21

La decisión tenía que ser tomada en pocos minutos. El hombre se movía en el despacho oval dejando entrever toda su irritación.

—No sé qué hacer, Jason. ¡Me ha enredado ese viejo!

—Señor, lo sé, no es fácil…

—Maldición… en teoría, no tenía poderes para…

—No, señor, en realidad… es posible… Hay un escamotage… Piense en Guantánamo.

—Guantánamo aquí no tiene nada que ver… No se trata de un acusado por acciones terroristas.

—Lo sé, pero, esta vez, el que se lo ha pedido…

—Esta vez el que me lo ha pedido ha sido el Papa en persona.

—Ese mexicano… —dijo el hombre mirando a través de la gran cristalera que se abría hacia el jardín.

—Es de nuestro interés mantener buenas relaciones… Hay programado un viaje en los próximos meses.

—Jason, ¿crees que me importa algo el viaje de ese mexicano? Yo estoy terminando mi segundo mandato.

—Debe pensar en el partido, en su sucesor.

—Qué más da. Ganará a esa mujer o bien al medio musulmán —había dureza, y también un punto de desprecio en sus palabras.

—Créame, es mejor considerar seriamente esta propuesta…

—No lo sé, Jason, de verdad que no lo sé…

No era fácil para el presidente de Estados Unidos de América, en su momento más bajo en popularidad, con una serie de catastróficas misiones militares en curso en todo el mundo, consentir a una propuesta directa y precisa del Papa. Para colmo, se trataba de un Papa mexicano. México había sido siempre considerado por cierta oligarquía americana como el patio trasero de Estados Unidos. Y no habían contribuido a calmar los ánimos las denuncias precisas que Gregorio XVII había hecho a favor de los inmigrantes latinoamericanos o ciertas tomas de posición sobre la globalización. El presidente había leído y releído con cierto fastidio las palabras contenidas en la homilía de la Epifanía.

«Con Jesús, la bendición de Abraham se ha extendido a todos los pueblos, la Iglesia universal, como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. También hoy, todavía, es verdadero cuanto decía el profeta: “Una niebla densa envuelve a las naciones”. No se puede decir realmente que la globalización sea sinónimo de orden mundial, sino lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica, el acaparamiento de los recursos energéticos, hidrológicos y de las materias primas, hacen difícil el trabajo de cuantos a cualquier nivel se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario. Necesitamos una esperanza más grande, que permita anteponer el bien de todos al lujo de unos pocos y a la miseria de muchos. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios… No un Dios cualquiera, sino el Dios que posee un rostro humano. El Dios que se ha manifestado en el Niño de Belén y en el crucificado y resucitado. Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y se arruina uno a sí mismo y al mundo… La moderación no es sólo una regla ascética, sino también un camino de salvación para la humanidad. Y es evidente que sólo adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del serio trabajo por una distribución igualitaria de las riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible. Por eso hacen falta hombres que nutran una gran esperanza y posean mucho valor».

Palabras sobrias y perfectamente en línea con cuanto la Iglesia católica había enseñado siempre. Pero que no habían agradado en absoluto al inquilino de la Casa Blanca, que se sentía precisamente protagonista de la carrera por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos.

—Recuerde que con la Iglesia católica tenemos muchos puntos en común.

—Lo sé, Jason, lo sé… —respondió con cierto fastidio el presidente.

—La defensa de la vida humana, la lucha contra el aborto, el derecho a defendernos del terrorismo… El hecho de que Su Santidad venga por primera vez a Estados Unidos después de su elección y se detenga a rezar en la Zona Cero, representa un evento importante, yo diría que histórico. Le recuerdo que Gregorio XVII pasará el día de su cumpleaños en la Casa Blanca, una ocasión que no podemos perdernos a tan poca distancia de las elecciones presidenciales.

—Jason, no me dices nada nuevo… En cualquier caso…

—El presidente es usted, señor. A usted le toca decidir.

El hombre permaneció de pie ante el escritorio macizo. Miró al jefe del equipo salir de una de las puertas blancas laterales del despacho oval. Comenzó a mover nerviosamente una pluma y un bloc de notas, cambiándolos de posición. Parecía decidido a levantar el auricular. Después volvió a pensarlo, y empezó a caminar de un lado para otro por la gran alfombra azul con el emblema de Estados Unidos en el centro.

Finalmente se decidió. Levantó el auricular de uno de los tres teléfonos que tenía sobre escritorio:

—Páseme con el Secretario de Estado… Albert, soy yo.

—Presidente…

—Ordena que un tal John Costa, periodista, arrestado hace unos días por un caso de abusos sexuales a un menor, y actualmente encarcelado en Rikers Island, sea entregado a los servicios secretos. Lo enviarás inmediatamente a Washington.

Es una operación bajo la directa responsabilidad del presidente de Estados Unidos.

—No sé si…

—Es una orden del presidente, Albert.

—De acuerdo, George.

El hombre colgó. Estaba lleno de tensión.

Entró de nuevo Jason Jefferson, el jefe del equipo.

—Está el vicepresidente en la línea uno… presa del pánico.

El hombre se sentó y cogió el teléfono.

—¿Qué hay, Dick?

—Me he enterado de la petición que te llegó del Vaticano anoche.

—¿Y bien?

—Quería decirte que no se lo permitas. No les permitas que venzan.

—¿Por qué, Dick?

—Nuestros amigos no quieren… Es importante que las cosas sigan su curso, ese periodista tiene que quedarse dentro.

—Pero es que ya lo he decidido, Dick…

—Nuestros viejos amigos se van a sentir mal, muy mal.

—Tienes que entenderme, no podía hacer otra cosa. El Papa vendrá dentro de algunos meses… No podía decirle que no… Haber consentido a su petición nos permitirá en momentos de necesidad pedirles algo a cambio. Y te aseguro que habrá ocasión para ello.

—Me temo que nuestros amigos ya no nos apoyarán como antes…

—¿Qué te preocupa, Dick? Tenemos fecha de caducidad. Yo estoy concluyendo mi segundo mandato y tú, con tus siete bypass y la carga de anticoagulantes que tomas en el desayuno, merienda y cena, no estás ciertamente en las condiciones de ser candidato… ¿Qué te preocupa, Dick?

—No estoy pensando en la política, George. Estoy pensando en muchos intereses que tenemos en común con ellos…

—Bien, me confío a ti, como siempre… Espero que puedas explicarles que esta vez me he visto obligado a decidirme en esta dirección.

—De verdad que ya no te entiendo… ¡Y desde hace bastante tiempo! —dijo, lapidario, el vicepresidente, cortando secamente la conversación

La publicación de los primerísimos resultados de la misión en Pella fueron acogidos en Estados Unidos con enorme satisfacción. Aquella mañana, Mr. Rolf, de la Church Interfaithful Unification Enterprise, había convocado una rueda de prensa en un hotel de Washington. Estaba anunciada la presencia de Eugene Harvey, de la NY Archeological Foundation, pero, sobre todo, de Murphy Darrow, el autor de la exitosa novela sobre la sangre real y la descendencia de la Magdalena, que había contribuido a propagar por todo el mundo una vieja leyenda esotérica ligada a los templarios y al improbable papel de Leonardo da Vinci. A mediodía, muchos periodistas habían acudido al gran salón de congresos del hotel The Hay Adams en Lafayette Square, 1. Rolf, hasta aquel momento un personaje poco conocido, estaba radiante. Harvey tenía consigo algunas imágenes de los papiros recuperados en Jordania.

Tomó la palabra en una sala abarrotada, con una barrera humana de fotógrafos y cámaras delante.

—Gracias al hallazgo de estos antiquísimos papiros, que se remontan a los primeros decenios del cristianismo, hemos deducido que aquel cristianismo era bastante más variado y complejo de lo que se pudiera imaginar. Había una corriente de pensamiento que poco a poco tomó ventaja sobre las demás y que se impuso a todas —mejor dicho, a casi todas— como la única que se decía a sí misma verdadera, fundando la ortodoxia católica y definiendo todas las demás doctrinas y conocimientos como heréticos, apócrifos, destinados de esta manera a ser olvidados. Sepultados. De la existencia de estas discrepancias estábamos ya bien informados antes de este excepcional hallazgo, gracias a la obra de los polemistas católicos de los siglos II y III. Me refiero a Ireneo, Tertuliano, el Pseudohipólito, Clemente y Orígenes. Sus escritos nos han llegado y a través de ellos, que contestaban a los gnósticos, hemos conocido algo de los propios gnósticos y de sus doctrinas olvidadas. Algún estudioso empieza ya a hablar no de cristianismo sino de cristianismos. Es hora de releer esta historia por parte de los vencidos, de los olvidados, de aquellos cuya memoria se ha intentado borrar de la faz de la tierra. La Iglesia católica tiene una enorme responsabilidad en todo esto. Ha llegado el momento de «liberar» la verdad, de dar a conocer al mundo que aun antes de la redacción de los Evangelios canónicos, se habían escrito estos textos sobre Jesús y su vida. El hombre de Nazaret nunca se quiso presentar a sí mismo como Dios, sino como el hombre perfecto, el ser espiritual que nos ha enseñado el camino del conocimiento y de la salvación. Cuántas mentiras han sido propagadas en su nombre y cuánto mal se ha hecho a las mujeres por parte de quienes se decían sus ministros. Hay un universo entero por descubrir.

Un aplauso entusiasta subrayó sus palabras. Provenía del fondo de la sala, donde se encontraba un grupo de adeptos de la Church Interfaithful Unification Enterprise. Rolf permaneció en silencio, sentado ante el escritorio revestido de paño verde, en medio de la tarima. Escrutaba con su mirada penetrante los rostros de los periodistas, concentrados en tomar notas. Los vio alicaídos. No todos sabían quiénes habían sido Ireneo y Tertuliano. Quizás Harvey había exagerado, dejándose llevar por el entusiasmo.

Antes de que Rolf se levantara para ir hacia el pequeño podio con el atril, la corresponsal de un diario romano levantó la mano para hacer una pregunta y antes de que se le diera la palabra, empezó a preguntar:

—¿Y qué va a hacer ahora la Iglesia católica?

Rolf la miró y esbozó una ligera sonrisa. Después, tomó la palabra, mientras en la sala caía un extraño silencio, casi milagroso para una rueda de prensa.

—Nosotros no queremos atacar a nadie, no somos enemigos de nadie. Siempre hemos creído que el conocimiento, el verdadero conocimiento que Jesús de Nazaret ha traído sobre la tierra, completando las antiguas doctrinas del zoroastrismo, del hermetismo y de las filosofías helenísticas, está contenido en los Evangelios que la Iglesia se ha esforzado por esconder. Nosotros hemos creído en el conocimiento y hemos tenido razón. Este hallazgo representa un signo divino, la prueba tan esperada. Pero ninguno de nosotros pretende usarla como una maza contra las demás confesiones e Iglesias. Cada uno es libre de creer lo que quiera. Nosotros deseamos únicamente la verdad. Y este apabullante hallazgo nos dice simplemente que los Evangelios llamados gnósticos, tradicionalmente atribuidos al segundo o al tercer siglo, son en realidad antiquísimos. En realidad, no poseemos ejemplares tan antiguos de los Evangelios que la Iglesia ha considerado canónicos. ¿Dónde está por tanto la verdad?

Un bosque de manos alzadas fue la reacción a sus palabras. Pero antes de dar paso a la rueda de prensa como tal, se dio la palabra a Murphy Darrow, el autor de la novela. Era un hombre bastante seco, con el rostro un poco descolorido y los ojos pequeños y hundidos. Tenía el pelo tirando a rubio, largo y abundante. A diferencia de Rolf y Harvey, no emanaba ningún magnetismo y al verlo se le podría confundir con uno de esos profesorcillos juveniles de los colleges americanos, enamorados de sí mismos y rodeados siempre de jovencitas parlanchinas.

Darrow asumió un tono serio y autoritario, que no casaba nada con su aspecto.

—Mi investigación… ha sido tachada de herética y combatida de todas las maneras posibles por la Iglesia católica. Han intentado hacer callar, sepultar una vez más la verdad sobre Jesús y María Magdalena y su descendencia, que todavía existe… —dejó por un momento en suspenso su discurso para generar tensión y expectación—. Sí —prosiguió—, la descendencia de Jesús todavía existe… Han hecho de todo para eliminarla, ocultarla, destruirla… Hombres sin escrúpulos, aferrados a su oscuro poder, han mentido durante siglos a la Humanidad sobre el mensaje de liberación y belleza que Jesús, el hombre, trajo a la tierra. Han ocultado el verdadero conocimiento… Pero la verdad ha resurgido con toda su fuerza y su poder, como un río subterráneo que quiebra la roca y vuelve a la superficie. Esta verdad está ahora a disposición del mundo, este tremendo, científico desmentido de cuanto la Iglesia católica lleva enseñando desde hace siglos. Esta verdad que ahora se os ofrecerá con pruebas irrefutables… La mía no era una novela más: millones de lectores en el mundo se han dado cuenta.

No hubo especiales reacciones a las palabras del escritor. Pero la tensión se podía cortar con un cuchillo en el salón de congresos de The Hay Adams hotel de Washington. Harvey volvió a adelantarse, se apagaron las luces y se proyectaron unas gigantografías en la enorme pantalla al lado del atril. Eran las primeras imágenes de los papiros recuperados en Pella.

—Son apenas primicias, para que el mundo conozca la importancia del hallazgo. Nuestra fundación ha creído mucho en esta investigación. No podíamos saber si saldría algo interesante. Y nos hemos encontrado con un tesoro entre las manos… —Harvey pidió atención para un párrafo del texto, bastante extenso, en griego—. Es del Evangelio de Tomás. Se hace una referencia explícita a la descendencia de Jesús. Os traduzco este pasaje: «Mil años pasarán, y no más de mil. Finalmente la estrella negra y dorada brillará de nuevo, en una sola Arca se reunirá la estirpe, serás Joseph, pero hija de Eva. Y la verdadera comunidad del Hijo será reunificada».

Los periodistas se quedaron sin palabras. ¿Qué significaba aquella frase misteriosa y abstrusa?

Murphy Darrow no cabía en sí de gusto. Se acercó al micrófono.

—Esa profecía se cumple hoy ante vuestros ojos —dijo con un gesto algo teatral—. Estoy feliz de presentaros, a vosotros y al mundo, a la princesa Josephine d’Hauteville Avril de Burey d’Anjou Puoti Putiatin.

Una joven que podría tener unos veinte años entró por una de las puertas laterales de la sala, donde había un saloncito que se utilizaba para acomodar a los ponentes de los congresos que esperaban el momento de su intervención. Vestía de manera sencilla, casi desaliñada. Llevaba un traque de chaqueta oscuro. En su rostro no había ni un ápice de maquillaje. Se abrió paso en silencio y fue a sentarse al lado de Rolf. Darrow la miró durante unos instantes, antes de retomar la palabra.

—El nombre hierático de los Altavilla era Alfen, cuyo origen es similar al de los Elfos, hijos de la luz, un mito ariano de Odín y de Freya. Es la misma ascendencia del mito de la Estirpe Litomerovingia de los Longobardos y de los Veiblinghen. La Estrella, negra o dorada, de ocho puntas, proviene de Siderei, estirpe de las Estrellas, del Infinito. Los Elfos custodiaban el mito de Venus Freya —o Pothos— DAUFERde auter aufer—, auteville stauferille…

Los rostros de los presentes mostraban cada vez más dudas. ¿Qué significaba aquel montón de nombres farragosos?

—La princesa que tenéis aquí delante desciende de la dinastía de los Angoulemme, que confluye en la estirpe común de los Anjou Plantagenet. El nombre Altavilla traduce también Rama-tea, Alteza divina, del origen de la estirpe de Arimatea, dinastía del rey Fortis, cuyo nieto Fermond, al casarse con la princesa merovingia Argotta, dio origen a la estirpe provenzal Graálica, cuyo nido era Avril de Saint Genis Saint Tonge, nombre arcano de la Staufer Friius, es decir, los Hohenstaufen. Josephine es la última descendiente del Grial, de la dinastía iniciada con la unión de Jesús con la Magdalena… Y todo esto ha sido escrito hace casi dos mil años en el Evangelio gnóstico de Tomás. Esto que he contado en mi novela ha demostrado ser cierto al cien por cien —concluyó radiante el millonario escritor.

La perplejidad de los asistentes crecía. Pero ahora había una historia que contar, y había un personaje de carne y hueso que aseguraba descender directamente del Nazareno.

La noticia dio la vuelta al mundo en un abrir y cerrar de ojos.

—Monseñor, el Papa quiere verle enseguida… —dijo el secretario.

Don Majorana se precipitó hacia el apartamento papal y se encontró a Gregorio XVII todavía más debilitado que el día anterior.

—Santo Padre, ¿cómo está?

—Pues nada bien, como verás. Hay algo… Tengo algo… No han conseguido encontrar nada… Y sin embargo…

Majorana sabía que la noche anterior, una hora antes de la cena, habían llevado al Pontífice, en un todoterreno con las lunas tintadas, a una clínica privada cercana al Vaticano para someterlo a un TAC. El examen no había revelado nada serio.

—Le confieso que estoy mal, estoy verdaderamente mal…

Lo decía agitándose. Majorana se quedó pensativo al encontrarlo en aquellas condiciones y empezó a dar vueltas alrededor de la habitación repitiendo en voz alta:

—Debe curarse lo más pronto posible. Haga que lo ingresen en el Policlínico Gemelli… Hay una habitación siempre lista para el Papa.

—Dejémoslo estar por el momento. A todo esto, ¿has oído lo de la rueda de prensa de Washington?

—La he seguido prácticamente en directo… Había un hombre de nuestra confianza entre los periodistas.

—¿Y qué piensa al respecto?

—Cuando he sabido que estaba Eugene Harvey, de la NY Archeological Foundation, pero sobre todo que estaba Murphy Darrow, he comprendido enseguida el valor de la iniciativa… Una payasada, Santo Padre, una auténtica payasada…

—¿Qué me dice de los papiros? ¿Y de la princesa? ¿Y del tal Rolf?

—De Rolf no sé nada. Sobre los papiros, estoy investigando, pero mientras estén siendo conservados y estudiados por la NY Archeological Foundation nadie podrá tener acceso a esos textos y estaremos condenados a tragarnos las «revelaciones» dirigidas por Harvey. Sobre la princesa, por último, tengo algo que enseñarle. Esa genealogía citada por Darrow no es absoluto algo nuevo. Se encuentra todo en Internet, ligado a los presuntos «misterios» de Rennes-le-Château…

—No me diga que vuelve a salir esa historia, la de aquel sacerdote, Saunire…

—Precisamente ésa, Santidad… Es la leyenda de la columna que contenía antiguos rollos con la revelación sobre los orígenes del propietario de Hautpouly. Según esta nueva teoría, se aludiría en realidad a la columna izquierda llamada Fortis o Boaz del Templo de Jerusalén, el construido por el rey Salomón.

—Perdóneme, Majorana, pero no le sigo…

El Papa daba verdadera pena. Tenía el rostro hundido y doliente. Y nunca había cultivado demasiado interés hacia las leyendas esotéricas.

—Hábleme de la princesa.

—En Internet se encuentra todo. También la historia de la princesa. Aunque la señorita Josephine d’Hauteville Avril de Burey d’Anjou Puoti Putiatin, si bien se había jactado de unos orígenes nobiliarios que la llevan al «estupor mundi». Federico Barbarroja, nunca se había definido como miembro de la presunta dinastía de Jesús.

—¿Y cómo es que se encontraba en Washington en la rueda de prensa?

—Lo ignoro, Santidad. No me gustaría que hubiera caído en una trampa.

—¿Hay noticias de John Costa?

—Parece que son buenas. Cuando usted me ha llamado, acababa de terminar una conversación con el nuncio apostólico en Estados Unidos. Parece que el Presidente ha decidido atender su petición, Santo Padre, un gesto de buena voluntad en vista del viaje que está programado.

—Quién sabe si por esa fecha estaré vivo todavía… —dijo Gregorio XVII, recalcando las últimas palabras.

—Para una cosa que va bien… Pero… —se interrumpió Majorana.

—¿Qué me quiere decir, monseñor?

—¿No le han contado nada sobre la doctora Duncan?

—No, nada. ¿Por qué? ¿Qué le ha ocurrido?

—Nada grave. Pero un diario publica hoy una foto de la doctora en la terraza del apartamento, aquí en El Vaticano. Ya hay una protesta por parte del gobierno israelí.

—Esto no lo necesitábamos… Esperaba que al menos durante algunos días… Verá, monseñor, me siento como el comandante de una nave en la cual continuamente se abren nuevas grietas. La tripulación, a pesar del miedo y el extravío, actúa con prontitud y logra taparlas. Pero en cuanto una está cerrada, se abre otra, y después otra más… Hasta el infinito.

Majorana permaneció en silencio, con los ojos en blanco, ante el viejo mexicano vestido de blanco. No habían pasado más que unos pocos años desde la elección, y sin embargo parecía tener sobre sus espaldas medio siglo más.

Estaba a punto de salir después de despedirse, pero la voz todavía sonora del Pontífice hizo que volviera sobre sus pasos.

—Ah, Majorana, una cosa más.

—Aquí estoy. Dígame, Santo Padre.

—Quería decirle que no se olvide del Testamento de María.

—Pero… De acuerdo, de acuerdo —susurró el monseñor, que no lograba entender por qué el Papa, en aquellas condiciones físicas y con tantos pensamientos en la cabeza, volvía a hablarle de aquella historia.

El jet privado procedente de Cork aterrizó con algunos minutos de adelanto sobre el horario previsto en una de las pistas secundarias en el aeropuerto de Newark. Había cinco personas esperando al invitado.

—Maestro, es un placer volver a verlo.

Cada uno de los presentes le dio la mano al hombre cuando bajó de la escalerilla, acompañando el gesto con una inclinación de deferencia.

—Tenemos poco tiempo —dijo el invitado—. Me imagino que estáis al tanto de lo que está ocurriendo en Roma. Tendremos pronto novedades importantes, visto el estado de salud del viejo…

—Nos daremos prisa. Le ruego que me siga, por favor —dijo el más joven de los adeptos, que tenía el pelo engominado y llevaba gafas oscuras. La comitiva se dirigió a uno de los hangares de la Terminal secundaria, reservada a los vuelos privados. Mientras alcanzaban los dos Mercedes negros brillantes, otro de los acompañantes se dirigió al huésped.

—¿Puedo felicitarle?

—Déjelo para más tarde, para cuando nuestro plan esté completado. Lo que ha ocurrido en los últimos días es apenas una etapa. Apuntamos a la victoria final. Será el acontecimiento de la nueva era, de la Era de Acuario.

Los coches se deslizaron veloces, atravesando los amplios carriles que conducían al aeropuerto de la ciudad. El día era hermoso y soleado. Nadie tenía ganas de hablar durante el trayecto, que duró poco más de media hora. Entraron a los garajes subterráneos del edificio de la «Grand Lodge F. & A. M. State of New York», en la calle 23 Oeste. Era la sede de la logia masónica más importante de la Gran Manzana. Pero la pequeña comitiva no entró en los amplísimos y decorados locales de la Grand Lodge, donde se veían vidrieras dignas de las mejores catedrales católicas. Tomaron otro camino, directo hacia los sótanos del imponente edificio. Recorrieron un largo pasillo, atravesando tres barreras distintas. Para pasar la primera, todos tuvieron que identificarse mostrando una tarjeta magnética especial e insertando cada uno un código alfanumérico. Para pasar la segunda, se tuvieron que someter a la detección electrónica de la pupila. Finalmente, para la tercera, fue suficiente que cada uno de ellos apoyase la mano derecha sobre un lector de huellas digitales.

Cada puerta blindada se abrió lentamente, dejando entrever los imponentes goznes de acero y los tubos que se introducían en el suelo, mientras una voz inquietante y metálica repetía tres veces seguidas: Bienvenido, Maestro.

Los seis llegaron a una habitación de notables dimensiones, sin ventanas, a mitad de camino entre las cajas fuertes de un banco y la sala de reuniones de un hotel de lujo. En el centro había un extraño mosaico que representaba una estrella negra de ocho puntas dentro de un escudo dorado. Bajo unas tecas de cristal estaban dispuestos, completamente desenrollados, los papiros de Pella.

Se abrió una puerta.

—¡Qué placer! Finalmente está aquí —dijo Eugene Harvey, abrazando al hombre vestido de negro. Lo mismo hizo Rolf, que había entrado en la habitación instantes después de Harvey.

—¡Et inferís portas… praevalebunt! —dijo el Maestro, mirando los papiros.

—Aguardamos instrucciones. ¿Qué debemos hacer?

—Aquí están a salvo de miradas indiscretas. Vamos a esperar antes de destruirlos. Me gustaría echarles un vistazo —dijo con un traicionero atisbo de emoción.

Cada uno tomó asiento alrededor de una mesa pentagonal.

—Hermanos, comencemos por los problemas… —dijo el Maestro, que presidía la reunión.

—Kate Duncan está todavía viva y es un testigo incómodo… Por supuesto, no podemos matarla en el Vaticano… Allí ya estamos actuando de la mejor manera posible para acortar la vida del viejo mexicano —dijo uno de los invitados, acompañando sus palabras con una risita.

—Hemos actuado de manera que los israelíes sepan dónde se encuentra. Estallará un caso diplomático. Basta con esperar. De todos modos, ella no tiene pruebas… —dijo el Maestro.

—John Costa será liberado.

El Maestro contuvo con dificultad un arranque de ira.

—¡No tenía que ser así! Me acabo de enterar. Dick ha hecho todo lo posible por evitarlo, pero el presidente no atiende a razones. Está muy preocupado por el viaje del Papa a Estados Unidos previsto para dentro de unos meses…

—Si hay un viaja papal a América habrá que ver qué Papa será el que lo haga. Esperemos que sea un Pontífice que tenga el inglés como lengua materna, y no otro hispano —susurró con cierta sorna el Maestro.

—Las cosas irán bien, no se preocupe. Hemos ideado un sistema infalible.

—¿Están ustedes seguros de que funcionará?

—Sí, claro. Será la primera elección papal dirigida con un voto completamente falseado.

—Porque usted cree que… —añadió el Maestro— nuestro candidato no puede hacerlo solo.

—Me parece estar oyendo hablar a alguien que cree en el Espíritu Santo —añadió otro de los invitados.

—Habladme de John Costa —prosiguió el Maestro.

—Creo que lo entregarán cuanto antes al nuncio apostólico y lo expatriarán.

—¿Nos dará problemas?

—No creo. También alrededor de él hemos hecho arder la tierra. Nuestra preocupación podría estar en los datos cruzados que aquel amigo suyo, Richie… Richard Templeton, del FBI, le consiguió al periodista. Pero no ha tenido tiempo de dárselos, se los hemos quitado nosotros.

—Tanto él como su mujer son muertos vivientes. No tenemos nada que temer —le interrumpió Rolf.

—Solo falta la conversión de la Viuda.

—Sí, la conversión final al culto del divino femenino, de la Magdalena —respondió Rolf.

—Será la religión universal y unificada.

—Unificada bajo nuestro control —concluyó el Maestro.

—Para lograrlo, necesitamos quitar de en medio al viejo mexicano.

—Os he dicho que estamos trabajando en ello y, a juzgar por las últimas imágenes procedentes de Roma, creo que estamos llegando a buen término.

—Vuestra rueda de prensa, gracias a la presencia de esa marioneta tonta de Murphy Darrow y su absurda princesita, ha dado la vuelta al mundo… Os felicito —añadió—. Ahora podemos brindar por nuestro Señor y dueño.

—Sí, Maestro… Mañana asestaremos un nuevo golpe…

—¿El arzobispo de Milán?

—El mismo. Ya veremos qué cara pondrá el de la sotana blanca.

Kai erreqh autaij ina mh adikhsousin ton corton thj ghj oude pan clwron oude pan dendron, ei mh touj anqrwpouj itinej ouk ecousi thn sfragida —recitó el Maestro, concluyendo el encuentro. Se alejaron en silencio recorriendo velozmente el pasillo. El huésped fue escoltado hasta el coche y devuelto inmediatamente al aeropuerto. El jet estaba listo para el despegue, para volver a Europa, de donde había partido.

Cuando oyó abrir la puerta de la celda, John Costa pensó que se trataba del enésimo control. La luz tenía que permanecer siempre encendida, y aquel estado de día perpetuo tenía un efecto crispante sobre su ya comprometido equilibrio psicológico.

—¡Basta, dejadme dormir! —gritó. Pero no era el carcelero de siempre, un gigante nervudo crecido en el Bronx. Había dos hombres, vestidos de oscuro. Costa comprendió enseguida que pertenecían al secret service americano. El periodista tenía un sexto sentido para reconocer dos categorías de personas: los curas, como fuese que estuvieran vestidos y allá donde se encontraran, y los agentes del servicio secreto de Estados Unidos de América.

—Señor Costa, síganos, por favor —dijo el que parecía ser el jefe.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Adónde me llevan?

—No haga preguntas y fíese. No hay tiempo que perder.

John se fio. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Se dio cuenta de que habían recogido en una bolsa de deportes su ropa y sus efectos personales, que había tenido que dejar al entrar en Rikers Island.

—¿Adonde me llevan? —repitió en cuanto cruzó el enorme portón de la cárcel en la que había entrado unos días antes.

No le respondieron. Vio que había dos coches, acompañados de una escolta de agentes motorizados. Se distrajo durante algunos instantes contemplando el fantástico atardecer neoyorkino. El pequeño cortejo partió a toda velocidad, pero no se dirigió hacia Manhattan.

—¿Adonde me llevan? —volvió a preguntar el periodista, en vano.

John reconoció fácilmente el John Fitzgerald Kennedy Airport. Entraron por la puerta de ceremonial. Había otros coches esperándole. De uno de ellos, Costa vio salir a monseñor Ugo Maurizi, el delegado apostólico en las Naciones Unidas. Lo conocía desde hacía mucho tiempo, porque había llegado allí después de haber ejercido durante unos años el cargo de subsecretario de la sección segunda de la Secretaría vaticana, la que se ocupa de las relaciones con los Estados.

—Bienvenido, señor Costa.

—Don Ugo, hace un tiempo me llamaba John.

—El tiempo cambia muchas cosas. Y además no estamos solos, John.

—¡Gracias! ¡Gracias de corazón! —añadió el periodista.

—No me tienes que dar las gracias a mí, sino al Papa Gregorio XVII.

Se durmió finalmente tumbado en la semioscuridad del compartimento de primera clase, en el Jumbo de la American Airlines. En el transcurso de unas cuantas horas, aterrizarían en Roma.

—Kate, estoy llegando… —fueron las últimas palabras que pronunció en la duermevela, antes de caer en los brazos de Morfeo.