18

—Ha sido él, ese señor ha sido el que le ha hecho cosas malas a mi hijo.

Evelyn Gonzales, veintiocho años y un físico perfecto, cabellos largos y negrísimos, seguía repitiendo la misma frase en su inglés defectuoso.

En las equipadas oficinas de la policía, en el interior de la terminal del aeropuerto, John Costa asistía esposado e incrédulo a la exposición de su acusadora envuelta en lágrimas. El periodista no tenía ni idea de por qué el niño se había puesto a gritar y a llorar de manera compulsiva en cuanto entraron en el baño. Pero no podía tampoco imaginar que estaba siendo víctima de una trampa preparada al más mínimo detalle.

En el fondo, las apariencias estaban totalmente en su contra. Se había apartado con el pequeño, el niño había gritado y lo había acusado. ¿Qué iba a creer una madre, que por otra parte ya estaba bastante turbada? ¿Cómo habría reaccionado cualquier otro padre después de darse cuenta de que el ángel a quien se había confiado para que le ayudara se había quitado la máscara y se había revelado como un monstruo? Pero no eran las acusaciones lo que le preocupaba a John, consciente de que para aclarar aquel desagradable incidente harían falta días, quizá semanas, y por tanto él no podría dejar el suelo de listados Unidos para ir a Israel. Sabía que Kate estaba a salvo. ¿Pero cuánto iba a poder resistir? Si los servicios secretos israelíes supieran dónde se encontraba, se crearía un caso internacional.

Quien lo hubiera visto por primera vez aquella mañana, sentado en la silla, con las esposas en las muñecas, no hubiera podido imaginar jamás hallarse frente a John Costa, cronista dinámico y emprendedor, amigo del Papa. El periodista se había abandonado por completo a su destino. El primero en interrogarlo, después de una hora, fue un joven teniente especializado en delitos contra menores, Robert Sankey.

—Señor Costa, ¿me puede explicar qué es lo que ha ocurrido? —preguntó, sentándose frente a él en una habitación sin ventanas, iluminadas por luces de neón.

—Salía para Tel Aviv, donde tengo que encontrarme con mi mujer. He pasado en Nueva York, la ciudad en la que he nacido, solo dos días. Había hecho los trámites de facturación cuando he visto a esa mujer llorando, que llevaba de la mano un niño. Parecía completamente desolada. Tenía tiempo todavía antes de embarcar y por eso me acerqué para preguntarle si necesitaba algo. Me explicó que la habían robado y me pidió que si podía cuidarle al niño por unos minutos. Se acababa de ir cuando el pequeño empezó a pedirme que fuéramos al baño para hacer pis… Todo lo que estoy diciendo puede ser confirmado por testigos.

—Y usted lo acompañó a los baños…

—Sí, no había nadie. Yo quería esperar fuera de la puerta pero el niño quiso que entrara. Y apenas lo he hecho se ha puesto a gritar…

—Apenas entró, usted no resistió…

—¿Que yo no he resistido qué? Usted está cometiendo un error, teniente Sankey, un gran error. Yo no he tenido en mi vida esas tendencias o pulsiones. Nunca le he hecho daño a un niño…

—Señor Costa, comprenderá que no puedo creer su palabra. Aquí hay unos hechos precisos.

—¿Unos hechos? ¿Qué hechos? ¿Los gritos compulsivos de un niño que hacía cinco segundos que acababa de entrar en el baño?

—¿Y según usted por qué reaccionó así? ¿Ha hecho usted algo para provocarlo?

—Nada en absoluto. Estaba todavía cerrando la puerta cuando empezó a gritar.

—¿Quiere hacerme creer que el niño se ha inventado todo?

—¡Realmente yo no he hecho nada! Ni siquiera lo he rozado.

—Tenía los pantalones bajados…

—¡Porque iba a hacer pis! —replicó Costa en tono exasperado.

—No es necesario bajarse los pantalones para hacer pis.

—¿Puedo preguntarle si tiene hijos?

—¡Aquí las preguntas las hago yo! Aunque puedo decirle que no tengo.

—Verá, los niños de esa edad a menudo se bajan los pantalones, que suelen llevar un elástico en la cintura.

—Veo que es usted un experto.

—Tengo una hija. Ahora ya es mayor.

—¿Y cómo hace para saber todo eso para los chicos?

—Escuche, he tenido que hacer de papá. He tenido que vérmelas con niños, he organizado fiestas de cumpleaños.

—Señor Costa… me gustaría poder creerle… ¿Puede decirme qué hizo ayer por la tarde?

—Bien, dormí durante algunas horas. Después por la noche salí a cenar.

—¿Dónde ha dormido?

—En un apartamento en la calle 50.

—¿Es ésta la fachada? —preguntó el teniente, mostrándole a John una foto en color del edificio.

—Sí, es ésa.

—Señor Costa, sería mejor que dijese la verdad, que confesase su vicio.

—¡Yo no soy un pedófilo! ¿Me ha oído? ¡N-o s-o-y u-n p-e-d—ó—f-i-l-o! —gritó John con todo el aire que aún tenía en la garganta.

—No se caliente, Costa. No vale la pena. Lea esta denuncia: «La señora Geraldine Smith, de cuarenta y tres años, residente en el número 766 de la calle 50, ha denunciado que su hijo Michael, de diez años, fue invitado a entrar en el portal del edificio número 754 por un hombre de mediana edad que le ha enseñado un ordenador portátil con un videojuego. El hombre ha intentado convencer al niño de que subiera con él a su apartamento, prometiéndole veinte dólares de propinas y el CD con el videojuego. Michael salió corriendo. La señora Smith, divorciada, que trabaja como enfermera en el Presbiterian Hospital de Manhattan, ha denunciado el hecho».

—¡Pero todo eso es falso! No me he encontrado con ningún niño ni he salido con el ordenador. He estado en casa toda la tarde…

—¿Alguien puede confirmarlo?

—He estado en casa solo…

—Verá, señor Costa, su situación se complica… Hace pocos minutos, Michael lo ha reconocido en una fotografía que le hemos enviado por email a su colegio.

—Yo no he estado con ningún niño. Lo juro…

—Es totalmente inútil que jure. ¡En su lugar dígame la verdad! Intentaré ayudarle.

—Ya le he dicho la verdad. No soy un pedófilo. No he abusado de ningún niño.

—¿Y qué me dice de monseñor Peter Malony?

—¿Quién, el sacerdote colaborador del arzobispo?

—El mismo.

—¿Y qué debería decirle? El otro día vino a buscarme al aeropuerto Kennedy, me llevó en coche a la calle 50, me enseñó el apartamento y después fuimos a cenar. Ayer sólo hablé con él por teléfono, no he vuelto a verlo.

—¿De verdad no lo conocía de antes? ¿De verdad que no os habéis puesto de acuerdo para ir a buscar alguna víctima para vuestros apetitos?

—¡¿Pero cómo se permite?! ¿De qué apetitos habla? Nuestro único apetito aquella noche era el de poder cenar bien.

—Costa, hay una detallada denuncia sobre don Malony. Abusos sexuales a un menor. También el menor fue invitado a subir al apartamento.

—Mire que esa es una residencia privada del cardenal arzobispo…

—El cual está fuera de la ciudad —respondió rápidamente el teniendo Sankey.

—Quiero hablar con un abogado. Quiero llamar a mi mujer.

—Lo hará cuando yo lo decida.

—Mire que está hablando con un periodista. Conozco bien mis derechos. Si me retienen y me acusan de un delito, tengo derecho a un abogado. Si no, déjenme tomar el próximo vuelo a Tel Aviv.

—Usted no subirá a ningún avión. Se queda aquí.

—Entonces déjeme llamar a un abogado.

El teniente se levantó y salió dando un portazo. John permaneció sentado, con la cabeza entre las manos, exhausto y presa de una crisis nerviosa, lloraba.

—Una trampa, he caído en una maldita trampa —repetía en voz alta, esperando que alguien lo escuchase de la otra parte de la pared-espejo.

La noticia de su arresto se puso en circulación con una rapidez extraordinaria. Las agencias de prensa americanas fueron citadas por las italianas. La CNN, que había empleado a Costa como comentarista durante la época del último cónclave, hizo correr la noticia sobreimpresionada en el cintillo que señala los hechos más importantes y que se repite durante los telediarios.

El Papa fue alertado en el corazón de la noche por una llamada de Monseñor Majorana.

—Santo Padre, siento despertarlo…

—No estaba durmiendo, estaba rezando.

—Quería decirle que John Costa ha sido arrestado en Nueva York. Está acusado de un presunto abuso sexual contra un niño.

—¡Dios mío! A este punto han llegado… A este punto —susurró Gregorio XVII.

—Si está de acuerdo, Santidad, haré que intervengan nuestros abogados.

—Por supuesto. Es necesario ayudarlo a toda costa. Es necesario sacarlo de la prisión.

—Bien, Santo Padre. Me pongo en marcha.

Majorana telefoneó rápidamente al cardenal de Nueva York, informado ya de las acusaciones que implicaban también a un sacerdote de su confianza.

El cardenal Archibald J. Mckenzie era un hombre austero y de pocas palabras. No tenía el carisma de la comunicación. Parecía tímido y demasiado reservado. Pero había conquistado a muchas personas, que le reconocían su rectitud moral y su profunda espiritualidad. Era un hombre de oración que sabía gobernar una diócesis bella y difícil como la de la Gran Manzana. En el escándalo de pedofilia había mantenido una actitud decidida y perfectamente alineada con las directrices romanas: no había dudado a la hora de trasladar a los sacerdotes implicados. Había garantizado a todos el derecho a defenderse sin pronunciar condenas anticipadas. Sobre todo, a pesar de que no le resultara fácil gestionar las relaciones humanas, Mckenzie estaba siempre dispuesto al diálogo cara a cara con sus sacerdotes, por lo cual era muy apreciado.

—Monseñor, haré todo lo que pueda para ayudar al señor Costa. Estoy dispuesto a poner la mano en el fuego también por don Malony.

—Disponga del mejor de los abogados, eminencia. El Santo Padre desea que este asunto se resuelva del modo más rápido posible y que John Costa pueda volver a Italia.

—Bien, dígale al Papa que obedezco.

—No es necesario que se lo diga. Su Santidad ya lo sabe. Por desgracia, no le ocurre a menudo hallar tanta disponibilidad.

Majorana se arrepintió de haber hecho esta afirmación, pero el cardenal comprendió.

—Sé bien a lo que se refiere, monseñor, lo sé bien… Lo que ocurre en el Palacio Apostólico no es tan diferente de lo que ocurre en nuestras diócesis.

—Sí, eminencia. Pero admitirá que desobedecer al Papa…

—¡Recemos para que todo llegue a buen fin! —dijo Mckenzie.

El arzobispo de Nueva York se puso enseguida manos a la obra. Mientras John se encontraba todavía en el puesto de policía del aeropuerto Kennedy, fue visitado por el abogado Albert Robin, un anciano señor muy distinguido. En cuanto lo vio, Costa se quedó pasmado. Lo había visto muchas veces en la televisión, era uno de los letrados más famosos y mejor pagados de la Gran Manzana.

—Señor Costa, permíteme que me presente… —dijo el hombre, dándole la mano.

—No hace falta, ya le conozco —respondió John.

—Quería decirle ante todo que la Santa Sede está siguiendo muy de cerca su caso. El Papa no cree en absoluto en las acusaciones que se le han imputado. La diócesis de Nueva York me ha encargado seguir el caso e intentar sacarle de aquí.

—¿Sabe algo de monseñor Malony?

—Ciertamente. También su caso ha sido confiado a nuestro bufete y lo está siguiendo el mejor de nuestros socios.

Siguieron hablando durante más de media hora. John le contó al abogado lo que le había ocurrido. Le habló también de la comida con Sullivan, y de la cena con el excéntrico Mr. Rolf.

—Déjeme hacer a mí —concluyó Robin—. Usted intente relajarse durante estos días de descanso forzoso.

La visita del abogado le infundió seguridad al periodista.

La noticia del arresto de Costa fue comunicada a su mujer por el nuncio apostólico en Israel, alertado por la Secretaría de Estado.

Monseñor Bartolomeo Gardin, prelado de origen véneto, crecido entre polenta y avemarías, era uno de los diplomáticos más estimados de la Santa Sede. A pesar de que era el embajador del Papa y de que había tenido una carrera muy singular, atravesando situaciones siempre difíciles —desde la crisis del África subsahariana a la guerra de Irak—, y a pesar de que pasara buena parte de sus jornadas llamando a puertas que nadie le abría, reuniéndose con muchos políticos, seguía siendo un buen cura. Uno que de verdad creía. Uno que se pasaba horas y horas de rodillas delante del Santísimo, que nunca terminaba una conversación sin pedir que rezaran por su pobre persona. En absoluto preocupado por el aspecto y el atuendo, más que el cómodo clergyman, le gustaba llevar una simple sotana. Era una cura de la vieja escuela, que confiaba más en la divina Providencia que en las alquimias humanas. Emanaba sentido común y realismo, su mirada era vivaz, sus manos grandes y callosas parecían las de un campesino.

Kate había pasado un día relativamente tranquilo. Había mantenido el móvil apagado, y le había quitado incluso la batería. Se lo había sugerido una monja de la delegación apostólica explicándole que solo así no podrían localizar su posición. Fue aquella misma monja, Meredith, la que la llamó por el telefonillo.

—Su Excelencia el nuncio quiere hablar con usted.

Kate corrió hacia el espejo. Tenía aspecto abatido. «Si lo hubiera sabido», pensó, «me hubiera arreglado un poco.»No hubo tiempo. El nuncio la esperaba en un saloncito más bien estrecho, con viejas butacas de eskai verde. Las monjas habían preparado sobre una mesita un pequeño refresco a base de zumo de naranja, té y pastas.

—Buenos días, doctora Duncan, soy monseñor Gardin.

Kate hizo una pequeña inclinación y estrechó la mano del arzobispo, que inmediatamente hizo que se sintiera a gusto.

—Espero que se encuentre bien aquí.

—Estupendamente. Gracias por su hospitalidad. Sin ustedes, estaría perdida.

—Kate, tengo que darle una mala noticia…

La mujer se puso rígida y sus manos se agarraron a los reposabrazos de madera clara de la butaca.

—¿John? —dijo como suspendida ante el abismo.

—Está bien, pero le ha ocurrido algo bastante grave: lo han arrestado por un presunto abuso a un niño mientras estaba a punto de embarcar en el vuelo que lo habría traído hasta aquí.

—¡No! ¡John… no. No es posible… John no…!

—Doctora, le aseguro que se será atendido lo mejor posible. El Papa en persona ha dado orden al cardenal de Nueva York de que se encargue de ello. En el Vaticano nadie cree en la acusación. Es una trampa, una trampa evidente. Para tratar de intimidarnos y tratar de intimidar a quien se encontraba en Estados Unidos con una orden precisa.

—Pobre… pobre amor mío —repetía Kate, llorando suavemente y moviendo la cabeza.

—Sepa que estamos con usted. Podrá quedarse aquí todo el tiempo que quiera. Aunque yo no me siento tranquilo: verá, la policía israelí está convencida de que usted tiene algo que ver con lo que le ha ocurrido al padre Fustenberg. Están convencidos de que usted fue la última persona que lo vio antes del homicidio. Quisieron interrogarla, y también, me temo, incriminarla. Por eso, la mejor solución para usted sería dejar Israel lo antes posible.

—Estoy de acuerdo. Mucho más ahora que podría ayudar a mi marido. ¿Pero cómo puedo hacer para abandonar el país si me están buscando?

—Veremos qué se nos ocurre. No se preocupe. No es fácil, pero tampoco imposible… ¿Ha visto a todo esto el clamoroso descubrimiento de Pella?

—Monseñor, yo estaba en Pella. Huí porque presencié algo muy extraño.

—Siempre he creído que la Iglesia no debe tener miedo nunca de la verdad. ¿Pero aquello que se nos presenta como «verdad» lo será realmente?

—No lo sé, no lo creo, monseñor… En Jordania ha ocurrido algo misterioso.

—También nosotros estamos convencidos, aunque no tenemos ninguna prueba.

—¡La muerte del padre Fustenberg y la destrucción del papiro que yo había traído conmigo son esa prueba!

—¿No ha tenido tiempo de saber lo que estaba escrito en ese documento?

—No. Me ocupaba de la restauración y de la conservación. No estoy en condiciones de descifrar nada. Pero el padre Fustenberg estaba entusiasmado, me había dicho que se trataba de una especie de testamento. El testamento de María, la Virgen.

—¿De verdad? ¡Interesante! Lástima que ese texto…

—Cuando yo lo dejé en casa del padre Fustenberg, el papiro estaba íntegro y ya consolidado con mi método. El padre lo había fotografiado. Comenzaba a estudiarlo.

—La policía dice que ha hallado sólo una papilla inutilizable. Nada descifrable. Ningún fragmento consistente sobre el cual se pudieran distinguir las letras.

—Hay una manera sencilla de demostrar que no se trata del mismo papiro.

—¿Cuál? —preguntó el arzobispo.

—Si se trata del mismo documento, en esa papilla se debería encontrar una muestra mínima pero evidente de resina epoxi fundible, uno de los componentes de mi receta «secreta», aunque ahora ya no lo es, tras la publicación de los resultados en las revistas científicas.

—¿Quiere decir que si no está esa sustancia, esa papilla no es del «Testamento de María»?

—¡Exacto!

—Gracias por decirlo. Intentaré activar mis canales para que se haga una comprobación.

—Sí, pero antes piense en cómo hacerme salir de aquí.

—Esté tranquila. Quédese en su habitación. Y si es posible y no le resulta demasiado aburrido, mantenga cerradas las ventanas y las cortinas.

—Gracias, lo haré. Gracias de nuevo.

—Hasta pronto.

Don Gardin, como todos le llamaban en Roma, se levantó con inesperada agilidad de su butaca, pese a sus sesenta años ya cumplidos. Saludó paternalmente a Kate y bajó rápidamente la escalera.

Kate se encerró en su habitación, como le había aconsejado. Con el pensamiento fijo de John tras los barrotes, víctima de una acusación infamante y falsa.

En aquel mismo momento, Costa estaba acurrucado en el camastro de la celda. Tenía que mantener los ojos semicerrados a causa de la fastidiosa y potente luz de neón. Aquel habitáculo de cuatro metros por tres estaba absolutamente desnudo. El periodista había pedido algo para leer, pero todavía no le habían llevado nada. Lo habían transferido desde el aeropuerto a la cárcel de Rikers Island, la enorme cárcel que se levanta sobre la isla de un kilómetro cuadrado y medio en el East River, entre Queens y Bronx, y que puede albergar hasta quince mil personas. Le habían dado una celda individual, en semiaislamiento. Lo controlaban de vez en cuando, temiendo que pudiera intentar suicidarse. Una posibilidad que no había pasado ni siquiera ligeramente por la antecámara de su cerebro. La celda tenía, ante el camastro de hierro, un pequeño escrito metálico y una silla. ¡Cuánto deseaba poder llamar a Kate, contarle la increíble historia que le había ocurrido, tener su consuelo! Sabía que estaba a salvo y se sentía aliviado por el apoyo inmediato y eficaz que la Santa Sede les había ofrecido a ambos.

AI tener que permanecer forzosamente tendido durante largo rato, Costa intentó mantener la mente entrenada. Pidió y obtuvo, esta vez en tiempo rápido, un cuaderno y un bolígrafo. Le llevaron un bloc de notas y un lápiz. Mejor que nada. Mucho mejor.

Comenzó a tomar apuntes, intentando reconstruir sus movimientos desde que había llegado a Nueva York, los encuentros que había mantenido, las cosas que había dicho. Seguía leyendo y releyendo aquellas pocas notas sin encontrar la madre del cordero. Sabía bien que no había cometido ningún delito, y seguía atormentándose. «A menudo, cuando se intenta ayudar al prójimo, se mete uno en líos», repetía para sí. ¿Quién le mandaría interesarse por aquella mujer estupenda, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, temerosa y desolada como un cervatillo en mitad de un bosque lleno de peligros? ¿Lo hubiera hecho igual en caso de que se hubiera encontrado ante una mujer menos atractiva? John Costa se lo preguntaba una y otra vez, aumentando su ya consistente sentimiento de culpa.

—John Costa, tiene usted una visita. Levántese.

—¿Una visita? ¿Y quién es?

—Acompáñeme.

El periodista se levantó y fue acompañado hasta el locutorio. Se encontró ante un hombre joven a quien no había visto nunca.

—Buenos días, señor Costa… si se le puede llamar bueno a un día pasado aquí dentro —dijo el hombre, que llevaba un traje gris y traía en la mano un montón de documentos.

—Buenos días, ¿quién es usted? —preguntó John desde el otro lado del cristal de separación.

—Me llamo Samuel Ramírez, soy colega de Richard… del pobre Richard Templeton.

Costa se emocionó al oír nombrar a su amigo. He aquí otro de los sentimientos de culpa que no había logrado apartar. Templeton, muerto en un incidente mientras se disponía a llevarle los resultados de las investigaciones que él le había pedido.

—Gracias por venir, señor Ramírez…

—Se lo debía a Richard. El otro día, a primera hora de la tarde, entré en su despacho. Me dijo que estaba haciendo una interesante investigación de archivo, recabando datos del FBI sobre el escándalo de la pedofilia. No sé si usted conocía los hábitos de Templeton…

—No. Somos amigos desde toda la vida, íbamos al colegio juntos, pero desde hace muchos años nos veíamos raramente.

—Debe saber que Richard tenía la obsesión de los backup. Desde que perdió el contenido de un informe importante porque el ordenador se había quedado colgado y no hubo manera de recuperar los datos. Hacía copia de todo, desde los archivos menos importantes hasta los top-secret. Y nos implicaba a menudo…

—¿Os implicaba de qué manera?

—Era habitual, cada vez que entrábamos a verlo, que nos ofreciera un café junto a la petición de que le prestáramos el lápiz de memoria para poder copiar algún archivo. Decía siempre: «Te copio una cosita. Dentro de una semana puedes destruirla». Nosotros ya no le hacíamos mucho caso y en nuestras memorias eliminables tanto yo como otro colega teníamos siempre una carpeta llamada «Las cosas de Richard». Se preguntará por qué he venido. Casualmente, esta mañana he metido la clave del ordenador y no he podido menos que ir a ver cuál era el último archivo que me pasó Templeton. Se titulaba «John Costa-informaciones». He creído oportuno decírselo enseguida.

—No creo que pueda recibir carpetas de ningún tipo en este momento, y mucho menos un CD para mi ordenador. Mi portátil ha sido secuestrado por la policía.

—Pero nadie me impide comunicarle algunos datos mientras concluimos nuestra conversación —dijo sonriendo el agente del FBI.

—Soy todo oídos.

—Richard había tomado pocos apuntes, pero quizá sean significativos para usted. Se los leo: «No he encontrado nada muy interesante sobre el bufete Sullivan & Co. —Attorneys, Lawyers. Pero Basil Sullivan ha resultado ser el accionista mayoritario de una sociedad, la International Overseas Research, con sede en Panamá, que a su vez controla la Media Group Trading, un importante grupo que ofrece servicios periodísticos y televisivos con conexiones con las principales agencias de información internacionales. Este detalle me hace pensar que por eso no nos debería sorprender si ciertas noticias sobre los sacerdotes se enfatizan mientras otras, que quizá tienen que ver con abusos sexuales por ministros que pertenecen a otras confesiones o religiones, no obtienen nunca una atención considerable por parte de los medios. ¡Si supieras, John, cuántos casos de abusos contra menores hay en algunas sectas pentecostales o en algunas de las más tradicionales comunidades judías americanas! Y sin embargo, de esto de no se habla. Quizás harías bien en indagar en esa dirección. Después, he descubierto que los Sullivan, el abuelo, el padre y el hijo, todos juntos, son propietarios de múltiples paquetes de acciones y actúan en los campos más variados: cine, cultura, editoriales, investigación en el campo biomédico, fundaciones para la protección de monumentos, etcétera. Cuando leas la selva de sociedades en las que están implicados, te quedarás pálido. Créeme. He hecho también comprobaciones sobre este fantasmal Mr. Rolf, de la Church Interfaithful Unification Enterprise. La sede está en Baja California, pero la estructura de la gestión y la estructura societaria de la organización se encuentran en Nueva York. Y adivina: en el vértice de la pirámide, también en este caso, están en los Sullivan. Te he descargado y recogido también bastante material fotográfico. Verás nombres e imágenes de los dirigentes de esta tela de araña societaria. Espero que te puedan ser útiles».

John había escuchado muy atentamente, pese a que el teléfono para comunicarse con su interlocutor, a menos de cuarenta centímetros de él, no funcionaba muy bien. Permaneció en silencio, rumiando sobre su esquema, sobre los apuntes que había ido tomando durante las largas horas pasadas en soledad.

—Muchísimas gracias, de verdad. Son informaciones valiosísimas…

—Solo que no sé cómo dárselas. No creo que se las pueda dejar aquí ahora…

—Le rogaría que me las adjuntara en un email y las enviara a esta dirección de correo electrónico: jcosta@blog.com. Después, tenga paciencia, ponga todo esto en un CD-ROM y envíelo a mi dirección postal en Roma en Via delle Fornaci 54. Y antes de dejar la cárcel, deje aquí la copia de los papeles que ha traído, depositados para mi abogado.

Ramírez, que había anotado todo diligentemente todo, respondió con un «A la orden» y se levantó.

Costa lo vio alejarse en dirección a la puerta, después un agente de maneras bastante bruscas lo mandó levantarse tomándolo por un hombro.

—Venga, volvamos a la celda.

Monseñor Gardin estaba amodorrado sobre la mecedora de la cocina, en la sede de la nunciatura apostólica en Haifa. Había comido bien aquel día porque su hermana, que había ido a visitarle como hacía cada año por esas fechas, había logrado introducir en Israel alimentos exquisitos, incluida una cantidad industrial de bacalao a la bizantina, que había logrado pasar indemne, no se sabe muy bien cómo, los controles de seguridad de Tel Aviv. El prelado se despertó de golpe: «Ya está, transferiremos documentos…». Su hermana, todavía atareada lavando los platos, le reprochó: «Vuelve a dormirte. Qué te dije». Pero aun antes de que hubiera terminado la frase, vio al arzobispo saltar de la silla y dirigirse a su despacho, que se encontraba en el ala opuesta del pequeño edificio.

—Quisiera hablar con el custodio —dijo.

Después de tres minutos de espera, que a Gardin se le hicieron larguísimos, una voz familiar se dejó oír al otro lado del teléfono.

—Excelencia, es un placer volver a oírle.

—Padre Eusebio… Necesito verle enseguida…

—Está bien. Saldré mañana por la mañana.

—No, iré yo a verle a usted a Jerusalén esta noche.

—Como quiera. ¿Se va a quedar a cenar?

—No, gracias. He comido tanto a medio día que creo que ya tengo bastante para toda la semana.

Gardin le dijo a su chófer que preparara el coche para las cinco de la tarde y anuló una cita que tenía prevista para las siete.

Llegó un poco más tarde de lo previsto a la Custodia de Tierra Santa a causa del tráfico.

—Bien, dígame qué es tan urgente.

—Habría mandado a uno de mis sacerdotes… Pero no es posible. No se lo creerá, pero están más controlados que sus frailes cuando pasan la frontera.

—¿A pesar del pasaporte diplomático, excelencia?

—Sí, a pesar de ello… El hecho es que en este momento no quiero llamar de ningún modo la atención sobre la nunciatura y su personal.

—Bien, espero instrucciones.

—Debe escoger a uno de los frailes más jóvenes y despiertos, una persona de confianza, y hacerlo partir mañana mismo para Roma. Lo recibirán en la Secretaría de Estado. No llevará nada escrito, solo instrucciones orales de mi parte…

—Veo que se trata de una cuestión delicada.

—No delicada, sino delicadísima, de gran interés para el Santo Padre.

—Si es así… —el padre Eusebio Mastropinti descolgó el teléfono.

—Avisad al padre Gianfranco.

Al cabo de cinco minutos, el joven fraile estaba ante el nuncio apostólico.

—Yo me retiro —dijo el custodio de Tierra Santa.

—No es necesario, quédese. Sólo quiero que ambos sepan que esta cuestión está sometida al secreto pontificio.

Los dos religiosos se acercaron al arzobispo, que comenzó a mirar a su alrededor en dirección al techo y a las paredes.

El padre Eusebio comprendió enseguida.

—La temperatura todavía no ha bajado. ¿Os apetece dar un paseo por la terraza? —dijo con voz intencionadamente alta.

En un instante estuvieron al aire libre, sobre el tejado de la custodia, desde la cual se dominaba una parte de la ciudad vieja.

—Padre Gianfranco, usted se encontrará con el cardenal Secretario de Estado y con monseñor Majorana. Debe decirles algunas cosas. Imprímaselas bien en la mente, por favor: la doctora Kate Duncan está a salvo en la sede de la Delegación apostólica, pero sigue siendo buscada. No puede quedarse mucho tiempo en Israel. El hecho de estar en el punto de mira de la policía —y me temo que también de los servicios secretos— hace cuanto menos difícil su repatriación por los canales habituales. Sería detenida y arrestada. Probablemente, también acusada del homicidio del padre Fustenberg. He tramado un plan, que querría poner en conocimiento de los superiores evitando todo canal diplomático. Sería necesario que desde Roma llegara la petición de visionar directamente los originales de todos los documentos relativos a las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel. La urgencia de tener en Roma la documentación justificaría un vuelo privado con un Falcon de uno de los empresarios italianos que trabajan aquí y que a menudo me ofrece un pasaje para Italia. Yo me pondría en marcha para hacer que esos documentos fueran considerados valija diplomática para hacerlos pasar sin controles. Podríamos preparar una caja sellada de las dimensiones suficientes para transportar a la doctora Duncan. Es en verdad un medio incómodo y arriesgado pero, una vez a bordo, todo estaría resuelto. Acompañaré yo mismo la caja al aeropuerto. ¿Me ha comprendido bien?

—Sí… —balbuceó el franciscano.

—¡Entonces repítamelo!

El padre Gianfranco superó aquel inesperado e improvisado examen repitiendo todo lo que acababa de oír.

—Compre enseguida el billete —dijo monseñor Gardin al custodio—. Se lo reembolsaré mañana.

—Eso está hecho.

En aquel momento, el obispo O’Donnel se movía, nervioso, en la silla del despacho. La experiencia del apresamiento, aunque brevísimo, lo había perturbado bastante. Ante sus ojos seguían pasando las imágenes confusas de la orgía satánica consumada en aquella especie de altar. La experiencia le había marcado profundamente. Y pensar que él nunca había dado crédito a exorcismos y posesiones diabólicas… Cada vez que hablaban de ello, saltaba con una broma: «Mirad que es siempre el demonio el que os hace hablar de él». Sin embargo, ahora era diferente. Había asistido personalmente a aquel extraño e inquietante rito. Intentaba recordar los detalles simbólicos esculpidos en la piedra de las paredes de la habitación donde todo había ocurrido. Y se detenía con la memoria en una doble pirámide cuyas puntas se tocaban. A su alrededor había letras grabadas, pero permanecían confusas en su mente. Finalmente, le distrajo la llegada de un señor gordo, de cabellos grises y voz petulante. Era el sastre eclesiástico, que venía para la última prueba del hábito cardenalicio.