El titular campeaba en la portada del New York Times, en grandes caracteres: Se teme por el Papa. El artículo, muy detallado, afirmaba que «Gregorio XVII es víctima de una gran infección y en estos momentos está siendo atendido en la sala de reanimación del apartamento papal. Está intubado e inconsciente. Su estado es grave». La noticia estaba causando un verdadero terremoto. Fue una ducha de agua fría también para los habitualmente bien informados vaticanistas italianos, que casi a diario contactaban con tal o cual monseñor para intentar captar cualquier indiscreción. Esta vez, en cambio, se habían quedado con las ganas… El artículo en el New York Times llevaba la firma del corresponsal en París, no la del corresponsal en Roma, y esto hizo pensar en un primer momento que la información había sido filtrada desde ambientes diplomáticos. El hecho es que ninguna embajada había sido informada de lo que le estaba ocurriendo al Pontífice.
Poco después de mediodía, don Majorana fue llamado al despacho del Secretario de Estado. La noche anterior, don Stefano prácticamente no había pegado ojo. En aquellos días vivía con él en su casa su anciana madre, que había venido desde Sicilia a verlo. La mujer se había fracturado la muñeca al caerse de una silla mientras intentaba coger una caja. La fractura le dolía bastante y una alergia le impedía tomar analgésicos. Así que había pasado la noche arrastrándose de una habitación a la otra y el sacerdote, obviamente, había tenido que atenderla.
—¿Ha leído el New York Times? —preguntó el cardenal.
—Acabo de leerlo.
—¿Y qué piensa al respecto?
—Pienso que teníamos razón.
—Hay algunos detalles…
—Que son demasiado precisos.
—Dentro de un par de horas tendremos las grabaciones. Están duplicándolas en un soporte más ligero.
—Bien, así al fin…
—¡Así al fin sabremos la verdad! —dijo el purpurado, levantándose de la silla.
Al verlo, don Majorana intuyó que quizás el barómetro empezara a ponerse de su lado, pero evitó a toda costa hacer previsiones. «La guerra es la guerra», pensó mientras dejaba la suntuosa habitación del «primer ministro» del Papa.
El cardenal volvió a llamarlo:
—Ah, don Stefano, según usted, ¿qué deberá decir la Sala de Prensa?
—En este momento, lo negaría, lo desmentiría rotundamente…
—¿Cree que es lo correcto?
—Absolutamente.
La subdirectora de la Sala de Prensa, sor Angelica Winsley, envió una declaración escrita rechazando añadir ningún comentario ni responder a las más de cincuenta peticiones de entrevistas que llegaban de todo el mundo. El director estaba ausente, estaba participando en un congreso internacional sobre medios y globalización en Bombay. Aquel día, se atrincheró en su habitación del hotel diciendo que estaba con gripe. También él estaba enfermo.
«Declaración de la Sala de Prensa de la Santa Sede. Con motivo de las noticias publicadas por un diario estadounidense, para responder a tantas peticiones de información que nos han llegado, la Sala de Prensa desmiente que exista preocupación alguna por la salud del Santo Padre Gregorio XVII. El Papa ha sido víctima en los pasados días de una ligera gripe, pero ya está en vías de recuperación y ninguna de las citas previstas para la próxima semana será cancelada. Sólo es dudosa la presencia del Santo Padre en el Ángelus del domingo. Después de días de fiebre bastante alta, la temperatura ya está bajando. Gregorio XVII está siendo asistido por su médico personal. Nunca se ha tomado en consideración la posibilidad de ingresarlo en el Policlínico Gemelli».
—Maestro…
—Aquí estoy.
—¿Ha leído el desmentido?
—Acabo de recibirlo en mi ordenador con el correo diario.
—¿Y qué piensa al respecto?
—Sabemos que está mintiendo…
—¿No le parece extraño?
—Sí, lo es… pero… se ve que quieren ganar tiempo… Verás cómo dejan pasar un día y después anuncian el agravamiento de su estado.
—Dicen que nunca han tomado en consideración la posibilidad de un ingreso.
—No, dicen que no han considerado la posibilidad de un ingreso en el Policlínico Gemelli. Lo cual es distinto, porque podría significar que en cambio han pensado en llevárselo a cualquier otra parte. Como sabes, hay mucha gente en la Curia romana que preferiría que el Papa escogiera otro hospital: recuerda la intervención de cadera mal rematada que sufrió el pasado Pontífice, que se quedó prácticamente cojo…
—No lo sé, Maestro… Ese desmentido no me convence. Es como si hubiera algo más…
—Nosotros tenemos las pruebas. El Papa está mal. Lo hemos visto intubado, inconsciente. Que no me vengan con cuentos. Mastrangeli ha hecho su trabajo… El cónclave se acerca. ¡Dentro de un mes, como máximo, la profecía se cumplirá!
—¡Confiamos en usted, Maestro!
—Señor Costa, doctora Duncan… —la voz acalorada de monseñor Odini anunciaba su aparición a través de las antiguas estancias de la Biblioteca. John y Kate se habían lanzado de cabeza a la búsqueda de cualquier indicio que les pudiera ayudar. Pero era como buscar una aguja en un pajar. Odini entró rápidamente. Estrechó la mano del periodista y de su mujer, tomó una silla y se situó en medio de ellos sin dejar de hablar en ningún momento. En pocos segundos había logado decir, por orden: la noticia del New York Times y el desmentido de la Sala de Prensa, unas cuantas consideraciones sobre la jornada un poco molesta y finalmente un par de cumplidos a la señora Costa, aunque llevara ropa desaliñada de ratón de biblioteca. No fue fácil para John intentar asimilar aquel torrente de palabras, pero lo consiguió.
—Verá, monseñor, el caso es que nosotros no sabemos bien qué buscar —dijo el periodista, provocando un extraño momento de silencio durante el cual Odini tomaba resuello.
—He venido a veros precisamente para eso —dijo el Prefecto de la Biblioteca Vaticana—. Hay una cosa que quisiera enseñaros.
John y Kate se miraron con aire interrogativo. No habían conseguido hasta ahora nada de nada. A excepción de las fotos del antiguo icono ruso que reproducía la Virgen con el pañuelo, descubierto en el interior de otro icono más grande, en la iconostasis de la Basílica de la Dormición, en el Kremlin. Todo se había quemado en el atento al monasterio de Sergiev Posad.
—Es un fajo de apuntes que todavía tenemos que examinar —dijo Monseñor Odini, caminando velozmente hacia otra sala, después de hacerles una seña para que le siguieran. El Prefecto se detuvo y se giró de pronto. John por poco se tropieza con él.
—¿Conocía a la profesora Margherita Marcucci?
El periodista permaneció absorto durante algunos segundos. Después soltó:
—La tumba de Pedro.
—¡Exacto, exacto! —dijo Odini con satisfacción.
La que no había entendido nada era Kate. En efecto, sin las referencias necesarias, aquel diálogo habría sido perfecto para una escena del teatro del absurdo.
—¿Pueden…? ¿Pueden explicarme algo también a mí? —preguntó, sumisa.
—Claro, claro —respondió Odini, impidiéndole a John la posibilidad de ofrecer de manera claramente más sintética la información requerida por su mujer—. Debe saber, mi querida doctora Duncan, que a finales del Año Santo de 1950… usted todavía no había nacido, pero yo lo recuerdo muy bien… el Papa Pío XII hizo un anuncio muy importante. Las excavaciones llevadas a cabo bajo la Basílica de San Pedro, en busca de testimonios históricos sobre el príncipe de los apóstoles, habían confirmado la tradición. Bajo el altar de la confesión, bajo la cúpula de Miguel Ángel, se conservaba la tumba de Pedro. Las excavaciones habían comenzado con gran reserva en 1939, inmediatamente después de la elección de Eugenio Pacelli, y por su voluntad habían sido financiadas directamente por él con sus fondos personales. Nadie había excavado nunca en aquel lugar. Fuera por temor a profanarlo, o porque para la tradición aquélla era la única sepultura cierta de Pedro. Por otra parte, precisamente en aquel punto habían sido levantados tres altares: el de Gregorio Magno, el de Calixto II y el actual, que se remonta a Clemente VIII. Las excavaciones habían hecho surgir una necrópolis entera, situada en la colina vaticana, en el lugar en el cual el apóstol Pedro, según la tradición, había sufrido martirio y había sido sepultado tras la Crucifixión. Aquel lugar era el Circo de Nerón, cuyo centro está señalado por el Obelisco egipcio que estuvo largo tiempo junto a las Basílicas que se habían levantado sobre el lugar, y que fue movido al centro de la Plaza de San Pedro tras la realización de la nueva Gran Basílica y de la Plaza de Bernini…
Kate Duncan escuchaba en silencio la explicación de monseñor Odini, con la esperanza de que fuera al grano. John le dirigía de vez en cuando miradas de reproche, y parecía decirle: «¡Ya te podías haber callado, ya podías habérmelo preguntado a mí luego!».
—En el lugar de la sepultura —prosiguió el Prefecto de la Biblioteca Vaticana—, en el muro construido en los tiempos de Constantino, la epigrafista Margherita Marcucci encontró centenares de grafitos con invocaciones a Cristo y a Pedro. Los arqueólogos, guiados por monseñor Kaas, hallaron un pequeño osario y un fragmento con la inscripción en griego que fue interpretada como Petros ení, Pedro está aquí. Pero en el momento del anuncio de Pío XII, en la Navidad de 1950, los huesos todavía no habían sido identificados como pertenecientes al apóstol. La profesora Marcucci se encargó de ello en los años siguientes. Y precisó cuáles eran los restos del apóstol, que habían sido hallados durante las excavaciones y puestos en un lugar aparte.
Finalmente estaba todo claro, también para la doctora Duncan. John y Kate hicieron amago de moverse para seguir avanzando, pero monseñor Odini se quedó quieto.
—La profesora Marcucci falleció hace seis meses. ¡Casi centenaria!
—Lo recuerdo. Leí alguna necrológica y un artículo conmemorativo en el Osservatore Romano —dijo John.
—Pobre mujer —observó el Prefecto—. Se merecía ciertamente un recuerdo más significativo, dada la grandísima labor desarrollada…
—Monseñor, ¿por qué nos ha hablado de ella?
—¡Qué tonto! Casi me olvidaba. Nosotros los viejos somos así. Nos dejamos llevar por el entusiasmo, por el hilo de los recuerdos, pasamos de un argumento a otro. ¿Os he contado alguna vez que mi predecesor fue a una audiencia del Papa, que por aquel entonces era Pablo VI, para pedir la publicación de un nuevo reglamento interno de la Biblioteca y salió sin decir una palabra sobre el tema, porque se habían pasado todo el tiempo hablando del Codex Vaticanus B, el que contiene el texto completo de la traducción griega de la Biblia llamada de los Setenta? ¡Tuvimos que esperar otros dos años para tener el reglamento! —dijo sonriendo el prelado.
—A nosotros nos gustaría tener que esperar un poco menos para saber por qué nos ha hablado de la profesora Marcucci —dijo John, visiblemente molesto.
—Tiene razón, tiene razón. ¡Perdonadme, perdonadme! Ya sabéis, cosas de la edad…
—Vaya al grano, monseñor.
—La profesora Marcucci había establecido en su testamento que su valiosa biblioteca, me parece que estaba en torno a los treinta mil volúmenes, y todos de cierto valor… decía que… estableció que acabaran en la Biblioteca vaticana. Y así ha sido. La transferencia se hizo hace un par de meses…
—Bien, ¿y? —le apremió el periodista.
—Pues que hace tres semanas me llamó la hermana pequeña de Margherita. Daos cuenta, la pequeña… Figúrese… Y nonagenaria…
—Por favor, prosiga.
—Bien, pues me dijo que había encontrado un manuscrito prácticamente completo de un libro, el último libro de la profesora Marcucci. Un trabajo de investigación minucioso que, según sus apuntes, había durado la friolera de cincuenta años. No había hablado de ello con nadie. Era su pasatiempo secreto. Se titulaba El icono más antiguo de María.
Finalmente, John y Kate comprendieron la relación.
Odini siguió caminando, moviéndose a saltos, zigzagueando, mientras la pareja lo seguía. Se introdujo en un corredor muy estrecho, con las paredes revestidas de altísimas librerías, con vitrinas cerradas con llaves.
—¡Estos parecen muy valiosos! —dijo el Prefecto, esta vez sin detenerse—. Pero en realidad son copias, solo copias…
Finalmente llegaron al despacho. El escritorio estaba extrañamente vacío y los pocos objetos que había estaban ordenadísimos. La mirada de John fue atraída por tres objetos de escritura: una estilográfica, un bolígrafo y otro que podría tratarse de un lápiz, dispuestos en orden junto al portadocumentos. No puedo evitar pensar en Richard Templeton, su amigo del FBI, en su manía de alinear tres Mont Blanc sobre la mesa de trabajo. El pensamiento voló precisamente de las plumas a sus dos hijos, que se habían quedado huérfanos.
—Bien, señores —dijo el Prefecto— éste es el manuscrito. Les dejo el original. He hecho una copia por seguridad. Leedlo y hacedme saber si hay algo interesante.
John cogió el voluminoso original. Eran casi cuatrocientas cuartillas escritas con una vieja máquina de escribir Lettera 22. Costa había recibido una de segunda mano cuando todavía era un chaval, regalo de su padre policía al volver de un viaje a Sicilia por el funeral de una tía.
—La profesora no utilizaba el ordenador… —se limitó a observar, saliendo de la habitación junto a Kate—. Espero que sepáis encontrar el camino de vuelta. Es sencillo. Hacia delante, todo recto, después a la derecha, luego otra vez a la derecha y finalmente a la izquierda —casi gritó cuando ambos ya habían salido de la habitación.
Alcanzaron su mesa de trabajo.
—Empiezo a leer yo —dijo John, dejando a su mujer el trabajo de examinar los registros de la biblioteca a la búsqueda de algo útil. Como a menudo ocurría, cuando empezaba a devorar un libro o un documento, Costa buscaba enseguida el sitio. Era una deformación profesional. Un cronista de agencias no puede perder tiempo con los detalles. Tiene que saber valorar en el menor tiempo posible lo que tiene entre manos, para poder «vender» luego la posible noticia a sus jefes. Esta costumbre se le había quedado, aunque ahora ya no tenía el apremio de la Reuters ni de las llamadas diarias de los redactores jefe.
¿Dónde estaba el «punto» en el manuscrito de la Marcucci?
Costa se sintió atraído por un pasaje hacia la mitad del manuscrito: «La atribución de la imagen a Lucas, la pintura encáustica, y sobre todo las dimensiones excepcionalmente grandes, son propias del icono de Constantinopla. Ahora bien, las mismas características se observan en la imago antiqua de Santa María Antiqua en Roma. Estas características comunes entre los dos iconos se encuentran verificadas en algunas fuentes, en las cuales la Hodigitria de Constantinopla está más o menos directamente relacionada con el nombre de Roma… Estas características comunes entre los dos iconos es corroborada en ciertas noticias en las cuales el nombre de Roma se relaciona directamente con el de la Hodigitria de Constantinopla. Andrés de Creta, obispo de Gortina, que escribió en la primera mitad del siglo VIII, recuerda ciertas imágenes pintadas por Lucas y muy veneradas en Roma. Añadió después que la imagen de la Madre de Dios, Theotókos, creada por el evangelista, era llamada por algunos “romana”. Esta precisa definición nos lleva a pensar que la Hodigitria recibió en algún momento culto también en Roma.»John se quedó perplejo. Dirigió una mirada interrogativa a Kate, quien, como siempre, se burló de él:
—Si buscas el «punto» sin leer desde el principio, no es difícil que te pierdas… —dijo con un atisbo de satisfacción, volviendo inmediatamente los ojos hacia aquellos largos y áridos elencos de publicaciones que parecían no terminar nunca.
—Me parece entender que la profesora se atreve con una hipótesis: en Roma existe una copia del gran icono de Constantinopla, que a su vez fue copiado de un «original» hallado en Tierra Santa por Eudoxia y que se consideraba obra del evangelista Lucas.
—¿Y dónde estaría ahora ese «original»? —preguntó Kate sin levantar la mirada del volumen que estaba consultando—. Pues no logro entenderlo… Quizá deberías comenzar desde el principio…
John tuvo un arrebato de ira, se levantó, tomó el voluminoso manuscrito y fue a sentarse al otro lado de la habitación.
«Es evidente», leyó, «que la Salus Populi Romanis representa una copia, una derivación extraída a su vez de la copia de la Hodigitria de Constantinopla. En 1950, Pico Cellini hizo en Roma un insigne descubrimiento. Examinando el icono de María, venerada desde antiguo en la iglesia de Santa Francesca Romana, ya entonces Santa María Nova, junto al Foro Romano, logró sacar a la luz, bajo las cabezas de la Virgen y el Niño, los respectivos rostros de un icono mucho más antiguo pintado sobre tela de lino con la técnica de la encáustica. Fechado este antiquísimo icono en el primer cuarto del siglo V, determinó su origen oriental y lo puso sagazmente en relación con la Iglesia de Santa María Antiqua, construida al inicio del siglo VI en el Foro Romano, en la falda septentrional del Palatino. Ese icono sería el mismo que Gregorio Magno llevó en procesión en el año 570 para implorar el fin de la peste que afligía a Roma. El mismo que más tarde Gregorio III (731-741), después de haber recortado los rostros, mandó recubrir de plata purísima. El mismo icono habría dado origen, en el siglo XIII, a la famosa imagen de la Virgen de Santa María la Mayor, la célebre Salus Populi Romani, que parecía haber heredado de aquel antiguo icono una tradicional relación con el evangelista Lucas, considerado autor del “retrato” de María». —Finalmente he encontrado el punto— dijo en voz alta el periodista. Kate se le acercó, aunque dando los rodeos de una gata.
—La profesora Marcucci no descubrió una nueva imagen ni nos ha dado las pistas para encontrarla eventualmente. Ha añadido una importante documentación que contribuye a dar una nueva identificación a… una imagen ya conocida, conservada en la iglesia de Santa Francesa Romana en el Foro. Esta imagen fue llevada en procesión por Gregorio Magno, y está la historia del ángel.
—¿Qué ángel? —preguntó Kate con curiosidad.
—¿Te acuerdas de Castel Sant’Angelo?
—¡Claro que sí! La Mole Adriana…
—¡Eso es! Se llamaba así antes…
—¿Antes de qué?
—De la peste que golpeó la ciudad en el 590. Ese año, el gran Papa Gregorio llevó en procesión una efigie mariana. Se dice que mientras se dirigía hacia San Pedro, en lo alto de la Mole Adriana, apareció el famoso ángel intentando guardar la espada en la funda, como si diera a entender que, por la intercesión de la Virgen, el terrible azote había terminado…
—¿Y por eso se llama Castel Sant’Angelo?
—Sí, y me llama la atención otro aspecto de este relato.
—¿Cuál?
—¿Recuerdas el secreto de Fátima?
Kate lo miró con una pizca de compasión. ¡Se habían conocido gracias a aquel antiguo texto escrito por sor Lucía Dos Santos! ¿Cómo iba a haberlo olvidado?
John citó de memoria perfectamente: «Hemos visto al lado izquierdo de Nuestra Señora un poco más alto un ángel con una espada de fuego en la mano izquierda. Al brillar emitía unas llamas que parecía que fueran a incendiar el mundo, pero se apagaban con el contacto del esplendor que nuestra Señora emanaba de su mano derecha hacia él: el ángel señalando la tierra con la mano derecha, dijo con voz fuerte: “Penitencia, penitencia, penitencia”».
—¿Comprendes?
—¿Qué?
—El ángel con la espada de fuego. El ángel con la espada de Castel Sant’Angelo. María que interviene para detener la autodestrucción del mundo, arruinado por el pecado, por la desobediencia de los hombres. María que interviene para detener el azote de la peste…
—En efecto, es parecido… ¿Pero qué significa?
—No lo sé. Lo único que sé es que tenemos que saber lo antes posible si este icono oculta algo útil para nosotros. Si está unido al testamento de María…
Costa parecía seguir con la mirada el hilo de sus pensamientos, sin lograr sacar nada en limpio. Volvió a coger el manuscrito de la profesora.
«Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras se acercaba el Año Santo de 1950, los padres olivetanos, a quienes estaba confiada la iglesia de Santa Francesca Romana, quisieron restaurar la antigua imagen mariana que allí se conservaba. La petición pasó a los superiores y el Instituto Central de Restauración, contactado a ese propósito, pensó en confiar el encargo al célebre restaurador y crítico de arte Pico Cellini, el cual aceptó, a cambio de poder llevarse a su casa la imagen, para poder trabajar mejor. Lo que a continuación voy a narrar lo he tomado de viva voz de Pico Cellini, en mi casa, el 9 de abril de 1988, durante una conversación en la cual él recordaba su experiencia, ya lejana en el tiempo, pero indeleble en su memoria. Al entregar el icono, los monjes que lo custodiaban le habían hecho notar que los rostros de la Virgen y el Niño tendían extrañamente a separarse de la tabla. Esta era una anomalía cuyo motivo Cellini pronto descubriría. Antes de quedarse con la pintura, el restaurador quiso quitarles a las dos figuras los preciosos ornamentos que la piedad popular les había añadido a lo largo de los siglos, como coronas, pulseras, collares. Al quitar el clavo que fijaba la corona de oro de la Virgen, Cellini notó, a través del agujero que había dejado el clavo, la presencia de un estrato inferior, diferente por su naturaleza y por su color. Al llegar a casa, constató que el color distinto que había notado se extendía sobre todo el rostro de la Virgen y también sobre el Niño. En otros términos, bajo el estrato de la pintura ottocentesca, se revelaron dos rostros más antiguos, ambos pintados al temple sobre tela y que parecían remontarse, por su estilo, a un pintor de la escuela toscana del siglo XIII. Extrañamente, aparecían aislados. Con gran habilidad, Cellini logró destacar los bordes, y he aquí que no sin maravilla y emoción, descubrió, bajo aquellos dos rostros medievales, otros dos rostros más grandes y bastantes más antiguos, restos que pertenecían a la primitiva imagen. Ésta había sido pintada al encausto, es decir, con los colores diluidos en cera líquida sobre tela de lino. La Virgen llevaba en la cabeza una cofia (Marphórion) de color celeste, casi blanco, con franjas azules. El Niño llevaba una pequeña túnica blanquecina. Los dos rostros habían sido por tanto recortados de la tela primitiva y pegados a una tabla de madera. Una pequeña muestra de ésta, sometida al examen de la xiloteca de Turín, demostró que se trataba de una preciosa madera de origen oriental (Dalbergia Latifoglia), de la familia de los cedros.
—¡Tenemos que verla! —John Costa golpeó con los puños sobre la mesa. Algunos de los folios escritos a máquina por la antigua Lettera 22 de la difunta profesora acabaron en el suelo. El periodista estaba a punto de recogerlos, pero Kate fue más rápida que él. Los colocó sin decir una palabra.
—Ven, vamos a salir de aquí, llamemos a don Stefano.
—Soy Majorana.
—Stefano, soy John. Querrá saber cómo van las cosas…
—Peor imposible…
—¿Cómo está el Papa?
—Mejor no hablar de eso por teléfono…
—Creo que he encontrado una pista. Tenemos que ir a la iglesia de Santa Francesa Romana.
—Pero tú no puedes salir del Vaticano.
—Tú me has dicho que la guerra es la guerra.
—Los americanos te vigilan… Los israelíes buscan a tu mujer… El Papa está en las últimas… La Iglesia está put… perdona, en la cuerda floja en los periódicos del mundo. Y para colmo, están convenciendo a todos de que hemos tenido oculta la verdad sobre Jesucristo durante dos mil años.
—Stefano, la guerra es la guerra.
—Haz lo que quieras… Pero que sepas que actúas por tu cuenta y riesgo. No creo que en el momento en que nos encontramos estemos en condiciones de salvarte otra vez.
—¡Verdaderamente, si estoy metido en líos es por vuestra culpa!
—Tienes razón, perdóname… Estoy muy confuso. Hace dos noches que no duermo, y la situación se está precipitando. Dentro y fuera del Vaticano. ¿Te das cuenta de lo que significará afrontar un cónclave con varios miembros del sacro colegio cardenalicio acusados de haber encubierto a sacerdotes pedófilos, cuando no de ser ellos mismos los abusadores? ¿Qué podrá decir el nuevo Papa ante un descubrimiento científico que tumba aquello en lo que la Iglesia ha creído durante dos milenios?
—Pero nosotros sabemos que no es cierto. Sabemos que detrás hay…
—Sí, John, nosotros lo sabemos. ¿Pero quiénes somos nosotros? ¿Qué pruebas tenemos? Prácticamente ninguna…
El periodista se había quedado profundamente tocado por las palabras «afrontar un cónclave». La muerte de Gregorio XVII ya no se consideraba por tanto una posibilidad, sino un suceso inminente e inexorable.
—Ahora que te has desahogado, vuelve a ser tú mismo. Nunca te he visto tan rendido, ni siquiera en las peores situaciones.
—Nunca hemos vivido una situación peor que ésta. Esperemos que el Espíritu Santo nos ayude…
—¿Piensas en el cardenal O’Donnel? —preguntó John a bocajarro.
—Hablaba de la tercera persona de la Santísima Trinidad, John. Alguien un poco más alto que un cardenal…
—¿Por qué? ¿No lo consideras un buen candidato?
—Preferiría no hablar de estas cosas por teléfono, ni aunque sea por el móvil. Aquí las paredes oyen, te lo aseguro. De todas formas, para cualquier cosa, llama a este número. ¿Puedes apuntarlo?
—Sí, dime.
El prelado le dijo el número y después colgó. Había cuestiones más urgentes que tratar. John no sabía ni siquiera de quién era aquel número, pero lo marcó inmediatamente.
—Antonio María Auriemma, vicecomandante de la Gendarmería vaticana —la voz, ronca y pastosa, parecía provenir de un disco roto.
—Antonio, ¿se acuerda de mí? Soy John Costa.
—Ah, sí, el periodista, el periodista —dijo el gendarme.
—En la Secretaría de Estado me han dicho que podría dirigirme a usted para cualquier…
—Exacto. Para cualquier cosa. ¡Dígame!
—Necesito un coche con las lunas tintadas, necesito que haga cerrar la Basílica de Santa Francesa Romana, y que advierta al abad de los olivetanos de que tiene que poner la Virgen a nuestra disposición… Pero no la medieval que está sobre el altar mayor, sino la de la sacristía, con los rostros que Pico Cellini sacó a la luz en los años 50.
—En los años 50 —repitió el hombre, que evidentemente estaba tomando apuntes.
—Señor Costa, le envío enseguida a mis hombres. ¿Le viene bien si salimos dentro de una hora?
—Me viene muy bien —replicó John.
—Kate, tienes que venir también tú. Correremos ciertos riesgos. ¡Pero tenemos que hacerlo!
—¡No te dijo ir solo, te seguiré como una sombra!
El Papa se muere. Ya no está consciente y se mantiene con vida por un respirador. El teletipo de la Asociated Press confirmaba las detalladas informaciones del New York Times. La subdirectora de la Sala de Prensa vaticana, convocada a la Secretaría de Estado, fue llevada a la presencia del cardenal.
—Vuelva a desmentirlo.
—Pero eminencia…
—Le digo que vuelva a desmentirlo.
—¿Cómo está el Papa?
—No está bien, pero no se está muriendo, como se dice.
—¿Tengo que repetir el comunicado?
—Quisiera algo mejor.
—¿De qué tipo?
—Coja papel y lápiz. Escriba: «La Sala de Prensa de la Santa Sede desmiente de nuevo las informaciones sobre el agravamiento de salud del Santo Padre. El Papa ha sido víctima de una fuerte gripe, pero sus condiciones generales son en conjunto satisfactorias. Y está respondiendo bien a la terapia. Recemos para que pueda volver pronto a ejercer su ministerio como obispo de Roma completamente restablecido.»El comunicado fue difundido exactamente tal como lo había dictado el Secretario de Estado.
—Maestro.
—Hay un nuevo comunicado de la Sala de Prensa.
—Siguen desmintiéndolo.
—Pero comienzan a hacer concesiones. La gripe se ha vuelto «fuerte», las condiciones son «en conjunto satisfactorias», ya no se hacen referencias a los próximos eventos, y además está la novedad de la oración…
—¿Y qué significa? Usted sabe leer perfectamente la mente del Vaticano.
—Significa que ante la publicación de la noticia, están preparando al mundo para lo peor, poco a poco… Ahora es cuestión de horas, no de días… ¿Habéis contactado con Mastrangeli?
—Lo hemos intentado en vano durante tres días. Finalmente, hoy, nuestro contacto ha logrado hablar con él. Ha cumplido hasta el final la misión que le había sido confiada.
—El Papa está acabado.
—¡Viva el nuevo Papa! —dijo en voz alta la persona del otro lado del teléfono, acompañando la expresión con una estrepitosa carcajada.
El ambiente estaba en la semioscuridad. Sólo las luces temblorosas de alguna vela y una extraña lámpara de neón que hacía la atmósfera surreal. John llevaba un chándal gris y se había puesto una gorra roja con las iniciales del Departamento de Policía de los Ángeles. También Kate había intentado camuflarse de alguna manera, con un pañolón sobre la cabeza. El abad los había acogido sin mucho ceremonial, un poco irritado por la sorpresa y por la clausura forzada de la Basílica, y los había mandado acomodar en la sacristía, dejándolos ante la imagen de María.
—Haced todo lo que queráis —dijo, marchándose por una puerta que unía la iglesia con el convento.
Los hombres de la gendarmería se habían quedado en la entrada, vigilando que nadie se acercara. John se dejó ayudar por Kate para desenganchar el pesado cuadro de la pared. No fue nada fácil. Lo apoyaron sobre la gran mesa central, que se utilizaba para apoyar los sagrados ornamentos. Ambos se quedaron tocados por la belleza de aquella imagen, tan viva, de rasgos ligeramente orientales.
—Me recuerda a algunos vivaces retratos pintados sobre tablilla egipcia que he visto en El-Fayyu’m —dijo Kate.
La mirada de la Virgen era verdaderamente profunda, penetrante.
—Imagínate que nos encontramos ante una copia del retrato original —añadió la mujer.
—Si la profesora Marcucci tenía razón, ésta es una copia de la copia de un retrato antiquísimo hallado en Jerusalén en el siglo V y adjudicado al evangelista Lucas.
—¿Y ahora qué buscamos? —preguntó Kate.
—No lo sé. Probemos a desmontarlo…
Habían llevado consigo algunas herramientas, pocas cosas, pero suficientes para comenzar. No fue difícil separar la tabla del marco. Pero su desilusión fue grande. Se dieron cuenta de que el bueno de Pico Cellini había trabajado fantásticamente como restaurador y había pegado la tela de lino pintada al encausto a la tabla. Lo que quedaba del icono antiguo ya no se podría despegar tan fácilmente como cuando había sido descubierto.
Ambos se quedaron bloqueados, como en trance. Era una característica de John encenderse de esperanza cuando buscaba una pista. Pero de la misma manera que era propenso al entusiasmo inicial, también era proclive al desánimo.
Ni siquiera oyeron abrirse la puerta a sus espaldas.
—Me había olvidado de una cosa —dijo el abad, yendo hacia ellos—. Tengo aquí un material que quizá pueda ser de utilidad. Son las fotografías y las gigantografías que Pico Cellini hizo durante los trabajos de restauración.
Era una nueva esperanza.
—¡Gracias, gracias de corazón! —dijo John, a quien le costó coger entre los brazos el fajo de carpetas empolvadas que el monje benedictino le había dejado.
John y Kate se acomodaron en una habitación anexa, mejor iluminada. Y comenzaron a hojear las fotografías. Eran imágenes muy grandes de óptima calidad. Pero no contenían ningún indicio, ninguna referencia. Estaban a punto de colocarlo todo en su sitio cuando la mirada de Kate se posó en un viejo sobre que se había deslizado al fondo de una de las carpetas.
—Parecen apuntes —dijo Kate, extrayendo unas cuartillas minúsculas y amarillentas. Debía de ser la caligrafía de Pico Cellini—. No logro entender nada. Es una caligrafía demasiado farragosa.
Costa, en cambio, no se dio por vencido e intentó descifrar las palabras del crítico de arte.
«La tela de lino pintada… debía estar apoyada sobre una tabla grabada… al contraluz eran visibles los restos de una inscripción… He logrado descifrar dos palabras en griego…».
—¡Lo ves! Había una inscripción. Precisamente como en el reverso de la Virgen del pañuelo, el icono que vi en Sergei Posad.
—¿De qué palabras se trata?
—¡Las ha anotado aquí! ¡Maldita sea! ¡Pero qué mal escribía este hombre! «…No comprendo qué pueden significar: testamento y sangre real».