimiento. Un descubrimiento poco agradable.

—No he logrado continuarla, cariño —dijo él intentando una mirada conciliadora. Algo que no le salía bien.

—No importa —concluyó ella—. Y adelante con esa pasta con sardinas.

En la cocina, mientras preparaba la salsa —la pasta con sardinas era uno de los pocos platos que podía hacer con cierta habilidad, pese a su proverbial incapacidad para los fogones, gracias a los deliciosos y biológicos envases procedentes de Sicilia—, se relajó profundamente. Durante casi dos horas consiguió olvidar el drama que se estaba viviendo a pocos centenares de metros.

—Ya está…

—Maestro.

—Soy yo. Ya está…

—¿Ha muerto?

—Todavía no lo sé, pero hay una convocatoria inesperada. Creo que será por eso.

—Acabo de hacer un control con todos nuestros aliados en los periódicos y las agencias. Ni siquiera los que suelen estar mejor informados saben nada más de lo ya publicado por el New York Times y la Reuters.

—Los hechos —dijo con tono de voz severo— se están sucediendo más deprisa de lo que habíamos pensado, y la información apenas si puede intentar perseguirlos. En este caso, el tiempo real no existe.

—Téngame al tanto, por favor.

—Obviamente. Prepara a los hermanos, y prepárate tú para destruir los papiros.

—¿Por qué, Maestro?

—Porque con la muerte de Gregorio XVII entramos en la delicadísima fase final de nuestro gran proyecto… La caída de la Iglesia católica está realmente cercana.

—Cuando usted dé la orden, yo actuaré.

—Mañana por la mañana ve pronto al refugio.

—Así se hará, Maestro.

—Ahora tengo que irme…

—Sí, es mejor no retrasarse.

Tres coches azules entraron por tres entradas distintas de la Ciudad del Vaticano. El primero, con el cardenal Vicario del Papa para la diócesis de Roma, pasó por Porta Angelica. El segundo, con el cardenal Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, pasó por el portón que está junto a la sede del ex Santo Oficio. El cardenal O’Donnel, presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, entró por la Porta del Perugino, con el coche oficial que había pasado a recogerle poco antes.

O’Donnel, que había llegado unos minutos más tarde que los otros dos, se encontró con monseñor Majorana, que le esperaba en el Patio de San Dámaso.

El sacerdote tenía el semblante oscurecido y el alzacuellos insólitamente desabrochado. O’Donnel, para no equivocarse, no se había dejado en casa ningún elemento del armamento cardenalicio. Bajó del coche con aire compungido.

«Es increíble», pensó don Stefano, «¡cómo un título puede llegar a cambiar a una persona!». —Eminencia… perdone la convocatoria de urgencia.

—Ningún problema. No es una sorpresa.

—¿De verdad? —dijo cándidamente monseñor.

El cardenal irlandés le respondió con una mirada seria, de reproche.

Subieron al apartamento del Pontífice sin intercambiar siquiera una palabra en el ascensor de madera oscura.

El Secretario de Estado estaba en el umbral.

—Eminencia…

O’Donnel captó algo inquietante en las miradas que el «Primer Ministro» del Papa intercambiaba con Majorana.

El apartamento papal no tenía en absoluto el aspecto de un lugar donde acabara de concluir la vida del dueño de la casa. No había ir y venir, todo parecía tranquilo. Incluso demasiado tranquilo.

«Serenidad» fue la palabra que O’Donnel oyó retumbar dentro de sí. Una serenidad tan ostentosa que terminó por alarmarle. Habría querido irse, dejar inmediatamente aquel lugar. Una fobia repentina, extraña, inexplicable. En el fondo, haber sido convocado junto al Vicario del Papa y al Camarlengo, ¿no significaba gozar de una grandísima consideración en el Palacio Apostólico? Los dos primeros purpurados tenían razones oficiales para estar allí, a la cabecera del Papa moribundo o recién fallecido. El, en cambio, no. Ya había estado allí hacía poco. Y había visto con sus propios ojos a Gregorio XVII intubado, rodeado de botellas de sueros, inconsciente. Ahora, la atmósfera era muy diferente. Pero no la que se esperaba en esa dramática circunstancia.

—Por favor, sígame —dijo el Secretario de Estado. En el saloncito, los cuatro tomaron asiento ante un escritorio y una silla vacía. Majorana se quedó en la puerta, de pie. Se había vuelto a abrochar el alzacuellos del clergyman.

El nerviosismo de O’Donnel crecía a cada minuto. No se podía decir lo mismo de sus otros tres «colegas» purpurados, a cuál de ellos más tranquilo.

¿Qué demonios estaban esperando? ¿Y para quién era aquella silla vacía?

Pasaron algunos minutos interminables. Pasaron sin que nadie tuviese el valor de hablar. Una palabra, sólo una palabra, habría roto la tensión, que se podía cortar con un cuchillo. O’Donnel sudaba. Sudores fríos. Había notado, por una fracción de segundo, que cuando él y Majorana habían sido invitados a entrar en el apartamento papal, tras la puerta que se cerraba a sus espaldas, estaba Domenici, el jefe de la gendarmería vaticana, «circunstancia más que comprensible», pensó el cardenal irlandés, teniendo en cuenta el trance. Ya. ¿Pero en qué trance? ¿Qué había ocurrido? ¿El Papa había muerto, como todos temían, como todos decían? Y si había muerto, ¿por qué en su apartamento reinaba la calma más absoluta de una tarde de verano cuando el inquilino vestido de blanco estaba a algunas decenas de kilómetros, de vacaciones en Castelgandolfo o bien un poco más lejos, descansado en los Dolomitas?

O’Donnel comenzó a estrujarse nerviosamente las manos. Se quitaba y se metía en el dedo sudado, con mecánica obstinación, el anillo cardenalicio de oro. Cuando se daba cuenta de que estaba siendo escrutado por sus tranquilos y mudos compañeros, dejaba el anillo en su sitio y empezaba a tocarse la cruz pectoral de plata dorada con una reliquia atribuida a San Patricio. Aquella espera parecía no terminar nunca. De pronto, O’Donnel se levantó de un salto. Estaba a punto de hablar, pero el Secretario de Estado le hizo un gesto para que se volviera a sentar.

—Tenga paciencia, eminencia, hay un anuncio…

El purpurado irlandés se dejó caer nuevamente en la butaca. De pronto, todos sus rasgos, hasta ahora contraídos como en un espasmo, se relajaron. El rostro recobró la paz. Así que el Papa había muerto… El anuncio se daría en unos momentos. Pensó en la facilidad con la que en esta ocasión se había dejado llevar por el pánico. Los presentes se dieron cuenta de que finalmente se había tranquilizado.

Ya, pero ¿quién iba a dar el anuncio de la muerte de Gregorio XVII? El Secretario de Estado estaba allí, mudo como un pez e inmóvil como una estatua de Bernini. No parecía en absoluto preocupado. Y lo mismo se podría decir de los otros dos. Y, sin embargo, al menos el Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, el cardenal llamado a regir la sede vacante, debería estar a la cabecera del muerto. Quizás el esperado anuncio lo daría el sustituto de la Secretaría de Estado, el prelado que hacía de bisagra entre el Papa y la Curia. O quizás estaban esperando al médico personal del Pontífice.

Finalmente, se oyeron unos pasos en la habitación adyacente, el comedor del apartamento papal. Las miradas de todos se dirigieron hacia la puerta.

Se levantaron al unísono al ver entrar a Gregorio XVII. Los ojos de O’Donnel, al verlo vivo y sano, parecían salirse de las órbitas.

—Buenos días, eminencias —dijo el Papa, pasando por entre las cuatro butacas para dirigirse al escritorio. Lanzó una mirada severa a O’Donnel.

—Como ustedes podrán ver… el obispo de Roma está todavía íntegro, y en conjunto está bastante bien.

Llevaba la sotana blanca sin alzacuellos y un par de esparadrapos en las manos. Estaba visiblemente mejor que el día del consistorio. El rostro había recobrado su color, se movía con agilidad, no ofrecía signo alguno de sufrimiento.

O’Donnel lo miraba petrificado.

—Se han difundido falsas noticias sobre mi salud —dijo el Papa—. Noticias que la Sala de Prensa, por indicación mía, ha desmentido rápidamente. He estado mal, pero se ha tratado solo de una mala gripe…

El Vicario de Roma volvió a tomar la palabra.

—Creo expresar los sentimientos de todos nosotros al decirle que verle de pie y en buen estado de salud nos tranquiliza. No le oculto que ciertas noticias habían influido…

—Lo sé, lo sé, eminencia —le interrumpió el Papa—. Y se lo agradezco… Aunque no estoy tan seguro de que todos los presentes en esta habitación estén tan contentos de ver que lo he conseguido, que me he curado.

Gregorio XVII había marcado con insólito énfasis aquellas palabras y ahora miraba fijamente al cardenal O’Donnel. El cardenal quiso hacerse pequeño, como para desaparecer dentro de las vestiduras cardenalicias.

—¿Tengo razón, eminencia reverendísima? —dijo el Papa con tono sarcástico, dirigiéndose al nuevo purpurado—. ¿Tengo razón? —repitió con más energía, mirándolo fijamente a los ojos.

—No… No sé… Santidad… ¿Por qué me mira así? No entiendo lo que quiere decir… Yo… Yo…

O’Donnel estaba tan desolado como alguien a quien le acabara de ocurrir un incomprensible accidente.

—¿Tengo razón, eminencia reverendísima? —preguntó nuevamente Gregorio XVII—. ¿O quizá debería llamarleM-A-E-S-T-R-O?

O’Donnel se quedó muerto con aquella última palabra, inesperada, del todo inesperada. Se sintió desnudo. No intentó siquiera responder. Su mirada, hasta aquel momento una mezcla de espera y de temor, se transformó de manera sorprendente. Se convirtió en inaferrable, inquietante, profundamente ambigua. Sus mejillas se cerraron en una mueca de odio. De odio profundo. El cardenal Camarlengo y el cardenal Vicario se quedaron atónitos, sin entender nada. No podían comprender el drama que se estaba consumando en el apartamento papal.

Gregorio XVII se levantó e invitó a los dos a seguirle. Pero antes de salir de la habitación, se dirigió una vez más a O’Donnel.

—Usted quédese todavía, Maestro, porque el Cardenal Secretario de Estado todavía tiene que darle algunas explicaciones.

El Papa y los cardenales lo siguieron. O’Donnel vio de reojo que monseñor Majorana se había acercado al respaldo de su butaca y vio también a Gianni Domenici, el jefe de la gendarmería vaticana. El Secretario de Estado se acercó.

—Se acabó, Robert. Se acabó.

—Eso lo dirás tú —respondió el cardenal irlandés, con un tono coloquial del todo desacostumbrado.

—Te digo que se ha acabado… Sabemos quién eres verdaderamente. Sabemos lo que quieres… Sabemos que has espiado al Papa. ¡Lo sabemos todo, todo! Sabemos lo de la NY Archeological Foundation, lo que habéis encontrado en Pella y lo que habéis escondido, sabemos del papel de Basil Sullivan en la invención de muchas acusaciones contra obispos y sacerdotes, injustamente acusados de abusos sexuales… Sabemos de tus relaciones con ese tal… ¿Cómo se llamaba? —preguntó el purpurado, dirigiéndose a don Stefano Majorana.

—Mr. Rolf, de la Church Interfaithful Unification Enterprise.

—Eso es, Mr. Rolf.

O’Donnel tenía los ojos llenos de desprecio.

—No sabéis nada, no tenéis nada… Todo eso no es más que charlatanería. Yo he sido víctima de un secuestro.

—De un autosecuestro que tu organización ha preparado. Tenías que ser un mártir, tenías que acelerar tu nómina cardenalicia con algún día de prisión. Ahora tu secta, querido Maestro, ha sido descubierta y tus planes han volado por los aires…

—No sabéis nada, no tenéis nada… —seguía repitiendo O’Donnel, clavado en la butaca.

—Eso es lo que usted cree —el Cardenal Secretario de Estado hizo un levísimo gesto con la cabeza a Domenici, que extrajo de un maletín, que hasta el momento estaba en un rincón, detrás de una maceta, una grabadora digital y un lector de DVD.

—Escuche y mire.

Encendieron el lector. Las imágenes eran al principio muy confusas. Se distinguía el interior de un coche y se veía a O’Donnel hablando por el móvil. Se oyó claramente que decía: «Te llamo en cuanto llegue al despacho. Aunque es tal como pensábamos». La imagen provenía de la habitación secreta, que el cardenal había construido en la trasera de su biblioteca, detrás del despacho privado. Aunque en blanco y negro, y llenas de granos, las imágenes daban muy bien la idea de cómo estaba construida aquella misteriosa cabina de dirección, llena de monitores que ofrecían las imágenes del apartamento papal.

El irlandés, viendo aquellas breves secuencias, no logró ocultar su sorpresa.

—El cazador cazado. ¿No es cierto, O’Donnel? —el cardenal no respondió—. Hemos descubierto las cámaras y los micrófonos ocultos gracias a algunos… a algunos amigos… Hemos descubierto quién, cómo y por qué se llevaba a cabo esta operación de espionaje sin precedentes…

—Yo… No tenéis… nada… —O’Donnel balbuceaba.

—Escuche esta grabación —dijo Majorana.

Encendió el pequeño aparato digital. Se distinguían muy bien las voces de O’Donnel y de su interlocutor en Estados Unidos.

—¿Maestro?

—Sí, soy yo… He visto al Papa. Está en la sala de reanimación del apartamento papal. Está intubado e inconsciente… La infección que le hemos inoculado ha hecho su efecto…

—Por suerte hemos interceptado a tiempo ese comunicado… El artículo del New York Times informaba exactamente de esas noticias que tu amigo había filtrado. Y sólo tú habías entrado en aquella habitación. Sólo a ti te habían dejado ver al Papa inconsciente, intubado…

—Pero… estaban los enfermeros… los médicos…

—Era todo una puesta en escena —añadió el Secretario de Estado—. Sólo estaba el médico personal. Los otros eran jardineros… —y estalló en una sonora carcajada.

—Hemos descubierto a tiempo vuestro plan, antes de que Mastrangeli comenzara a envenenar al Papa.

—No sé de qué estáis hablando.

—¿Tengo que hacerte escuchar la llamada en la cual tú y tu amigo de Estados Unidos habláis de él?

O’Donnel permaneció en silencio.

—¿Y bien, quieres escucharla?

—No es necesario… —susurró gélido el cardenal.

—Habéis reclutado a Mastrangeli, pero ese hombre tiene conciencia… Estaba aterrorizado, pero nunca habría hecho daño al Papa. Los cristales que disolvió en el café de Gregorio XVII eran de azúcar.

En el rostro del Maestro se percibía la caída de toda posible defensa.

—Mastrangeli no ha sido capaz… Ha ido a ver al pobre Giacomelli al hospital. Le ha dado entender su situación… Nosotros intervenimos a tiempo… y mandamos proteger discretamente a su familia… Hemos recogido muchas pruebas… Grabaciones, imágenes, llamadas… Nos faltaba la relación directa con Harvey y la NY Archeological Foundation.

O’Donnel seguía en silencio.

—Te hemos hecho seguir en cuanto saliste hacia Irlanda, después de recibir la púrpura.

Majorana extrajo del maletín un sobre amarillo bastante grande, lleno de fotografías, y se las pasó al Secretario de Estado.

—Aquí estás mientras embarcas en el jet privado que te llevó desde Cork a Estados Unidos. ¿O quizá no eres tú ese hombre vestido de negro que sube tan compungido la escalera del avión?

La imagen, tomada con teleobjetivo desde mucha distancia, reflejaba inequívocamente a O’Donnel. Otras imágenes mostraban la llegada del jet a Newark. El Mandés las miraba, aparentemente impasible.

—Mira esto… Es durante la salida, cuando volvías a Irlanda junto a tus familiares. ¿Acaso no es éste Eugene Harvey?

Todavía silencio.

—Sólo había una cosa que no podíamos hacer. Espiaros mientras estabais reunidos en el subterráneo del edificio de la Grand Lodge F. & A.M. State of New York de la calle 23 Oeste. Era imposible entrar ahí. Pero en este caso nos ha ayudado Aíbell…

Al nombrar a su fiel secretaria irlandesa, O’Donnel mostró un gesto de sorpresa.

—¡Aíbell, no!

—Oh, no sabe nada. Pobre mujer —dijo el Secretario de Estado—. La suya ha sido una ayuda inconsciente.

O’Donnel seguía sin entender.

—Nos ha permitido ver los anillos que solías utilizar. Los hemos fotografiado y reproducido. Obviamente, con un minúsculo chip en el interior… También el anillo cardenalicio que te ha dado el Papa era en verdad una grabadora.

—Estaba el problema de cómo y cuándo activarlo —se entrometió don Majorana—. Había que hacerlo pocos minutos antes de que comenzara vuestro encuentro… Por suerte, no toda la masonería está de vuestra parte… —sonrió en dirección al Secretario de Estado.

—¿Recuerdas al guardia que te saludó apretándote la mano cuando entrasteis en el pasillo?

O’Donnel no tenía este tipo de memoria visual. Y, sobre todo, no recordaba ese tipo de detalles, que juzgaba insignificantes. Era capaz de retener en la memoria hechos, incluso mínimos, asociándolos a eventos de gran alcance ocurrido en aquellos días. Pero no había prestado atención a los guardias de seguridad con los que se había cruzado en aquel búnker blindado sin fin, en los subterráneos en la Grand Lodge F. & A.M. State of New York.

Encendieron de nuevo la grabadora. Las voces eran débiles y a veces confusas. Se oyó la de O’Donnel, que presidía la reunión:

—Hermanos, comencemos por los problemas.

—Kate Duncan está todavía viva y es un testigo incómodo… Por supuesto, no podemos matarla en el Vaticano… Allí ya estamos actuando de la mejor manera posible para acortar la vida del viejo mexicano.

—Hemos actuado de manera que los israelíes sepan dónde se encuentra. Estallará un caso diplomático. Sólo tenemos que esperar. De todos modos, ella no tiene pruebas…

—Sí, claro. Será la primera elección papal dirigida con un voto completamente falseado.

—También alrededor de él hemos hecho arder la tierra. Nuestra preocupación podría estar en los datos cruzados que aquel amigo suyo, Richie… Richard Templeton, del FBI, le consiguió al periodista. Pero no ha tenido tiempo de dárselos, se los hemos quitado nosotros.

—Tanto él como su mujer con muertos vivientes. No tenemos nada que temer.

—Falta solo la conversión de la viuda.

—Sí, la conversión final al culto del divino femenino, de la Magdalena.

—Será la religión universal y unificada.

—Unificada bajo nuestro control.

—Para lograrlo necesitamos quitar de en medio al viejo mexicano.

—Os he dicho que estamos trabajando, y a juzgar por las últimas imágenes que nos llegan de Roma, me parece que estamos llegando a buen puerto.

—Creo que es suficiente, ¿verdad, O’Donnel? —preguntó el Secretario de Estado.

El irlandés, una vez más, prefirió no responder.

—Me queda la curiosidad de saber cómo habrías hecho para dirigir la elección de un nuevo Papa…

O’Donnel levantó la mirada en señal de desafío.

—Ah, hay algo más que debe saber —añadió el Secretario de Estado—. Un tal Karim, ciudadano jordano laureado en Cambridge, el asistente de la expedición arqueológica del profesor Antonelli en Pella… se ha autoacusado del homicidio de Luigi Orlandi, uno de los miembros de grupo. Les ha ofrecido a las autoridades de su país y a las israelíes mucha informaciones útiles para capturar a los asesinos del padre Maximilian Fustenberg, el gran biblista dominico, culpable únicamente dé; haber tenido entre sus manos el papiro con el testamento de María.

Al oír la palabra «papiro», se acordó de que no había dado la orden de destruir los antiguos textos. Los valiosos manuscritos de Pella que probaban el origen apostólico de los Evangelios canónicos.

Amansado de pronto, el irlandés se jugó el todo por el todo.

—¿Puedo llamar a mi hermana en Cork? Permitidme esta última llamada, por favor.

Majorana lanzó una elocuente mirada a Domenici, que se acercó al cardenal.

—Por favor, déjeme el móvil.

—Pero… Yo quería… Dejadme llamar a mi hermana —dijo, buscando la piedad de sus interlocutores.

—¡Claro! Lo hará. Faltaría más —dijo el Secretario de Estado—. Lo hará desde este teléfono. Ya he marcado el prefijo de Irlanda. Es allí donde vive su hermana, ¿no?

Mientras, sin demasiados miramientos, Domenici se había hecho con el móvil de O’Donnel. La orden de destruir los papiros nunca se daría. El cardenal hizo un gesto de rabia y rechazó el aparato que el Secretario le estaba ofreciendo.

En aquel mismo momento, la policía neoyorkina y el FBI habían rodeado el edificio de la Grand Lodge F. & A.M. State of New York. Samuel Ramírez, el amigo de Richard Templeton, fue el primero en entrar en los subterráneos. Eugene Harvey fue arrestado por encargar los homicidios de Orlandi, Templeton y el padre Fustenberg. En el refugio de la organización secreta fueron hallados los nueve papiros de Pella. Los originales, no los falsos que la NY Archeological Foundation había creado y había mostrado a los medios de todo el mundo durante la rueda de prensa.

El profesor Antonelli reivindicó su propiedad pero, mientras tanto, fueron puestos a salvo por las autoridades americanas

—Esto es todo… Bueno, no —dijo el Secretario de Estado.

—¿Qué queréis hacer? —dijo O’Donnel.

—Tengo que comunicarle en nombre del Santo Padre que se le retira la dignidad cardenalicia y que será inmediatamente incoado un proceso para su reducción al estado laical.

O’Donnel sonrió. Nunca había creído en lo que exteriormente profesaba. O mejor, había decidido ponerse de parte del Príncipe de las Tinieblas, convertirse en adorador del diablo. Había intentado apropiarse del cargo más alto de la Iglesia Católica para poder destruirla desde dentro. Había creído en las profecías del Apocalipsis…

—Usted, de momento, está arrestado.

—¿Cómo? ¿Significa que me quedaré aquí?

—Por el momento, sí. Todavía tenemos la cárcel en el Vaticano, aunque gracias a Dios ya no hace falta utilizarla.

—Casi nunca —corrigió Majorana.

Domenici hizo entrar a otros dos gendarmes. O’Donnel fue arrestado.

—Decidiremos con calma qué haremos con él —dijo el Secretario de Estado—. Hay muchos departamentos de policía que estarían encantados de ponerle las esposas. Podíamos entregarlo a la autoridad judicial italiana, como ordenante o como cómplice del asesinato de un ciudadano italiano, Luigi Orlandi. Aunque no hay prisa. Será juzgado sobre todo por nuestra magistratura, como mente instigadora de un complot que intentaba eliminar a su Santidad el Papa Gregorio XVII.

Cuando el «Maestro» dejó el apartamento papal, el Secretario de Estado y don Majorana pasaron al comedor. El Camarlengo y el Vicario ya se habían ido. La Sala de Prensa vaticana había difundido un nuevo comunicado en el cual se afirmaba que las condiciones de salud del Pontífice habían mejorado notablemente, y que, al contrario de lo que se había dicho, el Papa saldría al día siguiente a la ventana de su apartamento para el habitual rezo del Ángelus. El anuncio alborotó las redacciones de todo el mundo y descolocó los presupuestos y los viajes de los medios que se habían dispuesto para seguir el largo y complicado trámite del cónclave.

—Está rezando —dijo casi susurrando una de las monjas que atendían el apartamento papal.

Majorana y el cardenal entraron de puntillas en la capilla. Gregorio XVII estaba arrodillado en el penúltimo banco. Tenía la cabeza entre las manos, absorto. El purpurado y el monseñor lo imitaron. Permanecieron así, quietos, inmersos en el diálogo con Dios durante más de media hora.

Después, el Papa se levantó, dándose cuenta de su presencia.

Tenía el rostro regado por las lágrimas.

—Santo Padre, lo hemos conseguido…

—No puedo dejar de pensar en todo lo que hemos arriesgado, no puedo dejar de pensar en lo pérfido y poderoso que es el Mal, nuestro enemigo… María nos ha ayudado una vez más. Virgen de Guadalupe, ruega por nosotros pecadores[15].

—Santidad —se entrometió don Majorana—, las noticias que acabamos de recibir son reconfortantes. Los responsables de esta maquinación han sido todos capturados… Casi todos —se corrigió un instante después.

—Sí —añadió el cardenal—, falta Mr. Rolf.

—De todos ellos —observó Gregorio XVII—, debo admitir que me ha parecido el más inquietante, el más huidizo.

—¡Pues O’Donnel no bromeaba, Santidad!

—Él es un traidor, que ha abusado de mi estima y mi amistad para un fin dudoso, diabólico… Veréis, yo nunca me he escandalizado ante el pecado de los hombres. Ni siquiera de los hombres que visten sotana, ni de los que han sido honrados con la dignidad episcopal o cardenalicia. No es el pecado de los hombres lo que me asusta… No son sus debilidades carnales, el afán de cargos, la ambición… La Iglesia ha salido adelante durante dos mil años no sólo a pesar de esto, sino por todo esto. Pero los sucesos de estos días me han asustado. Se me han venido a la mente las palabras del Apocalipsis, la profecía del Anticristo. No puedo dejar de pensar en las palabras del Relato del Anticristo, de Vladimir Soloviev: «La interpretación de la Biblia puede efectivamente convertirse en un instrumento del Anticristo. Los peores libros destructores de la figura de Jesús, desmanteladores de la fe, han sido tejidos con presuntas conclusiones de la exegesis». Han intentado desmantelar la fe desde el interior, han intentado decir que aquello en lo que creemos no tiene fundamento, fundamento racional. Han querido desmentir nuestros Evangelios, afirmando que no tenían ninguna credibilidad histórica. Han dicho que los textos apócrifos y gnósticos, mucho más tardíos y decididamente menos fiables en cuanto a historicidad, representaban el verdadero mensaje de Jesús. Un ataque envolvente, sistemático, llevado a cabo sin reparar en golpes… Eso es lo que me asusta. Aquí está la firma de Satanás…

—María nos ha ayudado, Santidad. Los hemos detenido…

—Así lo espero. Así lo espero realmente… Hemos ganado una batalla, quizás una batalla decisiva, ¿pero la guerra…? Esa, me temo, será larga…

El Papa se acercó a la salida de la capilla.

—Ah —dijo, dirigiéndose hacia don Majorana—. Vaya enseguida a ver a John Costa y a la doctora Duncan. Cuénteles todo, con pelos y señales. Autorice a John Costa a divulgar una parte de los hechos. Lo que usted crea oportuno.

El móvil del Secretario de Estado comenzó a sonar. El cardenal respondió, a pesar de que se encontraba todavía en presencia del Papa, porque en la pantalla apareció el código de emergencias.

—Soy yo, dime… ¿De veras? ¡Bien! Gracias. Dentro de poco estaré en el despacho.

Gregorio XVII y don Majorana lo miraron con aire interrogante.

—El Departamento de Estado americano nos acaba de comunicar que una tal Evelyn Gonzales, una mujer filipina, ha admitido haber acusado en falso a John Costa tras instruir a su hijo. Había sido convenientemente pagada por ello. Parece que hay cierta relación con el bufete Sullivim & Co. —Attorneys, Lawyers de Nueva York. Costa ha sido exculpado…

—Bien, después de semanas de pésimas noticias… Después de semanas en las que hora tras hora el terreno parecía fundirse bajo nuestros pies… finalmente, la verdad está triunfando. Pero no nos ilusionemos —dijo el Papa con aire levemente desconsolado—, porque aunque sabemos que las puertas del infierno no prevalecerán, habrá lucha hasta el último día. Lucha sin cuartel. Lucha despiadada…

—Nosotros estamos del lado bueno —observó el cardenal.

—No, eminencia. Es el lado bueno el que está con nosotros y nos protege… Sin él, no podríamos hacer nada…

Salieron en silencio del apartamento papal.

Majorana despidió al cardenal.

—Voy corriendo a ver a John y Kate —dijo.

Pocos minutos después, el monseñor entró en casa de la señora Peña.

—Don Stefano… ¿Te apetece un plato de pasta con sardinas?

No lo habría rechazado por nada del mundo. Comió y después se quedó largo rato con John y Kate, para ponerlos al corriente de lo que había ocurrido.

—Tengo que pedirte disculpas, John, pero no podía contarte lo que estaba ocurriendo. No podíamos arriesgarnos de ninguna manera, no sabíamos hasta dónde podían llegar las orejas y las miradas indiscretas de esos criminales asesinos. No ha sido falta de confianza, sino necesidad.

Costa se levantó y fue a abrazarlo.

—Stefano, la guerra es la guerra…

Tanto él como ella eran finalmente dos personas libres. También la orden de captura de Kate de la policía israelí había sido revocada.

—Podéis salir, podéis iros cuando queráis —dijo don Majorana.

A John y Kate les bastó una fugaz mirada para entenderse.

—Volvamos a casa… a nuestra casa.