Contemplar el alba en Jerusalén es una de las experiencias más especiales que pueda vivir el hombre. La luz aclaraba los antiguos muros de la ciudad, los minaretes, las históricas puertas, los mercados, desvelando poco a poco la belleza y la singularidad de la ciudad más santa y martirizada del mundo. Kate todavía tenía los párpados pesados por el sueño, y el cansancio infinito finalmente había dado paso al estrés y a los miedos de las últimas horas. En aquel momento se dio cuenta, mientras el coche se dirigía velozmente hacia la ciudad antigua, de que se tendría que haber cambiado de ropa. Sus compañeros de viaje, discretos y fiables, habían pasado ya sin problema dos controles de vigilancia. En ambos casos, Kate tuvo que enseñar el pasaporte. A los guardias fronterizos les habían dado un número especial, a disposición del padre Fustenberg. Una especie de eficaz salvoconducto cifrado. La mujer tenía una mano apoyada en la mochila, colocada a mano en el asiento posterior.
El móvil del conductor sonó. Era Fustenberg.
—El padre quiere hablar con usted.
—Soy Kate.
—Bienvenida a Israel, Kate. ¿Ha tenido un buen viaje a pesar de todo?
—A pesar de todo, sí.
Bien… Había pensado alojarla en un albergue para peregrinos, pero prefiero que tenga todas las comodidades posibles. Le he reservado una habitación en el hotel American Colony.
Es delicioso, se lo aseguro. Y está bastante cerca de mi casa. Pase por allí, descanse un poco, desayune abundantemente. En cuanto esté lista, pasaré a recogerla y así podremos hablar…
—Se lo agradezco, padre. Es usted un tesoro. John tenía razón…
—Hasta pronto. Descanse…
En pocos minutos llegaron al American Colony, en el número 1 de Luis Vincent Street, una construcción de piedras claras utilizadas para construir cualquier cosa en esta extraordinaria ciudad. Estaba inmersa en el verde, la decoración era cuidadísima, y se respiraba una atmósfera de otros tiempos. Le habían reservado una habitación en unas dependencias frente a la entrada del hotel, más allá del jardín. Los muebles antiguos la hicieron sentir a gusto enseguida. Era perfecta para ella. Se regaló un largo y relajante baño caliente gracias a las sales minerales procedentes del Mar Muerto que estaban a su disposición. Sin embargo, no tuvo el valor de echarse en el cuerpo los barros provenientes del mismo lugar. Al abrir el sobre de plástico sellado tuvo la impresión de encontrarse ante comida para gatos. Se vistió con ropa limpia, cómodos pantalones de tela color caqui, y camiseta beige, sacó el contenedor del pequeño papiro, lo metió en una pequeña mochila y bajó a desayunar. Comió opíparamente. Zumo de naranja, café americano, huevos revueltos, jamón y una selección de dulces libaneses. Cuando terminó, sin siquiera subir a su habitación, volvió a llamar al padre Fustenberg.
—Estaré con usted en menos de media hora —le dijo el anciano sacerdote.
Ella lo esperó cómodamente sentada en una de las tumbonas de teca del jardín mientras hojeaba un ejemplar del Jerusalem Post del día anterior que se había quedado allí, un poco apergaminado por los rigores de la noche.
De pronto se lo encontró de frente: el padre Fustenberg era un dominico corpulento y altísimo, un gigante vestido de blanco. Se movía a trompicones y daba la impresión de ser una persona extremadamente vital. Kate enseguida se sintió atraída por la profundidad de su mirada. Tenía un mechón de pelo muy blanco, los rasgos marcados por haces de arrugas, y el rostro moreno de quien pasa mucho tiempo al aire libre.
—Me alegro de conocerla, doctora Kate Duncan —dijo el religioso en un perfecto inglés mientras le daba la mano.
—¡Soy yo la que está feliz de conocerle! Y todavía no sé cómo agradecerle que me haya sacado de apuros…
—Déjelo estar. Usted es la mujer de John, y John es amigo mío. Por los amigos se hace esto y más. ¿Nos vamos?
Había aparcado el coche justo a la entrada del hotel. Era un viejo Golf desvencijado. A Kate le pareció reconocer en el capó y en las puertas las mismas arrugas que marcaban el rostro del fraile.
—Me ha servido durante muchos años, y espero que siga haciéndolo —se sintió en la necesidad de decir Fustenberg, e invitó a la mujer a entrar en el coche.
La manera de conducir del dominico era idéntica a su manera de moverse. Sus grandes manos, aferradas al volante, hacían parecer a este último un juguete a causa de sus trompicones y cambios bruscos de dirección. Conducía de modo temerario y al mismo tiempo hablaba suavemente con su huésped, que iba un poco pensativa. Les bastaron pocos minutos para llegar. La vivienda del fraile, uno de los máximos estudiosos de los códices del Nuevo Testamento, se encontraba bastante cerca del patriarcado latino de Jerusalén, junto a un albergue para peregrinos gestionado por cristianos maronitas. Era una vivienda bastante grande, donde todo parecía organizado y estudiado en función de los libros: eran ellos los verdaderos inquilinos, los únicos «dueños de la casa». Paredes enteras de viejas librerías de roble, estanterías cargadas de documentos y volúmenes que tapaban las ventanas, pilas de libros colocadas a lo largo de las paredes, junto a las sillas, sobre las mesas, sobre el mobiliario más esencial, sobre baúles, en medio de las alfombras. Un caos indescriptible. Kate avanzaba con el tacto de un indígena que está dando caza a una bestia feroz y tiene que llegar a sus espaldas sin que la bestia se dé cuenta.
—Perdone el desorden —se justificó el viejo dominico— pero lo que usted ve en realidad tiene un orden preciso en mi mente. Sé dónde encontrar cada cosa… —Se detuvo un instante. Después añadió—: Bueno, casi…
Atravesaron un laberinto de pequeñas habitaciones, pasillos sofocantes, donde cada cosa parecía estar allí de puro milagro y se tenía la completa sensación de que todo fuese a caer, sumergiendo al visitante bajo una mole enorme de papel. Finalmente, siguiendo al fraile, que a cada paso hacía crujir el suelo de madera, Kate llegó a una sala más amplia, a mitad de camino entre una biblioteca y un laboratorio. En una pared estaban colgadas fotografías ampliadas de fragmentos de papiro. De un primer vistazo se podrían haber confundido con radiografías.
—Llevo toda una vida estudiando aquí… —susurró el padre Fustenberg—. Aquí mi fe ha encontrado las confirmaciones más importantes.
La doctora Duncan lo miró con aire sorprendido e interrogativo, pero no pronunció palabra.
—Se estará preguntando qué es lo que quiero decir…
—Efectivamente.
—Esté tranquila, Kate, mi fe no se funda ciertamente en los pequeños descubrimientos científicos que he tenido la suerte de llevar a cabo. Siempre he tenido este don inconmensurable, se puede decir que lo recibí junto con la leche materna, pero, verá, lo que he estudiado y lo que he descubierto sobre los Evangelios ha arrojado una luz nueva, me ha conmovido… Todo lo que nos ayuda a comprender que los hechos narrados en esas páginas han ocurrido realmente es de capital importancia, a mi juicio. ¡Piense que ningún descubrimiento arqueológico ha desmentido jamás una sola línea de estos textos.
—Perdone, pero no le sigo, padre. ¿Lo que cuenta no es el mensaje de Jesús? ¿Por qué detenerse en los detalles históricos…? Obviamente, en este momento, intento ponerme en el lugar de quien tiene fe, no hablo como estudiosa.
—Es precisamente ahí donde se equivoca. Oh, sí, el mensaje es importante, pero el corazón del cristianismo es el hecho de la resurrección. Si Jesús, aquel Jesús que ha pisado los caminos de esta tierra martirizada y estupenda, no hubiese resucitado de entre los muertos, no hubiese abandonado el sepulcro mostrándose vivo y glorioso a sus discípulos, vana sería nuestra fe. No sería nada. Sería un castillo de naipes construido sobre la nada. ¿De qué sirven las normas morales, las enseñanzas que hemos extraído del ejemplo de Jesús, si al final él es un condenado como nosotros?
—¿Condenado, a qué?
—Querida, piénselo, aunque sólo sea por un instante. Nosotros somos unos condenados a muerte a la espera de que se cumpla la sentencia capital. No estamos en condiciones de saber si será dentro de una hora, un día, diez años o cincuenta —oh, para mí ese momento está mucho más cercano—, pero se llevará a cabo. Inexorablemente. Cuando cada uno de nosotros viene al mundo, es como si voltease una clepsidra que mide nuestro tiempo. La mala pasada es que no sabemos siquiera cuánto tenemos a nuestra disposición. Yo he vivido mucho tiempo, y en opinión de alguno de mis hermanos, demasiado. Pero hay quien muere joven.
—No… no consigo comprender todavía lo que quiere decir.
—Quiero decir que todos nosotros, sin excluir a nadie, desde el Papa al niño que viene al mundo en el África subsahariana y que tiene una expectativa de vida cortísima, estamos inexorablemente destinados a la tumba. ¿Qué quiere que haga con una filosofía, con una enseñanza moral, aunque muy respetable, propuesta por alguien que acabará bajo tierra como yo? Memento homo, qui pulvis es, et in pulvere reverteris… Qué sabiduría en el rito romano, el miércoles de ceniza, la de esa frase que se repite a los fieles… «Recuerda que eres polvo y que en polvo te convertirás». No me sirve una filosofía. Necesito de una respuesta verdadera y definitiva a la única y decisiva cuestión de la vida: ¿Por qué nos sentimos atraídos por la inmortalidad y sin embargo debemos morir? ¿Por qué quisiéramos poder decir «para siempre» y sin embargo somos finitos? ¿Por qué tenemos una fecha de caducidad, igual que los yogures, aunque la mayor parte de nosotros ignora cuál es la suya?
Kate estaba fascinada por las palabras del dominico. Lo habría escuchado durante horas. Gesticulaba, se animaba, seguía sus pensamientos con un gesto histriónico que conquistaba a su interlocutor.
—Yo no sé qué hacer con una filosofía. El cristianismo, es más, Jesucristo, es la única verdadera, gran respuesta a mi deseo humano. Es el único que en la historia de la humanidad ha dicho de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», y le hago notar que «camino» viene antes que «verdad» y «vida». Es el único que después de haber muerto ha resucitado y está vivo. Mirándole a Él, vemos la naturaleza humana divinizada, nuestro destino, si seremos dignos de la salvación, es decir, si seremos reconocidos un día como pobres pecadores necesitados de su gracia, de su perdón, de su misericordia. Esto, sólo esto, es el cristianismo.
—¿Por qué ha querido subrayar que «camino» viene antes que «verdad» y «vida»?
—Lo he hecho porque en esas palabras de Jesús hay una valiosa indicación. El camino para la salvación, para el conocimiento del padre, para la eternidad, para la verdadera alegría, para la felicidad, es Él mismo. Es Jesús mismo el camino, antes de ser la verdad y la vida. ¿Y sabe lo que significa esto? Significa que lo único que se le pide a un cristiano es estar con Jesús, seguirlo, formar parte de su cuerpo, que es la Iglesia. Por eso, la búsqueda de pruebas, de los indicios de historicidad de los Evangelios, es algo importante, decisivo. El cristianismo es una fe encarnada. Es más, más que una religión es un hecho, un acontecimiento, la irrupción de Dios en la historia del hombre.
—¿Sabe que nunca nadie me lo había explicado así?
—Lo siento. Hoy, por desgracia, también en las iglesias, se habla de todo excepto de lo que verdaderamente interesa al corazón de las personas. Se habla de todo, pero no de las preguntas más auténticas, las preguntas sobre las realidades últimas. La vida, la muerte, el alma, la salvación eterna, la posibilidad concreta de la condenación…
—Es cierto… —susurró Kate, casi distraída.
—Oh, pero casi le he soltado un sermón —dijo el religioso, escabullándose.
—No. Me ha gustado mucho escucharle. Y sobre todo, hablar con usted me ha hecho reflexionar.
—Tenga paciencia, Kate. Pero ¿sabe?, nosotros los dominicos ¡es lo que estamos llamados a hacer! Las iniciales OP que van detrás de nuestro nombre indican la pertenencia a la Ordo Praedicatorum, que es la orden dominica. Nosotros tenemos la vocación de la predicación.
—No se preocupe: ¡la suya no ha sido demasiado larga y ha resultado francamente interesante!
—Vayamos a lo nuestro, Kate. Iba a mostrarme algo… Hace dos meses que se puso en contacto conmigo el profesor Antonelli, a quien he conocido hace algunos años en un congreso sobre arqueología sacra, justo aquí en Jerusalén. Me habló de la expedición organizada a Pella. La intuición es óptima, yo mismo siempre quise tener recursos y fuerzas para promover unas excavaciones en aquel lugar. Antonelli me pidió máxima disponibilidad para alcanzaros en Jordania en caso de que hubiera hallazgos interesantes. Sabía que llegaríais la pasada semana.
—Ay, ¡si supiese lo que ha ocurrido en el transcurso de pocos días! Un miembro de nuestra expedición ha sido asesinado.
—¿En serio? Lo siento muchísimo. ¿Y cómo ocurrió? Siempre he considerado Jordania como uno de los países más seguros de Oriente Medio, siempre después de Siria, naturalmente. Allí hay tal control del territorio por parte del Estado que se puede decir que la criminalidad es inexistente.
—Todavía no sabemos nada. Aparentemente fue un robo. Han sido identificados los culpables y han muerto durante el tiroteo con la policía. Pero hay algo que no me convence.
—¿El qué?
—Es extraño que Luigi Orlandi, que así se llamaba nuestro compañero, volviera solo por la noche, al lugar de las excavaciones donde pocas horas antes habíamos hecho un interesante descubrimiento. Y es extraño que lo asesinaran. Más que un robo, parece que lo asesinaron porque vio algo que no debía… Quizá sorprendió a alguien que estaba haciendo… pero no lo sé… me bullen tantas hipótesis en la cabeza, conexiones, sospechas, miedos…
—Ánimo, Kate.
—¡Pues sí! No tengo más remedio que animarme.
—Y aparte, ¿qué me dice de la NY Archeological Foundation? ¿Ha conocido a Eugene Harvey?
—Cómo no… Es él, por desgracia, quien ha intentado acusarme de robar.
—¿Robar? ¿Robar qué?
—Es un poco largo de explicar. El «botín» se lo enseñaré enseguida. Pero sepa que Harvey es un hombre fascinante pero peligroso…
—Se lo he preguntado porque a mí tampoco me ha convencido nunca. Y no sólo él, sino toda su fundación.
—¿Qué sabe de él?
—Sobre Harvey como tal, poco… Sobre la NY Archeological Foundation sé algo más…
—Son los que financian nuestra expedición, los que nos permiten trabajar.
—Comprendo, Kate. A mí, los franciscanos de Custodia de Tierra Santa, que, créame, saben de esto más que cualquiera, me han dicho que esté atento. Tienen sospechas.
—¿Sospechas de qué?
—Se lo explico en dos palabras: usted sabe obviamente el gran éxito que ha obtenido recientemente esa novelucha que sostiene la descendencia de la sangre real de Jesús y de su presunta esposa Magdalena. Esa historia absurda y totalmente inventada de dinastías reales, sociedades secretas y códigos ocultos en las obras de Leonardo…
—Lo conozco muy bien. Mi marido ha dado decenas de conferencias sobre el tema, y yo, digamos que por gajes del oficio, me he tenido que tragar más de una…
—Bien, es una historia que pocos conocen verdaderamente. Esa novela ha sido, por decirlo así, «concebida» precisamente mientras los franciscanos de la Custodia hacían un descubrimiento importantísimo en Galilea. Han comenzado nuevas excavaciones en un antiquísimo lugar arqueológico, el de Migdal…
—¿Migdal, es decir Magdala?
—Exacto, el pueblo de la Magdalena. Como sabe, el nombre de María aparece siete veces en el Nuevo Testamento. Está sobre todo María, la madre de Jesús, citada por Lucas; María de Betania, citada por Juan; María, la madre de Santiago, citada por Mateo; María, la mujer de Cleofás, citada por Juan; María, la madre de Juan y de Marcos, citada en los Hechos de los Apóstoles; una María no identificada nombrada en la Carta a los Romanos (16,6) y, finalmente, María Magdalena, caracterizada por la referencia a su pueblo natal, es decir, Magdala, citada por el evangelista Lucas. Es necesario recordar que el nombre María, Miryam, era muy común en la época, y que en las diversas Marías citadas en los escritos neotestamentarios son reconocidas con posteriores especificaciones ligadas a su función de madres o esposas. Son referencias remitibles a figuras masculinas, típicas de una sociedad patriarcal como era la hebrea del primer siglo. Pues bien, la Magdalena, la mujer que pertenecía al grupo de seguidores de Cristo, en estos textos se caracteriza no por su relación con alguien, como «madre de» o «mujer de», sino por su procedencia geográfica, es decir, Magdala, que se corresponde con el actual Migdal, un pueblo asomado al mar de Galilea. Los evangelistas, al definirla de esa manera para distinguirla de las otras Marías, nos han dado una valiosa indicación, precisamente sobre el hecho de que la Magdalena no estaba ligada a ningún hombre…
—¿Puedo hacerle una objeción que nunca le he hecho a John? —preguntó Kate.
—Obviamente, sí. Sin objeciones, el conocimiento no avanza —respondió con una amplia sonrisa el padre Fustenberg.
—¿No cree que los evangelistas, cuando escribieron sus textos, pudieron callarse a propósito la relación entre Jesús y la Magdalena porque no era útil para el nuevo credo que se estaba consolidando? ¿No cree que esta censura haya podido ser utilizada precisamente para justificar el celibato de los sacerdotes?
—No, no es posible. Verá, aunque es algo que está presente como conciencia desde los comienzos del cristianismo, el celibato como obligación para los sacerdotes no existe antes del año 1000. En el Evangelio se cuenta explícitamente, por ejemplo, que Pedro estaba casado: Jesús cura a su suegra, y donde hay una suegra hay una mujer. Verdaderamente, si Jesús hubiera estado casado con la Magdalena, tal como pretenden afirmar estas obrillas cómicas, que no descubren nada pero proponen pacotilla anticlerical, de orígenes gnósticos y masónicos, los evangelistas no hubieran tenido ningún problema en señalarlo. En cualquier caso, por volver a Migdal, los fantásticos arqueólogos franciscanos se han puesto a trabajar en una casa donde se reunía la primera comunidad cristiana, con toda probabilidad la casa de la Magdalena. Los primeros hallazgos han resultado interesantísimos. La Iglesia de los orígenes, lejos de ocultar la figura de la Magdalena, como hoy pretenden los novelistas que remueven el fango, exaltaba a la María nacida en Migdal, una mujer que es celebrada y venerada como santa y a la cual han sido dedicadas muchas iglesias. Los franciscanos de la Custodia estaban a punto de hacer un descubrimiento decisivo para aclarar de una vez por todas con los bulos del matrimonio de Cristo y de su presunta relación amorosa. Cuando de pronto llegó un stop… todo se paralizó. Y fue publicada la novela.
—¿Quién y por qué impuso el stop? —preguntó la doctora Duncan.
—Debe saber que la mayor parte del área de interés de las excavaciones, el área donde los franciscanos estaban a punto de comenzar su decisivo trabajo después de los primeros descubrimientos sobre Migdal, fue destinada a la construcción de un centro comercial…
—¿Cómo? ¿Un centro comercial en un área arqueológica?
—Bueno, el terreno ya había sido vendido… Pero ante los descubrimientos de los franciscanos, se esperaba que el gobierno israelí pusiera en tela de juicio la construcción del centro comercial, un coladero de cemento que pondrá fin para siempre a la posibilidad de sacar a la luz buena parte de la antigua aldea de la Galilea.
—¿Y cómo se explica todo eso?
—Espere, hay algo más. Todavía más inexplicable. ¿Sabe quién ha resultado ser propietario de la parte mayoritaria de la sociedad que construirá el centro comercial de Migdal?
—No tengo ni idea.
—¡La NY Archeological Foundation!
—¡Cómo! ¿Está bromeando?
—Por desgracia no, Kate. Por desgracia, no. Son ellos quienes han comprado el terreno y se han empeñado en realizar el proyecto preexistente. Piense que ya ha sido vendida la mayor parte de las licencias para los negocios que albergará el centro comercial. Lo mejor es que la Fundación ha gastado una fortuna en esto. ¿Comprende? Una fundación dedicada a la arqueología invierte millones de dólares para construir un centro comercial sobre un antiguo emplazamiento del siglo I. Extraño, ¿verdad?
—Extraño no, demencial…
—Y fue Harvey quien llevó las negociaciones.
—¿Y qué es lo que pueden querer?
—No tengo ni idea. Inicialmente, cuando los franciscanos me confiaron lo que estaba ocurriendo, imaginé que la fundación americana tenía en mente alejar el lugar de la influencia de la Custodia de Tierra Santa para excavar y gestionar el lugar de manera más provechosa y organizada que la de los franciscanos de Cafarnaúm, por ejemplo, que está bastante cerca. Quizá, creando un parque temático dedicado a la Magdalena, que alimentase la curiosidad del público.
—Pero no es así, ¿verdad?
—No, me lo ha confirmado un queridísimo amigo, oficial de los servicios secretos israelíes, que ha tenido que investigar sobre la Fundación. La NY Archeological Foundation ya se ha comprometido por escrito a construir el centro comercial. Si no lo hace en los tiempos establecidos, perderá la propiedad del terreno y el dinero.
—¿Cómo han reaccionado los franciscanos?
—¿Cómo quiere que reaccionen, Kate? Se han dirigido al gobierno de Israel y después han pedido ayuda al Vaticano. Sé que la Secretaría de Estado ha dado algunos pasos diplomáticos importantes, pero por desgracia no han dado frutos.
—¿Cómo se han justificado las autoridades israelíes?
—Han dicho que no había suficientes confirmaciones sobre el auténtico interés arqueológico del lugar. La verdad es que, cuando pueden, intentan contener los eventuales hallazgos relativos al cristianismo. Sobre todo, han tenido muy en cuenta el dinero. La NY Archeological Foundation ha ofrecido una cifra astronómica para llevar a cabo el proyecto previsto. Además del centro comercial, se levantará al lado un balneario de primera categoría. La intención de Israel, en estos días, es evitar que sus ciudadanos se arriesguen inútilmente para ir al mar en Egipto, exponiéndose a los atentados de los fundamentalistas.
—¿Y usted qué explicación se da para este comportamiento de la Fundación?
—Todavía no he encontrado una que me satisfaga. Me fallan demasiadas piezas, pero estoy haciendo investigaciones. ¡Y muy pronto espero encajarlas!
—Así lo espero…
—Kate, volvamos a lo nuestro. ¿No me había dicho que quería enseñarme algo?
—Sí, casi me había olvidado —respondió ella, que vivía en tal simbiosis con aquella mochila que ya no se daba cuenta de que la tenía a la espalda. Se la quitó y, con gran cautela, extrajo el contenedor de plexiglás que encerraba el papiro más pequeño.
—Me lo llevé como arrastrada por una fuerza superior a mí. En realidad, me parecía que era el único que permanecía en la misma posición en que lo había dejado la noche anterior, el único que me pareció que no habían manipulado… Pero ha sido una impresión, nada más. Actué por instinto y me lo llevé a la habitación. Aparte de que era el contenedor más pequeño y más fácil de esconder.
El fraile escuchó con paciencia, pero no parecía en absoluto interesado en las justificaciones que Kate se estaba dando, sobre todo a sí misma, por la acción realizada el día anterior.
—Lo abriremos, espero —se limitó a decir el padre Fustenberg.
—Claro, pero antes tenemos que preparar…
—Ah, su famoso método —dijo el dominico.
—¿Podemos vaciar completamente esta mesa?
—Esto… sí —dijo el religioso, algo titubeante, que tenía allí encima unos cincuenta volúmenes, los libros adquiridos durante el último mes.
En menos de quince minutos, todo estuvo listo. Kate llevaba consigo un neceser de emergencia, preparado por ella misma, que le permitía trabajar en los códices antiguos y muy deteriorados, directamente en el lugar del hallazgo, para ponerlos a salvo. No eran ciertamente las óptimas condiciones del fantástico laboratorio del hotel de Pella, pero era suficiente.
El padre Fustenberg siguió cada fase atentamente, pero intentando no entrometerse en modo alguno. Miraba y se mordía la lengua, para no molestar durante el proceso. La delicadeza de la operación y, sobre todo, la mirada del fraile que se cernía sobre ella incomodaron a la doctora Duncan, haciendo que su ropa se llenara de sudor. Había hecho una rudimentaria comprobación del grado de humedad del aire, lo había dispuesto todo de la mejor manera posible, dadas las condiciones. Pero sentía sobre ella todo el peso de lo que estaba a punto de hacer. «Es extraño…», pensó, «pero me siento menos juzgada por el profesor Antonelli que por los ojos de este viejo sacerdote. Quizá porque, para el arqueólogo, la papirología tiene un valor exclusivamente “científico”, mientras para Fustenberg es algo que tiene que ver con la fe…». Era apenas un pensamiento. Y si alguien hubiese podido escrutar en la profundidad de los ojos del padre Maximilian, encontraría una inquietud infantil, el estupor por algo que estaba a punto de ocurrir, el deseo de descubrir un nuevo ladrillo para aquella construcción, granítica e inquebrantable para él, de la fe en Jesucristo.
Las manos finas y sabias de Kate comenzaron a desenrollar con la mayor delicadeza posible el antiguo papiro. Conforme se iba viendo algún centímetro, ella lo afianzaba gracias al procedimiento que había creado. A un observador externo, le parecería que aplicaba una especie de película protectora. En realidad, se trataba de una mezcla especial de sustancias biológicas y químicas que consolidaban la estructura del papiro. La doctora Duncan había tenido que defender su método con uñas y dientes. De hecho, durante un congreso científico, había sido atacada dura y frontalmente por un catedrático inglés que le había agradecido que hubiera salvado de una autodestrucción segura un valioso papiro egipcio, pero al mismo tiempo le imputaba haber modificado sus propiedades, falseando el dato de una eventual medición del Carbono 14, es decir, la posibilidad de una datación. A Kate la pilló de improviso, había examinado los datos y había pedido un informe, para su desgracia, el profesor había llevado consigo unas muestras. Y Kate había podido desmentirlo, probando que lo que había falseado las cosas había sido una mancha de café, que ciertamente no se remontaba a la época egipcia, y no su método de recuperación y conservación del documento.
—¡Dios mío! —dijo el padre Fustenberg al cabo de casi una hora de religioso silencio.
—¿Qué es lo que lee? —preguntó Kate, que no estaba en condiciones de descifrar lo que acababa de sacar a la luz.
—¡Dios mío…! Pero esto… esto es…
—¿Qué es? —preguntó la mujer, llena de curiosidad y extenuada.
—Es… lea aquí… Hdiaqhkhithj Mariaj… Es el testamento de María.
—¿Qué María?
—La Virgen. La Madre de Jesús. Mire, lea aquí, en las primeras líneas…
Kate agachó en vano la cabeza sobre el papiro. Los signos estaban escritos en mayúsculas, sin solución de continuidad. Su marca, pese a todo, aparecía todavía bastante nítida.
—Un descubrimiento excepcional, Kate. Estas son las últimas palabras de María, su testamento. Y fue el evangelista Lucas el que las escribió…
—¿De qué lo deduce?
—Hay un breve prólogo: el autor se siente en la obligación de contar las circunstancias en las que ha recogido este testimonio. ¿Pero se da cuenta, Kate? Son palabras de María que nadie conocía. Sus últimas palabras, recogidas por Lucas en Éfeso. Oh, pero entonces… Entonces… ¿Dónde habéis encontrado exactamente el papiro?
—El papiro no, padre… ¡Los papiros! Eran más de uno… En una especie de escondrijo construido en una cripta, bajo la iglesia bizantina de Pella.
—Allí llevaron su primera biblioteca. ¿Se da cuenta de que éstos eran los manuscritos de la primera comunidad cristiana?
—¿Está seguro?
—Llevo toda la vida estudiando papiros. Haremos todas las comprobaciones posibles imaginables. Pero esto es griego escrito en el siglo I…
Las pupilas del padre Fustenberg se movían ávidamente por aquella selva de signos que a los ojos de Kate seguían siendo del todo incomprensibles. Ahora, ella se había dejado caer sobre la silla, abatida por el cansancio, finalmente relajada. El dominico, en cambio, estaba tenso como la cuerda de un violín e intentaba almacenar en su cabeza, con la velocidad y precisión de un escáner, la mayor información posible. Lo hacía teniendo aún delante el documento original, un texto del cual nadie imaginaba su existencia. Kate se preguntó el porqué de aquella prisa, pero concluyó que hubiera sido extraña cualquier otra actitud, vista la pasión que el anciano estudioso belga ponía en su trabajo.
—Pero aquí… aquí ya se cita la historia de la sangre real… ¡Kate, estaba todo previsto, es más, profetizado! No puedo creer lo que ven mis ojos…
La doctora Duncan se levantó de un salto, esperando las palabras que el dominico iba a pronunciar.
—Mire esto: «Mi hijo será calumniado… la Magdalena que lo vio resucitado… y dirán…».
—Padre, no comprendo…
—Deme tiempo para traducir… Pero esto es un texto profético… Oh, Dios mío… no doy crédito. Esto quiere decir que el momento ha llegado… O bone Iesu, miserere nobis.
Kate se sentía partícipe de un hecho grande, histórico, pero no comprendía ni la sustancia ni el contexto.
—Explíquese… ¿Qué es lo que…?
—Déjeme trabajar, Kate —dijo, con un punto de severidad, el dominico, levantándose de golpe y desapareciendo tras una puerta de servicio situada en el único espacio que permanecía libre entre las librerías. Volvió a aparecer después con una cámara fotográfica digital muy grande de altísima resolución. Puso el papiro ante sí y comenzó a fotografiarlo desde todos los ángulos posibles. La doctora Duncan no consiguió contar los disparos, que fueron más de cien. Después, el padre Fustenberg, en silencio, desapareció de nuevo para aparecer después con otra cámara fotográfica mucho más tradicional, con una especie de teleobjetivo, con el que hizo otros muchos disparos.
—Kate —dijo cuando pareció haber terminado—, le estoy muy agradecido. Tiene usted en la mano material inflamable… ¿Cree que la NY Archeological Foundation sabía de qué se trataba?
—No estoy en condiciones de decírselo, pero creo que no. Todavía tenían que abrir los papiros. Yo me fui antes de que comenzasen estas operaciones, y por lo demás, yo era la persona encargada de desarrollar ese trabajo.
—Oiga, Kate, quisiera seguir estudiando este ¿Me lo dejaría veinticuatro horas?
—Claro, padre. Tómese su tiempo. Por suerte, ya están seguros, tanto el papiro como la inscripción.
—Sí, eso es cierto, pero créame, es mejor que deje Oriente Medio cuanto antes con su valioso cargamento. Aunque no sea fácil pasarlo inadvertido ante la seguridad en el aeropuerto…
—Ya, en eso no había pensado.
—Ya se me ocurrirá algo. ¿Puedo llamar a un taxi para que la acompañe al hotel?
—Claro, no quiero quitarle su precioso tiempo.
—El tiempo para mí se acaba, queridísima amiga. Ya he superado los ochenta años.
El fraile la acompañó hasta la puerta, habló con el taxista y la despidió.
—Llámeme esta noche después de cenar, Kate. Le diré lo que he descubierto.
—Así lo haré…
—Mientras, disfrute un poco de Jerusalén.
—¡También lo haré!
El coche atravesó la minúscula calle después de dejar pasar a un grupo de ruidosos peregrinos que se hospedaban en la casa de acogida de los cristianos maronitas. En pocos minutos, se encontraba nuevamente en el American Colony. Kate decidió cambiarse y después salió y se hizo acompañar a la Puerta de Damasco. Tenía ganas de recorrer las estrechas y fascinantes calles de la ciudad vieja, de caminar a través de la mezcla de colores y olores del shuk. Tenía sobre todo unas ganas locas de relajarse después de las tensiones y emociones de los últimos días.
La llave universal hizo saltar la cerradura sin que el inquilino se diese cuenta. Hacía ya siete horas que estaba inclinado sobre aquel documento. Lo había leído, releído, descifrado, interpretado. Seguía mirándolo, inspeccionándolo. Intentaba ajustar algunas incongruencias lingüísticas que no le encajaban. Se había olvidado hasta de comer. Los dos hombres estuvieron a su espalda en un abrir y cerrar de ojos. Lo inmovilizaron y, antes de que pudiera abrir la boca, se la cerraron con un pañuelo. Después le pusieron una microinyección, dejándole en la piel del antebrazo una marca imperceptible. La víctima murió al instante. Lo dejaron tumbado sobre la mesa. Cogieron las dos cámaras fotográficas, extrajeron de la digital la tarjeta de memoria, sustituyéndola por otra vacía, y lo mismo hicieron con el rollo de la cámara tradicional. Cogieron un contenedor metálico y metieron dentro el papiro. Después, extrajeron unos fragmentos de papiros prácticamente deshechos de un saquito sellado y los echaron sobre la mesa y sobre las manos de la víctima. Así murió, a las 16:45, hora de Jerusalén, el más grande estudioso de los antiguos manuscritos cristianos, el padre Maximilian Fustenberg, de la Orden de los Frailes Predicadores.