Richard Templeton, placa 199166 del FBI, era un hombre decididamente elegante. Tenía todas las cualidades que le faltaban a John. Buen gusto a la hora de vestir, elegancia de movimientos, conversación impecable, peinado y corte de la barba siempre perfectos. Era un apasionado coleccionista de plumas Mont Blanc y cada mañana, antes de salir de casa, pasaba varios minutos ante la vitrina donde estaban expuestas para escoger las tres que iba a emplear durante la jornada: un bolígrafo con tinta azul, una estilográfica con tinta negra y un lápiz de punta fina. Era un pequeño rito. —Costa le había tomado el pelo un montón de veces diciéndole: «Los curas, por la mañana, leen el breviario, tú estás en adoración ante las Mont Blanc»—, al cual Templeton había conseguido permanecer fiel incluso después del nacimiento de Paulina y Jimmy, dos hijos que se podían considerar eufemísticamente «vivaces» del mismo modo en que se podía definir como un poco inquieto a un tigre en ayunas desde hace tres días. Richard era así desde los tiempos del instituto. Nacido en una familia de orígenes humildes, pero dignísima, hijo único, consideraba su próximo rescate social como una misión. Sus padres se habían privado de todo para poder darle a él lo superfluo. Llevaba ropa de firma desde que era un chaval, y todos lo llamaban «el señorito». A sus compañeros de clase nacidos y crecidos en el Bronx les contaba que su padre era banquero. Era cierto que trabajaba en un banco, pero como botones, y además, mal pagado. El hecho de que los demás compañeros le tomasen el pelo y tendieran a marginarlo, le había hecho simpático a los ojos de John, que tenía una especial vocación para confraternizar con perdidos y marginados. Se habían hecho amigos. Para Richard, la cercanía de Costa, el hijo del policía, le había servido para comprender que los valores de la vida no eran sólo marca Mont Blanc; a John, aquella amistad le había servido para aprender que también el aspecto físico puede tener su importancia, y que cuidarse —sin fanatismos— era una forma de respeto hacia los demás.
Templeton había hecho buena carrera en el FBI. Su elegancia, autoimpuesta y estudiada desde tierna edad, le había ayudado mucho en su trabajo. Era el más presentable de los técnicos destinados a Nueva York. Había tenido suerte al encontrar una mujer deliciosa, directa y muy irónica, que sabía reírse de él por sus manías mientras seguía soportándolas con salomónica paciencia.
También aquella mañana, antes de salir de casa para acompañar a sus hijos al colegio, se había detenido en silencio ante la pequeña vitrina de las Mont Blanc que cada dos o tres meses se enriquecía con nuevos costosos modelos, y había elegido tres. Una vez hubo dejado a los niños, que iban a un exclusivo colegio privado y que antes de comenzar sus clases regulares daban una hora de francés, Richard se dejó caer por su casa. Costa llegó en taxi, jadeante. Todo en él revelaba una noche de insomnio. Tenía la barba crecida (no le había dado tiempo a afeitarse), la ropa arrugada, la mirada perdida, unas ojeras que ni medio kilo de cera hubieran hecho desaparecer del todo. Al ver a su amigo, lo saludó como siempre:
—Santo cielo, Richard, estás vestido como un yuppie de Wall Street y a estas horas estás tan animado como quien se ha tomado su ración matutina de coca…
—Déjate de piropos, Costa, y vete al cuerno. Vamos a desayunar, que tengo mucha hambre y esta mañana no he tomado nada en vista de nuestra cita.
Mantener la línea era otra de las manías de Templeton, de la que Costa se burlaba pero que secretamente admiraba. Entraron en un café a pocos pasos de su lugar de encuentro, que ya estaba abarrotado de profesionales encorbatados listos para precipitarse hacia sus oficinas. El olor intenso del café y de los muffins recién horneados reconcilió a John con el mundo que le rodeaba. Se acomodaron en una mesita un poco apartada y pidieron todo tipo de manjares. La dieta hipocalórica de Costa se fue al garete definitivamente.
—Richard, estoy viviendo un periodo muy complicado de mi vida…
—Me pregunto qué periodo de tu vida no ha sido complicado, John.
—Déjame que te explique. Estoy aquí para desarrollar una especie de investigación sobre los casos de pedofilia en los que se ha visto implicado el clero católico…
—Mal asunto, John. Aunque sabes bien que yo no soy católico. Pero es realmente un mal asunto. Por lo que he podido saber, aunque me he tenido que ocupar de ello por trabajo, te puedo decir que el fenómeno está absolutamente sobrevalorado.
—Eso ya lo sé. Sé muy bien que las cifras están infladas y sobre todo que hay un gran número de denuncias que se revelan como montajes, calumnias… El caso es que yo… yo debería intentar profundar un poco más en la gestión de las denuncias de cierto bufete de abogados, para saber si existe o no una directriz.
—Eso es ya más difícil. Intentaré echarte una mano en la medida en que pueda.
—¿Qué sabes del bufete Sullivan & Co.?
—Poco o nada. Pero una vez hablé con Basil Sullivan.
—¿Sabes que son ellos quienes gestionan la mayoría de las causas por presuntos abusos sexuales de menores por parte del Clero católico?
—No lo sabía. Tienen varios socios. De todos modos, no me escandaliza el hecho de que un bufete se especialice. No veo ningún mal en ello, John.
—Faltaría más. Claro que no está mal. Pero dime qué piensas de esta octavilla. Lee…
Costa le pasó a su amigo la hoja que el padre Malony le había confiado la noche anterior, intentando no mancharla de mermelada.
—Déjame ver… «¿Quieres ganar quinientos mil dólares? Lleva tu hijo a la parroquia más cercana a tu casa. Después de un par de semanas, llámanos». ¡Increíble! ¿Pero esta historia circula de verdad? ¿Estás seguro de que no es una broma?
—A mí me han dicho que es auténtico. Aunque no debo publicarlo, tengo que enterarme por mi cuenta si es cierta o no la existencia de alguien que mueve los hilos.
—¡Ah, tu viejo espíritu conspiracionista!
—Quisiera recordarte que gracias a este «espíritu» tú has podido resolver brillantemente uno de tus casos más difíciles.
John sacaba aquel as de la manga cada vez que su amigo lo acusaba de conspiracionista, es decir, casi siempre. Era la referencia a una vieja historia ocurrida en Nueva York cuando Templeton estaba en los comienzos de su carrera y John Costa colaboraba en varios periódicos sin tener siquiera un atisbo de contrato. Cómo habían cambiado las cosas desde entonces. Un anciano sacerdote había sido hallado en la calle con el cráneo hundido, la policía estaba a punto de archivar el caso, considerado como un robo que había terminado mal, cuando John logró descubrir la prueba de una extraña conexión con Latinoamérica. El sacerdote había sido mandado asesinar por la mafia porque estaba a punto de denunciar el tráfico de jóvenes peruanas vendidas como esclavas. Con esta historia, Costa se había ganado su primer contrato y Templeton se había mostrado ante sus superiores como un excelente investigador.
—Olvídalo, John, no removamos el pasado. Por lo demás, dime qué es exactamente lo que quieres que haga.
—Pásame toda la información posible sobre el bufete Sullivan y sobre las denuncias de pedofilia.
—De acuerdo, lo haré.
—Y esto no es todo —añadió John con cierta dejadez, dándole un bocado al último muffin que le quedaba en el plato de un estrepitoso sabor a mantequilla y arándanos—, tengo algo más que pedirte.
—Dispara…
—¿Has oído hablar alguna vez de un tal Rolf, de la Church Interfaithful Unification Enterprise? Tiene la sede en la Baja California.
—Me suena el nombre, pero creo que no me he ocupado nunca de él. ¿Cómo dices que se llama? —preguntó Templeton, extrayendo la primera de las Mont Blanc perfectamente alineadas en el bolsillo interior de la chaqueta.
Costa repitió el nombre, deletreándolo bien, mientras su amigo lo anotaba en su Moleskine.
—Bien —dijo el agente del FBI, levantándose de repente—, nos veremos pronto, quizás esta misma noche.
—Gracias, Richard… A propósito, ¿cómo están los tuyos?
—Todos bien, gracias, aunque los niños, ya sabes, son un poco vivaces.
John asintió, porque conocía bien el alcance real del problema.
—Saluda a Judith y a los chicos de mi parte.
—Y tú saluda a Kate —respondió Templeton, que ya se encaminaba hacia la salida del bar.
Hacía poco que habían dado las ocho de la mañana y Nueva York parecía una ciudad en plena actividad desde hacía muchas horas. El aire era fresco, las personas se movían como llevadas por una prisa indescriptible. Cada uno tenía una meta por alcanzar lo más pronto posible. Costa, aunque conocía muy bien la Gran Manzana porque había nacido y crecido allí, admiraba aquel ir y venir con estupor. Se sentía fuera de lugar en aquel frenesí. «Debo de haber absorbido demasiada romanidad». El móvil sonó. Era Kate, al fin.
—¿Cómo estás?
—Yo bien, y espero que tú también.
—Estate tranquilo, estoy a salvo. He pasado algunas horas con el padre Fustenberg. Es verdaderamente un gran hombre. ¿Sabes que tenemos entre las manos un verdadero tesoro? Un papiro que al parecer contiene una especie de testamento de María…
—¿De la «María» en la que estoy pensando?
—Sí, precisamente de ella. De Miryam de Nazaret…
—Me alegro por ti. Saluda al padre Fustenberg. Yo empiezo a investigar el asunto que ya sabes…
—Sé prudente.
—También tú. Te quiero…
Acababa de colgar cuando el móvil volvió a sonar. Esta vez era el padre Malony.
—Querido John, ¿has dormido bien?
—Pues no mucho, pero no es por culpa de la cena ni tampoco del apartamento.
—Lo siento.
—No se preocupe, monseñor.
—¿Puedo preguntarle cómo pretende moverse? Si estoy en condiciones de ayudarle de alguna manera, dígamelo.
—Gracias. Esta mañana voy a pedir una cita en el bufete de Sullivan.
—¡Buena suerte y que Dios le acompañe.
—Lo necesitaré… Ah, escuche, una última cosa.
—Dígame.
—¿Puedo implicarle de algún modo en la trampa que pienso preparar?
—Adelante. Usted es el hombre enviado por el Papa…
Colgó y mientras estaba a punto de guardar el móvil en el bolsillo interior de la chaqueta, pensando que aquello no le gustaba nada a Kate («demasiado cerca del corazón», decía), el teléfono volvió a sonar.
—Espero que esta noche podamos cenar juntos…
—¿Quién… quién es usted?
—John, ¿ya no me reconoce? Soy mr. Rolf. He tomado yo la iniciativa y estoy a punto de llegar a Nueva York.
—No sé si esta noche podré.
—Pero es que estoy yendo ahí a propósito. No me defraude…
—De acuerdo, está bien.
—Daré señales sobre a las cinco para ponernos de acuerdo sobre el lugar de encuentro.
—¡Ok!
Esta vez Costa apagó el móvil. Quería tener un poco de tiempo para pensar. ¿Qué le iba a decir a las telefonistas del bufete Sullivan? ¿Tenía que seguir el consejo de monseñor Malony y presentarse como un periodista? ¿O quizá debería fingir ser algún otro, arriesgándose a que lo reconocieran? No era fácil decidir. Comenzó a caminar, aumentando poco a poco el ritmo, hasta sentirse perfectamente a gusto en el río de personas que invadían las aceras de Nueva York movidas por su irrefrenable prisa. Cuando se cansó de pensar caminando, detuvo un taxi y pidió que lo llevaran a la parte financiera de la ciudad. Volvió a encender el móvil y llamó al estudio «Sullivan & Co. —Attorneys, Lawyers». Hasta el momento en que marcaba el último número, el periodista todavía no había decidido cómo se iba a presentar. Le ocurría a menudo. También cuando se veía obligado a hacer llamadas de trabajo «incómodas», haciéndose pasar por otra persona.
—Soy el doctor John Costa. Tengo que hablar urgentemente con el abogado Basil Sullivan. Es una cuestión muy delicada.
Sólo dijo eso. La telefonista, amabilísima y despierta —quién sabe por qué, al hablar por teléfono con ella, John tuvo la impresión de que también era muy bella—, lo mandó esperar unos instantes después de tomar nota de su número y le despidió diciéndole que el abogado se pondría en contacto con él lo más pronto posible. El primer paso estaba dado. Ahora no hacía falta más que esperar. La jornada de John debería concluir con la cena a la cual había sido invitado por el excéntrico y presunto jefe de la Church Interfaithful Unification Enterprise. Pero en aquel momento, Costa no tenía ni idea de cómo iba a llenar el mucho tiempo libre que tenía por delante. En primer lugar, a pesar del abundante desayuno, decidió entrar en un pequeño y delicioso restaurante de Hanover Square. Se había fijado en él por casualidad, dando vueltas por el barrio de elegantes edificios donde tenía su sede el bufete Sullivan.
Definitivamente, era muy pronto para comer, pero el local tenía también un servicio de bar. Al entrar, John sintió como una punzada en su conciencia. En su mala conciencia. No sólo había roto la férrea dieta que había comenzado hacía poco, sino que parecía querer recuperar el tiempo perdido picoteando chucherías a cualquier hora del día. Sabía que no se tenía que comportar así, pero también esta vez la tentación fue más fuerte que él. En el escaparate había una fantástica selección de aperitivos, todos a base de pescado fresquísimo, para colmo crudo. John miró en derredor. Nada de aquel ambiente remitía a Japón y, sin embargo, lo que se servía allí parecía haber sido preparado con mucho cuidado por las manos de algún nativo del país del Sol Naciente.
Se sentó a la mesa, pidió una docena de aperitivos y un vaso de vino seco. Comenzó a degustar los caprichos de carpaccio de atún cuando el teléfono sonó.
—Señor Costa, aquí el bufete Sullivan. El abogado Basil Sullivan puede almorzar con usted. ¿Le va bien a la una? Hemos reservado mesa en Bayard’s, en Hanover Square.
—¡Muy bien, gracias! Allí le esperaré —respondió el periodista, que, asomándose desde el lugar en que se encontraba, podía ver la entrada del famoso restaurante francés, situado entre dos columnas con el inconfundible toldo color celeste. Por un momento se preguntó cómo, sin conocerlo, el abogado había aceptado verlo enseguida e incluso comer con él.
John miró su plato. Recordó todo lo que había tomado de desayuno y pensó en todo lo que iba a comer allí dentro de poco. Se avergonzó profundamente. Pero no se interrumpió. En el fondo, no podía dejar intacta aquella bendición que acababa de pedir. Se comió todo, sin ninguna prisa. Después salió y se puso a remolonear a la espera de entrar en Bayard’s. Había reconocido a distancia el edificio del bufete Sullivan recientemente reformado. Se dio cuenta del momento en el que su anfitrión salió, por la nube de jóvenes colaboradores y colaboradoras que lo acompañaron hasta fuera de la puerta recibiendo instrucciones. Después, el presunto Basil Sullivan había echado a andar por la acera, pero en dirección opuesta a la del restaurante francés.
—¡Diablos, no era él —dijo para sí Costa, volviendo enseguida a la entrada de Bayard’s. Faltaban diez minutos para la una y decidió entrar. La atmósfera que se respiraba en el interior del amplio y cuidadísimo local era muy chic. A John le invitaron a acomodarse a la mesa en espera del abogado, que se presentó muy puntual, apenas dio la una. Era tal como el periodista se lo había imaginado. Muy bajo y rechoncho, tenía un aire sencillo y desaliñado. No parecía en absoluto cuidar de su imagen y su mirada parecía sincera.
—Señor Costa, es un honor para mí conocerle —dijo el abogado, dirigiéndose al periodista.
—Es un honor para mí y le agradezco la rapidez con la que ha respondido a mi petición —dijo John, levantándose.
Los dos se sentaron uno frente al otro. No había muchos clientes aquel día en el restaurante. Y un vistazo a los precios que se veían al lado de cada plato del menú explicaba el porqué. Era un local exclusivo, que trabajaba sobre todo por las noches, frecuentado por la alta sociedad neoyorkina.
—Antes de todo, pidamos… —dijo Sullivan.
La elección fue rápida: ensalada mixta aliñada con vinagreta y ajo triturado, una densa bullabesa a la marsellesa, un surtido de quesos y salsas. Costa no tenía hambre, pero se dejó tentar, tomando exactamente lo mismo que pidió su anfitrión.
—Es un mecanismo interesante el que ocurre en estos casos… El de la imitación.
—Oh, sí —respondió Basil Sullivan—. Pero depende de las personas. Por ejemplo, usted, al decidir tomar lo mismo que yo, no ha mostrado sólo querer fiarse de mi elección y del hecho de que evidentemente soy un cliente habitual del restaurante. Detrás de su decisión, probablemente inconsciente, está también la voluntad de acercarse a mí. De mostrarme aprecio.
—No había pensado en ello. En realidad, me ocurre muy a menudo…
John escrutaba el movimiento de cada músculo de su interlocutor. Un hombre que iba a ser duro de pelar. «Por lo demás», pensó, «no se llega a dirigir un bufete de éxito como el suyo solo por el apellido».
—Bien, señor Costa, dígame por qué un periodista prestigioso y reconocido como usted, apreciadísimo por la Santa Sede, se dirige a mí… —dijo Sullivan, evidentemente interesado en llegar enseguida al meollo.
A John le pilló por sorpresa. Como ya le había ocurrido más de una vez, no sabía qué importancia dar a las palabras del abogado. ¿Qué significa aquel «estimadísimo», referido a la consideración que tenían de él en el Vaticano? ¿Sólo un cumplido? ¿Una referencia a ciertas batallas del pasado que se revelaron como decisivas para el Vaticano? ¿O bien el indicio, la señal, de que Sullivan sabía mucho más sobre él y su misión? ¿Cómo responder a esta pregunta? ¿Mintiendo pudorosamente, o bien diciendo una media verdad? ¿Cuál sería el mejor modo de comenzar?
En una fracción de segundo el periodista decidió mentir sin pudor, y utilizó aquella duda inicial para justificar su incomodidad.
—Abogado… lo que voy a decirle es muy delicado y personal.
—No tenía duda de que se trataba de algo muy delicado. Hable libremente. Estoy vinculado al secreto profesional.
—Usted… usted acaba de recordar el crédito que se me atribuye en el Vaticano. Bueno, quisiera que supiera que yo ahora me encuentro en serias dificultades. He sabido… o mejor dicho he sido de alguna manera testigo… Verá, se trata de hechos gravísimos.
—Dígame cuáles. ¡Cuénteme todo desde el principio! —le apremió el abogado.
—La cuestión es muy delicada… He recogido por casualidad la denuncia de una persona… la madre de un chaval que ha sufrido… que habría sufrido abusos sexuales por parte… por parte de un importante prelado…
—Comprendo. Dígame quién y qué… Recuerde que puede contar con mi total reserva.
—He sabido que un compañero de mi hija, que vive aquí en Nueva York, ha sido objeto de repetidas atenciones por parte de un sacerdote que está a punto de ser promovido como obispo…
—¿Y le ha parecido un relato creíble?
—Ciertamente. Creíble y detallado.
—Dígame el nombre del prelado.
—Aunque en esta fase…
—Dígame el nombre, por favor.
—Monseñor Peter Malony.
—¿El Malony que estoy pensando? ¿El colaborador del cardenal arzobispo?
—El mismo.
—Señor Costa… Es una cuestión realmente delicadísima. IVI e imagino que se da cuenta mejor que yo de los riesgos que se corren sin pruebas suficientemente válidas. Y sabe bien que en casos como éstos las pruebas son frágiles, fragilísimas. A menudo se trata sólo de indicios, a veces sólo la palabra de uno contra la palabra de otro. En resumen, se trata de causas que son todo menos fáciles. Por lo demás, vista la implicación de don Malony, usted comprenderá muy bien que embarcarse en semejante causa significa ponerse contra toda la archidiócesis de Nueva York. Es cierto que los tiempos han cambiado, que la gente está aburrida de oír en la iglesia determinadas prédicas y después descubrir que algún piadoso ministro de Dios cede a las tentaciones carnales también con menores. Es verdad que el nuestro es un bufete preparado, y de alguna manera especializado, en este tipo de causas, pero sepa que debe moverse con pies de plomo. Es necesario garantizar justicia para la víctima, si es que la ha habido, pero garantizar también los derechos del presunto culpable.
Palabras irreprochables, pensó John, arrepentido ya de haber improvisado aquella historia descabellada. Sullivan era un hombre muy inteligente y se estaba comportando de la mejor manera posible. No se había lanzado como una hiena sobre la carroña para intentar devorarla revelando su mala fe. Y, por otra parte, ¿existía verdaderamente esa mala fe? Su anfitrión hablaba como un sabio hombre de leyes, atento a los derechos y al buen nombre del acusado, y a la defensa de la presunta víctima. Ni una palabra, ni siquiera una expresión de su rostro que traicionase una intención oculta, que avalase las sospechas de las que Costa había hablado con Malony.
—Abogado —dijo John—, soy el primero que quiere que esta historia se aclare y se llegue a la verdad. Me doy cuenta de la delicadeza del caso, pero también estoy lo bastante seguro de que hay materia para proceder. ¡No sé si me explico!
—Se explica muy bien, señor Costa.
—Bien, entonces dígame si acepta el caso, si puedo hacer que vengan a verle los padres del joven… ¿Cómo se procede?
—Procedamos con calma. Sobre todo, quiero que usted sepa cómo nos movemos en el bufete en estos casos. Antes de dar cualquier paso, es necesario un acuerdo: nosotros no pedimos ni un dólar a la familia de la víctima, que no deberá anticipar nada para los trámites legales, las investigaciones, la búsqueda de testigos, los preparativos…
—¿Los preparativos del proceso?
—Hay muchos… ¡preparativos! Ya hablaremos. Es necesario someter al chico a una sesión con el psicólogo infantil. Tienen que ayudarle a recordar y, sobre todo, no debe quedar más traumatizado de lo que ya lo está. Tenemos que ayudarlo a remover sus malas experiencias, a superarlas para que pueda llevar una existencia serena. No debemos reabrir las heridas. No debemos echar sal en las llagas todavía abiertas.
—De acuerdo.
—Le decía, señor Costa, que habitualmente procedemos de la siguiente manera: ninguna petición de dinero a la familia pero un acuerdo definido en los detalles según el cual para el bufete, en resarcimiento por los gastos y por la apertura de la causa, irá la mitad de la suma que eventualmente se obtenga como indemnización. Le puedo asegurar que en estos años no ha habido ninguna —y digo ninguna— familia que haya rechazado este tipo de acuerdo. Créame, es ventajoso para todos.
La llegada de la bullabesa a la marsellesa, una soberbia y sabrosísima sopa de pescado, interrumpió durante un momento la conversación. Se trataba de hecho de un plato que merecía todo tipo de atención. Ambos sumergieron la cuchara y el tenedor en aquel potaje color rojo oscuro obtenido al hacer cocer a fuego lento ocho variedades de pescado junto con muchísimas especias.
—Realmente exquisita —dijo John, secándose la boca con la servilleta, hasta aquel momento inmaculada y almidonada.
—Vengo aquí a menudo, cuando tengo ganas de concederme una buena pausa. Odio comer de pie, no soporto los fast food. A veces prefiero incluso saltarme la comida.
—Cómo le entiendo —dijo John.
—¿Cómo procederemos? —preguntó Sullivan, una vez terminada la bullabesa.
—La madre del chico le llamará de mi parte para fijar una cita.
—¡Bien! Que me llame en cuanto antes. ¿Sabe?, estamos hasta arriba de trabajo, y éste es un caso delicadísimo que pretendo seguir personalmente. En cuanto a las averiguaciones, se las confiaré al mejor de nuestros investigadores.
—Se lo agradezco, de verdad.
Llegaron los quesos y las salsas. El camarero, que no tenía nada de francés, preguntó si también querían postre.
Sullivan y Costa se miraron por un instante y después ambos asintieron. El periodista descubrió por tanto otro elemento que lo unía al abogado: la pasión por los dulces.
Frente a la copa de crema bávara a la fresa, una delicatessen capaz de derretir a cualquiera, John se jugó el todo por el todo.
—¿Puedo enseñarle algo? —preguntó a su interlocutor.
—Claro.
Extrajo el folio que le había dado Malony la noche anterior.
—Lea y dígame qué piensa.
Sullivan tomó el folio y leyó en voz alta: «¿Quieres ganar quinientos mil dólares?. Manda a tu hijo a la parroquia católica más cercana a tu casa. Después de un par de semanas, llámanos». Después explotó en una sonora carcajada.
John le miraba con aire interrogativo.
—Perdóneme, no consigo contener la risa. ¿Todavía andan por ahí? ¿Quién se lo ha dado?
—Olvidémonos de quién me lo ha dado. Le preguntaba su parecer —dijo el periodista con un tono algo enojado.
—Comprendo, usted no sabe la historia… Verá, estas octavillas no son nuestras. No han salido de nuestro bufete. No es una campaña publicitaria nuestra. ¿Nos considera tan poco inteligentes? ¿Cree verdaderamente que podríamos confiarnos a estos subterfugios? Vamos, no me diga que se lo ha tomado en serio. Tenemos ya tantos casos verdaderos y concretos de los que ocuparnos que no necesitamos de estas patrañas ni de inventarnos falsas acusaciones.
—¿Y entonces quién lo ha escrito?. Lo habrán denunciado, me imagino.
—Déjeme que le responda a la primera pregunta. La idea salió de un grupo de católicos ultratradicionalistas. Es más, creo que técnicamente se llaman «sedevacantistas»…
—Sé bien lo que significa —dijo John.
—Yo, en cambio, no lo sabía. Después he descubierto que se trata de católicos de derecha que creen que el último Papa válidamente elegido y reinante fue Pío XII, y que todos sus sucesores, incluido el actual Gregorio, son unos «usurpadores» sin título alguno para sentarse donde se sientan como herejes. No sé decirle más, pero se trata de realidades extremistas ligadas aquí en América a extraños ambientes. Pues bien, ha ocurrido que uno de ellos se vio implicado en un caso de pedofilia. No se trataba de un sacerdote, sino de un rico benefactor, padre de familia, perteneciente a la alta sociedad americana y amigo del actual presidente de Estados Unidos. Las acusaciones eran detalladas pero débiles. Nos ocupamos nosotros. El hombre fue absuelto, aunque como bien puede imaginar la Iglesia católica oficial no movió un dedo. Pues bien, precisamente mientras nuestras investigaciones sobre el caso estaban en un punto crucial, apareció en muchos escaparates de Nueva York, por las calles, en los locales públicos, este maldito folleto. No habían impreso muchos, apenas unos miles. Y por supuesto, con los oportunos desmentidos, y amenazando con acciones legales, logramos que no se les diera demasiada publicidad en los medios de comunicación. Nunca hemos tenido la prueba fehaciente de que detrás de esta iniciativa estuvieran los sedevacantistas, pero lo sospechamos con bastantes razones.
—Por tanto, usted desmiente que sea suyo y que esta sea una praxis de su bufete —añadió John, mordiéndose enseguida la lengua. Había dado un paso en falso. Ahora ya no era el hombre interesado en proponer confidencialmente un caso para resolver. El que había hablado era el periodista, siempre a la búsqueda de noticias, siempre dispuesto a comprobarlas. El abogado no se descompuso.
—¿Acaso me está haciendo una entrevista?
—No, perdóneme. ¿Sabe?, es una deformación profesional… Haga como si no se lo hubiera preguntado.
—No, no, por favor. Desmiento categóricamente que ese mensaje haya salido de nosotros.
—Bien. Entonces, ya nos hemos dicho todo —concluyó mientras se levantaba y, con la excusa de ir al baño, quiso pagar la cuenta. No lo logró.
—Nadie paga aquí la cuenta cuando viene con el abogado —dijo en voz baja el maître.
Sullivan esperó a su huésped en la entrada. Se despidieron.
—Aguardo sus noticias.
—Llegarán pronto. ¡Y gracias por la comida!
Salieron juntos y se separaron enseguida. El abogado se dirigió hacia su bufete, y John, muy pesado por la comida y el vino, se dirigió a la fila de taxis amarillos que estaban aparcados al otro lado de la plaza.
El periodista tenía la mente nublada. No había logrado encuadrar bien a su interlocutor. Se había imaginado que sería un hueso duro, pero no tanto. Se había expuesto, se había inventado una historia desde cero dando el nombre de Malony, pero no había sacado nada en limpio.
—¿Maestro?
—Dime…
—Quería decirle que ya está todo listo. Mañana o pasado mañana, según lo que usted indique, divulgaremos la noticia del hallazgo.
—¿Habéis resuelto el problema?
—Sí, resuelto de raíz… ¡Digamos que eliminado!
—Muy bien. ¿Habéis recuperado el documento?
—Rotundamente sí.
—¿Y qué hay de la doctora Duncan?
—No sabe todavía nada… Aunque se la busca por robo en Jordania. En cualquier caso, ahora mismo ya no tiene nada en su poder.
—Perfecto. Nuestro triunfo final sobre los hijos de la viuda se acerca.
—Sí, Maestro, y es mérito suyo.
—Mérito nuestro, mérito nuestro… Pero, dime, ¿cómo van las cosas con nuestro amigo recién llegado a Nueva York?.
—Oh… está dando un poco la lata… pero terminará sin nada entre las manos.
—¿Cuándo arrancará el plan?
—Depende de él. Las próximas horas serán decisivas. Podremos entrar en acción ya mañana. Por lo demás, ¿puedo preguntarle sobre el consistorio?
—Ya está decidido y nombrado. Como preveíamos, por lo demás. Me regodeo ya con la cara que pondrá el mexicano vestido de blanco cuando sepa la noticia del hallazgo de Pella. No quisiera estar en su lugar.
—Maestro, ¡sea sincero! Un poco sí que le gustaría.
—Dejémoslo estar. Sigamos trabajando por nuestro objetivo. Los muros del Vaticano están a punto de derrumbarse…
John cogió un taxi y pidió que lo llevaran al apartamento. Se tumbó en la cama, sin siquiera desatarse los zapatos. La noche anterior no había dormido, se había levantado prontísimo, había comido en exceso. Cayó en un sueño profundo, aunque estuviera en pleno día y la habitación no fuera inmune a los ruidos procedentes de la calle. Se despertó de golpe, empapado en sudor, sin comprender bien dónde se encontraba. El móvil estaba sonando con insistencia.
—Di… ga —dijo con una voz pastosa y cavernosa.
—Soy Mr. Rolf…
—Bue… Buenas tardes. Dígame.
—¿Le parece bien si nos vemos a las ocho? Podemos quedar en Times Square, en el centro de la plaza, junto a la taquilla de entradas para los teatros…
—Está bien. ¿Cómo haré para reconocerle?
—No se preocupe. Yo le reconoceré. ¡Es usted tan famoso!
Colgó y se tumbó de nuevo en la cama. La trampa que le cambiaría la vida estaba a punto de cerrarse. Pero él, en la confusa duermevela de quien tiene problemas digestivos, no podía siquiera imaginar lo que le esperaba.