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John Costa tenía la mirada fija y perdida. Estaba encorvado sobre la mesa de la cocina ante un vaso medio lleno de un líquido amarillento que soltaba las últimas burbujitas.

—Maldita dieta —susurró.

Pensaba en cómo había cambiado su vida en los últimos tres años. La mujer que le había dejado llevándose consigo a listados Unidos a su única hija, el estado de semiabandono en que vivía en aquella casa de Via delle Fornaci, construida en los años 50 por los dueños de los palacetes romanos. Habían pasado solo tres años, pero parecía una eternidad. Repasaba los acontecimientos que lo habían tenido como involuntario protagonista: aquella investigación que había llevado a cabo como vaticanista de la Reuters sobre el Cuarto Secreto de Fátima, el cónclave que había elegido a un papa mexicano, el viaje a Portugal, el encuentro con Kate Duncan, la joven investigadora de la cual se había enamorado locamente y con la que se había casado a los dos meses de conocerla. Era como si su existencia hubiera estado sometida a una aceleración imprevista, elevada a la enésima potencia. Se había encontrado de repente con la fama de un prestigioso reportero, conocido en todo el mundo. Había escrito un libro que se había convertido en un best seller. Había decidido abandonar Reuters, la gran agencia de noticias inglesa fundada a mediados del XIX por el homónimo y distinguido empresario alemán. Había querido dejar atrás el runrún cotidiano de la búsqueda y revisión de noticias, las llamadas con el corazón en un puño a cualquier hora del día o de la noche, las conversaciones sarcásticas con sus jefes. Podía permitírselo gracias a las ventas de su último libro. Y también gracias a Kate, que se había convertido en el verdadero elemento de estabilidad en su vida. El punto de amarre, la roca. Sin lugar a dudas, aquel trabajo nunca le faltaría. Se equivocaba.

John Costa pensaba en todo esto mientras aquel líquido amarillento en el vaso había consumido hasta el último destello de efervescencia y descansaba inmóvil a la espera de ser bebido.

—Maldita dieta —repitió el periodista mirando fijamente la fotocopia donde estaba, negro sobre blanco, el régimen alimenticio al que debía someterse. Se le habían quedado en la mente las palabras que el anciano médico, el doctor Adeodato Gasparroni, le había dicho con algo de brusquedad dos días antes, después de haberlo estudiado con atención—: Debe usted cambiar el régimen alimenticio. —La única palabra que recordaba era «régimen»… Habían pasado dos días, solo cuarenta y ocho horas, dos mil ochocientos ochenta minutos. Pero sentía, en la mente y en el estómago, todo el peso del nuevo —régimen—. Nada de pasta, nada de pan, nada de dulces, nada de azúcar. —Solo proteínas, verduras y alimentos integrales en esta primera fase—, le había dicho el médico, con una sonrisa de condescendencia que John había considerado una tomadura de pelo. Estas eran las ocasiones en las que más lamentaba no estar ya en los Estados Unidos. Echaba de menos no ser ya un verdadero americano, aunque había nacido allí, de hijos de inmigrantes italianos. «Si estuviera allí», pensaba, «el doctor no me habría sometido a regímenes, me habría dado unas pastillas y todo se habría acabado. Los italianos, en cambio, con sus manías saludables…». Había probado un montón de dietas durante los últimos tres lustros. De vez en cuando adelgazaba; después, puntualmente, volvía a coger peso. Ahora, a los cincuenta y tres años cumplidos, con el colesterol al doble de lo normal, solo había una drástica decisión que tomar. «Usted tendrá serios problemas cardiovasculares si no se cuida», le había dicho aquel condenado médico, flaco como un palillo, todo piel, huesos y cigarrillos. «¡Maldito pájaro de mal agüero!». Lo había odiado, cómo lo había odiado cuando se había encontrado ante sus narices con la miserable hojita con los alimentos permitidos. Estaba dividida en cinco puntos. John la había analizado palabra por palabra, letra por letra. Le había dado varias vueltas buscando algo a lo que agarrarse, un indicio. Tenía que haber algo que le gustara. Sin embargo, no había nada que hacer. «Debe usted comer cinco veces al día, se lo ruego», le había advertido Gasparroni. El periodista no había respondido, aguantando apenas las palabras que tenía en la punta de la lengua: «Hinojo, calabacines y ensalada de la mañana a la noche… ¡Cómaselos usted y ya iré a verle al zoo al recinto de los rumiantes!».

Kate entró en la cocina y sus ojos se llenaron de ternura al verlo. Se había levantado muy temprano, porque tenía que salir de viaje. Había desayunado abundantemente, pero en la semioscuridad, con sigilo, para no despertar a su marido. Había limpiado cada huella, abriendo también la ventana para que no quedara ni siquiera el olor de los cruasanes precocinados que había calentado usando el modo grill del microondas. Pero el olfato de John había sido más potente que el de un sabueso. Aquel agradable efluvio le había sumido en la desazón.

—Cariño, estás a dieta desde hace sólo dos días.

—Dos días de régimen.

—Venga, no seas así… ¿Que por qué me voy? Sabes que es importante.

—Lo sé, Kate. Lo sé… es que…

—¿Qué pasa?

—¡Es que no sé si resistiré sin comida y sin ti!

Ella no respondió. Se acercó a la cafetera todavía humeante para echar el café en la taza de John. Dos pastillitas de Hermeseta Gold, puro espartamo, se diluyeron al contacto con el líquido negro y denso. Y Costa sintió deseos de tomar azúcar.

—¿No sabes cuánto tiempo estarás fuera?

—No, pero es posible que no nos veamos por un tiempo. La expedición es muy costosa, tendremos que trabajar duro, espero que consigamos resultados…

—Lo conseguiréis, lo conseguiréis… En el fondo nadie ha excavado nunca en esos lugares…

También la vida de Kate Duncan había sufrido una aceleración y un vuelco en los últimos tres años. La investigadora, especializada en paleopatología, el estudio de los signos de las enfermedades que atacaron a los individuos del pasado, había dejado definitivamente Londres. Tras la muerte de su madre, ya no había ningún cordón umbilical que la mantuviera unida a Gran Bretaña. Su infancia en Manchester, los estudios en Berkeley sobre criptobiosis —la posibilidad para los microorganismos de volver a la vida cuando se dan condiciones ambientales favorables—, el doctorado en el Instituto Nacional para las Investigaciones Médicas de Mili Hill en Londres, su aventura en los laboratorios de una multinacional farmacéutica en la capital británica… Todo eso representaba para ella sólo el pasado. Un pasado que de algún modo ya no le pertenecía. El encuentro con John, los acontecimientos que habían hecho que se cruzaran y después se unieran sus vidas, lo habían trastornado todo. Kate se había trasladado a Roma, había obtenido un cargo en una universidad privada, dedicada a san Pío V, había comenzado a colaborar con los Museos Vaticanos. De los microorganismos que pueden matar al hombre resucitando desde el pasado había llegado a aquellos que matan los papiros y los antiguos pergaminos. Era entusiasta de su nuevo trabajo, lo encontraba excitante. Se trataba de salvar un patrimonio de la humanidad. Kate era emprendedora. Se había hecho todavía más ágil y dinámica desde que había abrazado la «romanidad» en todo y para todo. Vivía bien, es más, vivía estupendamente, en la capital de Italia y en la «cuna de la cristiandad», como llamaba su marido a la antigua y somnolienta ciudad de la que ya no conseguía separarse. Se había convertido en la mano derecha de un arqueólogo arribista, autor de un libro famosísimo, Los Evangelios y la arqueología, en cuyo equipo trabajaban diversos especialistas. Lo que iba a comenzar dentro de pocas horas iba a ser su primera misión de verdad.

John la había animado. Pero ahora la idea de que se fuera por un mes, quizá dos o tres, lo había puesto contra las cuerdas, al menos tanto como el odiado régimen alimenticio al cual había comenzado a someterse. Lo había hecho sobre todo por ella. Y después también por su hija, Clarice, que ahora tenía t rece años y soñaba con ser periodista, siguiendo las huellas del padre. Eran sus dos mujeres las que le habían hecho sentirse verdaderamente amado.

—Papá, tienes que ponerte a adelgazar en serio… —le había dicho Clarice la última vez que se habían visto. Se había reflejado en la mirada de su hija y finalmente había comprendido. Kate, en cambio, nunca le había dicho nada. Pero John notaba el brillo que relampagueaba en su mirada y una mal disimulada satisfacción en el momento en que le había anunciado la decisión, con cierta solemnidad, antes de consumar su última cena de persona normal.

—Es mi última cena… —había repetido mientras gozaba con su joven mujer un plato de trenette ai frutti di mare[1] regadas con vino rosé, y seguidas de una imperial fritura mixta, tan abundante como crujiente. Para concluir, sabiendo que la abstinencia iba a durar mucho, había pedido una tartita de chocolate y pera, una delicia digna de descubrir lentamente, para sacar a la luz el relleno cremoso y fundido. Kate lo había visto comer como una madre mira a su cachorro.

—Estaré a tu lado en esta batalla —le había dicho mientras ambos tomaban la última gota de vino antes de salir del restaurante. Había sido una velada fantástica. También Pino, el fiel dueño del restaurante Arlú de Borgo Pio, había comprendido que se trataba de una ocasión especial. Había pensado en un aniversario matrimonial, en un cumpleaños, pero no conseguía comprender el porqué de aquel velo de tristeza que le había parecido captar en los ojos de John al final de la cena.

—Os espero cuando queráis… —había dicho mientras John y Kate se alejaban abrazados, olvidándose de los ruidosos turistas que llenaban las mesas de las trattorie al aire libre.

Finalmente Costa se había decidido. Había bebido el suplemento alimenticio en polvo disuelto en agua y se disponía a comenzar la jornada, aunque su humor fuera pésimo y su moral estuviera por los suelos. Estaba fascinado por la habilidad de Kate a la hora de hacer las maletas: cada cosa entraba mágicamente en su sitio, no dejaba intersticios, espacios inutilizados. El resultado final aparecía ante sus ojos casi como un puzzle, como un mosaico. Eran dos las grandes maletas que su mujer había hecho, una de color cereza y otra de rojo amaranto, ambas de buena marca, porque «no hay que escatimar gastos en estas cosas».

—¿De verdad no quieres que te acompañe al aeropuerto? —le preguntó en voz baja.

—No, John, ya sabes que vienen a recogerme con el microbús, viajamos todos juntos…

—Ah, es verdad… —añadió él, mostrando cierta desilusión. Aunque estaba orgulloso de la delicada misión que le habían confiado a ella, le pesaba verse excluido. Él no formaba parte del equipo.

—Acuérdate del pasaporte…

—Lo tengo ya colgado al cuello, bajo la camisa… —dijo ella, señalándole un ligero bulto.

—¡Espero que no te tengas que desnudar para enseñarlo! —le respondió con una sonrisa de oreja a oreja mientras la seguía con la mirada—. ¿Cuándo llegáis a Amán? —le preguntó.

—Esta tarde. Aquí serán las seis.

—Da señales.

—Por supuesto. Pero no estés tan triste. Me voy a Jordania, no a la prisión de Guantánamo ni a un laogai chino.

—No estoy triste, sólo estoy preocupado por que todo vaya bien.

—Por favor, resiste. Acuérdate de que la primera semana de dieta es la peor. Después el hambre pasa, te sientes notablemente mejor, tienes más energías, y olvidarás las tentaciones y las chucherías.

John la miraba. Quizás a causa de las punzadas del hambre o de la rabia que tenía en el cuerpo, durante algunos instantes la imagen de Kate, su mujer, se confundió ante sus ojos con la del doctor Gasparroni. ¿Era ella o él quien le estaba hablando ahora? «En el fondo dicen las mismas cosas», pensó desconsolado.

—¿Cuándo vais a Pella? —le cortó de golpe, esperando vivamente tener ante sí a su consorte y no al filiforme y anciano dietista.

—Mañana. El profesor tiene prisa. Y como sabes, tenemos recursos limitados.

—¿Pero no había llegado la financiación de aquella fundación americana?

—Sí, claro, y en parte gracias a ti.

—Gracias al Vaticano, querida, gracias al Vaticano. Esos ancianos señores que viven en el Palacio Apostólico al otro lado del Tíbar todavía tienen algo de poder en los Estados Unidos, a pesar de todo.

—Cierto… A pesar de todo… —añadió ella con el rostro repentinamente entristecido. La referencia era clarísima para ambos. Habían hablado muchas veces del escándalo de la pedofilia que abrumaba a la Iglesia americana. John se había tenido que ocupar de ello por asuntos de trabajo, y ella había seguido el desarrollo del asunto porque convivía con un periodista que, como todos sus colegas, ya no estaba en condiciones de separar la vida laboral de la vida privada. Era como una herida para él, americano y católico, bautizado con el nombre de Antonio Rosario, hijo de un policía y de una modista que había muerto alcoholizada. El había crecido entre curas y en la calle, «y no me vengáis diciendo que el Brooklyn de hace cincuenta años era más seguro que el de hoy», repetía. Había oído hablar de unos hechos algo sucios ocurridos en una parroquia cercana a la suya. Pero nada más. Y aunque después había ido abandonando lentamente la fe, liberándose como quien se limpia de una toxina nociva, lavada poco a poco, los curas irlandeses de Brooklyn para él seguían siendo una institución. Las vicisitudes familiares, la separación de Rosemary, el amor por Kate, la aventura vivida hacía poco le habían hecho redescubrir algo de aquellas raíces que habían estado sepultadas durante tanto tiempo pero que evidentemente no habían sido extirpadas del todo de su corazón. Aunque el acercamiento tenía que ser gradual, lento, bien asimilado, de la misma manera que lo había sido la separación.

Por fin ella terminó con los preparativos.

—Tengo tres tarjetas de memoria de repuesto para la cámara fotográfica. ¿Bastarán, John?

—¡Por favor! ¿Participas en una expedición arqueológica o vas a hacerle el book a un centenar de aspirantes a Miss Mundo? —respondió él con su habitual ironía.

—Quieres decir que son suficientes, ¿verdad? —repitió ella. Como en cada momento crucial, y aquella partida lo era, Kate necesitaba asegurarse de todos los detalles. Hasta de los más insignificantes. Mientras él, en esas ocasiones, necesitaba asegurarse de lo esencial, algo que nunca daba por hecho. Su mujer seguiría preguntándole detalles sobre la tarjeta de crédito, el candado de la maleta, el cargador del teléfono móvil, el ratón inalámbrico para insertar en el puerto USB del portátil, que «es tan cómodo», mientras él hubiera preferido escuchar que lo amaba más que a cualquier cosa en el mundo y que le gustaría volver pronto para verlo de nuevo.

—Me llevo el adaptador universal… ¡Nunca se sabe —añadió.

—Kate, las tomas de corriente en Jordania son exactamente como las nuestras. No vas a Londres ni a Estados Unidos…

—Bueno, es mejor prevenir…

—Sí, claro. Quizá descubráis que alguna gruta o algún palacio subterráneo ya ha sido descubierto y cableado por la compañía eléctrica tejana TXU o por la Kansas City Power & Light…

Kate no reaccionaba a la ironía de su marido, estaba a lo suyo.

—¿Sabes si el área arqueológica de Pella está cubierta por la señal GSM o GPRS? —preguntó ella, indagando una vez más sobre el equipo.

—No lo sé, no creo. Pero ¿no llevas el teléfono móvil por satélite?

—Sí, claro…

—Entonces, si el normal no funciona, utilízalo —dijo John con el mismo tono de una madre que le explica a su hijo de dos años cómo tiene que abrir un caramelo.

—A propósito, ¿sabes quién vendrá en caso de que lo necesitemos?

—No tengo ni idea.

—El padre Maximilian Fustenberg.

Los ojos de John se encendieron al oír aquel nombre. Estaba muy unido al viejo dominico, que había pasado toda su vida en Jerusalén: la persona más competente en las Sagradas Escrituras y también la más humilde que había conocido jamás. A sus ochenta años era capaz de entusiasmarse todavía como un niño ante la solución de un problema exegético. La edición crítica de los Evangelios y su famoso comentario a las fuentes de San Lucas eran piedras angulares desde hacía decenios. Costa había esperado muchas ver al anciano fraile belga elevado a la púrpura cardenalicia, pero en vano. Entre los biblistas, el padre Fustenberg no era particularmente querido por aquella insistencia suya en recordar la historicidad de los Evangelios y en refutar, a veces con expresiones cortantes, muchas reconstrucciones simbólicas banales que terminaban por reducir la vida de Jesús a una piadosa leyenda y ratificaban la imposibilidad de conocer nada objetivo sobre su vida terrena.

—Si acaso lo ves, salúdalo, es más, abrázalo de mi parte. Es verdaderamente un buen amigo —dijo John.

Sonó el telefonillo. Tres timbrazos en rápida secuencia. El minibús había llegado. Costa se levantó de inmediato para ayudar a Kate a arrastrar las maletas escaleras abajo. Aquel viejo, maldito ascensor, estaba todavía en reparación. Un estado ya crónico, tanto que en los cada vez más raros periodos de funcionamiento, los inquilinos evitaban subir en él por miedo a que les tocase a ellos el consabido bloqueo y el consiguiente salvamento por parte de los bomberos. No le preocupó ir en pijama y en zapatillas. Se detuvo en el portal sin salir, dejando que fuese su mujer la que empujara las maletas durante el último trecho. La abrazó intensamente y la besó.

—Acuérdate de la webcam, cariño. Nos veremos a través de ella.

—Sí, de acuerdo… Yo seguiré visitando tu blog.

El conductor bajó a ayudarla. Pudo entrever tras las largas ventanillas el rostro afilado y un poco torvo del profesor Gian Claudio Antonelli, sus dos becarios —en realidad jóvenes y malpagados chicos para todo—, y su secretaria y ayudante. Kate no se dio la vuelta para saludarlo por última vez, creyendo que ya se había ido. Apenas oyó encenderse el motor, John subió las escaleras y se cruzó en el rellano del primer piso con la anciana y compungidísima señora Trimeloni, que entre sus logros se vanagloriaba de una experiencia juvenil trabajando para la casa Saboya. La viejecilla miró a John de arriba a abajo, aunque fuese bastante más bajita que él, haciéndolo sentirse un gusano. Se sintió en la obligación de excusarse.

—Una emergencia, —musitó, abriéndose camino rápidamente.

Cuando abrió la puerta de casa, advirtió enseguida la ausencia de Kate. Cómo había cambiado aquel apartamento después de su matrimonio. En el periodo en que había vivido allí como soltero, el apartamento se había ido convirtiendo poco a poco en un antro en el que reinaban el desorden y la suciedad. Todavía so acordaba de la vergüenza que había pasado una tarde mientras veía el telediario. Un reportaje mostraba la cueva, en el Aspromonte, donde había estado prisionero durante veinticuatro meses un joven empresario secuestrado por la Anónima Sekuestri. Viendo aquellas imágenes, había sentido cierta sensación de hogar y se había dado cuenta finalmente de que había sobrepasado la línea, como le seguía repitiendo —en vano— la mujer que dos veces a la semana desafiaba lo desconocido intentando arreglar su habitación. Tras su matrimonio, Kate había intervenido con fuerza en la decoración, simplificándola y modernizándola. No es que fuera necesario, lo que en verdad hacía falta era un poco de limpieza y orden. Pero para ella había sido un modo, quizás inconsciente, de tomar posesión del territorio, borrando al máximo las huellas de la antigua dueña de la casa, la ex mujer de John. Todos los muebles eran claros: roble decapado, las dos palabras mágicas capaces de entusiasmar a la doctora Duncan. Le habría gustado tener en doble decapado también el ordenador, si hubiera sido posible sustituir el plástico y las tiras de metal por alguna tablilla contrachapada. En una zona bien iluminada del amplio salón había colocado un escritorio que más que un escritorio parecía el cuadro de mandos de una nave espacial. Teclados, altavoces, webcam, discos duros, memorias externas, escáneres, fax y teléfono, una pantalla plana de televisión al lado de otra, todavía más grande y futurista, del ordenador.

También esto era mérito de Kate. Tenía, más que él, el gusanillo de la tecnología, pero sobre todo sabía asociar esa característica suya al orden y a la racionalidad a la hora de aprovechar los espacios. No se veían cables externos, todo estaba ordenado, o por lo menos lo iba a estar aún durante algunas horas, antes de que Costa se pusiera manos a la obra sin poder contar con la amorosa y discreta operación de reajuste nocturno que su mujer solía hacer.

—Seguiré visitando tu blog… —habían sido las últimas palabras que le había dicho Kate antes de marcharse. Ya, el blog. Desde que se había despedido de la Reuters, John se había puesto a trabajar por su cuenta. No es que tuviera necesidad (si hubiera sido así, no habría abandonado su puesto de trabajo), sino por mantenerse entrenado. Había creado un sitio web (www.segretivaticani.net), donde ofrecía noticias y reportajes del Vaticano muy solicitados por las mayores cabeceras internacionales. Dos semanas antes, había firmado por cuarta vez el reportaje de portada del Time. Además, sus firmas y análisis semanales sobre política vaticana eran puntualmente publicados en los medios de todo el mundo. Pero lo que más le había entusiasmado, su último descubrimiento, el juguete que siempre había buscado, se llamaba blog. En él escribía pequeños artículos, reseñas, impresiones, noticias, primicias, comentarios… dejando después a los lectores y a los visitantes la posibilidad de intervenir, discutir, debatir, dialogar. El éxito de la iniciativa había sido espectacular, muy por encima de sus expectativas. Muchas veces al día, cada sacrosanto día, fines de semanas y fiestas de guardar incluidos, Costa se sentaba ante aquella pared de engendros electrónicos y con un clic abría ante sí el mundo. Leía los comentarios, autorizaba su publicación haciéndolos visibles para todos en el sitio. A menudo respondía. Estaba a punto de abrir la larga lista de comentarios que se habían añadido aquella noche— noche y día eran categorías totalmente inútiles para un blog que se leía en París, Nueva York, Tokio y Sydney, pero también Astana, Dubái y Ciudad del Cabo —cuando sonó el teléfono de casa. En aquel momento, John se dio cuenta de que había dejado apagados los dos teléfonos móviles que utilizaba a diario: el privado y el de trabajo. Se preocupó, mascando unos instantes, antes de contestar, la idea de que Kate hubiese intentado llamarlo o le hubiese enviado un mensaje. «Quizá sea ella», pensó.

—Buenos díaaaas… —la voz salió inconfundible y como siempre impetuosa del auricular.

—Hola, monseñor, ¿cómo estás?

—¿Cómo te encuentras ahora que estás temporalmente soltero? —respondió el prelado.

—Don Stefano, Kate acaba de irse. Me parece un poco pronto para preguntarme cómo me siento al estar nuevamente soltero —susurró el periodista.

—Escucha, amigo mío. Tengo una propuesta que hacerte… ¿Te apetece que quedemos para comer?

«Comer». Esa palabra le trepanó el cerebro. ¿Qué podría comer? Verdura, verdura y más verdura. Acompañada de cuatro tostaditas con jamón —asesinadas al quitarles el único y vital hilo de tocino—, sutiles como un velo de papel de aluminio. Y a aquello se supone que debería llamarlo «comida». John sabía que si decía que sí no iba a poder resistir.

—Stefano, estoy a dieta, a dieta férrea. No puedo comer fuera. ¿Te apetece un buen café en mi casa?

—Hecho.

—¿A qué hora?

—Estaré contigo a las dos… Pero mientras, empieza a preparar la maleta, porque mañana por la mañana podrías tener que salir de viaje…

—¿Salir? ¿Adónde? ¿Por qué? ¿Con quién?

—Vale que seas un periodista, pero no te pases con las preguntas. Te lo explicaré todo cara a cara, ¿ok?

—De acuerdo.

John pasó las siguientes dos horas actualizando el blog. Después fue a la cocina para el amargo rito del almuerzo dietético, soñando con berenjenas al parmesano, fusilli a los cuatro quesos, espaguetis a la carbonara. «Es increíble cómo se rebaja el umbral del gusto con unas pocas horas de dieta», pensó intentando apartar aquellas incómodas ideas llenas de calorías. Arregló rápidamente la cocina, como cualquiera habría hecho después de comer jamón y una ensaladita; después preparó la cafetera, esperando a que su amigo llamara al telefonillo. A los dos en punto sonó el timbre. Monseñor Stefano Majorana era un joven prelado de la Secretaría de Estado. Pertenecía al grupo de los «cantores gregorianos»: así se les llamaba desde hacía dos años en el Palacio Apostólico a los hombres de confianza del nuevo papa Gregorio XVII, el primer pontífice mexicano de la historia de la Iglesia. No es que el Papa se fiara de los citados gregorianos. A veces ni él mismo parecía serlo. Pero don Stefano, como John seguía llamándolo, gozaba verdaderamente de la confianza del Papa. Trabajaba en la sección de relaciones con los Estados, el «Ministerio de Exteriores» de la Santa Sede. Y se encontraba entre aquellos que, aun contando con la amistad del número uno, nunca jamás se había aprovechado de ello, como en cambio habían hecho otros, logrando obtener significativas promociones.

—Pues bien, querido amigo, necesito que mañana salgas para Moscú…

—¿Por qué?

—Bueno, verás, nos ha llegado la noticia de que allí, en los últimos días, ha ocurrido algo… Han encontrado algo que… quizá haga falta… en fin…

—Stefano, me parece estar hablando con mi vieja portera, que tiene alzhéimer…

—Bueno… verás, parece que ha ocurrido algo en la Basílica de la Dormición, la del Kremlin, la iglesia más antigua de la ciudad.

—¿Pero algo de qué tipo?

—Un descubrimiento clamoroso, pero no me preguntes más, porque no tengo más información. Tampoco el nuncio apostólico ha sido capaz de explicarnos más. Lo único que sé es que se Irata de un descubrimiento ligado a un antiguo icono…

—Los iconos siempre me han apasionado… —murmuró John, dirigiendo la mirada a la pared del salón, donde se encontraban algunas piezas raras, como una natividad cinquecentesca y una pequeña desis, un tríptico con Jesús, el Bautista y la Virgen, miniada por la famosísima Escuela de Palech.

—Te sumarás a una delegación: el arzobispo de Bari viaja mañana a Rusia por invitación del patriarca Nikon. Tú serás el periodista que cubrirá la información.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer?

—Oficialmente, nada. Pero quizá consigamos una entrevista con Nikon. A propósito… nos interesaría que le hicieras una pregunta concreta…

—¿Cuál?

—¿Podrías preguntarle qué piensa de la liberalización del misal antiguo, el rito preconciliar, que el Papa tanto ha deseado? Una palabra de apoyo de los hermanos ortodoxos nos ayudaría en este momento.

—Lo intentaré… A propósito, ¿cómo hago para salir sin el visado…? No tengo tiempo…

—Ya hemos pensado en ello. ¿Por quién nos has tomado?

Cuando el monseñor de orígenes sicilianos hablaba en plural mayestático, se podía estar seguro de que el objeto de su razonamiento eran sus propias capacidades, ocultas tras las de la Secretaría de Estado.

—¿Qué quieres que te diga…? Está bien… —dijo Costa.

—¡Perfecto! Lo sabía. Aquí tienes el billete. Como ves, está ya a tu nombre. Estaba seguro de que no me ibas a traicionar dijo sonriendo.

—¿Cómo está el Papa? —preguntó Costa cambiando de tema.

—Con algunos achaques, pero aun así está estupendo. Como puedes imaginar, está preocupadísimo por los episodios ocurridos en Estados Unidos. Las cuatro manifestaciones contra la Iglesia católica que han tenido lugar simultáneamente ante las catedrales de Nueva York, Boston, Los Ángeles y San Francisco lo han herido personalmente. No sé si has visto los carteles y las pintadas…

—Por desgracia, sí —susurró John, casi avergonzándose de ser americano.

—Pero no es sólo eso… Hay algo más —añadió monseñor en tono confidencial.

Costa permaneció en silencio.

—¿Has visto el éxito de esa novela dedicada a María Magdalena, a su unión con Jesús y a su presunta descendencia?

—Cincuenta millones de copias vendidas…

—¡Setenta, no cincuenta! ¡Setenta! Y casi todas han sido vendidas en países que se suponen cristianos.

—No pienses en ello, Stefano. Una novela es sólo una novela. Un libro para leer en la playa, de vacaciones. Es ficción…

—Son muchos los que piensan como tú —añadió el prelado siciliano liberando el rígido alzacuellos blanco que llevaba en el clergyman—. Son muchos… pero verás, no es justo hacer como si no pasara nada. No podemos decir que sólo es una novela, que qué mal va a hacer.

—¿Y qué se debería hacer, según tú?

—Verás, he conocido a muchos sacerdotes en estos últimos meses que me han contado siempre la misma historia. Adultos, pero sobre todo jóvenes, que han leído la novela y después han dicho: «Vosotros, los sacerdotes católicos, nos habéis estafado durante dos mil años». Y muchos han perdido la fe.

—No estoy yo ciertamente en condiciones de escupir sentencias sobre el argumento, como bien sabes… pero si se pierde la fe leyendo una novela, significa que esa fe ya no estaba antes, o era un reclamo muy débil, un hilo muy sutil, como para ser tronzado al primer golpe de viento…

—Tienes razón, John, y a la vez te equivocas… Tienes razón, porque si uno pierde su fe leyendo una obra de fantasía, es porque la fe no estaba arraigada, le faltaban razones, fundamentos sólidos. Pero te has equivocado, porque no nos lo podemos permitir… No podemos decir: bueno, es una novela, si hace entrar en crisis a unos cuantos, mejor, porque así a nosotros nos quedan los más convencidos. Pero no es tan sencillo. Hay un profundo dolor que atraviesa el corazón del Santo Padre en este momento. Le están confundiendo a la grey, ¿no lo entiendes? Están poniendo en duda todo aquello en lo que creemos, el fundamento mismo de nuestra fe…

—¿Pero cuál es la novedad, Stefano? —preguntó John, echando en la tacita la última gota de café, ya frío—. Desde siempre ha sido así. ¿No ha sido así incluso desde el inicio y después a lo largo de los siglos?

—Sí, pero verás, John, hay una diferencia fundamental. Hasta hace unos años estos ataques contra la fe, que son ataques contra la historicidad de los Evangelios y de Jesucristo, se daban en el ámbito académico por parte de intelectuales, estudiosos, y permanecían encerrados en esos ámbitos. Discutían los teólogos, se enzarzaban los biblistas, pero los simples fieles, la gente común, casi no se daba cuenta. Eran ataques directos, tremendos, no lo niego… pero la fe de los sencillos permanecía intacta.

Costa seguía el razonamiento de su amigo con la intención y la tensión de quien está a punto de hacer un importante descubrimiento.

—Hoy, en cambio —continuó don Majorana—, algunas leyendas se venden en los escaparates de los supermercados y de los quioscos. Ya no pasan a través de las universidades, los ámbitos académicos, los centros de investigación. Es más, éstos están sistemáticamente apartados, quizá porque esas tesis no son nuevas en absoluto y ningún estudioso serio las tomaría en consideración. Se ha pasado a la difusión en masa. Y si quien lee no tiene formación, queda tocado, fascinado, hechizado. Hojea las páginas de una novela y cree estar leyendo un ensayo científico. Le parece tener ante sí un texto histórico. Son publicaciones eficacísimas…

—¿Por qué hablas en plural? ¿No era sólo una novela la que le preocupaba?

—No, John, no hay sólo una. Hay muchos otros libros, ensayos, opúsculos. Hay programas de televisión, investigaciones en Internet… ¿No te has dado cuenta del renovado interés que existe en torno a la figura de Jesús?

—Me parecía que eso llevaba interesando dos mil años —respondió el periodista.

—Hay libros que intentan explicar las apariciones de resucitados como episodios de histeria y pintan a la Magdalena como víctima de alucinaciones…

—Bueno, se intenta dar una explicación racional… ¡a la resurrección!

—Racional no, John, una explicación humana, o si quieres psicoanalítica, quizá sociológica… Pero recuerda que absolutamente todos deben reconocer que existe un cambio en aquellos primeros discípulos entre el Viernes Santo y el Domingo de Pascua, un inexplicable cambio, para comprender el cual no bastan todas las categorías de la sociología. Algo debió de ocurrir realmente cuando aquel grupúsculo de desbandados, destruidos y afligidos tras la ignominiosa muerte de su Maestro, de pronto partió y se dispersó por todo el mundo entonces conocido, dejándose matar por dar testimonio de que había resucitado y de que lo habían visto de nuevo entre ellos…

—Te sigo, pero no te entiendo.

—Muchas valiosas y buenas personas, leyendo ávidamente ciertos libros, atribuirán un valor decisivo a aquellos pasajes, quizá porque la fuente es un estimado biblista, cuya autoridad sirve en cambio para cubrir hipótesis no demostradas e indemostrables…

—¿Y el Papa qué dice?

—Hemos hablado de ello —admitió don Stefano. Pero no era necesario que se lo dijera. Ya otras veces el prelado había confiado a John el fruto de sus largos diálogos con Gregorio XVII.

—Dice que la difusión de estos libros, la campaña publicitaria, ciertas reacciones dirigidas parecen el resultado de un proyecto maquinado por una únicamente…

—O sea, un complot.

—No utilices en vano esa palabra. Yo hablaría más bien de mi ataque bien orquestado.

—¿Por quién? —le interrumpió el periodista.

—No lo sé, John. Nuestro enemigo debería saberlo, en el fondo es sólo uno, pero estamos convencidos de que no lo conseguirá: et portae inferi non praevalebunt adversus eam[2]

Costa y Majorana permanecieron algunos minutos en silencio. Los dos habían escogido un punto de fuga para la mirada, fijándose en algún detalle de la pared.

Después, finalmente, el sacerdote se levantó, volviéndose a colocar el alzacuellos que antes se había aflojado.

—Bien, John, gracias por el café y perdona por la charla excesiva.

—Gracias a ti, don Stefano. Te llamo mañana desde Moscú.

—Mantén los ojos abiertos. Debemos saber más…

Mientras decía estas palabras, pasó al periodista, con actitud insólitamente circunspecta, una tarjeta de visita. Estaba escrita por las dos caras, una en cirílico y la otra en caracteres latinos.

—Ponte en contacto con él si lo necesitas… Te ayudará. Pero no puede exponerse personalmente. ¿Entendido?

—Ok —dijo Costa, asintiendo.

Apenas despidió a su amigo, se puso a preparar la maleta. Decidió viajar sólo con el equipaje de mano. Tres mil doscientos kilómetros lo separaban de la capital de la Federación Rumi y de un descubrimiento sensacional. En poco más de tres horas de vuelo, los habría recorrido.