22

Se abrazaron durante un buen rato. Con una intensidad jamás experimentada antes. Permanecieron así, sin atender a la presencia de don Majorana, que había querido acompañar a John al apartamento que se había puesto a disposición de Kate. Monseñor, después de haber intentado en vano llamar la atención con un par de golpes de voz, se apartó. Aunque había emergencias gravísimas por resolver, y precisamente en aquella habitación estaban los dos protagonistas decisivos de la estrategia de la Santa Sede, sabía bien que la pareja tenía derecho a un poco de intimidad.

—He tenido miedo, tanto miedo por ti —seguía repitiendo Costa.

—No soportaba la idea de que estuvieras en la cárcel —le dijo Kate.

Majorana, que no se había dado por vencido, volvió a asomarse.

—John, la situación es muy delicada: todavía no está claro tu estatus, ni en función de qué bases jurídicas estás aquí. El Santo Padre en persona se ha ocupado de ti, asegurando que no te librarías del proceso regular, y que, en caso de confirmación de las acusaciones por parte del juez de la primera audiencia, permanecerías bajo arresto de la autoridad vaticana. Sabes que dentro de los muros de esta pequeña ciudad hay una prisión, ¿verdad?

—Sí, lo sé muy bien. Una vez escribí un artículo sobre ello. Me parece que no se utiliza desde los años 60.

—Sí, más o menos… Pero existe y está en perfecto funcionamiento… En cualquier caso, aunque fuera necesario, nos fiamos de ti y podrías permanecer en el Vaticano sin necesidad de estar en una celda…

—¡Gracias! —dijo Costa, con una sonrisa sarcástica. No añadió nada más, pero estaba claro el significado de lo que dejaba entender con aquella expresión en su rostro: «¡Si he tenido problemas en América ha sido por vosotros, que me habéis enviado a hacer preguntas sobre pedofilia!».

—Don Majorana, me han hablado de las fotos… —interrumpió Kate.

—En este momento, esas fotos son el último de nuestros problemas. Nuestra relación con Israel ha conocido tiempos mejores ya antes de esas fotos y del incidente diplomático que seguirá. Hace ya años que discutimos sobre algunos problemas jurídicos y administrativos…

La doctora Duncan asintió, pero sin comprender.

—Hay problemas para la concesión de visados a los sacerdotes y religiosas que tienen que establecerse en Tierra Santa para prestar servicio en las obras de la Iglesia Católica, hay problemas jurídicos importantes por resolver, está la cuestión fiscal —añadió John.

—Debería haberse solucionado todo antes de la histórica visita del Papa a Israel antes del año 2000 —retomó Majorana—, pero entonces se hicieron muchas promesas. El Vaticano se fio, e hizo mal. Desde entonces, seguimos reuniéndonos sin concluir nunca nada. La orden de captura de la policía israelí es un nuevo problema, como en los pasados meses lo fue la foto de Pío XII en el Museo de Yad Vashem…

—¿El Museo de la Soah? —preguntó la doctora Duncan.

—Sí, ha sido renovado recientemente. Y en el pabellón de los jefes de Estado antisemitas fue colocada una foto del Papa Pacelli con una nota muy crítica hacia él…

—¡Pío XII, antisemita! ¡Menudo bulo! —comentó John, que había dedicado no poco tiempo al asunto, y había publicado un par de libros más que discretos sobre los presuntos silencios del Pontífice.

—El punto es —añadió Majorana— que esa foto representa una ofensa a la sensibilidad de todos los católicos. El que no lo sabe, el que no conoce la historia, llega ante ese panel y al ver la imagen de un Papa junto a la de los gobernantes enemigos de los judíos, se avergüenza. Se ha puesto allí adrede para provocar vergüenza, no para recordar. Porque hace falta hacer memoria de la verdad, no de las mentiras. Así que entonces también hubo tensión. Después volvió la calma, aunque la imagen, signo de desprecio a nuestras relaciones, se ha quedado en su sitio. Kate, verá cómo las cosas se aclaran también en su caso. También en el asunto del homicidio del padre Fustenberg.

—No lo sé… —dijo la doctora Duncan mientras John la abrazaba.

—Lo que está claro es que ninguno de los dos puede dejar este lugar por el momento.

—Pero hay algo que solucionar enseguida —dijo Costa—. Tenemos que ir a casa y recoger el correo. Estoy esperando un paquete de Estados Unidos. Ha sido enviado por vía aérea. Debería haber llegado ya.

—Actuaremos enseguida. Si nos dais las llaves, obviamente —respondió Majorana.

Una marea de cartas fue entregada un par de horas más tarde por un gendarme vaticano en la puerta del apartamento de la señora Marta Peña, la ex gobernanta del Papa. John se puso a excavar en aquella montaña de cartas, postales, papeles, folletos, recibos, peticiones. Se dio cuenta entonces de cuánto correo recibía a diario. Había una infinidad de gente que le escribía por los motivos más variados. Muchos enviaban manuscritos pidiendo ayuda para su publicación y eran capaces de llamar tres días después para preguntar si su trabajo había sido leído y asimilado. Otros pedían información de lo más variada. Recordaba todavía el caso de aquella señora que le había escrito una carta cada semana durante al menos seis meses, suplicando que John le ayudara a ser recibida por el Papa, al cual tenía que desvelar un secreto que le había sido revelado por Jesús. En estos casos, para evitarle trabajo inútil a la Secretaría de Estado vaticana, el periodista hacía tiempo, evitando implicar a personas que trabajaban en cosas bastante más importantes. Aquella vez, después de darle muchas vueltas, le había dicho a la señora:

—¡Escríbale usted al Papa! Estoy seguro de que Jesús encontrará la manera de dar a conocer el secreto a su Vicario…

Finalmente lo vio. Era un sobre sellado de la empresa UPS. No indicaba por ningún lado que proviniera del FBI. Samuel Ramírez, el colega de Richard Templeton, había utilizado evidentemente el nombre de su mujer o de una conocida, para hacer el envío y, sobre todo, por motivos evidentes, había evitado cuidadosamente implicar en el asunto a la organización para la que trabajaba.

Costa, pasando por encima de aquella montaña de cartas y paquetes esparcidos sobre el suelo del salón de la señora Peña, corrió en vano hacia lo que en su casa era el rincón del ordenador, pero aquí no había ordenadores. Se detuvo, abatido, como quien se despierta de un bonito sueño y quiere volver al lugar soñado. Dirigió una mirada interrogativa a su mujer, que lo observaba en silencio, sabiendo muy bien que en estas circunstancias era mejor no interrumpirlo ni hacer preguntas.

—Aquí no hay ordenador —dijo con voz disgustada la doctora Duncan.

Costa mandó traer uno en un santiamén.

Finalmente, insertó el CD y comenzó ávidamente a consultar los documentos que Richard le había enviado para ayudarle. Estaban las pruebas documentales de la relación entre Basil Sullivan y el bufete Sullivan & Co. —Attorneys, Lawyers y la Church Interfaithful Unification Enterprise de Mr. Rolf, tal como Ramírez le había dicho unos días antes al periodista, cuando fue a verlo a la cárcel. Pero había más.

—¡La madre que me parió! —exclamó John. Por suerte, la señora Peña no estaba en casa. Kate, sin embargo, estaba acostumbrada a ciertas salidas. Lo estaba mucho menos su primera mujer, que un día, mientras iba al volante, había oído cómo su hija de tres años decía: «Joder, mamá, ése conduce demasiado despacio», palabras que la pequeña Clarice había absorbido como una esponja la noche anterior, mientras acompañaba a su papá al Block Buster.

—¡Kate, mira, mira esto!

Costa le enseñó un documento, por otra parte poco legible, dictado seis meses antes. Era una prueba importante. La mujer palideció.

—Pero entonces…

—Increíble… Nunca jamás lo habría creído posible…

—John, ¿pero en qué mundo vivimos?

—En uno feo, muy feo… —dijo Costa, intentando consolarla.

El portátil que Majorana había puesto a su disposición no estaba conectado a ninguna impresora. John se limitó a guardar una copia de aquel documento en su lápiz de memoria.

—Tengo que advertir enseguida al Papa —dijo precipitándose al teléfono.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó Majorana al oír a su amigo jadeando al otro lado del auricular.

En realidad, estaban a pocos centenares de metros.

—Hay algo muy interesante, que tanto como tú como el Secretario de Estado tenéis que saber cuanto antes. Y también el Papa.

—Dejemos al Papa tranquilo… —dijo Majorana en voz baja.

—¿Por qué?

—Te lo explico en persona…

—¿No está bien? —intentó adivinar John Costa, que había utilizado muchas veces toda clase de trucos para hacer hablar a sus fuentes en el intento de extraer cualquier buena información.

—Te lo explico personalmente, he dicho…

No hubo manera de saber nada.

Costa volvió al salón donde Kate, mientras tanto, había estado recogiendo el correo diseminado por el suelo y le había dado cierta apariencia de orden.

Media hora más tarde llamaron a la puerta. Era don Majorana.

—Ven, John, vamos afuera unos minutos.

Kate lanzó una mirada a su marido, pero al no haber sido invitada, permaneció sentada en el sofá.

Apenas los dos hombres estuvieran fuera del edificio, Majorana dijo:

—John, el Papa no está bien. Esta mañana ha tenido una crisis. Ha perdido el conocimiento. Ahora está intubado.

—Do… ¿Dónde se encuentra?

—Ha querido permanecer en el apartamento. Había una habitación preparada para estas circunstancias, que no tiene nada que envidiar a la de los mejores hospitales.

—Es un error, don Stefano. Un grave error. Recuerdo lo que ocurrió en 1978 con Pablo VI y las polémicas que siguieron. Recuerde los errores cometidos ese mismo año con Juan Pablo I, cuando se infravaloran las punzadas que había sufrido en el pecho la tarde anterior a su muerte…

—Lo sé, John. Pero el Papa lo ha decidido así. Y nosotros tenemos que fiarnos de él.

—¡Pero el Papa no es un médico, Santo Dios!

—No hemos podido hacer nada… Aunque la situación es grave… Pero tú eres uno de los pocos que lo saben. No le digas nada ni siquiera a Kate.

—El caso es que yo te he llamado no para saber nada sobre el Papa, sino para enseñarte esto… —El periodista extrajo el ordenador portátil de la funda. Se pararon, sentándose en un pequeño muro, en una de las vías secundarias de los jardines del Vaticano.

—Mira, mira aquí… Lee este documento…

—¡Dios mío! —era verdaderamente raro que monseñor Majorana pronunciara el nombre de Dios en vano. Y sin embargo esta vez no había logrado contenerse ante aquella página.

—Esto significa que…

—Significa que hay una dirección única, unitaria… Nosotros hemos terminado dentro de este diseño sin saberlo…

—Recuerdo —prosiguió el prelado con los rasgos nuevamente distendidos y casi seráficos— una hermosa frase del papa Pío IX. Era 1875 y el Papa Mastai estaba contemplando un tapiz que representaba a Santa Inés. Observó en aquella ocasión: «He dicho muchas veces que el tapiz es como el símbolo de la Providencia. Y la Divina Providencia tiene dos frentes; por una parte, sus dibujos parecen oscuros y confusos, porque no son visibles para la mente humana; por otra parte, todo es ordenado y hermoso, y a menudo el Señor nos lo muestra también aquí abajo, haciéndonos admirar lo que era un secreto de su mente. Lo mismo ocurre con los tapices. Por una parte, la confusión de los hilos no nos presenta nada hermoso, pero por otro muestra sus figuras graciosas y admirables… Añado que la oscuridad y la confusión del reverso de la tela nos trae al tiempo presente, pero el anverso nos muestra el tiempo que vendrá, en el cual respiraremos, como esperamos, orden, tranquilidad y paz. Y así veremos también en esto cómo se cumple el doble diseño de la Divina Providencia…». Siempre me han gustado estas palabras. Por eso me las he aprendido de memoria. Aquel Papa, que fue acusado de no haber sabido leer los signos de los tiempos, al menos en lo que se refiere a la política italiana, tenía esta mirada y esta profundidad. Entonces los tiempos podían parecer peores que los nuestros, aunque en realidad no lo eran, John. Hoy vivimos la hora de las tinieblas. Pero tenemos que tener la certeza de que por el otro lado el tapiz será hermoso, completo, claro.

—Sí, Stefano, pero ahora nos toca intentar arreglárnoslas en medio del ovillo…

—En cualquier caso, lo que me has enseñado demuestra que nuestros enemigos están unidos. Nuestro Enemigo al final será siempre el mismo.

—¿Y qué piensas hacer?

—Hablaré inmediatamente con el Secretario de Estado. Mientras tanto, quédate al lado de Kate. Intentad sacar algo en limpio sobre lo que os ha ocurrido. Recordad hechos y circunstancias. Intentad reconstruir los diálogos de las personas con las que os habéis encontrado. Todo puede ser útil, todo puede servir en este momento. Ahora nosotros tenemos que hacer frente a una emergencia interna muy grave…

—¿Cuándo divulgaréis la noticia?

—Por el momento, no lo haremos. Resolvemos el asunto reservado en la esperanza de que se trate de una infección pasajera. Nadie sospecha nada… La reserva en estas horas ha sido total. Casi un milagro para cómo funcionan hoy las cosas en el Vaticano. Por lo demás, el Papa se ha dejado ver estos días con motivo del consistorio. No tenía muy buena cara, pero se ha dicho que estaba con la gripe y bastará hablar de fiebre alta para justificar su ausencia en el Ángelus del próximo domingo.

—¡Ah, sí, la púrpura del obispo O’Donnel!

—Es una gran persona. ¿Lo conoces?

—Sí, le he entrevistado alguna vez. Pero no se encuentra entre los que trato más a menudo.

El móvil del prelado sonó.

—Soy Majorana… ¿Qué, en serio? No es posible. Vuelvo inmediatamente.

El sacerdote estaba trastornado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó preocupado el periodista.

—El tapiz, John. Cada vez está más enmarañado… Pero… inferís portas non praevalebunt, las puertas del infierno no prevalecerán. Nos lo ha prometido Él… Tenemos que creerlo… Aunque ahora…

—¿Es el Papa?

—No, no se trata del Papa. Está a punto de hacerse público un comunicado del procurador de la República en Milán…

—¿Sobre qué?

—Se está investigando al cardenal arzobispo de Milán. Ha sido acusado de abusos sexuales a menores. ¿Comprendes a qué punto han llegado?

—¿Por qué disparan tan alto? ¿No crees que terminarán llenos de perdigones?

—Por ahora, la que está llena de perdigones es la Iglesia. ¿Pero te das cuenta? Con todas las acusaciones que se nos echan encima desde Estados Unidos e Irlanda… sólo nos faltaba también Milán. Pobre cardenal, él que es experto en bioética y teología moral…

—Acusaciones inventadas…

—No hay duda… El problema es que esta vez no le han hecho el lavado de cerebro a un niño, sino a media docena…

—¡Santo cielo!

—No quiero ni pensar lo que ocurrirá en las próximas horas.

—Esperemos que nada, Stefano.

—Ojalá, John.

—Maestro, ¿el viaje de vuelta ha sido confortable?

—Sí, claro, te agradezco tu premura. Acabo de saber lo de Milán. Felicidades de nuevo por el trabajo que habéis hecho.

—La idea, maestro, ha sido suya…

—Mi objetivo era el de crear todavía más confusión, y sobre todo crear prejuicios para siempre en la posición del arzobispo de Milán en un cónclave. No se puede elegir Papa a un cardenal sobre cuya cabeza pende una acusación de ese tipo.

—Obviamente, no. Así, las oportunidades de nuestro candidato crecen de hora en hora… —añadió con sorna el interlocutor, dejando sobreentender mucho más de lo que había dicho.

—Tenéis que estar listos… Estamos entrando en la fase final de nuestra batalla, de nuestra guerra. La victoria ya es nuestra, pero no podemos equivocarnos ni siquiera un poco. En las próximas horas podría dar la orden de destruir los papiros de los Evangelios de Pella.

—¿No cree que es un error, Maestro?

—Sería un error que por algún motivo cayeran en las manos de nuestros enemigos. Eran la prueba que buscaban desde hacía siglos.

—Sí, pero nadie sabe que esos textos existen. Ni que los conservamos en nuestro refugio en Nueva York… Los que se conocen, aunque aún no han sido publicados, son los falsos que hemos mandado preparar, los papiros con Evangelios gnósticos… Cuando llegue el momento, pondremos a disposición de los estudiosos las reproducciones, pero mientras, ya habrán sido presentados en edición crítica por profesores que hemos pagado convenientemente y que están dispuestos a hacerse matar para decretar su autenticidad.

—Esta es la situación actual… No quiere decir que las cosas no cambien en los próximos días.

—Maestro, estamos listos para seguir la orden. La decisión le incumbe a usted. Para mañana está prevista la noticia de Nueva York, la de la extraña afluencia de jovencitos en el apartamento «privado» del cardenal… Basil ha hecho un gran trabajo. Por lo demás, ¿qué se sabe de la salud del Papa?

—La habitación de reanimación no estaba accesible cuando nuestros hombres llenaron el apartamento de cámaras ocultas… No recibo imágenes… Pero a juzgar por las caras, diría que el final está más bien próximo…

—Pero no ha trascendido nada…

—No… Y querría tener alguna noticia más.

—¿Y si hiciéramos filtrar nosotros la noticia?

—Esperemos todavía un poco… Nos vemos mañana para esto.

El coche con matrícula SCV estaba detenido ante la entrada de la vivienda, con una de las puertas traseras abiertas. El conductor parecía alterado durante la espera. Finalmente, el cardenal, al que acababa de acompañar a su vivienda desde el aeropuerto de Fiumicino, apareció en lo alto de la escalera.

—¡Vamos, vamos! —dijo. Sólo hicieron falta unos minutos. Unos pocos minutos decisivos antes de encontrarse ante el apartamento del Pontífice.

—¡Venga, eminencia! —dijo el secretario particular de Gregorio XVII.

—¿Qué hay, qué ha ocurrido?

—Tiene que excusarnos. Estamos profundamente disgustados… Pero el Santo Padre… Antes de perder la conciencia nos ha pedido que le avisáramos y que le diéramos una cita… Quería verle… Por eso le hemos hecho venir a Roma…

—Comprendo. ¡No os preocupéis! Además, estoy acostumbrado a viajar por motivos de trabajo.

—El hecho es que ahora Gregorio XVII no está en condiciones de recibir visitas. Pero quisiera que lo viera por un instante…

—¿De verdad está tan mal?

—Sí, está muy, muy mal… —el secretario recalcó de manera particular aquella frase. En el apartamento se respiraba realmente una atmósfera pesada. Aunque hasta aquel momento, sus inquilinos habían conseguido que no se filtrara ninguna indiscreción. O’Donnel, que, sabiendo que tenía que ir a ver al Papa, se había vestido con sotana y fajín rojo, fue invitado a entrar durante unos instantes en la habitación de reanimación. Vio al Papa, prácticamente irreconocible, martirizado por los goteros y los tubos, indispensables para mantenerlo con vida. Se podía ver sólo parte de su rostro. Estaba adormecido.

—¿Duerme? —preguntó O’Donnel.

—No, está en coma farmacológico. Ha sido necesario inducirlo para intentar contrarrestar la infección —respondió el doctor Anastasio Facchinetti, el anciano arquiatra[14], que desde hacía treinta años atendía a los obispos de Roma.

—Pobre Santo Padre —se limitó a susurrar O’Donnel.

El cardenal presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso fue invitado a salir de la sala. Esperándolo en un saloncito, estaban el Secretario de Estado y don Majorana.

—Eminencia, obviamente le pedimos en absoluta reserva esta noticia…

—Faltaría más, faltaría más… Yo nunca he estado aquí…

—No… Verdaderamente… puede decir que ha estado… Diga que ha visto al Papa, que ha hablado con él, que se está reponiendo.

—Me habían hablado de una cita…

—Sí —atacó Majorana—, queríamos que supiera algo muy importante también para su investigación en Irlanda.

Le entregó un sobre bastante grande. Contenía el documento que Richard Templeton había procurado para John Costa. Antes de ser asesinado por los amigos del abogado Basil Sullivan y de Mr. Rolf.

—Lea y verá…

O’Donnel abrió el sobre, extrajo el folio y leyó.

—¿Qué significa esto?

—Significa —explicó Majorana— que Basil Sullivan, el abogado del bufete Sullivan & Co. —Attorneys, Lawyers de Nueva York, el que lleva la gran mayoría de las causas relacionadas con presuntos episodios de pedofilia en el clero americano, es accionista mayoritario de una sociedad, la International Overseas Research, con sede en Panamá, que a su vez controla la Media Group Trading, un importante grupo que ofrece servicios periodísticos y televisivos con conexiones con las principales agencias de información internacionales. ¿Comprende ahora por qué, eminencia, algunas noticias relacionadas con los sacerdotes son destacadas mientras otras son silenciadas?

—¡Es horrible!

—Pero esto no es todo —le interrumpió el cardenal Secretario de Estado—. Siga adelante con la lectura…

—¿Ha visto? —preguntó Majorana.

—¿El qué?

—Ese nombre, al final de la página…

—¿Este? —O’Donnel indicó con el dedo, enseñando el vistoso anillo cardenalicio que le habían regalado sus sobrinos.

—Precisamente éste… La NY Archeological Foundation. La fundación que ha financiado las excavaciones de Pella, la fundación que ahora posee los originales —eso dicen— de esos Evangelios gnósticos que pueden hacer tambalear dos mil años de certezas de la Iglesia católica. Basil Sullivan está relacionado también con ellos…

—¿Y por tanto? —preguntó O’Donnel, que parecía no captar el significado de aquella relación.

—Por tanto, hay una única mano, una única organización que está detrás al mando: primero, con la publicación de la novela de Murphy Darrow, ese tebeo sobre el sangreal y los amores de la Magdalena. Segundo, con la investigación y el descubrimiento de los Evangelios gnósticos de Pella, sobre los cuales tenemos muchísimas dudas. Nos consta, de hecho, que aquellos hallazgos eran más bien del signo contrario. Lástima que quien hubiera podido testimoniarlo haya sido asesinado. Tercero, con la campaña contra la Iglesia católica, basada en las acusaciones de pedofilia en el clero, gestionada de manera unitaria. Y cuarta y última, con la campaña mediática de artículos, retransmisiones y encuestas periodísticas sobre la pedofilia en la Iglesia. Todos estos hechos parecen ligados los unos a los otros y, junto al bufete Sullivan, el otro elemento unificador está representado por la Church Interfaithful Unification Enterprise de Mr. Rolf, una extraña organización americana.

O’Donnel permaneció en silencio, aterrorizado.

—Vivimos un momento crucial, eminencia, y es cierto que la imprevista enfermedad del Papá no nos ayuda…

—Decidme cómo os puedo ser útil.

—Es necesario que nos ayude a descubrir algo más sobre esta organización.

—Pero yo…

—Usted es el presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso… Mr. Rolf estaba presente el otro día en la conferencia de Washington, cuando fueron presentados en primicia unos pasajes del Evangelio gnóstico de Tomás que parecen confirmar la teoría de una relación entre Jesús y la Magdalena.

—Sí, algo he leído… Estaba aquel escritor… Murphy Darrow. Y una extraña princesa…

—Todo folclore —observó Majorana.

—Bien, no hay tiempo que perder —les despidió el Secretario de Estado, que en aquellos días parecía haber envejecido al menos diez años.

También las imágenes de ese encuentro habían aparecido puntualmente en las pantallas de la habitación secreta insonorizada, donde el Maestro tenía su cabina de dirección. Pero en aquel momento no estaban sólo los ojos indiscretos de las cámaras ocultas observando a los tres prelados. Había también oídos indiscretos. Los de Anselmo Mastrangeli. Al salir, la mirada de O’Donnel se cruzó con suya, y le pareció captar un extraño brillo en sus ojos

Aquella noche, Majorana quiso cenar con John y Kate.

—Lo siento, ninguno de vosotros dos estáis en condiciones de salir de aquí —dijo el prelado.

—Comeremos igualmente bien en casa —dijo la doctora.

John intentó distraerse haciendo la compra en la tienda propia del Vaticano, donde uno encontraba, entre otras cosas, una óptima carne de buey importada directamente de Argentina. Compró, como siempre, cosas útiles y muchas cosas inútiles. Era su destino terminar siempre así cada vez que iba al supermercado. Kate preparó unos platos muy sencillos y, obviamente, la salvaron las provisiones que la señora Peña tenía siempre en casa. A menudo, algún mexicano, después de haber saludado al Pontífice, se pasaba a ver a su ex gobernanta y se quedaba a cenar. Así que no faltaban las especias picantes.

John, fiel a las consignas recibidas, no le había dicho nada a Kate sobre las condiciones de salud del Papa, pero se había sorprendido de que ni siquiera la señora Peña hubiera sido advertida. El Vaticano se encontraba mucho más en forma de lo previsto a la hora de gestionar la crisis.

—Entonces, ¿habéis comenzado a escribir? —preguntó don Stefano Majorana, dándole un bocado al filete de lubina ahumada sobre un lecho de naranjas rojas.

—Bueno, todavía no —respondió Kate.

—Quisiera pediros un favor —añadió monseñor.

—Pedid y se os dará —respondió Costa.

—Tenemos que intentar defendernos de esta campaña mediática.

—¿Hablas de la pedofilia? —preguntó el periodista.

—No, ahora hablo de los Evangelios gnósticos, de la expedición de Pella, de los hechos que ha vivido Kate como protagonista… A propósito, estamos intentando mantener a raya a los israelíes, al menos durante algunos días: hemos respondido oficialmente que la fotografía en la que se ve a Kate dentro del Vaticano fue hecha el año pasado. Nos hemos inventado una fecha, una circunstancia.

—¡No lo puedo creer! —lo interrumpió John—. ¡La Santa Sede diciendo mentiras!

—Es cierto, el Vaticano nunca dice mentiras. Como mucho, no dice toda la verdad, como ha ocurrido por ejemplo con la muerte del papa Luciani, con el tercer secreto de Fátima… ¡Pero estamos en guerra y tenemos que combatir! Por eso, y comprendo que quizá te sorprendas, al menos para mí, ciertas reglas ya no valen… Os decía que en ese aspecto gozaremos de algunos días de tregua. Al menos, hasta que algún perito de Tel Aviv demuestre que la fotografía es reciente. Pero necesitarán tiempo…

—¿Qué favor querías pedirnos?

—Tenemos que intentar llegar al fondo de este asunto de los Evangelios. Tenemos que intentar encontrar el Testamento de María…

—El papiro que yo he tenido en la mano…

—Eso será difícil, si no imposible. Ah, a propósito… las investigaciones de la policía científica sobre aquella papilla de papiro han evidenciado que no había restos de resina epoxi.

Kate dejó caer el tenedor sobre el plato y se quedó con la boca abierta.

—Entonces… entonces puede ser…

—Sí, Kate, puede ser que ese texto haya sido robado, no destruido. Esa papilla no pertenecía al original que usted llevó a la casa del padre Fustenberg. Lo han matado precisamente para poder llevárselo.

—No… no te sigo —dijo John con cierto desánimo.

—Es sencillo —prosiguió Majorana—. Sobre la mesa del viejo estudioso dominico, al cual Kate le había dejado en custodia el papiro más pequeño hallado en Pella, junto al cadáver, fue hallada una papilla de papiro… Totalmente inútil para cualquier identificación. Pero…

—Pero antes de dejar solo al padre Fustenberg —dijo Kate—, había trabajado con el papiro utilizando mi método. Si aquella papilla era el testamento de María, deshecho no se sabe muy bien cómo, o voluntariamente destruido por los asesinos, necesariamente habría huellas evidentes de resina epoxi…

—¡Pues claro, ahora entiendo! —observó el periodista.

—El hecho de que no las hubiera, como ha podido saber el nuncio apostólico en Israel gracias a canales propios, nos dice que ese texto quizás exista todavía.

—¿Y no serviría contactar con la NY Archeological Foundation?

—Creo que no —respondió el monseñor—. Han dicho públicamente que han hallado los textos más antiguos de los Evangelios gnósticos. No han hablado del Testamento de María. Y sinceramente, no creo que en caso de que lo tuvieran nos lo fueran a contar. Os quería pedir un favor…

—No paras de decirlo, don Stefano, pero nunca vas al grano.

—Quisiera que os dedicarais al Testamento de María a partir de las fotos de Safarevic… Quisiera que hicierais algunas investigaciones…

—¡Pero si no podemos movernos de aquí! —le recordó John.

—No hace falta. Si necesitáis ver a alguna persona que se encuentra en Roma, bastará con mandarla venir al Vaticano. Y si os hacen falta libros o códices antiguos, bueno… La Biblioteca Vaticana no anda muy escasa al respecto.

—De acuerdo, lo haremos.

La cena fue interrumpida por una llamada. Majorana salió rápidamente de la casa de la señora Peña. No dijo una palabra. John comprendió que tenía que tratarse del Papa.

—Señor Costa, usted no necesita presentación. Dígame qué necesita. Hay dos personas a su completa disposición: el doctor Minguzzi y la doctora Arcando. En este periodo, la Biblioteca está cerrada. No hay más investigadores. Estamos haciendo trabajos de reestructuración.

Monseñor Odini era un hombre bajo y delgado, con el pelo engominado peinado hacia atrás. Se movía a trompicones y no paraba de hablar. John comprendió que era el mucho tiempo pasado en soledad, entre los libros, lo que provocaba aquella conducta. Cuando estaba junto a otras personas, no dejaba pasar ni un instante de silencio.

Costa y su mujer fueron invitados a acomodarse en una de las salas de consulta. Sus dos ayudantes se sentaron ante los mostradores, dispuestos a auxiliarlos si fuera necesario. John había pedido libros y códices relacionados de algún modo con el icono de la Salus Populi Romani, la imagen mariana venerada en Santa María la Mayor.

—Hay quien piensa —le explicó a Kate— que las imágenes más antiguas representaban a la Virgen vieja, no joven. Según una antigua pero legendaria tradición, habría sido Lucas el Evangelista quien realizara el primer retrato de María.

El periodista contó la historia de Licinia Eudoxia, releyendo los apuntes que había tomado tras los encuentros con el profesor Safarevic en Moscú.

—Era la hija del emperador Teodosio II, se prometió con el futuro emperador Valentiniano III, y en aquella ocasión hizo un voto: si el matrimonio se llevaba a cabo, peregrinaría a Tierra Santa. Eudoxia se casó con Valentiniano el 29 de octubre del 437. Al año siguiente emprendió el viaje y llegó a Palestina, donde se quedó hasta el comienzo del año siguiente. Desde allí, según algunas fuentes, habría enviado a su cuñada, que se había quedado en Constantinopla, el icono de María pintado por el Evangelista Lucas. Valentiniano III y su mujer Eudoxia partieron hacia Roma y se detuvieron en el Palacio Imperial del Palatino. Permanecieron allí algunos meses. En aquella época, ya había sido construida sobre el Esquilino la Gran Basílica de Santa María la Mayor, dedicada a María Madre de Dios, tal como había sido solemnemente definida la Virgen por el Concilio de Éfeso. Es probable que Eudoxia llevase consigo una copia de la imagen de la Virgen. Quizá también en Roma exista una copia…

—John, no logro seguirte. Estamos buscando un texto, no una imagen.

—Pero Kate, en Moscú, la referencia al texto que has tenido entre las manos sin poder leerlo, está en el reverso de un icono.

—Eso no significa nada.

—Lo sé. Pero es una pista, aunque muy débil.

—Y nosotros, ¿de dónde partimos?

—No tengo ni idea… pero te quiero.

—Bueno, es verdaderamente un buen comienzo —suspiró ella.