La tarde que había ocupado paseando por las estrechas callejas rebosantes de gente había sido preciosa. Kate se había relajado, sabía que John había llegado a Estados Unidos, esperaba hablar de nuevo con el padre Fustenberg para saber lo que había conseguido descifrar del papiro con el testamento de María. Durante algunas horas, logró borrar de su mente los malos pensamientos que la habían acompañado durante aquellos días. Se detuvo extasiada ante una tienda de especias, en la que el vendedor había expuesto una variopinta torre de Babel formada por algunas de sus mercancías. Hizo un alto ante la mejor pastelería del shuk para comprar una buena cantidad de deliciosos dulces libaneses, vagó por entre las tiendas que intentaban vender como originales rusos unos iconos que de antiguo no tenían más que el nombre. Finalmente, llegó a los alrededores de la Basílica del Santo Sepulcro. La cola de peregrinos estaba menguando. Kate se quedó admirada, observando desde el exterior aquel conjunto de cúpulas y cupulitas apretujadas y entrelazadas con otras construcciones y viviendas. Todo en aquel lugar hablaba de decadencia y, sin embargo, la joven se sintió envuelta en un área de fascinante misterio. Se dio cuenta de que la Basílica del Santo Sepulcro, el lugar donde se conservaba la tumba vacía de Jesús, era una imponente y ruinosa propiedad en la cual se arremolinaban criptas, capillas, pero también apartamentos, pequeños museos y habitáculos, un lugar donde convivían, a menudo con dificultad, cristianos de varias confesiones: ortodoxos, católicos, coptos, armenios, siriacos y etíopes. Estaban los que realmente tenían la custodia del sepulcro verdadero, como los ortodoxos, y quienes, para mantener una presencia en el lugar más sagrado de la cristiandad, se habían cavado un nicho a espaldas de la tumba y se veían obligados a sobrevivir en un palomar, como los monjes etíopes que vivían en el techo de la Basílica. El perfume de incienso se mezclaba con las oraciones y las liturgias celebradas según los diversos ritos. Kate recordaba que las peleas eran frecuentes y que a menudo le tocaba intervenir a la policía israelí para calmar las diferencias entre cristianos.
Entró y se encontró ante la piedra sobre la cual, según la tradición, fue preparado el cuerpo de Jesús para su sepultura. Su mirada fue atraída enseguida por la escalinata pronunciada e irregular que salía a su derecha hacia el Calvario, la roca con forma de cráneo donde fue levantada la cruz. Kate la observaba, pensando en todo lo que le había contado John, que había estado allí con el viejo Papa polaco en el año 2000. Aquella vez, los colaboradores del Pontífice, que se tenía en pie con dificultad, no quisieron hacerlo subir alegando que no había tiempo. Durante toda la comida, en el último día del viaje, el Papa pidió repetidamente visitar el Calvario. Al final lo logró: lo llevaron nuevamente a la basílica y con mucha dificultad subió aquellos escalones altos y resbaladizos para poder rezar durante unos instantes ante el lugar de la crucifixión. La doctora Duncan recorrió la basílica, quedándose en el lado izquierdo, y finalmente llegó al templete construido sobre el sepulcro. Estaba rodeado de unas vigas de hierro para evitar la amenaza de derrumbe. Todo en aquel lugar estaba desordenado, sucio, inadecuado, y sin embargo tremendamente fascinante. Los cristianos vivían divididos y luchaban incluso para poner un clavo nuevo o darle la vuelta a una alfombra, siguiendo las rígidas reglas, establecidas un par de siglos antes, del status quo, el acuerdo firmado bajo la égida de los musulmanes. Un status quo que preveía cualquier cosa, asignando competencias y espacios, pero que resultaba ya totalmente desfasado para los comienzos del tercer milenio: cualquier trabajo de restauración, modernización, consolidación, era prácticamente imposible a causa de las divisiones entre los discípulos de aquel Cristo que había pedido al Padre, ut unum sint, para que sus seguidores fueran una sola cosa. En ninguna otra parte del mundo esas palabras parecían tan olvidadas.
Kate se detuvo a observar la entrada del Sepulcro y a su cancerbero custodio, Pantaleón. Era un monje griego ortodoxo, alto como una montaña, con el físico de un portero de discoteca. Tenía los blancos cabellos recogidos en una coleta y unos ojos clarísimos y vivaces. Sonreía bonachonamente mientras hablaba con los peregrinos italianos y recordaba con ellos la alineación del Inter de principios de los sesenta. Pero si alguno intentaba saltarse la fila o no esperaba el turno asignado a su credo, el monje Pantaleón se ponía delante como un bulldozer. También ella se puso en la cola y finalmente entró. Primero había una especie de antecámara excavada en la roca, en el centro de la cual había un pequeño altar hecho con la piedra circular que cerraba la entrada al Sepulcro. Después, Kate tuvo que agacharse para acceder a través de un resquicio al sepulcro propiamente dicho. Se arrodilló ante la losa de mármol. Junto a ella, una vieja mujer filipina pasaba sobre la piedra un puñado de rosarios de madera. Qué sencillo y al mismo tiempo misterioso era aquel hueco en la roca. Allí había comenzado el cristianismo. Kate murmuró una oración pensando en John y en su misión americana.
Salió. El aire era cortante. El vocerío de los viandantes, tan intenso como siempre. Después de aquella breve experiencia, empezó a mirar con nuevos ojos toda la ciudad. Desanduvo el camino y, en cuanto salió por la Puerta de Damasco, buscó un taxi. Entonces se dio cuenta de lo tarde que era.
—Tengo que llamar…
Marcó el número de la casa del padre Fustenberg. Sonó durante un interminable minuto sin que nadie lo cogiera. Después, finalmente, alguien respondió.
—Soy Kate, padre, quería saber…
—¿Kate? ¿Qué Kate? ¿Con quién hablo, por favor?
El hombre, que aparentaba ser muy mayor, hablaba en inglés con un extrañísimo acento.
—El padre Fustenberg no puede responder… no puede responder… —después de repetirlo un par de veces, el hombre se echó a llorar.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está el padre? —gritó Kate.
—El padre ya no está, ya no está más —dijo el interlocutor entre lágrimas. A Kate le recorrió un siniestro escalofrío. ¿Quién estaba al teléfono? ¿Qué había ocurrido con Fustenberg? ¿Y su papiro? Cambió obviamente de planes, tomó un taxi y en vez de volver a la American Colony se dirigió hacia la vivienda del biblista dominico. Mandó que la dejaran prudentemente a cierta distancia. Comprendió enseguida que había ocurrido algo muy grave, quizás irreparable. Tres coches de la policía con las sirenas encendidas estaban aparcados ante la entrada. Vio llegar una ambulancia. Había un ir y venir de agentes y padres dominicos. Decidió no acercarse, pero entró en un café cuyas ventanas daban a la casa de Fustenberg. El fraile, después de haberse retirado de la enseñanza, vivía allí durante el día, pero habitualmente cada noche volvía a dormir al convento dominico de San Esteban, junto a la famosa École Biblique.
A Kate le costó contener las lágrimas, con las manos aferradas a la taza hirviendo, bajo la mirada de media docena de hombres bigotudos que discutían de política. Vio salir conmocionado de la vivienda a un fraile relativamente joven. Decidió alcanzarlo. Se le acercó.
—Padre, soy la doctora Duncan. Una estudiosa. Tenía una cita. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Es terrible! —dijo el dominico con un inconfundible acento francés—. Lo han asesinado, el padre Fustenberg está muerto…
Kate permaneció en silencio, petrificada. Se metió en un callejón a paso rápido. Había sofocado en un interior un grito desgarrador. Comprendió que podría tocarle la misma suerte del biblista y se sintió culpable: si no le hubiese llevado ese papiro… ¿Qué iba a hacer ahora? Se sentía bloqueada, en peligro. Es verdad que la policía israelí podía ignorar todo lo ocurrido en Pella, pero no era una certeza. Es cierto que sus huellas, presentes en la habitación de Fustenberg, sobre la mesa, sobre las fotografías, sobre el contenedor del papiro y sobre el propio papiro, no habían sido registradas por la policía. Y por tanto, nadie podía saber que ella, aquel día, había sido la única persona en ver al dominico todavía vivo. Antes que su asesino, naturalmente. Decidió volver al hotel, pagó la cuenta y dejó libre la habitación. Se encontró nuevamente en la calle. El frío se había hecho punzante a causa de la excursión térmica. O quizá fuera el hielo de su alma el que la hacía temblar. Se volvió a mezclar entre los peregrinos que, después de cenar en sus hoteles o en las casas religiosas que los acogían, seguían vagando por las calles de la ciudad vieja. Se sentía más segura en medio de la confusión. Marcó un número en el móvil.
—John…
—Hola, Kate.
Ella comenzó a llorar sin poder contener los sollozos.
—¿Qué ocurre, cómo estás? ¡Kate, habla, por favor! —gritaba su marido.
—John… El padre Fustenberg ha muerto. Lo han matado. Estaba examinado mi papiro. No sé nada más. Me siento en peligro.
—¡Voy a por ti mañana, en el primer vuelo! —dijo su marido para tranquilizarla.
—Tengo tanto miedo, John. ¿Qué debo hacer?
—¡Vuelve al hotel y enciérrate en la habitación!
—No puedo hacerlo. Ya la he dejado. No me fiaba. ¿Sabes?, he estado con Fustenberg muchas horas. Él vino en persona a recogerme al American Colony. Alguien nos habrá visto juntos.
—Bueno, si las cosas están así, has hecho bien. Ahora necesitas un lugar seguro.
—Sí, pero no sé dónde meterme.
—Ya me encargo yo. Ya me encargo yo… Y después reservo billete para Tel Aviv. Mantén el móvil encendido y libre.
Pasaron diez minutos. La doctora Duncan se vio invadida por una ansiedad creciente. Ahora le parecía que cada policía, cada agente, cada guardia jurado e incluso cada tendero del shuk la miraba aviesamente, con ojos suspicaces. Huía cada vez que alguien la invitaba a detenerse ante la mercancía expuesta de los expositores.
Finalmente, el teléfono sonó.
—¿Kate? Soy Giuseppe Lamattina, corresponsal de la RAI en Jerusalén. Un amigo de John.
—¡Gracias a Dios! Qué alivio oírle.
—Oiga, Kate, estoy montando todavía el telediario de la noche. Ha habido un extraño homicidio en la ciudad. Han eliminado a un famoso biblista muy querido en el Vaticano… Pero dentro de media hora habrá terminado y pasaré a recogerla. Esta noche dormirá en mi casa. Hay mucho espacio, y además en estos días mi mujer y mis hijos están en Italia.
—Gracias. No sabe cuánto me alegra recibir esta llamada.
—Nos vemos… Digamos que en tres cuartos de hora. ¿Dónde se encuentra ahora?
—Estoy en la Vía Dolorosa…
—Bien, quedamos delante de la iglesia de Santa Ana.
—¡Ok! Y gracias de nuevo.
Kate se sintió finalmente más animada. Echó a andar velozmente hacia la única iglesia construida por los cruzados que había permanecido en pie. Había sobrevivido porque el conquistador de Jerusalén, el «feroz». Saladino, la había reutilizado como sede de una escuela de derecho coránico de la corriente shafiita. Una lápida de mármol, situada en la fachada directamente sobre la puerta principal, recordaba todavía este suceso.
A aquella hora, la entrada todavía estaba cerrada, pero desde el portal exterior se podía admirar la geometría esencial y eficaz del edificio sacro. A su lado, se podían admirar los restos de la antigua basílica bizantina y de la piscina Probática. A la doctora Duncan, el lugar le inspiraba mucha curiosidad. Había oído contar a John muchas veces la anécdota, por otra parte cierta, sobre la interpretación simbólica de las palabras del evangelista Juan. En aquella zona, junto a la Puerta de las Ovejas, había varias piscinas, una de las cuales era llamada Probática, y también Betzata, Bethesda o Bethsaida. En el capítulo quinto de su Evangelio, Juan, recordando el episodio de la curación de un hombre paralítico desde hacía más de treinta años, hace notar que aquella piscina tenía cinco pórticos. A Kate le parecía oírlo de citar de memoria aquellas palabras en griego:
estin d` en toij jerosolumoij epi th probatikh kolumbhqrah epilegomenh ebraisti bhqzaqa pente stoaj ecousa
Recordaba con pelos y señales también su traducción:
«Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina llamada en hebreo Bethesda que tiene cinco pórticos».
John, después de citar este pasaje evangélico referido a aquel lugar, hacia el cual ahora ella dirigía su mirada dando saltos para combatir el frío de la noche, explicaba que muchos exégetas, al considerar imposible la existencia de una piscina con cinco pórticos, habían escrito páginas y páginas de lecturas alegóricas. «Los cinco pórticos», decían, «son los cinco libros de Ley» y «la piscina era en realidad la fuente espiritual del judaísmo». Todos estos simbolismos habían sido eliminados de golpe por el arqueólogo que en los primeros decenios del siglo XIX había sacado a la luz la estructura original de las piscinas. La Probática estaba constituida por un rectángulo rodeado de pórticos, y cortado en dos por un quinto pórtico que dividía la piscina. Así se explicaba la descripción de Juan, detallada y en perfecta correspondencia con la realidad.
Kate se adormeció pensando en su marido y le parecía tenerlo ante sus ojos mientras demolía acaloradamente cierta vaporosa exégesis bíblica que consideraba cada versículo del Evangelio nada menos que un símbolo, una alegoría, con escasa o mejor dicho nula correspondencia histórica.
—Kate, Kate Duncan.
La voz poderosa y aguda del colega de John la alejó agradablemente de sus pensamientos.
—Venga, vamos… Démonos prisa. John me ha explicado algo.
Giuseppe Lamattina tomó a Kate del brazo y se la llevó al coche, que estaba a doscientos metros. Junto al coche, un Land Rover color nata, estaba un viejo árabe encogido junto a un burrito. Una escena que se podía ver a menudo en Jerusalén. Una escena, pensó la mujer en aquel momento, no muy diferente de las que había visto en su día Jesús de Nazaret.
—Vivo al otro lado de la ciudad, muy cerca de las murallas… Esté tranquila, conmigo está a salvo… —le dijo, sonriéndole.
—¿Se sabe algo de la muerte del padre Fustenberg?
—Le digo lo que han contado los investigadores israelíes. A una hora no precisada, entre las cinco y las siete de la tarde, al menos dos hombres han entrado en la casa del padre. No hay signos de fractura, pero la cerradura no era particularmente segura… Vamos, que cualquier ladrón profesional podría abrirla sin muchos problemas y, sobre todo, sin dejar señales. Bien, pues estos hombres llegaron a la habitación donde el padre trabajaba desde que se había retirado de la enseñanza en la École Biblique. Yo estuve una vez allí… Es una especie de laboratorio.
—Lo conozco —murmuró Kate.
—Claro, perdóneme. John ya me ha contado… Aunque no del todo… Bien, no ha habido forcejeo, el fraile dominico no se ha enterado de nada: lo han alcanzado por la espalda y se lo han cargado. Después se han llevado algunos documentos…
—Había un papiro…
—No han encontrado ningún papiro, pero sí una papilla de papiros. Un texto antiquísimo, al parecer, pero completamente destruido, desmenuzado, pulverizado. Completamente inservible…
—¿Y las fotografías? —preguntó Kate con curiosidad.
—¿Qué fotografías?
—Las que Fustenberg había hecho pocas horas antes, intentando descifrar el documento que le había llevado… —respondió la mujer descubriendo sus cartas.
—Ah, ¿era suyo el papiro desmigajado?
—En verdad cuando salí de la casa estaba íntegro. Es mi trabajo, he creado un método de conservación…
—Sí, John me lo había contado. Verá, de las fotos no sé nada. Intentaré informarme…
El hombre conducía con una calma que a Kate le pareció exasperante pensando para sí: «¿Pero en esta ciudad no hay nadie que conduzca con normalidad?».
Lamattina cogió el teléfono y marcó un botón para buscar un único número en la memoria que evidentemente utilizaba a menudo.
—¿Hola, Zvi? Soy Lamattina… ¡Perdona si te molesto! Solo quería una pequeña información. ¡No, no te preocupes, no es para la pieza del telediario, ésa ya le he montado! ¡Sí, claro! He dicho que la policía está haciendo todo lo posible para resolver el caso cuanto antes… Escucha, ¿habéis encontrado fotografías en el laboratorio de Fustenberg? ¡Ah, gracias! Comprendo… Mil gracias y perdona. ¡Sí, lo sé, te debo una cena!
—No hay nada que hacer —dijo, dirigiéndose a Kate—. No han encontrado fotografías ni cámaras fotográficas…
—Pues había dos, apoyadas en la mesa… Una digital y una analógica…
—Bueno, pues no han encontrado nada. Mi amigo el policía ha revisado toda la escena del crimen. Le he hecho muchos favores. De haber habido alguna, me lo hubiera dicho enseguida…
Llegaron a casa del periodista, una vivienda de dos pisos, de piedra blanca, como casi todas las casas de Jerusalén. Había un jardín bastante cuidado, donde se veían juegos para los niños.
—¿Cuántos años tiene su hijo? —preguntó Kate.
—Seis años —respondió Lamattina.
La vivienda era espaciosa y decorada con modo sencillo y racional. Kate reconoció las dos habitaciones en las que trabajaba el periodista. «Son todos iguales», se dijo en voz baja, pensando en la categoría a la que permanecía su marido.
—Perdóneme el desorden, pero no esperaba visitas —se justificó el hombre.
—No se preocupe, estoy acostumbrada.
Le enseñó rápidamente la casa. En el piso de arriba estaba la habitación del niño.
—Dormirá aquí… —dijo el hombre, mostrándole también el baño individual—. Éste es únicamente para usted, Kate.
—Gracias —respondió la doctora Duncan, agradecida por aquellas atenciones.
—Me imagino que no ha cenado. ¿Puedo prepararle algo? No tengo mucho en casa, pero podemos remediarlo con una cenita discreta. ¿Le apetece un plato de pasta con sardinas al hinojo salvaje?
Kate no daba crédito a lo que oía. No se había dado cuenta de que había caído en la casa de un auténtico siciliano, que aun encontrándose en Jerusalén, en la Patagonia o en el Polo Norte, no renunciaría jamás a un plato de pasta con sardinas.
—¡Gracias! Lo comeré con mucho gusto, pero permítame ayudarle.
—Ni hablar. Siéntese en el sofá, encienda el televisor, lea, escuche música. Yo cocinaré. Es mi manera de relajarme. Cuando cocino, no dejo entrar ni a mi mujer —dijo el periodista con cara de estar soltando algo muy gordo.
—Bueno, si están así las cosas, obedeceré.
La doctora Duncan se tumbó en el cómodo y envolvente sofá importado de Italia. Encendió el televisor justo a punto para ver una noticia en lengua inglesa sobre el asesinato del padre Fustenberg. Vio una y otra vez las imágenes de la casa del fraile, escuchó el extracto de una entrevista que el padre había concedido a una televisión americana hablando de uno de sus hallazgos. Después, el presentador del telediario volvió al directo diciendo que la policía estaba buscando a una mujer, la última que había entrado en la casa donde tuvo lugar el homicidio. Kate se sobresaltó al ver una foto suya tomada de su carné universitario.
«Dios mío, pero si me lo había dejado en la cómoda en Pella…». El presentador dijo que se trataba de una investigadora italiana, explicó que había huido de Jordania con un papiro recién descubierto y que la policía la invitaba a personarse para aclarar su situación. Se levantó de golpe y, sin importarle un bledo las prohibiciones, abrió de par en par la puerta de la cocina. Giuseppe estaba concentrado preparando la salsa y ya había puesto la mesa. Leyó el terror en sus ojos.
—Voy un momento a refrescarme —dijo ella. Subió el primer tramo de escaleras de madera, después el segundo, y se encontró ante la puerta del baño. En aquel momento vio el teléfono apoyado en una cómoda. Había un botón rojo iluminado, señal de que Lamattina estaba hablando con alguien. Siguiendo una vez más su instinto, Kate levantó el auricular con mil precauciones. Pudo escuchar la conversación del hombre. Lamattina estaba hablando en inglés.
—No… Zvi… No te preocupes… está aquí, está tranquila, no sospecha nada… Ahora vamos a cenar… Podréis salir dentro de media hora, no antes. Dejadnos comer en paz.
El otro interlocutor hablaba de manera más zafia y agitada.
—Dentro de media hora estamos ahí. Te lo ruego, ¡no la dejes escapar de ninguna manera!
—¿Y por qué iba a hacerlo? Se siente segura aquí…
Kate se metió en el baño. Gracias a Dios, no había rejas en las ventanas. Reflexionó cinco segundos sobre cuál sería la mejor manera de escapar. Por suerte, tenía consigo en el bolsillo tanto el móvil como la cartera. Apagó la luz, entró en la habitación, metió algunos cojines bajo la manta, encendió la luz de la mesilla de noche y la tapó con un foulard. Esperaba que, al entrar en la habitación, Lamattina creyera que se había dormido agotada por el sueño y el estrés. Después volvió al baño y salió por la ventana. Gracias a un providencial aparato de aire acondicionado suspendido en el exterior, logró encontrar un punto de apoyo suficiente para intentar volver a cerrar bien la ventana. Bajó al jardín y saltó sin dificultad la valla, sirviéndose del tobogán de plástico que usaba el niño para sus juegos. En breves instantes, aterrorizada y confusa, se encontró de nuevo más sola que nunca en una calle desconocida de Jerusalén en el corazón de la noche.
Llamó a John una vez más.
—Kate, me imagino que estarás con Lamattina. Yo salgo mañana de Nueva York. Nos vemos dentro de un día. No te preocupes.
—¡John, ese bastardo amigo tuyo me ha traicionado! Me quiere entregar a la policía israelí, pero he logrado escapar. ¡Pero ahora estoy metida en la mierda, en la mierda hasta el cuello!
Aquellas palabras eran una señal de alarma más eficaz que cualquier detallada descripción. Cuando Kate decía que estaba con la mierda hasta el cuello, significaba que la situación era verdaderamente desesperada.
—¡Maldito cerdo! —reaccionó Costa—. Y pensar que me fiaba de él… Escucha, cariño, aléjate lo máximo posible de esa casa. Y en cuanto veas una iglesia católica, llama. Espera a que te abran y espera mis instrucciones.
John volvió a llamar pasados unos minutos.
—Cariño, tranquilízate. He hablado con el Vaticano. Con un estrecho colaborador del Papa. Van a llamar inmediatamente al nuncio apostólico en Israel. Haré que ellos se encarguen de ti…
—Gracias, John. No sé qué habría hecho sin tu ayuda.
—No te preocupes, llego mañana. Mantén el móvil encendido. Te llamarán. La señal para asegurarte de que no se trata de una trampa será el nombre de Majorana.
—¿El monseñor amigo tuyo?
—El mismo.
Kate se puso a caminar rápidamente. Avanzó en dirección a las murallas de la ciudad vieja. Allí había más movimiento, aunque ya se había hecho tarde y no había peregrinos rondando. A aquella hora, los más rezagados estaban cenando y todos los demás ya estaban en la cama. Se movía intentando no llamar la atención. Caminaba pegada a las casas, mantenía la cabeza baja. Tenía un viejo sombrero azul que usaba para protegerse del sol y se lo puso sobre la cabeza. Estaba atravesando una calle para entrar de nuevo en la ciudad vieja cuando sonó el móvil.
—Doctora Duncan, le llamo en nombre de monseñor Majorana.
—Soy yo…
—Dígame dónde se encuentra ahora.
—Estoy en los alrededores de la Puerta Nueva —dijo ella.
—Muy bien. ¿Está llegando desde fuera al centro o viceversa?
—Estoy entrando en el centro viniendo desde fuera.
—Entonces pregunte por el Notre-Dame. Es un edificio imponente, una casa de acogida, propiedad de la Santa Sede. Vaya allí. Yo les telefonearé. Espere en el vestíbulo. Iré a recogerla. Me llamo don Gianni…
—Muy bien.
Kate encontró sin dificultades el centro Notre-Dame. Era verdaderamente un edificio imponente. John también le había hablado de él porque precisamente allí, en el año 2000, se había alojado el Papa en los días de su peregrinación a Tierra Santa. Los guardias la detuvieron junto al vado de los coches. Ella les enseñó un documento, dijo que la esperaban en el interior. Pasó sin problemas y se unió a un grupo de universitarios de aire despreocupado. Era la última noche de su peregrinaje, partirían al amanecer y habían pasado sus últimas horas vagando por la ciudad vieja. Un sacerdote con aire algo soñoliento pero con el clergyman perfectamente planchado salió a recibirla.
—Soy el padre Alonso, el vicedirector… ¿Puedo ofrecerle algo para comer o beber?
—Gracias, no he cenado —respondió Kate, que había huido de buen grado de la trampa que le había tendido Lamattina, pero de no tan buen grado de las sardinas al hinojo que tanto prometían.
—Sígame. El restaurante está cerrado. Pero mandaré prepararle un plato frío.
Kate se sentó sola en la gran sala vacía. Comió ensaladilla rusa y jamón, sin casi sentir su sabor. Después bebió dos tazas de humeante café.
Habían pasado tres cuartos de hora desde su huida.
Giuseppe Lamattina había tardado un poco en descubrir que se había ido. Después de colar la pasta, la había llamado repetidas veces, había subido, pero se había dejado engañar por los cojines bajo la manta.
Había bajado y cenado solo. Únicamente cuando llegó la policía se dio cuenta del engaño.
A su amigo el agente se lo llevaban los demonios. Ahora Kate estaba en búsqueda y captura por los policías de toda la ciudad.
—No irá muy lejos —había comentado Lamattina.
Tras esperar en la gran casa de acogida para los peregrinos, la doctora Duncan iba a ser custodiada por uno de los sacerdotes más influyentes de Tierra Santa.
Se presentó en el Notre-Dame vestido de paisano.
—Soy don Gianni Fontaneiii, de la nunciatura apostólica de Tel Aviv. Venga conmigo, rápido…
Subió en el coche. Un viaje más en coche en la noche de Jerusalén. ¿Sería el último? ¿Estaba finalmente a salvo? En verdad, Kate no sabía qué responderse.
—La policía la está buscando. Creo que es usted sospechosa del homicidio del padre Fustenberg.
—Créame, yo no lo he matado… —dijo la mujer, mirándole fijamente a los ojos.
—No necesita decírmelo. Sé quién es usted, sé quién es su marido, sé cuál es su trabajo… Y además, ésta es la prueba decisiva: yo ya la he visto esta tarde…
—¿De verdad? ¿Dónde? —preguntó Kate.
—La vi en la Basílica del Santo Sepulcro…
—¿Cómo es que me vio? —preguntó la mujer, desconfiando de esas palabras.
—Estaba acompañando a un grupo de peregrinos de mi pueblo, Orzinuovi, de la provincia de Brescia. Estaba inmediatamente detrás de usted cuando entró en el sepulcro…
—¿Dónde pasaré la noche?
—En la Delegación Apostólica de Jerusalén, donde vivo cuando estoy aquí. Está a salvo. La policía no puede entrar. Hay extraterritorialidad. Y además nadie sabe que está usted aquí.
—¿Cómo podré volver a Italia?
—Ese es ya un problema algo más complicado, pero intentaremos resolverlo. No se preocupe. He recibido instrucciones precisas de Roma.
La Delegación estaba envuelta en la oscuridad.
A Kate se le asignó una habitación al fondo de un largo pasillo. Una anciana monja libanesa la guió hasta su alojamiento y le entregó la llave. Había un ordenador con conexión a Internet. En aquel momento, Kate se dio cuenta de que se había dejado en casa de Lamattina la pequeña mochila con el portátil.
«Estoy a salvo, John», escribió Kate en el email que envió a su marido. Se durmió cuando ya rayaba el alba. Parecía que aquel día no iba a terminar nunca.
A las nueve, la doctora Duncan estaba aún durmiendo. La monja llamó a la puerta ligeramente para avisar que le había dejado una bandeja fuera. Kate abrió y se encontró ante un café humeante, zumo de naranja y croissants calientes. Junto a la bandeja, estaba también el Jerusalem Post. Kate comenzó a hojearlo mientras saboreaba el café. Buscó en la primera página la noticia del homicidio de Fustenberg, que tenía una llamada con pocas líneas y una foto microscópica. Estaba a punto de ir a la página dieciséis para leer la crónica y la situación de las investigaciones cuando se dio cuenta de la importancia del titular principal: Hallados en Pella los más antiguos papiros de los Evangelios apócrifos. La historia de Jesús está por reescribirse.
—Pero qué diablos… Pero qué están diciendo… Pero quién… En las páginas 2 y 3, las más importantes de cualquier periódico, destacaba la foto de algunos papiros. El que hablaba, en nombre de la NY Arqueological Foundation, era Eugene Harvey.
Esta era la primera parte del artículo, firmado por un corresponsal del periódico que se encontraba en Amán.
La historia de Jesús está por reescribir. Un nuevo excepcional descubrimiento está a punto de revolucionar la exégesis bíblica y de remover más de un dato considerado como firme por las confesiones cristianas.
En Pella, Jordania, donde según la tradición se refugió la primera comunidad cristiana huida de Jerusalén antes del año 70, una expedición ítalo-americana ha encontrado algunos importantísimos documentos, todos fechados en el siglo I. Son textos de los Evangelios llamados apócrifos de Tomás, Felipe y la Magdalena. Esos textos, que hasta hoy la Iglesia consideraba espurios y tardíos, en realidad fueron escritos en los años inmediatamente siguientes a la muerte de Jesús. Así, mientras no tengamos la prueba fehaciente del hecho de que los cuatro Evangelios llamados canónicos fueran escritos en una época tan antigua, descubrimos como más viejos, y con toda probabilidad más verídicos, precisamente aquellos escritos que la Iglesia ha condenado. Protagonistas del descubrimiento ha sido un equipo de arqueólogos italianos guiados por el profesor Antonelli y la NY Archeological Foundation, que ha promovido y financiado la expedición. "Es pronto para sacar conclusiones", ha declarado Eugene Harvey, de la fundación arqueológica neoyorkina. "Es necesario estudiar bien los textos. Ciertamente se trata de una novedad importante, que marcará una etapa fundamental en la historia de la arqueología y del estudio de las Sagradas Escrituras. Puedo confirmar que se trata de textos que se remontan al siglo I, probablemente datables antes del año 70, que son actualmente los textos cristianos más antiguos de los cuales poseemos el original. Por lo general, están en buen estado. El profesor Antonelli y sus colaboradores los han hallado en una cripta anexa a la iglesia bizantina de Pella." Harvey es prudente, pero la impresión de todos es que se trata de un descubrimiento destinado a hacer temblar los fundamentos de las iglesias cristianas.
Se tumbó sobre la cama. No creía lo que veían sus ojos. ¡Los Evangelios apócrifos sepultados junto a un texto atribuido a María, y para colmo su testamento! Qué importante habría sido aquel papiro. «Qué tonta he sido dejándolo en casa de Fustenberg. Debería haberme quedado allí. Quizá si hubiese estado allí…», dijo para sí. No osaba imaginar el desconcierto en los ojos de su marido en cuanto leyera la noticia. No podía saber que pronto John iba a tener otras cosas en las que pensar.