19

Había un Mercedes negro con la inconfundible matrícula SCV, Stato della Citta del Vaticano, esperando al padre Gianfranco junto al avión recién aterrizado en Fiumicino. El religioso, que afortunadamente viajaba sólo con el equipaje de mano, fue invitado a bajar el primero, evitando así los controles habituales. Al cabo de media hora —casi un milagro en Roma a aquella hora—, el coche volaba a través de la Puerta del Perugino, atravesaba todo el pequeño Estado del Papa hasta alcanzar el patio de San Dámaso. Majorana estaba esperando al religioso.

—Vamos, vamos rápido arriba…

—¿A ver al Secretario de Estado? —preguntó el franciscano.

—No, al Papa.

El joven fraile por poco se desmaya. Había nacido en San Giovanni Rotondo, había estudiado en Estados Unidos, llevaba muchos años viviendo en Tierra Santa. Tras aprender el hebreo a la perfección, enseñaba catecismo a los hebreos de Israel que, con gran secreto, habían decidido acercarse al catolicismo. Eran algunos centenares, seguidos con gran atención y reserva, por los frailes de la Custodia. Para hacer esto, el padre Gianfranco tenía que ir a diario a la parte nueva de Jerusalén, y una vez escapó de un atentado. Sabía por tanto afrontar situaciones difíciles o imprevistas. Pero la idea de encontrarse por sorpresa ante el Pontífice le había impresionado, y no poco. Monseñor Majorana se dio cuenta y utilizó el poco tiempo de la subida en el ascensor de madera oscura para animarlo.

—No tenga miedo, usted está haciendo su trabajo, verá cómo Gregorio consigue que enseguida se encuentre a gusto.

—Sí, sí… B-bien —respondió el fraile, balbuceando.

El padre Gianfranco era alto y delgado como un clavo, la tupida barba oscura servía para cubrir parcialmente su rostro anguloso. Majorana lo tomó por el brazo mientras se acercaban a la puerta del apartamento privado del Papa.

Gregorio XVII los acogió con los brazos abiertos.

—¡Bienvenidos! Gracias, padre, por haberse tomado la molestia de hacer este viaje. Vamos a mi despacho a hablar.

En cuanto se sentaron, el fraile comenzó a hablar.

—Tengo un mensaje de parte del nuncio apostólico —dijo.

El Papa escuchó atentamente. El embajador secreto recordaba todo a la perfección y desgranó punto por punto las palabras literales pronunciadas por monseñor Gardin.

—Bien, me parece una óptima idea —dijo el Papa—. Actuaremos enseguida. Monseñor —dijo, dirigiéndose a Majorana—. Informe inmediatamente al cardenal Secretario de Estado y mande partir hoy mismo, con la máxima «publicidad» posible, la petición de la Santa Sede de revisar el archivo de los documentos depositados en la nunciatura en Israel. Piense en alguna excusa que justifique la urgencia.

Permanecieron en el saloncito durante un cuarto de hora.

—¿Puede ofrecerle un café o un té?

—No, gracias, Santo Padre.

—Pero usted no puede irse de aquí sin haber visto la belleza de los jardines vaticanos —añadió Gregorio XVII, dejando bastante sorprendido al franciscano, que pensó: «¡Con todas las preocupaciones que tiene y quiere enseñarme los jardines!»El Papa se mantuvo en sus trece.

—¡El coche, por favor! —dijo en voz alta, para que le oyera el secretario.

—¿Ya, Santidad? —le preguntó estupefacto el sacerdote.

—Sí, hoy nos adelantamos —fue la réplica del Pontífice.

—No sé si llegaremos a tiempo de despejar…

—Oh, no os preocupéis… No se muere nadie si el Papa, mientras pasea y recita el rosario, se cruza con alguien.

Cada día, hacia las cuatro y cuarto, si el tiempo lo permitía, Gregorio solía acercarse a los jardines, ante la pequeña Lourdes. Una gruta que había mandado construir su predecesor, devoto como él de la Virgen. Reproducía exactamente la de Massabielle, donde la Virgen se había aparecido a la pequeña Bernadette Soubirous, ciento cincuenta años antes. Había un altar para celebrar misa. Desde allí, el Papa comenzaba su paseo recitando cincuenta avemarías y allí volvía a tomar el coche para regresar al Palacio Apostólico.

Salieron con prisa. Una prisa que el secretario del papa Gregorio consideró cuanto menos extraña.

—Maestro, ¿lo ha visto?

—Sí, ahora sabemos dónde está nuestra pequeña presa y cómo piensan hacerla salir de Israel —respondió el hombre sentado frente al escritorio.

—Podemos intervenir enseguida.

—Sería un error, querido mío. Un grave error. Si avisáramos inmediatamente a la policía, se abriría un caso diplomático. ¿Qué pruebas tiene de que la doctora Duncan esté alojada en la Delegación apostólica de Jerusalén? Y por lo demás, ¿cómo podrían entrar? No se puede violar la extraterritorialidad.

—¿Entonces?

—Entonces pongamos a nuestros amigos de Tel Aviv al corriente de la intención de hacer «evadir» del país a la prófuga dentro de una caja de documentos. Vamos a sugerirles que realicen un control imprevisto. Dirán que han recibido un soplo: es cierto que la caja debería entenderse como valija diplomática, pero en este caso existe la sospecha de que pueda servir para la fuga de una persona sospechosa de homicidio. Y del homicidio de un sacerdote.

—Tiene razón, Maestro, como siempre. Avisaré a nuestros contactos.

—Actúa de manera que no parezca un soplo, sino el fruto de un trabajo de inteligencia. Avisa a nuestros amigos para que preparen un informe con los datos que les ofreceremos. Diles que se den prisa. ¿Te imaginas qué papelón para la Santa Sede? Quería hacer evadir de Israel a la principal sospechosa del asesinato de un dominico, de un famoso biblista. ¡Qué escándalo internacional!

—Sí, Maestro. Dos pájaros de un tiro.

—Otro golpe perfecto contra los hijos de la Viuda… Hemos minado los cimientos del Vaticano, ¿te das cuenta?

—Sí, claro. Cuando todo haya caído, no quedará piedra sobre piedra.

—Haces bien citando las Escrituras. Aunque dentro de unos años ésas ya no serán las verdaderas… Escrituras —explotó en una sonora carcajada.

El padre Gianfranco, tras el breve paseo con el Papa por los jardines vaticanos, fue acompañado por monseñor Majorana al Patio de San Dámaso y confiado de nuevo al chófer que le había llevado al Vaticano. Tenía ya un vuelo reservado para la noche.

—Faltan todavía algunas horas —dijo Majorana—. El chófer le llevará a donde quiera antes de acompañarle al aeropuerto.

—Mi deseo en realidad sería poder rezar un poco en San Pedro…

—Muy bien —dijo monseñor.

El Mercedes se detuvo ante la puerta de la sacristía y desde ahí el padre Gianfranco fue introducido en la basílica evitando las colas de los peregrinos.

El fraile bajó a las grutas y permaneció durante una hora ante las reliquias de Pedro. Después salió y se dirigió al Fiumicino.

También para Kate, como para John, el tiempo parecía transcurrir con una lentitud exasperante. La doctora Duncan había recibido buenas noticias sobre el estado de salud de su marido y sobre el hecho de que quien lo defendía era un abogado respetado, uno de los mejores de Nueva York. Le habría gustado oír su voz, poder decir al menos «Te quiero», pero sabía que no era posible. Las monjas de la Delegación apostólica de Jerusalén hacían todo lo posible para hacerle agradable la estancia. Pasó otra noche casi insomne, igual que Costa.

A la mañana siguiente, le anunciaron que el nuncio quería verle. Monseñor Gardin no la esperó en el triste saloncito de las butacas de eskai verde, sino que salió a su encuentro en el pasillo.

—Buenas noticias —dijo—. Probablemente saldrá mañana. Ha llegado la orden de transferir los documentos desde Haifa a Roma.

—¿Y de aquí a Haifa, cómo viajaré?

—De aquí a Haifa ya me encargo yo —dijo el nuncio, que había llamado a sus homólogos en el gobierno para avisarles de que al día siguiente partiría un Falcon del aeropuerto de Tel Aviv en dirección a Roma con los documentos que la Santa Sede había solicitado. «El Secretario de Estado», les había dicho el arzobispo, «tiene a bien ver directamente esos papeles y os agradecerá, también en nombre del Santo Padre, todo lo que podáis hacer para ayudarnos».

—Kate, no se ofenderá si le pido que se disfrace, ¿verdad?

—¿Y de qué me tengo que disfrazar? —preguntó ella con mucha curiosidad.

—Pues de monja, ¿no es obvio? —respondió el nuncio, sonriendo.

Un minuto después, llegó, jadeante, la superiora de las monjas que gestionaban el edificio de la Delegación apostólica.

—Es el más pequeño que he encontrado. Lo siento —dijo con voz sumisa mientras le daba a Kate un hábito religioso de talla grande.

—Si éste es el más pequeño que tienen, hermana, significa que aquí alguien tiene que empezar a hacer algo de dieta.

—Tiene razón, excelencia, pero usted lo sabe mejor que yo… Aquí hay personas y delegaciones, se dan pequeñas recepciones, pasamos demasiado tiempo en la cocina…

—¡Tenéis que aprender a resistir! —dijo con una mirada severa, que se deshizo enseguida en una sonora carcajada que alegró el ambiente.

—Nos vemos dentro de media hora abajo, doctora —concluyó monseñor Gardin.

Kate volvió a su habitación e intentó ponerse el hábito. Le quedaba grande pero no grandísimo. Se colocó la toca lo mejor que pudo. Por suerte, aquella mañana no se había puesto ni una pizca de maquillaje. El efecto final era perfecto, o al menos así lo creía ella. Recogió las pocas cosas que le quedaban y bajó.

La esperaban sus «hermanas», que por nada del mundo querían perderse el espectáculo. Estaban todas en fila.

—Le queda estupendamente… Mándenos algún recuerdo…

Subieron al coche, que tenía las lunas tintadas, y tomaron el camino de Haifa, rezando para no encontrarse con un control o una patrulla. De hecho, no siempre las acreditaciones diplomáticas de la Santa Sede que Gardin ponía bien a la vista habían servido para ahorrarles molestias e interrogatorios. Sin embargo, esta vez, la fortuna estuvo de su parte. Todo fue como una balsa de aceite. Durante el trayecto, el nuncio rezó el rosario y se dirigió siempre a Kate llamándola sor Jeanne. Ella comprendió que evidentemente no se fiaba tampoco del conductor o sospechaba que había micrófonos en el coche. En Haifa, lejos de las tensiones de Jerusalén, se respiraba un aire de normalidad. La nunciatura estaba en la parte vieja de la ciudad, en un palacete restaurado hace poco. Entraron directamente con el coche en el patio, lejos de miradas indiscretas. Le asignaron una habitación, y le pidieron también en este caso que no abriera nunca las ventanas ni las cortinas.

—Mañana al amanecer partiremos. Yo iré al aeropuerto a acompañar… la caja de documentos. Esperemos que todo vaya bien, es más, confiamos esta difícil misión a Santa Teresita —dijo el arzobispo, devotísimo de Teresa de Lisieux—, la santa que no hizo nada pero en realidad… lo hizo todo —repitió, recordando la sencillez de la joven francesa que fue «muy hábil a la hora de pedir gracias para arrancar del mal las almas de los pecadores y abrir las puertas del paraíso».

Kate se quedó en la cama hasta el anochecer, leyendo algunos de los volúmenes de la rica biblioteca que se encontraba en el pasillo. Pero no retuvo nada de aquella lectura. Su pensamiento estaba fijo en John, en la cárcel, víctima de una acusación infamante y falsa. Nunca, ni siquiera por un momento, la doctora Duncan había creído en la implicación de su marido. Y le reconfortaba la idea de que ésa fuese también la opinión entre sus amigos y protectores. La cena fue bastante frugal, a pesar de que la hermana de Gardin todavía no había terminado las provisiones de bacalao a la bizantina.

Kate se acostó muy pronto, sabiendo que la iban a despertar en plena noche.

A las tres de la mañana, una monja vino a despertarla.

—¡Es la hora, prepárese! —dijo en voz baja.

La mujer se puso un chándal, recogió sus cosas y se dirigió hacia la salida. La caja era muy amplia: se podía estar en ella con cierta comodidad. Kate recordaba haber entrado en lugares mucho más estrechos que aquél, en Japón, donde se encontraba con motivo de un congreso y, a causa de un retraso y de un tren perdido, había tenido que pasar la noche en uno de aquellos dormitorios colmena de las estaciones.

—Buena suerte, doctora —dijo el nuncio, vestido con la sotana fileteada de rojo, la cruz pectoral de plata, el solideo y el fajín violáceo—. Me he vestido de gala porque así infundo más temor —dijo, casi para justificarse, aun sabiendo muy bien que no era suficiente una insignia obispal para intimidar a la seguridad israelí.

Kate se metió en la caja, que fue inmediatamente cerrada con los sellos de la nunciatura. La ventilación interior estaba asegurada por algunos agujeros situados alrededor de la base, camuflados por una especie de saliente.

—Bien, que Dios nos eche una mano —dijo Gardin, subiendo al coche que precedería a uno de los dos furgones.

El trayecto desde Haifa al aeropuerto fue rápido, dada la hora. El coche del prelado corría veloz por el asfalto que se desenvolvía entre las colinas áridas y pétreas. La primera barrera, en la Terminal Internacional, fue fácilmente superada con enseñar los documentos.

Después entraron en el aeropuerto. Los guardias les pidieron que abrieran el furgón, miraron la caja, y preguntaron qué contenía. Les dijeron que eran unos documentos de la Santa Sede y que se trataba de un envío diplomático. También el segundo control fue superado.

La tensión aumentaba, aunque Gardin mantenía una actitud seráfica. Se acercaron a la zona de vuelos privados, donde se encontraba el Falcon con los motores ya encendidos.

El arzobispo empezó a creer que todo había ido sobre ruedas. Fue en aquel momento cuando los vio. Tres jeeps de la policía, con los faros encendidos, apuntaron sobre la pequeña comitiva. Un oficial, bastante descortés, les invitó a todos a bajar. El nuncio apostólico y los dos chóferes obedecieron. Les pidió que le enseñaran los documentos de viaje y Gardin se los enseñó.

—Es una valija diplomática. Documentos para la Santa Sede —explicó en hebreo.

El oficial ni siquiera le escuchó. En el horizonte, un tenue hijo rojo señalaba el comienzo de la aurora.

Rododactylos eos… La aurora de rosados dedos —dijo Gardin, recordando uno de los versos preferidos de Homero. Todo se precipitó en pocos instantes. El oficial, un joven gallardo vestido con el traje de camuflaje, se puso a gritar.

—¡Abran la caja!

—No es posible, señor —respondió mansamente el nuncio apostólico—. Esta es una valija diplomática.

—Y éste es un control de la policía. Hemos recibido un aviso. Es una cuestión de seguridad nacional…

—No comprendo qué puede tener que ver con la seguridad nacional kilos y kilos de carpetas.

—No son los papeles lo que buscamos. Buscamos a Kate Duncan.

—¿A quién? —preguntó Gardin con aire interrogativo.

—A la doctora Kate Duncan, buscada por homicidio por la policía de Israel.

—No sé de qué me está hablando —dijo impasible el nuncio.

El oficial ni lo miró y dirigiéndose a uno de los militares dijo en voz alta:

—¡Quitad los sellos! —el nuncio se puso en medio.

—Usted no puede abrir la valija diplomática. Protesto vivamente. Esto es un abuso, una violación…

—Voy a abrir la caja…

El nuncio aferró el móvil y marcó un número. Estaba apagado. Nada raro a aquella hora de la mañana. Lo intentó con otro mientras dos soldados comenzaban a forzar los sellos.

Esta vez el teléfono dio señal.

—¿Doctor Menachen? Soy el arzobispo Gardin…

—Excelencia, nunca me ha llamado a esta hora de la mañana. Tiene que ser algo grave…

—Lo es, lo es. Estoy en el aeropuerto acompañando una caja de documentos que viajará como valija diplomática. Son documentos que desea ver el Santo Padre. Y los hombres de seguridad están violando los sellos para revisarlos. ¡Una cosa inaudita, que no quedará sin respuesta!

—Pero… no sé nada… ¡Páseme con el oficial!

El arzobispo le dio el móvil al hombre con traje de camuflaje. Los dos hablaron durante no más de un minuto. Después, el oficial le devolvió el teléfono al nuncio.

—Lo siento, excelencia. Pero tenemos que abrir la caja.

Gardin entonces se echó a un lado.

—¡Muy bien, entonces abridla! ¡Vamos! ¡Mirad dentro, revisad todos los documentos! ¿Queréis fotocopias? Hacedlas…

Los militares abrieron los gruesos candados que sujetaban la tapadera. Mientras tanto, otro jeep había acudido. Dos tenían las metralletas apuntando a la caja, en caso de que la fugitiva tuviera la peregrina idea de huir en dirección a las pistas.

La tapadera fue levantada. Gardin miró hacia el otro lado, en dirección al horizonte.

Rododactylos eos… La aurora de rosados dedos —dijo, sonriendo en dirección a la claridad de la mañana, que lentamente se abría paso. Tenía el aire sereno de quien en toda circunstancia sabe abandonarse a la voluntad de Dios.

El oficial casi se lanzó sobre la caja, sumergiendo las manos en una marea de papeles y carpetas. Había pilas de archivadores, fajos de viejos periódicos, libros sin valor. Papel, papel, sólo papel. Los militares estaban atónitos. Sus rostros estaban llenos de estupor. Evidentemente, estaban seguros del soplo. Cada centímetro fue revisado. Intentaron incluso desmontar parte del furgón. Nada de nada. La «prófuga» doctora Duncan no estaba allí.

—Excelencia, perdóneme por la molestia.

—No perdono nada. Hoy mismo presentaré una nota diplomática de protesta ante el gobierno de Israel por cómo hemos sido tratados y por esta grave violación de nuestros derechos.

—Pero yo…

—Usted ha hecho su trabajo y yo haré el mío. Adiós.

El arzobispo sacó una pequeña libreta del bolsillo de su sotana y escribió en mayúsculas el nombre de oficial y su número de placa, copiándolos de la tarjeta de identificación que llevaba sobre el pecho. El hombre permaneció inmóvil, en posición de firmes, muerto de vergüenza.

—Creo que ya podemos irnos —dijo el nuncio apostólico a los dos jefes. El coche y el furgón alcanzaron el avión que los estaba esperando. Cargaron la caja y Gardin esperó hasta verlos despegar.

En ese mismo momento, en la más absoluta tranquilidad, Kate Duncan viajaba en el interior de la segunda caja que había salido aquella mañana de la sede de la nunciatura de Haifa en dirección al puerto. Iba a bordo del segundo furgón, que había salido junto al coche del nuncio y que había tomaba otro camino. El material contenido en la segunda caja iba clasificado como mobiliario de la nunciatura para ser embarcado en un buque mercante con bandera argentina, en dirección a Buenos Aires. Una monja acompañaba al conductor del vehículo. Todas las formalidades se habían sucedido del modo más sencillo. Cuando la caja estuvo a bordo, en la bodega, el capitán la hizo transportar secretamente a un lugar preparado para la ocasión y la hizo abrir. Kate salió un poco deslumbrada por la luz de la estancia.

—Doctora Duncan, es un placer tenerla a bordo. Me llamo José María Loredo, y soy el capitán de este barco.

—Capitán, es un placer volver a ver la luz.

—Estamos a punto de abandonar el puerto de Haifa. Mañana vendrán a recogerla.

—Usted es…

—Sí, soy el sobrino del cardenal Loredo, el Prefecto de la Congregación para la Educación Católica. Y alguna vez hago ciertas misiones especiales por encargo de mi tío.

Una vez que el buque soltó amarras y salió del puerto, monseñor Gardin recibió una llamada y él a su vez avisó a Roma.

—¿Monseñor Majorana? Dígale al Santo Padre que todo ha ido bien.

—Por suerte no nos hemos fiado —replicó el prelado de Roma. Ahora tenemos la prueba definitiva de que el Papa está siendo espiado en su propia casa. El padre Gianfranco ha estado fenomenal. Contó el plan de la caja de documentos que debía de salir de Tel Aviv con el vuelo especial del Falcon y se detuvo en los detalles. Después, acompañamos a Gregorio XVII a los jardines vaticanos y allí el eficacísimo fraile nos habló del verdadero plan para hacer huir a Kate Duncan. Adviérteselo enseguida al Papa. Se pondrá contentísimo.

Pero había alguien que no estaba nada contento.

—Maestro…

—Aquí estoy. ¿Misión cumplida? ¿Está en manos de la policía israelí?.

—No, Maestro, ha habido complicaciones.

—¿Cuáles?

—Bueno, la doctora Duncan no estaba en la caja que salió del aeropuerto de Tel Aviv. Solo había documentos.

—¡No es posible! —exclamó, gélido, el hombre—. He oído con estos oídos la descripción del plan, los detalles. He visto todo el encuentro.

—¡Quizá nos han despistado!

—¡Quizá! ¡Pues claro que nos han despistado! Nos han tomado el pelo.

—Maestro, es una victoria pírrica.

—Hemos perdido una importante ventaja… ¡Ahora Gregorio XVII sabe que le espiamos!

—¿Ponemos en marcha el resto del plan?

—Sí, activemos a nuestro Ayudante…

—Así se hará, Maestro.

Media hora después, una llamada llegaba a casa de Anselmo Mastrangeli, 38 años, empleado del Vaticano.

—Esta noche recibirás la Orden.

S-sí… Está bien.

—Te noto titubeante.

—En absoluto.

—Sabes, tenemos que estar seguro de tu fiabilidad.

—¡Podéis estar seguros, faltaría más!

—Hemos apostado mucho por ti.

—Claro… ¿Qué tendré que hacer?

—Recibirás instrucciones mañana por la mañana.

—Pero es que normalmente yo no estoy por arriba…

—¿Crees que no lo sabemos? Llegarás pronto, por causa de fuerza mayor.

—De acuerdo.

—Contactaremos contigo en las próximas horas.

Sebastiano Giacomelli tenía, como siempre, una cara radiante. No es que las cosas le fueran siempre bien. Estaban los problemas de salud de su suegra, a su mujer le hubiese gustado que pasara más tiempo en casa… Un joven marido y padre como muchos otros… La tranquilidad que transparentaba su rostro era fruto de una fe sencilla y profunda. Había andado mucho, el pequeño Sebastiano. Apenas cinco años antes había sido contratado en el Vaticano para la limpieza de las oficinas de la congregación de los obispos. Lo había recomendado el párroco de la iglesia donde se había casado. Enseguida se hizo querer: era una persona que, además de cumplir bien y con precisión su trabajo, sabía escuchar. Escuchaba más que hablaba. Así que no había gendarme ni botones ni monseñor que no le hubiera cogido cariño. Tres años antes, había entrado en la Antecámara pontificia como encargado de la gestión de las medallas y los rosarios. Después, cuando el anciano ayudante de cámara se jubiló tras trabajar al lado de tres papas, él había ocupado su puesto, convirtiéndose en camarero pontificio. Mantenía en orden su despacho, servía el desayuno y la comida, le sujetaba el paraguas en caso de agua o de demasiado sol, ponía las cuentas del rosario que el Papa distribuía a los fieles o a los huéspedes ilustres. Una posición envidiable, de «familiar» de Gregorio XVII. El Papa mexicano había aprendido pronto a apreciarlo por su amabilidad y discreción. Era una persona de la que uno se podía fiar. Y sobre todo, era mudo como una tumba respecto de lo que ocurría en el apartamento papal.

Aquella tarde, Giacomelli salió del Palacio Apostólico a las 14:30. Pasó su por casa, en el pequeño edificio al lado de la Casa de Santa Marta, donde se alojaban los cardenales durante el cónclave. Tenía que ir a hacer unas compras, pero por suerte aquel día no se hizo acompañar de sus dos hijos mayores. Atravesó la Plaza de San Pedro, llegó a la Plaza del Risorgimento, y enfiló Via Ottaviano. Estaba a punto de cruzar la calle cuando una moto de gran cilindrada pareció vacilar y lo embistió desde atrás. El ayudante de cámara cayó sobre el asfalto. También el motociclista perdió el control del vehículo, pero sin hacerse un solo rasguño. Sebastiano fue ingresado en el hospital Santo Spirito. Tenía los brazos y las piernas fracturados, una importante contusión en la frente, varias heridas en el tórax. El TAC había excluido inmediatamente daños más serios. Pero estaría fuera de juego durante varios meses.

—Anselmo, ven, te llaman del Vaticano…

El hombre se levantó de mala gana del sofá del salón, donde acababa de tumbarse.

—Mastrangeli al habla…

—Soy el Prefecto de la Casa Pontificia.

—Diga, Excelencia.

—Mastrangeli, el pobre Giacomelli ha tenido un accidente. Una cosa seria pero no grave, gracias a Dios. Su vida no corre peligro. Parece que lo ha atropellado una moto cuando se encontraba en Via Ottaviano. Se verá obligado a guardar reposo durante varios meses, por desgracia. Quería decirle que desde mañana a las siete menos cuarto y hasta nueva orden, usted le sustituirá.

—Como mande su excelencia.

—Sea puntual.

—Allí estaré.

El hombre colgó el auricular y empezó a rumiar para sí: «Estos malditos… Lo han atropellado para hacerme ir allí». Mastrangeli tenía las ideas bastante confusas en aquel momento. El encuentro con los emisarios del Maestro había ocurrido un año antes. Le habían dicho que pertenecían a un grupo muy poderoso. Le habían dado dinero, tocando así una tecla a la que el hombre era por desgracia sensible por motivo de su vicio oculto: el de las apuestas. Lo habían cubierto sin que su mujer casi se diera cuenta, tal era el nuevo flujo de dinero que el nuevo ayudante de Cámara era capaz de derrochar. Lo habían enrolado así, poco a poco, y ahora lo tenían con la soga al cuello. Mastrangeli se había abandonado a ellos. Ya había cumplido algunas pequeñas pero importantes misiones. La visión clara de lo que el Papa hacía en su estudio privado no hubiera sido posible sin su habilidad: había situado sobre el escritorio una imagen de San José completamente similar a la original, esculpida en madera por un artista bávaro, que contenía una cámara oculta. Había abierto algunos sobres con documentos reservados, pero sabía, sabía muy bien, que algún día se le pediría algo más, mucho más. Por eso, durante las últimas vacaciones, se lo habían llevado con la familia a Portugal, y allí, mientras su mujer y su hija gozaban de la playa, había sido adiestrado en técnicas top-secret. Aquella experiencia le había cambiado profundamente. Después del adiestramiento, ya no parecía la misma persona. Su mirada había perdido la viveza original, se le veía apagado, a veces se movía mecánicamente.

—No sé qué te ha pasado en Portugal —le había dicho Lorena, su mujer, al regresar a Roma—, pero parece que te han robado el alma.

Mastrangeli se había quedado mal. «¿El alma? ¿También el alma?». Pero no había soltado su habitual carcajada sarcástica y desdramatizadora, y se había encerrado todavía más en sí mismo. Sabía que lo único que podía hacer era obedecer las órdenes.

A la mañana siguiente, el despertador sonó a las cinco. Mastrangeli se duchó, se puso la camisa blanca que su mujer había planchado la tarde anterior, el traje negro, la corbata negra, los zapatos más elegantes. A las seis salió de casa, después de tomar únicamente un café.

—Ya desayunaré las sobras del Papa —le había dicho a Lorena, que se había levantado para ayudarlo.

Vivía en un apartamento pequeño de Borgo Pio. En cuanto salió del portal vio enseguida a aquel hombre con el impermeable beige que simulaba leer un periódico apoyado en el muro de enfrente. La intuición no le falló. El hombre se acercó a él.

—Tengo las instrucciones —y le pasó un pequeño sobre sellado, cuadrado, de las dimensiones de un CD.

—Está bien, lo leeré…

—Tienes que leerlo antes de entrar allí —dijo el hombre, un desconocido, indicando la entrada de Porta Angelica, adonde Mastrangeli se dirigía.

—Está bien —respondió. Mientras abría el sobre, el otro se alejó. En el interior de la plica había un frasco que contenía una decena de cristales blancos. Había también una carta mecanografiada y una fotografía doblada en cuatro. Mastrangeli comenzó por la foto y sintió un escalofrío al ver que se trataba de su hija. Después leyó la carta:

«La foto de tu hija es sólo una pequeña advertencia. Nos fiamos de ti, pero también quiero decirte que muchos de nuestros hombres no te pierden de vista, controlan tus pasos y los de tu familia. No te ocurrirá nada si obedeces las órdenes. Si no lo haces, la primera en pagar las consecuencias será tu hija Julia. Has podido constatar que nosotros, cuando intervenimos, lo hacemos de manera que parezca un accidente. Has encontrado un frasco con unos cristales. Tienes que comenzar esta mañana metiendo uno, solo uno, en el café del Papa. Después meterás otro en el agua que beberá durante la comida. Mañana y pasado mañana harás lo mismo. Encuentra la manera de que no te descubran».

Mastrangeli sintió un violento retortijón en el estómago. Por primera vez, se daba cuenta de la ciénaga en que había caído. Durante un momento, pensó en huir, en volver a casa y marcharse con su mujer y su hija. Pero no podía hacerlo. Lo estaban esperando ya en el apartamento del Papa. Sus dedos temblorosos se agarraban el rostro recién afeitado y perfumado. ¿Qué iba a hacer? Vio ante sí el rostro de su hija. No podía arriesgarse a perderla. En el fondo, él había aceptado el juego, el dinero, el mucho dinero que aquella misteriosa y poderosa organización le había regalado. Si no hubieran estado ellas en medio, su mujer y su hija, hubiera corrido a echarse al Tiber antes que envenenar al Papa. Pero concluyó que no tenía elección. No aquella maldita mañana.

Aceleró el paso, con el corazón que parecía salírsele del pecho. Sudaba a pesar del aire fresco de la mañana. Pasó velozmente ante la guardia suiza y el gendarme, entró en el patio de APSA, la Administración del Patrimonio de la Santa Sede, y tomó el ascensor directo hacia el apartamento del Papa.

Aquella mañana, Gregorio XVII había meditado el pasaje del Evangelio de Lucas dedicado al buen ladrón. En la breve meditación que solía pronunciar durante la misa privada, en la capilla de su apartamento, el Papa dijo que el del ladrón crucificado a la derecha de Jesús es un ejemplo absolutamente liberador para todos nosotros.

—Conquistó el paraíso reconociéndose pecador y pidiendo ayuda y redención al único que estaba en condición de dársela. Es una figura extraordinaria. En el fondo, el hombre que no se salva, el hombre que termina en el infierno, es porque lo desea. Y porque hasta el final se ha resistido obstinadamente a la invitación de Dios misericordioso.

La palabra «infierno» le provocó una sensación muy extraña a Mastrangeli. Como la de una hoja gélida que le atravesara el cuerpo. ¿Estaba arriesgándose al infierno el sustituto del ayudante de Cámara?

Mientras preparaba las tazas de café, en la cocina, quitó el tapón del frasquito y dejó caer imperceptiblemente el minúsculo cristal en la destinada al Pontífice. Solo tuvo el valor de susurrar: «Perdóname…».