La tarde de John había sido más bien tormentosa. Las noticias que le llegaban de Jerusalén le habían estremecido. Por supuesto, se fiaba de su mujer, que sabía apañárselas en cualquier situación mejor que él, pero estaba aterrorizado de lo que pudiera ocurrir. Se había puesto en contacto con monseñor Majorana y le había explicado la situación. Le había comunicado su decisión de partir cuanto antes hacia Israel. El prelado no había hecho objeción alguna y se había puesto en marcha enseguida para asegurarle un refugio a Kate.
—Señor Costa, ¿cómo está?
La voz meliflua de Mr. Rolf sonó levemente inquietante a los oídos de John.
—¡Digamos que todo va bien!
—Parece preocupado —replicó su interlocutor.
—No, déjelo estar… Hoy es un día que no…
—Le llamaba por la cita de esta noche…
—Ah, sí —dijo Costa, con un entusiasmo igual a cero. Se había olvidado del compromiso con el fundador de la Church Interfaithful Unification Enterprise, el misterioso hombre del blog que extrañamente lograba saber con anticipación muchos de sus pasos.
—Si no le parece mal, he hecho una reserva en un restaurante italiano con especialidades del valle de Aosta: la Grolla, en el 413 de Ámsterdam Avenue, junto a Central Park.
—Mr. Rolf. Iré porque me he comprometido, pero no me encuentro muy bien. Así que discúlpeme si no como…
—Lo siento mucho… ¿Prefiere que lo dejemos… —un relámpago de esperanza se encendió en los ojos de John—… para mañana? —dijo Rolf.
—Lo siento, pero mañana no será posible. Mañana tengo que irme…
—¿Ya? ¡Qué rápido! Ha hecho ya todo lo que tenía que hacer, entonces.
—Se lo explicaré todo durante la cena.
—Bien, nos vemos allí a las ocho, si le parece.
—Allí estaré.
La idea de salir a cenar con este extraño personaje, con quien había contactado a través del blog, en otro momento había resultado muy alentador para Costa. Como periodista, tenía una filosofía: nunca rechaces una cita con quien se presenta y quiere hablar contigo. Al menos la mitad de las veces, de esos encuentros salían noticias. Pero aquella tarde, al aceptar, había hecho un esfuerzo sobrehumano.
Al saber que Kate estaba a salvo en la sede de la Delegación apostólica de Jerusalén, John se sintió un poco más tranquilo. Se vistió lo mejor que pudo, sin particulares toques de elegancia, por otra parte siempre ausentes en su fondo de armario de viaje, y llamó un taxi. Llegó a Ámsterdam Avenue con algunos minutos de retraso. Míster Rolf aguardaba a la entrada.
Era un hombre muy alto y con prestancia, de unos cincuenta años. A Costa sobre todo le llamó la atención su piel, muy cuidada. Le dio la impresión de algo artificial. Tenía el pelo negro y corto, los ojos oscuros, estaba vestido con un traje de tela modernísima de alta costura. Emanaba una extraña fascinación y tenía una mirada magnética.
—Señor Costa, le estoy muy agradecido de que haya invitado mi invitación.
—Soy yo quien se lo agradece. Aunque le pido disculpas por mi estado. No estoy muy en forma…
—Venga, el propietario es amigo mío, nos ha preparado un reservado, podremos hablar con toda tranquilidad.
Un joven camarero hizo entrar a los dos hombres en la sala. Había una mesa bastante amplia pero dispuesta sólo para dos. John se dio cuenta del espacio vacío en el centro del mantel.
—Es para la raclette —dijo Rolf. John no sabía lo que era, pero esbozó una sonrisa—. Se preguntará por qué he querido encontrarme con usted —atacó el hombre.
—En efecto.
—Ante todo, deje que me presente. Me llamo Carl Rolf, soy hijo de madre alemana y padre inglés. He nacido en Estados Unidos pero he vivido mucho tiempo en Europa. Soy licenciado por el Pontificio Instituto Bíblico de Jerusalén y durante años he estudiado las Sagradas Escrituras del judaísmo y del cristianismo.
John seguía fijándose en las manos gesticulantes de su interlocutor. Se agitaban de un modo nada natural.
—Después, hace diez años, hice un descubrimiento importante y estoy convencido de saber quién fue realmente Jesús de Nazaret…
—¿Qué descubrimiento? —preguntó John, hasta aquel momento más interesado en estudiar las reacciones y los movimientos de su interlocutor que en atender a sus palabras.
—He encontrado las pruebas de que Jesús, o mejor dicho, Yeshúa, nunca se consideró hijo de Dios ni quiso divinizar su persona.
En el rostro de John apareció una expresión de indiferencia. Cuántas veces había oído este tipo de discursos.
—No me malinterprete, Costa. Tengo el máximo respeto por las Iglesias cristianas, pero no puedo creer en lo que enseñan sobre Jesús. Sin duda, ya conocerá el hallazgo.
El periodista lo miró con aire interrogativo.
—¿Qué hallazgo? ¿El que ha hecho usted? Bueno, no. Se me ha escapado.
—¿De verdad no sabía nada? Nueva York ha debido de mantenerle muy ocupado. Es una noticia bomba. Han sido descubiertos unos papiros antiquísimos con los textos de algunos Evangelios apócrifos. Están también los textos del Evangelio de Tomás y de Felipe. Y todos se remontan al siglo I, escritos antes del año 70: pertenecían a la biblioteca de los primeros cristianos. ¿Comprende el alcance de este evento? De los Evangelios canónicos de Mateo, Lucas, Marcos y Juan no hemos encontrado textos originales tan antiguos, de estos apócrifos sí. ¿Comprende lo que significa?
John quedó en suspenso. Si lo que decía aquel extraño hombre ante un plato de embutidos ahumados fuera cierto, muchas de sus certezas vacilarían, es más, caerían. ¿No había sabido siempre de hecho que los apócrifos habían sido escritos mucho tiempo después que los canónicos? ¿No le habían enseñado siempre que la fiabilidad histórica de los apócrifos era muy escasa?
—¿Dónde ha sido el descubrimiento? —preguntó.
—En Pella, en Jordania. Ha sido una expedición italiana la que ha encontrado estos valiosísimos documentos.
Costa se quedó pálido y estuvo a punto de desmayarse. En aquel instante comprendió realmente el alcance del gesto de Kate y el peligro que corría.
Rolf se dio cuenta.
—¿Qué le pasa? Esta noticia parece haberle turbado…
—¿Y quién no lo estaría? —replicó Costa, intentando contenerse.
—Verá, este descubrimiento es una bendición del cielo para mi proyecto. El de la Church Interfaithful Unification Enterprise. Comprenderá que si el Evangelio de Felipe está entre los textos cristianos más antiguos y, sobre todo, si ahora encontramos la manera de llenar las lagunas de ese documento tal como lo conocíamos hasta ahora, una luz nueva se lanzará sobre la vida de Jesús y sus enseñanzas.
John no conseguía dejar de pensar en Kate. Pero intentaba desesperadamente que su interlocutor no se diera cuenta.
—Ayúdeme… ayúdeme a hacer memoria… El Evangelio de Felipe…
—No me diga que no lo conoce. Es un texto que hasta hoy ha sido definido como agnóstico, en el cual se habla del famoso beso entre Jesús y María Magdalena.
—Ah, sí, el punto de apoyo de esa novelucha que ha tenido extraordinaria fortuna.
—No sé por qué usted la define así. Esa novela ha tenido un gran, grandísimo mérito: el de dar a conocer a millones de personas de todo el mundo otra verdad, es más, la verdad sobre la historia de Jesús.
—¡Rolf, usted es un estudioso de las Escrituras, no me diga que cree en esas patrañas de códigos ocultos en cuadros de Leonardo da Vinci, la descendencia carnal de Jesús, el priorato de Sión, los bulos sobre los templarios y el Santo Grial que después sería el sangreal…!
—Precisamente porque soy un estudioso, no comprendo por qué usted puede definir tan fácilmente como bulos esas reconstrucciones. No defiendo una obra de fantasía como la novela, ni sus exageraciones. Pero toda novela en cuanto tal está llena de elementos frutos de la invención del autor. El hallazgo que acaba de producirse servirá para revalorizar los apócrifos. Usted sabe muy bien que la palabra apócrifos, utilizada hoy para indicar los Evangelios no canónicos y por tanto no reconocidos por la Iglesia, deriva del griego y significa ocultos. Sabemos, de hecho, que en el siglo II circulaban escritos difundidos en los círculos gnósticos cristianos que se denominaban de ese modo, apókriphoi. Ahora descubrimos que el gnosticismo no representa la desviación, sino la interpretación más antigua y coherente del cristianismo.
John estaba como paralizado y no sabía qué decir ni qué responder. La noticia lo había pillado a contragolpe, no conocía las vueltas, los detalles. No estaba en condiciones de contradecir con argumentos lo bastante válidos.
—Querido señor Costa, el descubrimiento de Pella significa que el gnosticismo, el conocimiento difundido por el movimiento filosófico-religioso que se desarrolló entre los siglos II y III de la era cristiana, no ha representado una desviación, una herejía, un malentendido del mensaje de Jesús. Sino que era y es el mensaje de Jesús, su auténtica enseñanza. Por fin podemos sentirnos todos más libres: hay una diferencia abismal entre Dios y la realidad material. El espíritu es ajeno al universo material.
John no lograba comprender por qué motivo su interlocutor se dejaba transportar de aquel modo. Parecía un exaltado.
—Estos papiros, a mi parecer —intentó interrumpirle el periodista—, acaban de ser descubiertos.
—Sí, lo han anunciado hace pocas horas.
—No me diga que los textos ya han sido estudiados y analizados.
—Todavía no, claro. Pero los expertos de NY Archeological Foundation, en cuanto se han encontrado ante el texto completo y sin corrupciones del Evangelio de Felipe, han ido inmediatamente a comprobar el famoso pasaje…
—¿El del presunto beso?
—Precisamente. Y como podrá comprender, no hay nada de presunto. Usted sabe que la copia que teníamos hasta hoy del Evangelio de Felipe es la del texto recuperado en 1945 junto a Nag Hammadi, en Egipto, junto a una colección completa de escritos gnósticos. Todos redactados en lengua copta. La copia se remontaba a la segunda mitad del siglo III. Ahora sabemos que el original es mucho más antiguo y que ha sido escrito inmediatamente después de la muerte de Cristo. ¿Sabe que en los versículos 33-36 del párrafo 63 se describe el beso entre María y el Nazareno?
Rolf sacó un bolígrafo del bolsillo. Buscó en vano un trozo de papel. Se levantó y se conformó con un paquete de servilletas que estaban apoyadas sobre un carrito. Cogió un par de ellas y comenzó a escribir.
—Este era el texto tal como lo conocíamos hasta hoy: «La compañera del [señor] es María Magdalena [el señor la amaba] más que [a todos] los discípulos [y a menudo] le daba un beso en la [boca]». Los corchetes, me imagino que ya sabe, indican en estos casos las lagunas. Por tanto, el texto ha sido reconstruido, se han tenido que imaginar cuáles eran las palabras contenidas en el original y que se habían perdido. Bien, lo primero que han comunicado los investigadores italianos y americanos es que podemos borrar esos corchetes. Todo lo que se había imaginado es correcto, excepto una vez la palabra señor, que va sustituida por Cristo. ¿Comprende? ¿Comprende la importancia del hallazgo? Sabemos que ese beso existió de verdad y que fue reflejado en un texto antiquísimo…
—Usted es evidentemente más competente que yo —dijo John, cada vez más confuso. No había tocado la comida, tenía sudores fríos, se sentía febril—. Me gustaría que considerase este otro elemento. En ese párrafo atribuido a Felipe…
—Perdóneme si le interrumpo. ¿Por qué dice atribuido a Felipe? ¡Por coherencia debería utilizar la misma terminología que cuando habla de los Evangelios canónicos y decir atribuido también a Marcos o a Juan!
—Por favor, no nos detengamos en estos detalles. Quisiera simplemente decir que en ese Evangelio apócrifo no se habla de una relación amorosa entre Jesús y la Magdalena, ni de una relación privilegiada con ella. Se habla de un beso, es cierto. Pero en otras páginas se habla de besos parecidos dados por el Maestro a sus discípulos. El beso, en definitiva, era una manera de transmitir que conoces a una persona, no tenía ninguna connotación de tipo afectivo o sexual.
—Querido señor Costa, ¿por qué lo dice? ¿En qué se basa? ¿En la enseñanza dogmática de la Iglesia Católica, quizá? ¿La base de razonamientos de una élite de viejos que han decidido imponer a todos su interpretación del extraordinario acontecimiento que fue Jesús de Nazaret? ¿Quién le ha dicho que aquellos besos para indicar que se conocían no tenían también una connotación afectiva y sexual? ¿Quizá porque se daban indistintamente a hombres y mujeres? Pero ¿quién le dice que la verdad sobre el amor, sobre la sexualidad, que puede ser al mismo tiempo una experiencia profundamente carnal y espiritual, es aquella que le han enseñado los curas?
John se quedó una vez más atónito y casi aniquilado. No tenía la fuerza física ni la lucidez intelectual para contraatacar.
—La relación afectiva entre Jesús y María Magdalena, negada durante mucho tiempo, ocultada durante siglos, es el dato fehaciente que emerge de esos excepcionales documentos recién descubiertos.
Costa no daba crédito a lo que oía. Hasta aquel momento, recordaba, ningún hallazgo arqueológico, ni un nuevo papiro, ni un nuevo códice, habían puesto jamás en tela de juicio una coma de los relatos evangélicos canónicos. Y ahora, de golpe, todo parecía derrumbarse. La interpretación gnóstica, y precisamente por ello elitista, del mensaje cristiano, transformado en esoterismo por unos pocos elegidos, aparecía de pronto como la más auténtica. Qué victoria, pensó el periodista, para la New Age, las filosofías orientales, pero también para los estafadores a la búsqueda del Grial.
—Espero no haberle incomodado —continuó Rolf, metiéndose en la boca un trozo de carne que acababa de coger de la bandeja de piedra hirviendo—. Estaba convencido de que ya lo sabía… de que estaba en contacto con algunos de por allí.
—¿Pero qué dice? Pero usted… ¿cómo sabe?
—Mi querido amigo, las noticias vuelan. Los periódicos de Jordania hablan de un robo sufrido por la expedición, de la desaparición de un papiro, y de la responsabilidad de una mujer, una brillante investigadora que responde al nombre de Kate Duncan. ¿No es su mujer?
—Sí, lo es…
—¿Ve cómo está usted más informado que yo?
—Déjelo, no me siento bien. Quisiera volver a casa.
—Como quiera. Perdóneme si le he hecho enfadar. Pero no consigo permanecer impasible, no entusiasmarme con estas noticias. Aunque no era de esto de lo que le quería hablar. Mi intención era enseñarle mi Iglesia, mi proyecto…
—Que sea en cinco minutos, por favor —pidió John, volviéndose a sentar.
—No se preocupe, seré telegráfico. Hacía mucho tiempo que quería encontrarle, porque he seguido su trabajo… Mi, por llamarla así, «inspiración» nace de los estudios que he realizado y de la convicción de que existe una espiritualidad común a todas las grandes Iglesias y a todas las grandes religiones mundiales. El hecho de ser hombres, la necesidad de la bondad, del respeto por el otro, por la Naturaleza que nos rodea y con la cual vivimos en simbiosis, la necesidad de la fraternidad mundial contra cualquier forma de fundamentalismo y dogmatismo, la belleza de la auténtica búsqueda sin fin, de la introspección, del amor como forma de verdadero conocimiento, la liberación de las cadenas del cuerpo… He aquí apenas algo de lo que estoy intentando construir.
—¿Una religión universal aceptable por todos? —preguntó John, con la sonrisa de quien no logra tomar en serio a quien tiene sentado delante.
—Exactamente. Una religión espiritual, purísima, que se dirige a quien desea encontrar finalmente en sí mismo la fuerza para separarse de la materialidad y del caos…
—El caos… ¡Pero si nuestra situación es fruto del pecado original! —sentenció Costa, encontrándose a gusto en el papel de apologeta católico. Era, en el fondo, una de sus vocaciones la de ponerse siempre en contra, la de estar siempre enfrente. A menudo, de la parte equivocada. Esta vez, en cambio, tuvo la sensación clara, casi física, de estar en lo correcto.
—No me hable de esa fábula del pecado original, de Adán y Eva… ¿Todavía cree en las historias para niños?
—Mire, no es porque crea en cuentos que le digo que el pecado original es un dato de la experiencia humana.
—¡¿Pero qué está diciendo?!
—Estoy diciendo que cada día tengo experiencias sobre esto: quisiera hacer el bien pero no siempre lo consigo. Quisiera hacer el bien pero siempre actúo mal. Sé dentro de mí lo que es el bien, pero a menudo sigo el mal…
—¿Y entonces? ¿Qué significa eso?
—Significa que nuestra naturaleza, la naturaleza humana, está herida por algo. El pecado original, sin duda. La rebelión primigenia del hombre contra Dios.
—¡Pero qué original! Aquí de original no hay nada. ¿Quiere saber por qué existe el mal, la muerte, el sufrimiento? Porque el mundo está sometido al caos. Es necesario evadirse del mundo, del caos, reencontrar el espíritu puro, nuestro verdadero yo. Sólo así podremos vivir felices y tranquilos. Y creo haber encontrado el camino…
—¿En su nueva Iglesia unificada?
—El camino que he aprendido de algunos textos antiguos y que ahora veo confirmado por el descubrimiento de Pella.
—Vale, de acuerdo. Pero se me escapa el motivo de este encuentro. ¿Quería verme para presentarme su nueva religión?
—Dejemos aparte el hecho de que no es nueva… he tomado consejos espirituales antiquísimos. Pero quería verle porque, con sus artículos y sobre todo con su blog, muy frecuentado por los internautas, usted alcanza un público muy amplio. Me gustaría que pudiese comenzar un verdadero debate sobre estos temas.
—¿Cuántos adeptos tiene su Iglesia?
—Ciento cuarenta y cuatro mil.
—Un número que… me suena de algo…
—kai hkousa akouw on ariqmon twn nsfragismenwn ekaton tesserakonta tessrej ciliadej esfragismenoi ek pashj fnlhj uiwn israhl…
«Y oyó de aquellos que fueron marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil marcados de todas las tribus de los hijos de Israel»… ¡El Apocalipsis!
—Exacto…
—¿Y usted quiere hacerme creer que tiene exactamente 144.000 adeptos, ni uno más ni uno menos?
—No pretendo que me crea, señor Costa. Ha ocurrido precisamente así. El número permanece invariable desde hace ya dos años.
—¿Gracias a la… selección natural?
—Gracias a varios factores, entre los cuales ciertamente se encuentra ése.
—Sigo sin entender adonde quiere llegar.
—John, mire a su alrededor. Está a punto de comenzar una nueva era. El mundo vive los dolores del parto. Ya no existirán las Iglesias como las hemos conocido hasta hoy. El catolicismo, que ya no goza de buena salud, sucumbirá. El fundamentalismo islámico llevará a cabo su lucha sin cuartel contra Occidente, pero la perderá. Los cristianos y los musulmanes supervivientes, Occidente y Oriente, se reunirán en el nombre de una reencontrada espiritualidad. La verdaderamente enseñada por el Maestro de Nazaret, que nos ha sido legada en secreto. Pero el secreto, ahora, está a punto de ser desvelado…
La cabeza de John había comenzado a girar vertiginosamente. No sabía ya dónde se encontraba. Se desmayó, cayendo primero sobre la silla y después al suelo. Fue socorrido inmediatamente por Rolf y por el propietario del restaurante. Lo tumbaron, le levantaron las piernas, salpicaron agua helada sobre el rostro. Estuvo inconsciente durante un tiempo brevísimo. Al abrir los ojos, se encontró de nuevo, frente a frente, con el rostro inquietante de Rolf. En aquel momento comprendió que se había quedado sin sentido y deseó ardientemente volver a desmayarse. Una vez incorporado, lo metieron en un taxi. Rolf se sentó junto a él y lo acompañó al apartamento.
—¿Consigue mantenerse en pie? ¿Quiere que lo acompañe arriba?
—No, gracias, ya estoy mejor —mintió John Costa. El periodista, todavía trastornado y manteniéndose a duras penas sobre las piernas, entró en la habitación y se sentó. Pensaba en todo lo que aquel hombre le había dicho. Y sobre todo, pensaba en Kate y en el peligro que corría.
El móvil, que había permanecido mudo durante algunas horas, volvió a sonar.
—John, soy Richard.
—Hola, es un placer volver a oírte.
—Tengo cierta información para ti. ¿Cuándo podemos vernos?
—¿Vernos? Es un poco difícil. No me encuentro bien. Y mañana por la mañana tengo que salir con urgencia. Me voy a Israel. Kate está allí y tiene serios problemas.
—¿Puedo ayudarte de alguna manera?
—No, gracias, Richard, eres un verdadero amigo.
—Escucha, no me gusta la idea de que estés mal y estés solo. Ya he preparado un sobre… Una plica con las informaciones. Están tanto los artículos en prensa como el CD… Pero me gustaría dártelos personalmente.
—Richard, pero no hace falta…
—Insisto. Y además quisiera contarte lo que he descubierto.
—Está bien, te espero.
Aquella llamada imprevista y el anuncio de aquella visita inesperada lo animó. John Costa no tenía realmente ganas de conversar ni de recibir a nadie. Se sentía una piltrafa. Tenía un terrible dolor de estómago. Y de vez en cuando, todavía se le iba la cabeza. Pero no podía resistir la curiosidad de conocer lo que Templeton tenía que decirle. Se asomó a la ventana a la espera de ver llegar a su amigo. Esperó largo rato, en vano. Después de una hora intentó llamarlo por el móvil. Nadie respondió. Después le colgaron. Al final, después de dos horas, respondió la voz de una mujer llorando.
—Soy John, John Costa… ¿Con quién hablo? ¿Richard?
—Soy Jennifer Templeton. La mujer de Richard…
Los sollozos desesperados de la mujer le hicieron temer lo peor.
—¡Ha muerto! ¡Richard ha muerto! ¡Un coche lo ha embestido…!
—Jennifer, soy Costa, un compañero de Richard del colegio.
—Richard me había dicho que os ibais a ver.
—¿Dónde estás ahora? ¿Dónde ha ocurrido?
—A pocas manzanas de casa. Me dijo que saldría durante una hora… Después… me han avisado…
—Lo siento muchísimo —susurró John.
Se vistió y, pese a que se sentía todavía un poco inseguro sobre las piernas, salió a la calle. Una ligera lluvia, densa y fría, había hecho tenebrosa la tarde neoyorkina. No tenía paraguas, ni impermeable. Comenzó a caminar sin rumbo, con lágrimas en los ojos. Volvía a oír en su cabeza las palabras que el amigo le había dicho aquella tarde. No lograba tener paz: si no hubiera sido por él, por su absurda indigestión, aquella tarde Richard se hubiera quedado en casa con su mujer y con las dos pequeñas fierecillas, Paulina y Jimmy. John Costa vagó durante una hora sin mirar a donde iba. Por otra parte, no había riesgo de que se perdiera, porque conocía bien la ciudad. Aquella lluvia, punzante y gélida, parecía penetrarle el alma.
—Maestro, estoy aquí.
—Quisiera deciros a todos que el trabajo que habéis hecho es grandioso, simplemente grandioso.
—¿Cómo han reaccionado en los dominios de la viuda?
—Ah, sí supieras. Ha sido… ha sido uno de los momentos más gozosos de mi vida… Mira los vídeos… Yo lo he visto todo en directo…
—¿Qué ha ocurrido?
—El Papa estaba amodorrado. Lo han despertado. Ha llegado el Cardenal Secretario de estado junto al director de la Sala de Prensa vaticana. Le han contado lo del hallazgo, lo del descubrimiento de Pella. Qué pálido se ha quedado, pobre hombre. ¡El color de su piel mestiza parecía haber sufrido un repentino tratamiento blanqueador!
El tono de la conversación era ligero, relajado, como nunca había ocurrido antes.
—¡Estamos cerca, muy cerca de la victoria, Maestro!
—Sí, y precisamente por eso no debemos equivocarnos en los próximos movimientos.
—¿Cómo reaccionará la Santa Sede?
—Ya lo ha hecho, con un lacónico comunicado. Te lo leo: «Con relación al reciente anuncio del hallazgo de algunos papiros que contienen textos de Evangelios apócrifos, el director de la Sala de Prensa vaticana ha enviado la siguiente declaración: “La Iglesia no tiene miedo de la verdad. Esperamos poder leer y estudiar estos textos, así como poder comprobar sobre qué bases ha sido efectuada su datación”». Pobrecillo, obligado a no decir nada…
—No podían actuar de otra manera.
—Claro que no. Cuando el cardenal y el director fueron, el Papa comenzó a llorar. Nunca lo había visto tan afligido. Nuestra cámara secreta lo enfocaba de cerca. Parecía un perro apaleado. Pero ese perro todavía tiene que recibir muchos palos. ¿Y qué me dices de América?
—Mañana. La trampa se activará mañana.
—¿Crees que realmente será necesario?
—Nuestras referencias dicen que sí. Es un modo como cualquier otro de resolver esas absurdas investigaciones.
—¡Adelante, pues!
—¡Procedamos, Maestro!
El hombre se abrió el cuello de la camisa, encendió un cigarro toscano y se preparó medio vaso de brandy. Nunca como en aquel momento había sentido la victoria final.
Sonó el teléfono del obispo O’Donnel.
—Excelencia, oh, perdón, ya Eminencia… Soy Peter Winsley, del Irish Time. ¿Se acuerda?
—¿Y cómo podría olvidarme de un irlandés trasplantado a Roma como yo? —dijo con voz alegre el obispo.
—Le molesto porque mi periódico me pide una entrevista sobre los papiros de Pella.
—Ah, he oído hace poco la noticia. No estoy preparado ni acreditado para hablar con ello. Yo presido el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Y ésa es un cuestión de biblistas…
—Pero usted ha estudiado las Sagradas Escrituras…
—Sí, claro, en caso contrario, no sería sacerdote ni obispo. Pero no he estudiado ni he visto los papiros de Pella.
—¿Cree en cualquier caso que se trata de un descubrimiento que hará tambalearse los cimientos de la Iglesia Católica?
—Peter, déjeme que le diga: en 2000 años no hemos logrado nosotros, hombres de Iglesia, hacerla caer… ¿Cómo quiere que ocurra con un papiro?
—Pues depende de lo que esté escrito en él.
—Mire, el cimiento de la Iglesia es su Señor. Nosotros hemos tenido de él la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán…
—Sí, pero es necesario ver si las palabras atribuidas a Jesús han sido verdaderamente pronunciadas.
—Peter, no me está gustando esta conversación. Y además no pretendo realizar ninguna entrevista. Déjeme en paz.
El obispo que había logrado escapar del secuestro y que se había convertido en el héroe de la Curia romana, colgó el auricular con un gesto de fastidio. Tenía otros pensamientos en la cabeza en aquel momento. Sus próximos proyectos, las vestiduras cardenalicias que deberían dejarlo como un pincel, la organización de un encuentro cristiano-musulmán en El Cairo. Con el periodista irlandés había estado evasivo, aunque en realidad sabía mucho más de lo que había dicho. Se sentó en el sofá y encendió la televisión para distraerse durante algunos minutos. Después de media hora, cuando casi se había quedado dormido, se dio cuenta de que la BBC estaba emitiendo sus palabras: «En 2000 años ni nosotros, los hombres de Iglesia, hemos conseguido hacer caer sus cimientos».
—¡Maldito escarabajo, me ha liado! —exclamó, sofocando un grito.
En la habitación envuelta en la semioscuridad, en el duodécimo piso del Waldorf Astoria de Nueva York, la mujer estaba dando las últimas instrucciones a su pequeño.
Habían ensayado la escena no una, sino cientos de veces. El niño estaba exhausto.
—¿Puedo ver ahora los dibujos animados?
—Sí, claro. ¿Quieres más chocolate?
—Sí, gracias. Es bonito trabajar, mamá. Hay chocolate cuando uno quiere…
—Pero no te entretengas, ya es hora de irse a la cama. Mañana será para nosotros un día importante.
—Sí, mamá.
En la habitación adyacente, cuatro hombres jóvenes vestidos de negro controlaban cada movimiento de la mujer y del niño a través de cinco monitores colocados de la mejor manera posible en el escritorio. Uno de ellos seguía fumando cigarrillos a una velocidad increíble.
—¡Nos matarás a todo con tu condenado humo! —dijo uno de los cuatro, aparentemente el jefe.
—¡No consigo parar cuando estoy nervioso!
—Entonces intenta relajarte. Y repasa el plan… ¿Recuerdas bien todo lo que tienes que hacer?
—Sí, sí, quédate tranquilo. No soy un novato.
El despertador sonó, sorprendiendo a John en un sueño profundísimo. Había caído después de las emociones de aquella jornada neoyorkina. Se arregló a toda prisa, metió las últimas cosas en la maleta, guardó la bolsa con el ordenador. Se había puesto de acuerdo con don Malony en dejar las llaves del apartamento en el cajoncito de las cartas, en la entrada. El sacerdote americano se había ofrecido a acompañarlo al aeropuerto, pero Costa no había querido. Prefería ir solo, sin tener que dar conversación. También porque, de su almuerzo con el abogado Sullivan, no había conseguido nada. Su investigación parecía muerta incluso antes de comenzar.
«Y sin embargo… sin embargo, aquel hombre…», dijo para sí, pensando en la comida del día anterior. Casi se había olvidado de la alucinante velada transcurrida junto a Mr. Rolf y sus extravagantes ideas religiosas.
Llamó a un taxi, aunque iba con adelanto respecto del tiempo previsto. Su vuelo El-Al directo a Tel Aviv partía dentro de tres horas. Pero John sabía bien cómo era la maníaca —y necesaria— atención a la seguridad en el aeropuerto Kennedy, especialmente en el caso de un vuelo directo a Israel.
No le sorprendió nada el hecho de encontrar un coche inmediatamente libre y disponible, en Estados Unidos los taxis no son una mercancía rara, como en Roma. Al cabo de un minuto, estaba en camino. Y comenzaba a saborear su encuentro con Kate.
«Estoy contento de volver a verte, pequeña», dijo para sí, acariciando dulcemente con los dedos la foto de carné de su mujer, que llevaba en la cartera.
El joven taxista era extrañamente silencioso. No había hecho ni el intento de intercambiar cuatro palabras. No había siquiera encendido la radio para aislarse. Conducía de un modo rápido y algo nervioso. Eran actitudes que no desagradaban a John, que daba por tiempo perdido el que pasaba en coche, en tren o en vuelo para los desplazamientos.
Hasta había elaborado una teoría personal sobre el hecho de que las personas que desarrollan ciertos trabajos pasan del veinte al treinta por ciento de su tiempo en los desplazamientos. Una necesidad, por otra parte, obvia. Y sin embargo, Costa había desarrollado un sistema para optimizar también ese tiempo. No se movía sin un libro para estudiar o sin su inseparable ordenador conectado a Internet.
Llegaron pronto al aeropuerto. John pagó y se dirigió inmediatamente al puesto de facturación. La fila ante los mostradores de la El-Al no era muy larga. En menos de un cuarto de hora, tenía en su mano la tarjeta de embarque. Se dirigió a la tienda de dulces, y cogió unas cuantas chocolatinas. Compró el New York Times y el Washington Post y se dirigió al área de embarque para someterse a los estrictos controles. Fue en aquel momento cuando la vio. Era guapísima. Menuda, no alta, pero perfecta. Tenía el pelo muy largo. Lloraba y seguía sonándose. Sujetaba por la mano a un niño y miraba a su alrededor, perdida. John se conmovió al verla. Y no había permanecido insensible a su fascinación femenina.
—¿Puedo ayudarla?
La mujer lo miró con aire interrogante.
—¿Qué pasa, señora, qué le ha ocurrido?
—Me… me han robado la bolsa con los documentos. Y yo tenía que partir… Tenía que volver a Filipinas con mi hijo.
—Venga, vamos a buscar ayuda —le dijo John.
—¿Puedo dejarle cinco minutos a mi hijo? Sólo cinco minutos. Se llama James.
—Vaya, pues. Yo no tengo mucha prisa. Puedo esperarla algunos minutos —dijo el periodista, sujetando la mano del pequeño. Le echaba cuatro o cinco años, pero podía ser un poco mayor. Se sentaron en un banco metálico. Apenas la mujer desapareció con paso veloz, dirigiéndose hacia el paso de policía, el niño comenzó a moverse.
—Tengo que hacer pis. ¿Me llevas a hacer pis?
—¿No puedes esperar cinco minutos? Mamá llegará ahora.
—No, señor, se me escapa, se me está escapando.
El niño seguía moviéndose y dando saltitos.
—Se me escapa, se me escapa. No me haga llorar. Lléveme al baño —dijo casi gritando.
Costa estaba incómodo. Más de un pasajero que estaba esperando la tarjeta de embarque se había dado la vuelta para mirarlo. Cogió de la mano a James y se dirigió a los baños más cercanos. Entró en el de caballeros.
—Entra, yo te espero delante de la puerta. ¿Sabes cómo hay que hacer?
—No, tengo miedo de entrar solo —respondió el niño.
El periodista abrió la puerta y entró. En aquel momento, el baño parecía desierto. Apenas estuvieron dentro, el pequeño. —James, como preso de un rapto, comenzó a decir a voz en grito:
—¡Déjame, no me toques…! ¡No me hagas daño…! ¡Yo no quiero hacer esas cosas feas…! ¡Vete!
En menos que canta un gallo, tres personas entraron en el baño, atraídas por los gritos del niño. Encontraron a John, que intentaba en vano calmarlo. El pequeño lloraba, tenía los pantalones bajados.
—¡Ha sido él, ha sido él! —seguía diciendo. Un dependiente de color, grande y gordo como un armario, se lanzó sobre Costa inmovilizándolo.
—¡Cerdo asqueroso, tú de aquí no sales vivo! —dijo, dándole un puñetazo.
Al cabo de cinco minutos, llegaron dos agentes. John Costa fue arrestado por abusos sexuales a un menor.