El helicóptero permaneció suspendido sobre el buque durante algunos minutos. Un hombre se deslizó con una cuerda, mientras Kate, bastante asustada, esperaba en el puente, al lado del capitán.
—Le agradezco su ayuda —dijo la doctora.
—Era un deber, un deber… —esgrimió el capitán.
A Kate le pusieron un arnés y se agarró al hombre del helicóptero. Dos minutos después estaba a bordo del aparato de la aeronáutica militar italiana, que se dirigió rápidamente hacia Roma. Aterrizaron en Ciampino. Dos coches oscuros la aguardaban y en un santiamén se encontró en el Vaticano. No había podido llevar nada consigo. Lo había perdido todo en el transcurso de su misteriosa odisea. No le quedaba nada de aquel pequeño papiro que había entusiasmado al viejo fraile octogenario pocas horas antes de que fuera asesinado. No tenía ninguna prueba que apoyase su relato. Cada circunstancia parecía volverse contra ella.
—Buenos días, doctora Kate.
—¿Usted es…?
—Soy don Majorana.
—Nuestro ángel —dijo la doctora Duncan, subrayando voluntariamente con la voz aquel «nuestro» y dejando por tanto entender que ya sabía de las iniciativas vaticanas a favor de su marido.
—Sígame —retomó el prelado, poco amigo de los cumplidos.
Kate fue invitada a subir al apartamento de invitados, en un pequeño saloncito donde el secretario del Papa solía recibir a los huéspedes. Era una habitación bastante estrecha, aunque de techos altos. Había sido restaurada recientemente. Las paredes estaban tapizadas de damasco verde. No había ventanas. En el centro, había una pequeña mesa del settecento y dos sillas del mismo estilo, una frente a la otra. Se diría que era una habitación para interrogatorios, si el oro, los estucos y los espléndidos y antiguos cuadros que representaban la Natividad no indicaran que uno se encontraba en el corazón del Vaticano. Kate fue invitada a sentarse.
—Espere aquí, hay alguien que quiere hablar con usted —dijo Majorana.
—¿Quién? —preguntó Kate.
—Aquí recibe el secretario personal del Santo Padre —se limitó a decir monseñor, que salió con cierta prisa y despidió al encargado de la antecámara, lleno de curiosidad por aquella visita inesperada y, por si fuera poco, en un horario no habitual. La doctora Duncan se quedó absorta. Se dio cuenta de que no estaba en las mejores condiciones para ser recibida por el secretario del Pontífice. Todo en ella desentonaba con la solemnidad de aquel lugar, a pesar de lo estrecho que era. Llevaba un chándal, estaba anulada por un viaje agotador y una serie infinita de emociones de taquicardia. No había podido ni mirarse al espejo, cosa que por otra parte, a pesar de ser una mujer, hacía raramente. También por esto tenía con John una simbiosis perfecta. Ninguno de los dos cuidaba de su respectivo aspecto físico. Claro que en Costa, este asunto asumía connotaciones casi patológicas, mientras en su joven consorte permanecía dentro de unos límites aceptables.
La mirada de la mujer fue atraída por un mueble adosado a la pared, lacado en blanco, con matices que iban entre el rosa y el verde. Estaba lleno de estuches cuadrados de color rojo y blanco. «Serán los rosarios que el Papa regala a quienes recibe en audiencia», pensó la doctora, acercándose a él.
Permaneció prácticamente inmóvil, como suspendida en una dimensión irreal, durante diez minutos. Finalmente, oyó que unos pasos hacían crujir la madera de la habitación de al lado. La puerta lateral se abrió y Kate se puso en pie de un salto al encontrarse ante Gregorio XVII.
—Bienvenida… Bienvenida, doctora Duncan… Es para mí un gran placer conocerla.
—Santidad… Yo…
—Siento verme obligado a recibirla aquí, en el saloncito de mi secretario, pero al menos estoy seguro de que entre estas cuatro paredes nadie nos espía ni escucha lo que decimos.
—¿Por qué? ¿Se siente espiado?
—No me siento, estoy siendo espiado —respondió el Papa, que mientras tanto se había sentado en una silla frente a Kate.
—Doctora, estamos viviendo la dramática fase final de una lucha subterránea tremenda… La lucha entre el bien y el mal…
—No logro seguirle —murmuró Kate, que tenía la mente confusa y empezaba a notar de golpe todo el cansancio y el estrés de las vicisitudes de las que había sido protagonista.
—No le pido que entienda, sino que se fíe de mí…
—¿Cómo podría no fiarme de usted? Me ha salvado la vida… —respondió Kate, mordiéndose la lengua por la frase que le había salido instintivamente pero que quizá resultaba inconveniente ante un Pontífice, un personaje del cual uno se debería fiar en todo caso.
Gregorio XVII esbozó una sonrisa. Kate lo miró fijamente a los ojos, dándose cuenta de que tenía la misma serenidad en la mirada y la misma profundidad que había visto en el padre Fustenberg.
«Debe de ser un don de la fe», concluyó para sí.
—Doctora… Le resumo la situación: usted está siendo buscada por las autoridades israelíes, que la consideran responsable del homicidio del padre Fustenberg. Como sabrá, el Estado de Israel tiene los mejores servicios secretos del mundo… No creo que tarden mucho en localizarla, a no ser que usted se esconda…
—Pero… yo… John.
—Déjeme terminar. Le ofrecemos que se quede aquí, dentro de la ciudad del Vaticano. Colaborará con nosotros, la ayudaremos.
—Gracias, gracias, Santidad.
—La cosa no se queda ahí. Usted es un testigo valioso, porque, por lo que tengo entendido, es la única que se dio cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo en Pella.
—No la única, Santidad. La única que queda viva…
Gregorio XVII la miró con aire vagamente de interrogación.
Kate prosiguió:
—El primero que se dio cuenta de que algo no iba bien fue un colaborador de la expedición, Luigi Orlandi, asesinado de manera misteriosa la misma noche en que descubrimos la gran piedra que cerraba la entrada a la cámara subterránea secreta que custodiaba los papiros.
El Papa la escuchaba en silencio. El labio inferior asumió una extraña mueca de dolor.
—Lo siento… Lo siento muchísimo —dijo en voz baja.
—Yo sustraje uno de los dos papiros, el más pequeño, pero estoy segura de que los demás también fueron manipulados. El que le llevé al padre de Fustenberg contenía el testamento de María, las últimas palabras de la Virgen escritas por el Evangelista Lucas.
Los ojos del Pontífice se iluminaron.
—No sé qué decía el Solo sé que había algo que tenía que ver con la sangre real, las acusaciones… la Magdalena… —dijo Kate, con creciente agitación.
—Comprendo… comprendo —la tranquilizó el Papa—. Ya estábamos sobre la pista de este texto, para nosotros valiosísimo. Pero creíamos que se encontraba en Rusia…
—¿John?
—Sí, el viaje del señor Costa tenía precisamente ese fin.
—Pero ocurrió el atentado…
—Lo que ha ocurrido en el monasterio de Sergiev Posad ha sido terrible… ¡Terrible! ¡Cuántos muertos! ¡Cuántos heridos!
—¿Usted cree que fue causado para eliminar los testimonios de ese texto?
—Doctora, no estamos… No estoy en condiciones de afirmarlo. No tengo las pruebas. Me limito a exponerle los hechos. Su marido fue a Moscú, por encargo de la Santa Sede, para encontrarse con un hombre de confianza del patriarca Nikon, el profesor Safarevic. Los rusos habían contactado con nosotros de manera informal porque querían hacernos llegar ciertas informaciones sin pasar por los canales oficiales de la nunciatura. Dado que nuestras relaciones con la Iglesia ortodoxa rusa no son excelentes, pensamos en John. Sabíamos que nos podíamos fiar y que al mismo tiempo nadie habría podido relacionar su presencia en Moscú con un encargo oficial del Vaticano. El señor Costa se ha mantenido en contacto con monseñor Majorana. Le mostraron un icono antiquísimo, que se remontaba quizás al siglo IV, en cuyo reverso estaban escritas algunas palabras, cierta referencia al testamento de María. Creíamos que los rusos tenían más, que habían encontrado al menos algún párrafo de este misterioso En cambio, nada de todo eso aparece en la documentación…
—Ah… ¿Tienen documentación?
—¡Claro que la tenemos! Le he dicho que hicimos bien en fiarnos del trabajo de su marido. Nos trajo fotografías en alta resolución y varias ampliaciones.
—Perdóneme, Santidad, le he interrumpido.
—No se preocupe, sucede muy de vez en cuando, ¿sabe? Nadie interrumpe al Papa. Yo hablo, leo homilías, discursos. Ni siquiera cuando hablo con mis colaboradores, nadie osa interrumpirme. Y sin embargo, me falta ese diálogo. No estaba acostumbrado a trabajar así cuando estaba en México. ¡Qué nostalgia! ¡Qué sencillo y bonito era todo cuando estaba al lado de mi gente!
Kate se sentía abrumada. Gregorio XVII se había dejado caer sobre la silla y tenía la mirada perdida. Le provocó una gran ternura.
—Perdóneme, doctora. No está bien que el Papa se muestre de esta manera…
—También el Papa es un hombre —respondió ella rápidamente.
—¿De verdad lo cree así? Yo estoy más que convencido, obviamente, porque me ha tocado a mí recibir la tremenda herencia de mi predecesor. Conozco mis muchas limitaciones. No sólo soy un hombre, sino un hombre pecador… Solo que, verá, Kate… ¿Puedo llamarla Kate?
—Claro que puede.
—Gracias. Verá, Kate, aunque el Papa es cada vez más consciente de su insignificancia y de su inconveniencia para el encargo recibido, el que le rodea siempre tiende a pensar lo contrario. Precisamente, estos días me he enfrascado en algunos documentos. Apuntes de los Pontífices que me han precedido. Pues bien, cada uno de ellos, antes o después, ha llegado al punto en que me encuentro ahora. La certeza de ser indigno, inadecuado. La certeza de estar solo. El Papa es un hombre, y un hombre solo. Quien no lo comprende, quien no quiere comprenderlo, son sobre todo sus colaboradores. Es la Curia romana, esta plétora de oficinas, ministerios, dicasterios, consejos… Todos esperan una decisión mía, quieren mi opinión. Todas sus dudas, sus preguntas, sus fragilidades se derraman sobre mi escritorio. ¿Sabe, Kate, que cada día recibo una maleta, una maleta llena de documentos? ¿Sabe que cada tarde deben regresar a la Secretaría de Estado, de donde han salido? En cada uno de ellos he tenido que poner una firma, una rúbrica con las iniciales. Sobre cada uno he tenido que meditar, a veces rezar. He tenido que decidir y hacerlo solo, y hacerlo deprisa…
—Lo siento, creía… —dijo la doctora Duncan, frenando a tiempo la lengua.
—¿Creía que era más fácil? No, querida Kate. No es fácil ser Papa. Se lo puedo asegurar. La soledad, la incertidumbre, las dudas me acompañan a diario.
La mujer hubiese querido decir algo, quizá sobre la asistencia del Espíritu Santo, pero no le pareció oportuno. Habría sonado como palabras de circunstancias para consolar a un pobre viejo que le parecía totalmente inerme e indefenso, obligado a recibirla en una especie de trastero, aunque tapizado de seda, porque se sentía espiado. Obligado a librar una batalla decisiva confiándose a los servicios de un periodista americano algo gafe, como era su marido.
—Perdóneme por este desahogo. Es que… es que el momento de la soledad es algo que se puede contar sólo a una persona a la que se ve por primera vez… a alguien a quien no conoces… Le ruego que olvide cuanto le he dicho. Hace tiempo, cuando era joven, y tenía un problema que me agobiaba solía despertarme en mitad de la noche y me decía: «Mañana hablaré con el obispo». Después fui obispo auxiliar y había muchos curas que venían a hablarme de sus problemas. Los más graves los remitía al cardenal. Y después me convertí yo en cardenal. Y cuando me despertaba en la noche, presa del pánico, podía consolarme diciendo: «Hablaré con el Papa…». Ahora, el Papa soy yo… y cuando me despierto a causa del problema agobiante ya no puedo descargar la tensión. Únicamente puedo dirigirme al que está allá arriba… —Al decir estas palabras, Gregorio dirigió la mirada hacia un crucifijo de ébano que estaba apoyado sobre un mueble—. En cualquier caso —prosiguió—, no quiero aburrirla con estas confidencias. Le estaba diciendo que tememos que el atentado de Sergiev Posad esté relacionado con el descubrimiento del icono, y haya sido llevado a cabo para destruir cualquier evidencia. Las circunstancias de la muerte de Safarevic también son extrañas, no coinciden los tiempos… Su marido ha hecho un óptimo trabajo.
—Pero ahora está en la cárcel —susurró Kate, arrepintiéndose una vez más de lo que acababa de decir.
—Estamos haciendo todo lo necesario para sacarlo. Le han acusado en falso, y esto me confirma la existencia de una trama… Aunque las teselas de este mosaico todavía se me escapan.
—¿Y los manuscritos de Pella? He leído que garantizan la autenticidad de los Evangelios apócrifos y gnósticos.
—No lo sé… No sé qué responderle, pero me parece verdaderamente extraño que en el momento en que se descubre un testimonio antiguo y fiable que parece desmentir estas patrañas sobre la Magdalena y sobre la sangre real, estas mentiras que tanto mal han hecho a la Iglesia… de pronto llega un hallazgo de signo contrario. Y mira por dónde, también llega esta constelación de extrañas muertes y falsas acusaciones… No, hay un diseño, una directriz…
—Dígame qué debo hacer.
—Por el momento, nada. Le he reservado un par de habitaciones en el apartamento de la señora Marta Peña… ¿Sabe quién es?
—No, y nunca he oído hablar de ella.
—Era mi gobernanta… Ahora le echa una mano a mis secretarios.
—Gracias, Santidad.
—Soy yo quien le da las gracias a usted. Tenga confianza, volveremos a levantarnos… Lo solucionaremos todo… Sólo hay saber esperar, es necesario tener fe.
—Claro —dijo la doctora Duncan, bajando los ojos.
Gregorio XVII se levantó de golpe, le dio la mano y después desapareció tras la puerta de caoba.
Kate se quedó nuevamente sola. No se había dado cuenta de la pequeña mueca de dolor que había recorrido el rostro del Pontífice. Medio minuto después, llegó Majorana.
—Sígame, yo le indico.
Salieron del apartamento de invitados, bajaron en el ascensor. Kate miraba a su alrededor, llena de admiración por la belleza de aquellas salas y se sorprendió del hecho de que, a pesar de que era pleno día, no se hubieran encontrado con muchas personas en su recorrido.
El apartamento de la señora Peña era precioso. Miraba a los jardines vaticanos y era un oasis de paz. Kate fue acogida estupendamente por la ex gobernanta del Papa. Al fin pudo descansar, tendida sobre la cama, con la ventana abierta y con un trozo de cielo azul que poder contemplar. Algo que no había podido hacer en Jerusalén ni después en Haifa.
—Maestro.
—Estoy aquí.
—Se la han llevado al Vaticano.
—Ya me he enterado.
—Pero deben de haber descubierto algo…
—Me he dado cuenta también de eso… El coloquio con el viejo vestido de blanco no se ha desarrollado ni en los habituales despachos ni en los habituales salones… Han elegido un sitio que no podemos monitorizar.
—Era de esperar.
—¡Claro, no podíamos imaginar que nuestros enemigos se quedaran quietos, dejándose degollar! Pero el círculo se está estrechando ya.
—Sí, maestro. ¿Quiere que filtremos a los periódicos la noticia de Kate Duncan en el Vaticano?
—Podría ser una idea, aunque obviamente la desmentirían.
—Necesitaríamos una foto, una bonita foto de la doctora dentro de los muros sagrados. ¿Se imagina qué exclusiva?
—Mira a ver si la consigues. Haremos que llegue a las primeras páginas de todo el mundo.
—Muy bien… Sepa que nuestro hombre ha comenzado con el suministro…
—Espero que esté todo bien programado. Como sabes, dentro de cuarenta y ocho horas ocurrirá algo importante para nuestros planes.
—Maestro, ¿cómo podría olvidarlo?
—Bien, mantenme informado.
—Así lo haré.
En aquel mismo momento, Majorana caminaba por los jardines vaticanos junto a un hombre de mediana edad. Era Giacomo Domenici, el jefe de la gendarmería vaticana. Tenía un pasado en los servicios secretos de la Guardia di Finanza italiana, y había creado en el Vaticano una sala operativa de alto nivel. Tanto el Papa como el prelado siciliano se fiaban de él.
—Sabemos que Gregorio XVII está siendo espiado en cada uno de sus movimientos. Saben todo lo que dice o hace cuando se encuentra en el apartamento privado o en el de invitados.
—Monseñor, me cuesta creerlo… No es posible —dijo el hombre, muy sorprendido por la revelación que Majorana le acababa de hacer.
—Le puedo asegurar que es así… No pretendo añadir nada más. Le ruego que haga sus comprobaciones con la máxima discreción. Y sobre todo, sin delatarse.
—Claro… No será fácil, pero…
—Obviamente, el Santo Padre está dispuesto a darle toda la ayuda necesaria. ¿Me he explicado? Hágame saber si… si necesita un anticipo.
Domenici, embutido en su traje gris, que empezaba a quedarle un poco estrecho, respondió con mirada severa que se lo haría saber y se fue.
Aquella tarde se reunió con tres personas de su absoluta confianza, que trabajaban para la Guardia di Finanza. Eligió voluntariamente no hablar con ninguno de sus subalternos. La reunión tuvo lugar una vez más al aire libre y sobre todo a la debida distancia del Vaticano, en un bar de la periferia de Roma. A los tres les encargó desarrollar una investigación para descubrir cuántos micrófonos camuflados o cámaras de vídeo estaban presentes en los apartamentos papales. La gendarmería hacía a menudo controles de rutina. Pero evidentemente, si don Majorana tenía razón, algo se les tenía que haber escapado en los últimos meses. O quizá, más probablemente, alguno de los hombres de la gendarmería los había traicionado. Domenici no quiso siquiera considerar esta posibilidad. Estaba acostumbrado a ejercer un fuerte control sobre sus hombres, pretendía que le dijeran siempre todo, que se confiaran a él. Cada cosa, incluso la más insignificante, era digna de ser comentada. El jefe de la gendarmería había pasado momentos difíciles cuando un joven recluta se había suicidado durante el curso de adiestramiento. Era un chico sensible e inestable, poco adecuado para aquel trabajo. Se había dicho que tras el suicidio había motivos sentimentales, pero en realidad la gota que había colmado un vaso había sido un castigo: dos días sin permiso de salida motivado por una insubordinación. Domenici había obtenido la solidaridad, primero, del Secretario de Estado y, después, del Papa. Pero a continuación de aquel triste incidente, había acentuado la presión sobre sus hombres. Un caso de este tipo no se podía repetir.
Los tres agentes contactados por el jefe de la gendarmería entrarían al día siguiente en el Vaticano como técnicos informáticos y trabajarían en el apartamento papal con esta apariencia. Al volver a su despacho, Domenici marcó el número de móvil de don Majorana.
—Quisiera verlo dentro de diez minutos —dijo.
—Está bien. En el Patio de San Dámaso —dijo monseñor.
Se encontraron una vez más al aire libre.
—Mañana llegarán mis hombres —dijo Domenici.
—¿Qué debemos hacer?
—Dígale al Papa que esta tarde hable con su secretario para pedirle que se instale un nuevo ordenador. O mejor no… Haga que sea el secretario particular quien le diga al Pontífice que hace falta cablear de nuevo el apartamento para potenciar la conexión a Internet…
—Muy bien, así lo haré…
—De esa manera, si hay alguno que está espiando…
—No si hay. Lo hay. Y basta.
—De acuerdo… Quería decir que quien esté espiando sabrá que durante las horas siguientes algunos empleados entrarán en aquellas habitaciones. Es decir, no le parecerá extraño.
—Esperemos que todo vaya bien.
—Esperemos —concluyó Domenici.
Majorana le avisó enseguida al secretario del Papa. El «guión» fue recitado a la perfección.
—¡Señorita, venga!
O’Donnel tenía una voz que a la secretaria le sonó extraña. En cuanto abrió la puerta, se dio cuenta del porqué. El obispo la había llamado para enseñarle el hábito rojo cardenalicio que cuarenta y horas después por fin se iba a poner.
—Excelencia… ¡Qué bien le queda! —dijo Aíbell con un tono demasiado halagador. No estaba preparada para aquel repentino desfile. La mujer tenía la misma edad del prelado. Lo conocía de toda la vida. Había colaborado con él, lo había ayudado. Admiraba su estilo directo y sencillo, nada clerical. Por eso se sintió doblemente sorprendida al verlo pavonearse dentro de la púrpura.
—Aíbell, ¿sabes lo que significa? Usque ad sanguinis efussionem. Hasta el derramamiento de la sangre… Por eso los cardenales van vestidos de rojo. Es el color de la sangre, la que están dispuestos a verter para permanecer fieles a la Iglesia y al Papa, del cual son estrechos colaboradores.
La secretaria seguía sin poder dar crédito a lo que veía y oía, como si le estuvieran dando la lección. Aíbell vivía en Roma desde hacía muchos años, y sabía bien lo que era un cardenal y el porqué del color rojo de su hábito.
—¿Sabes que también el Papa hace tiempo se vestía de rojo? —continuó O’Donnel—. Era el color del manto imperial. El color del manto con el cual fue revestido Jesús cuando fue escarnecido como rey de los judíos. El color de la tela con la cual el emperador Constantino mandó envolver los huesos del beato apóstol Pedro… ¡El Papa se vestía de rojo! ¿Y sabes desde cuándo ha empezado a vestirse de blanco? Desde los tiempos de San Pío V, el Papa de Lepanto, el Papa del misal tridentino: él era fraile dominico y vivía en el convento que estaba frente a la Basílica de Santa María la Mayor. Siguió llevando el hábito de su orden incluso como Papa. El hábito de los dominicos es blanco…
Aíbell estaba cada vez más alucinada, estupefacta. Se preguntaba cómo había podido ocurrir que unos metros cuadrados de tela roja hubieran transformado a un viejo cura irlandés, irónico y algo positivista, en un pavo real con ánimo de dar lecciones presuntuosas. Permaneció en silencio, mirándolo moverse con su nuevo traje.
—Y bien, ¿no dice nada?
—Ya lo ha dicho todo usted —murmuró, gélida.
—Aíbell, la púrpura es una responsabilidad importante… Ha sido una sorpresa inesperada tras el secuestro… Todo está ocurriendo tan rápido.
El rostro ceñudo de la mujer se había relajado en una sonrisa de compasión. En el fondo, el pobre obispo O’Donnel tenía motivos para pavonearse un poco, después de todo lo que había pasado. ¿Por qué iba a aguarle la fiesta? No le creía capaz de entusiasmarse así por esas cosas, pero dijo de todos modos alguna frase de circunstancia para contentarlo, viéndolo feliz como un niño. Se acordó de otro personaje de la Curia romana, recientemente desaparecido, que durante al menos tres consistorios había sido señalado por la prensa como candidato a la púrpura. Se rumoreaba en el Vaticano que pronto recibiría el hábito. Y alguien, el día en que el Papa finalmente anunció su nómina cardenalicia, comentó: «Menos mal, si no esta vez lo habrían encontrado colgado en el Colonnato vestido de rojo». Aíbell sabía que este no era el caso de O’Donnel, que por otra parte no tenía un cargo de por sí cardenalicio y que debía el birrete púrpura a la triste experiencia del secuestro del cual había sido víctima.
Hoy, el «delfín» del Papa recibe la púrpura. Así titulaba un diario italiano, uno de los mejores informados en política vaticana. Lanzaba la hipótesis de que con aquel gesto, ya de por sí clamoroso, con aquel inédito consistorio convocado para el nombramiento de un solo cardenal, Gregorio XVII había querido mandar una señal precisa a la Curia romana y al mundo entero. Las cosas no eran exactamente así. El Papa estimaba a O’Donnel. Lo consideraba uno de sus más estrechos y fieles colaboradores. Y, sobre todo, sabía que era un buen cura y un buen obispo. Pero nunca se le había pasado por la mente que fuera su sucesor. Por un simple motivo: el Papa pensaba a diario en la muerte, pero nunca jamás pasaba de la muerte al después, sobre lo que habría ocurrido cuando él ya no estuviera. Recordaba a menudo una frase que había oído de los labios de su predecesor, el Pontífice polaco, ya anciano: «Qué bonito sería para un Papa asistir a la elección de su sucesor». Ahora entendía que detrás de aquellas palabras había un gran amor por la Iglesia por parte de un gran pastor, pero él no habría pronunciado jamás esas palabras. Habría temido, aun al conjeturar su posible presencia, influir en la decisión que los cardenales estaban llamados a tomar sobre el nombre del obispo de Roma.
Aquel título de «delfín», en cambio, no le había molestado a O’Donnel, el nuevo cardenal. En la Curia le llamaban el purpurado solitario, dado que el día del consistorio sólo él recibiría el birrete cardenalicio. Algunos recordaban el gesto de Pablo VI, quien en 1977 había convocado un consistorio para darle la púrpura a Giovanni Benelli, el fiel sustituto de la Secretaría de Estado, enviado a Florencia como arzobispo. El papa Montini, recordando lo que le había ocurrido a él cuando había ido a Milán, no quería que se fuera de Roma sin el birrete cardenalicio y la posibilidad de sucederle. Así que le pidió a Benelli que le diera los nombres de otros tres candidatos para el cardenalato. Y escuchó sus sugerencias. Esta vez, Gregorio XVII había ido más lejos.
La ceremonia se celebró en la Sala Clementina. En verdad, no acudió una multitud. Con el clima que se respiraba en Irlanda y las acusaciones de pedofilia surgidas contra los curas de aquel país, no eran muchos los peregrinos dispuestos a ir a Roma para festejar a su nuevo cardenal. El Papa hizo su entrada a las once. Todos se dieron cuenta de que estaba pálido como la cera. Algunos empezaron a hacer comentarios en voz baja: «Mira qué mala cara tiene, parece que está mal… quizá tiene la gripe…». De hecho, tenía muy mal aspecto y caminaba con paso incierto. O’Donnel lo miró preocupado. Gregorio XVII llevaba la muceta roja y una antigua estola bordada de oro. Pero su espalda, ese día, parecía tan frágil como para no poder sostener siquiera aquella faja de tela labrada. El discurso del Papa fue breve y conmovedor.
—Hoy tenemos el honor de elevar a la dignidad cardenalicia a este nuestro hermano, bueno y fiel, que recientemente ha sido víctima de un secuestro. Ha conocido, aunque brevemente, la prisión. Ha sido maltratado por los enemigos de la Iglesia, por aquellos que pintan a la esposa de Cristo como la sentina de todos los males. Queridos amigos y queridos hermanos, nunca me he escondido de las dificultades, y la voz del pastor universal se ha levantado cada vez que había que condenar y deplorar el pecado cometido por algunos de sus hijos. ¡Pero la esposa de Cristo es santa!
Las palabras de Gregorio XVII fueron tomadas con cierto alivio por muchos de los miembros de la Curia presentes, que finalmente aplaudieron de manera un poco teatral. Después, O’Donnel se arrodilló ante el Papa, que primero le puso sobre la cabeza el birrete de seda roja jaspeada con forma de tricornio, después le dio el pergamino del nombramiento, con la iglesia titular de la cual, desde aquel momento, el nuevo cardenal sería el patrono. Después lo bendijo. El obispo se apresuró a besarle el anillo. Pero el Papa, haciendo un esfuerzo aparentemente considerable, quiso levantarse, y después de levantar a O’Donnel, lo abrazó.
Mientras ocurría todo esto y el obispo irlandés era felicitado por los pocos cardenales presentes en Roma en aquel momento, tres técnicos informáticos trabajaban en el apartamento papal. Sabían que cada uno de sus movimientos podría ser grabado. No tardaron mucho en identificar las cámaras ocultas. Todas. La casa del Papa estaba infestada de micrófonos y cámaras digitales en miniatura. Se hubiera podido realizar un reality-show con tantos puntos de observación como había. Los técnicos fueron muy meticulosos, y actuaron de manera que no se comprendiera lo que habían descubierto. Trazaron un mapa detallado de cada cosa, tal como les había pedido Domenici.
—¡Mucho más que espiado! —dijo el ingeniero Dondi, jefe de la pequeña expedición, que tenía el grado de capitán.
El responsable de la gendarmería se quedó aterrorizado. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así? El apartamento papal transformado en una casa de cristal para una central de espionaje que podía saber todo lo que el Pontífice hacía o decía… Preocupado y un poco tembloroso por la noticia recibida —estaba claro que detrás de aquella operación de espionaje había alguien muy, muy poderoso—, Domenici corrió a avisar a Majorana. Pero no lo encontró porque estaba asistiendo a la ceremonia. El jefe de los gendarmes esperó a que todo terminara. Después, se llevó aparte a monseñor.
—¡Tenía razón…! ¡Tiene que perdonarme! Tenía razón… El Papa está siendo espiado, controlado en cada uno de sus movimientos, en cada una de sus palabras.
—¿Por quién? —preguntó el sacerdote.
—Esto todavía no puedo decírselo. Es necesario realizar investigaciones.
—¿Lo habéis dejado todo como estaba?
—¡Claro, como me ha pedido!
—Bien, deme ese mapa —al decirlo, Majorana casi se lo quitó a Domenici de las manos. En ciertas ocasiones, era capaz de gestos bastante enérgicos. Pocos minutos después, estaba al lado del Papa. Encontró a Gregorio XVII tendido en una butaca, empapado en sudor.
—Santo Padre, siento molestarle.
—No me molesta. Soy yo quien no se siente…
El sacerdote interceptó la mirada preocupada del secretario particular. El Papa, efectivamente, parecía debilitado, muy debilitado.
—Creo que un poco de aire le vendría bien antes de almorzar —dijo el Prelado.
El Papa comprendió.
—Por qué no. Pero usted después de queda a comer —se levantó con dificultad de la butaca.
—Volvemos dentro de poco. Añada un plato —le dijo el Papa a su secretario—. ¿Sabe? —añadió—, hace tiempo era tradición que el Papa comiera solo. Después llegó el Papa polaco y la comida se transformó en una reunión diaria de trabajo. Todavía recuerdo el comentario un poco molesto de un viejo cardenal italiano: «Ahora, la mesa del vicario de Cristo se ha transformado en una fonda». Cuánta maldad. No entiendo qué pueda haber de malo…
El ascensor llevó a los dos eclesiásticos al jardín colgante sobre la terraza.
Majorana fue enseguida al grano.
—¡Santo Padre, mire, mire aquí! Dentro del Vaticano usted está siendo espiado, grabado. Todo el apartamento privado está a rebosar de cámaras y micrófonos ocultos. Y lo mismo algunas salas del apartamento de invitados. Éste es el mapa detallado.
—¿Y qué hacemos?
—Hagamos como si nada. Pero desde este momento, cuando usted se encuentre en estos ambientes, deberá fingir, deberá decir lo contrario de lo que piensa realmente.
—¡Dios mío, un papa que actúa!
—Estamos en guerra, Santo Padre.
—Estamos en guerra, Majorana —añadió el Pontífice, que al aire libre había cambiado decididamente de cara.
Un nuevo gesto de dolor se dibujó en su rostro apenas entraron en el apartamento.
—¡Maestro, qué triunfo!
—Tampoco tanto.
—Todo procede de la mejor manera. El viejo está empezando a acusar los primeros síntomas.
—No tenía muy buena cara hoy.
—No, ciertamente. Así cuando él…
—Déjalo estar de momento.
—Todo se está cumpliendo. La victoria está cercana. A propósito, tengo la foto.
—¿Cómo? ¿De verdad? ¿Has conseguido que fotografíen a Kate Duncan?
—Claro que lo he conseguido. Bastó con pagar. No ha habido dificultades. Se la reconoce muy bien, está asomada a un balcón con la cúpula de San Pedro al fondo…
—El problema es la fecha.
—No lo creo. Nuestros amigos periodistas no preguntarán nada a este propósito. Se fiarán.
—Bien, entonces, adelante.
Anselmo Mastrangeli estaba arrebujado detrás del confesionario de la iglesia de Santa Ana. Lloraba estrujándose las manos. «Perdóname, perdóname», repetía. Si alguno se hubiera fijado en él en la semioscuridad que en aquel momento envolvía la iglesia, lo habría confundido con un mendigo, con una larva humana. Seguía apretando entre los dedos aquel maldito frasco. Ahora todos los cristales habían sido depositados de manera oculta en el café del Papa. Lloró amargamente. Pero sin lograr liberar su conciencia de la losa que la oprimía. El móvil sonó y el sustituto del ayudante de cámara salió de la iglesia para responder. Era Domenici.