Earecía que el vuelo no iba a terminar nunca. John estaba acostumbrado a viajar de Roma a Nueva York, pero aquella vez le parecía que el tiempo se había detenido. Hacía tiempo que no tenía noticias de Kate, y durante casi una hora permaneció enfadado y maldiciendo a la compañía de bandera italiana porque en aquel avión sus dos únicos teléfonos vía satélite estaban fuera de servicio. «Out of order», le había dicho el azafate con su inconfundible acento romano. «Nun ze ponno usa’, so' rrottil[13]», había añadido el joven asistente ante las fuertes protestas del periodista. John estaba sumido en sus pensamientos. Quería tener noticias de su mujer. Estaba preocupado por ella, aunque seguía repitiéndose que, de los dos, el más débil era él, no su consorte. Empezaba a notar las dentelladas del hambre, pero se había impuesto volver a respetar al pie de la letra la dieta hipocalórica que le había recetado el médico. Apenas tomó un par de vasos de agua y una Coca Cola Light. Del irrisorio almuerzo servido al comienzo del viaje, apartó el corazón del salmón, limpiándolo de mayonesa con cuidado. Para comer, sólo probó las verduras y un sucedáneo de pollo al curry.
Intentó descansar, pero la señora italiana que estaba sentada a su lado seguía hablando ininterrumpidamente de la belleza de las boutiques de la Gran Manzana, de la belleza del american way of life, del constante encarecimiento de la vida en Italia. Un verdadero tormento. El periodista intentaba reordenar sus pensamientos sobre lo que había vivido en Rusia, el descubrimiento del antiguo icono mariano, la referencia al «testamento» de María, el terrible atentado del que se había salvado y la para él inexplicable muerte de Safarevic, el triste profesor de aspecto tan soviético. Pero cada vez que intentaba recapitular, como para cerrar un hilo guardando la mayor información posible, su petulante compañera de viaje lo distraía con sus observaciones vomitadas en la cara de un marido o compañero que parecía atontado, como incapaz de entender o de desear. «Debe de ser el único modo de resistir a esta verborrea», susurró imperceptiblemente Costa, imaginando que el silencio amodorrado de aquel hombre no era más que una disimulada estrategia de defensa.
John extrajo de la bolsa, llena de documentos y de cables, la barrita energética que tomaba a diario. Sólo le quedaban barritas con sabor a yogur y manzana, las que peor sabían y las que menos le gustaban. Ocupado como estaba, no había tenido tiempo de comprar las otras que consideraba más comestibles. Comió, no sin cierto disgusto, con las palabras de la señora de música de fondo. Que, en cuanto se dio cuenta de que el periodista estaba rumiando un alimento integral dietético, lo miró con ojos abiertos de par en par y le dijo: «¿Ah, también usted hace la dieta hipocalórica de Montignac? ¡Si usted supiera! ¡Es buenísima, una amiga mía ha perdido diez kilos y después de un año todavía no ha recuperado ninguno. Dígame, ¿usted qué tal la lleva? ¿Desde cuándo la está haciendo? ¿Cuántos kilos quiere perder? ¿Cuántos ha perdido? ¿Sigue la dieta hipocalórica estricta o la moderada?».
No había nada peor para irritar a John Costa que una ráfaga de preguntas sin darle tiempo a responder. Cuando hacía él las entrevistas, a veces también utilizaba este tipo de presión hacia su interlocutor. Pero si era él la «víctima» no podía resistirlo. Esta técnica le agobiaba sobre todo por la mañana, cuando, todavía soñoliento, se encontraba ante los pequeños y grandes dilemas de la jornada que le proponía su mujer. Para él, en aquellas condiciones, recién levantado, era ya una empresa casi imposible decidir qué galletas mojar en el café. Por no hablar de escoger el mejor vestido para Kate o decidir si por la noche iban a salir a cenar o al cine. Permaneció inmóvil, mirando directamente a los ojos a la petulante compañera de viaje, que finalmente se había detenido después de lanzar aquella serie completa de preguntas, un cuestionario íntegro. Después, impasible, dijo: «Querida señora, no es la dieta Montignac, es la dieta hipocalórica antiséptica del profesor D’Artagnan, especialmente estudiada para los homosexuales seropositivos como yo».
La mujer no pudo ocultar una mueca de disgusto y, fingiendo que sabía de qué se trataba, dijo únicamente: «¡Aaaah, muy bien!», girándose rápidamente hacia el otro lado, buscando una mirada de comprensión de su atolondrado marido, que gozaba aquellos instantes de tregua con los ojos entrecerrados y una sonrisa beatífica en los labios. John estaba acostumbrado a estas boutades, incluso en los momentos más dramáticos. Tenía una particular predisposición para poner en apuros a las personas a las que no soportaba, como aquella vez que, para evitar un reproche, acompañado de un reclamo a su conciencia de cristiano, le dijo a un alto prelado español, más bien conservador y envarado en su sotana planchadísima, que él no sabía nada de «conciencia cristiana» porque desde pequeñito había sido iniciado en un misterioso culto indígena que admitía el canibalismo. Había gozado al ver manifestarse la repulsión en el rostro de monseñor.
Una vez neutralizada la insoportable compañera de asiento, que desde aquel momento, en vez de charlar, intentaba evitar cualquier contacto con él y con los objetos que él tocaba, Costa comenzó a organizar las ideas sobre lo que iba a hacer en Estados Unidos. Sabía que nunca iba a poder explicarse lo ocurrido en Moscú, así que le daba igual lanzarse de lleno a esta nueva aventura.
Llevaba consigo un montón de folios, la mayoría fotocopias de artículos y teletipos de agencia, sobre los escándalos de la pedofilia de América. Los leyó prácticamente todos, sin sacar nada en limpio. Estaban las declaraciones de los indignados por los pecados de los hombres de la Iglesia, las observaciones de los abogados de las víctimas y de los acusados, las palabras de los prelados que intentaban echar agua al fuego afirmando que los sacerdotes católicos eran en su gran mayoría hombres honestos y de notable honradez moral. Pero no había nada que le diera una pista para la búsqueda de algún escenario útil que explicara lo que estaba sucediendo. Las dimensiones del fenómeno eran verdaderamente inquietantes: once mil víctimas se habían querellado contra cinco mil sacerdotes y dieciséis obispos. Una enormidad. A Costa no le gustaba hablar del dinero que la Iglesia ya había pagado o iba a tener que pagar, con la consiguiente bancarrota de diversas diócesis. Estaba contento de que el Papa Gregorio XVII, durante su encuentro, no se hubiera mostrado preocupado por el aspecto económico de la triste empresa. John sacó un libro de la bolsa, una oscura vorágine donde reinaba una confusión inenarrable de folios, revistas, opúsculos, paquetes de pañuelos medio abiertos de marcas que ya no existían en el mercado desde hacía años, lápices USB para el ordenador, recibos de taxi, tarjetas de acreditación y bolígrafos de todo tipo. Era el volumen publicado el año anterior en Los Ángeles titulado Sex priests and secrets codes. The celibacy Church 2000-Year Paper Trail of sexual abuse. Leyó las cifras y se quedó impresionado. Sólo en la diócesis de la ciudad californiana que alberga los estudios de Hollywood, las víctimas que habían denunciado abusos eran más de quinientas. A continuación, buscó el número de Peter Malony, el prelado que Majorana le había recomendado contactar cuando llegara a Nueva York.
Aquel viaje interminable finalmente terminó. El avión aterrizó en el John Fitzgerald Kennedy Airport. También esta vez el periodista sólo llevaba el equipaje de mano. Lo primero que hizo en cuanto se abrieron las puertas del avión fue encender el móvil tribanda que el monseñor vaticano le había dejado. Llamó a Kate. La voz que le llegó, casi sofocada por el barullo de la Terminal, de los gritos de familiares que esperaban y de los avisos de la llegada de aviones, era cavernosa.
—Hola, cariño. No puedes imaginar lo feliz que me hace oírte…
—Kate, acabo de llegar a Nueva York.
—Pues yo acabo de entrar en Israel…
—¿De verdad? ¿Y por qué? ¿No tenías que quedarte en Pella para estudiar los papiros que habéis encontrado?
—John, es una larga historia. Larguísima. Ante todo, que sepas que estoy bien y que he hablado con el padre Fustenberg… De verdad que es un ángel.
—Ya te había dicho que te podías fiar de él, pero…
—En dos palabras te resumo mi situación. Bueno, en Pella ocurrió algo muy raro la otra noche… Estábamos todavía turbados por el asesinato de Luigi pero también estábamos excitados por el hallazgo… Nos decidimos a intentar desenrollar los primeros dos papiros a la mañana siguiente…
—Kate… Kate… ¡Habla más alto! Aquí hay un follón tremendo —gritó Costa, rodeado de un equipo de hockey sobre hielo que venía de Minnesota.
—En resumen, John, la otra noche bajé al laboratorio y me di cuenta de que los contenedores de papiros habían sido manipulados, cambiados de sitio. De momento, no conseguí entender nada más, pero, como por instinto, me llevé a la habitación uno de aquellos rollos. Por la mañana, Eugene Harvey, el americano que financia nuestra expedición, hizo que me buscaran y me acusó de robo…
—Espero que le hayas explicado…
—No, yo no le he explicado nada. No me fiaba, me escapé, salí huyendo.
—¿Cómo que te escapaste? ¡Así lo único que has hecho es confirmar sus sospechas!
—Ya lo sé. Pero, créeme, no me sentía segura allí después de lo que había visto aquella noche. Huí a Amán en moto y ahora estoy en Israel, a punto de llegar a Jerusalén, a casa del padre Fustenberg.
—Me alegro de que vayas a su casa. Te puedes fiar de él, te ayudará. Te protegerá, si es necesario. Tiene muy buenas relaciones.
—¡Quédate tranquilo, ya me ha ayudado mucho, así que no temas por mí! Dentro de unos días me vuelvo a Italia.
—Pues yo no sé cuánto tiempo más tendré que seguir aquí… Avísame cuando llegues a Jerusalén y saluda de mi parte al fraile…
—De acuerdo. Te quiero, John.
—Yo también, Kate.
Costa se dirigió hacia la salida de la terminal un tanto confuso y aturdido. No había dormido, tenía hambre, y todo lo que veía alrededor —dulces, chocolate, patatas fritas, helados— era veneno para él. Todavía no había decidido dónde dormir, no había telefoneado a su tía. Salvo Kate y los más altos cargos del Vaticano, nadie debía saber que él estaba allí. Pero bien pronto se dio cuenta de que había otros que lo sabían.
—¿John…? ¿John Costa?
El hombre que se le acercó era robusto, rondaba los cincuenta años, el pelo rizado, piel clara. Vestía una camisa blanca de manga larga, pantalones color beige y unas zapatillas de deporte blancas.
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted? —preguntó estupefacto el periodista al oír que le llamaban por su nombre.
—Soy don Peter. Peter Malony —respondió el monseñor, estrechándole la mano tan enérgicamente que Costa oyó cómo crujían los huesos de los dedos.
—He venido a recogerle, sé que mis amigos del Vaticano le habían dicho que contactara conmigo. Pero pensé que era mejor adelantarme aunque no fuera más que por abreviar.
Hablaba muy suelto, con un aire muy deportivo. Ni remotamente podría nadie pensar que era un sacerdote. La circunstancia asombró no poco a John Costa. Efectivamente, en Estados Unidos, al contrario de lo que ocurría en Europa e Iberoamérica, los curas habían comenzado desde hacía ya tiempo a vestirse de curas. Sentían el orgullo de la sotana, de ser reconocidos como ministros de Dios. Y a esta regla no dejaban de someterse ciertamente los prelados considerados «de carrera».
El hombre robusto se dio cuenta de la mirada inquisitiva de Costa.
—Estoy aquí de incógnito —le dijo casi susurrando.
John no consiguió entenderle.
—¡Que estoy aquí de incógnitoooo…! —repitió el sacerdote en voz más alta.
—¡Ah, ya entiendo! —dijo el periodista.
—Sígame, John, por favor.
Salieron y se dirigieron hacia el aparcamiento. Don Malony y Costa se metieron en un viejo Chevrolet verde, casi una pieza de museo.
—No se lo creerá, pero a muchos les da envidia —le confió el prelado—. Pero yo nunca he querido deshacerme del coche. No le hago muchos kilómetros, y para moverme por la ciudad me viene de perlas.
—¿Adónde vamos? —preguntó John.
—A una de las residencias que están a disposición del cardenal arzobispo. Tendrá un pequeño apartamento para usted solo, y todos los medios necesarios para sus investigaciones.
—De acuerdo —concluyó Costa.
El viaje hasta Manhattan fue bastante largo. El sacerdote estuvo un buen rato en silencio porque no quería forzar al periodista a hablar. Llegaron a su destino cuando se estaba poniendo el sol. Un lugar cercano a la catedral de San Patricio, en la calle 50. El edificio había sido reformado hacía poco y nada hacía pensar que fuera propiedad de la Iglesia. Don Peter Malony dejó el coche en un prohibido aparcar y acompañó a John hasta el sexto piso. El apartamento, ni siquiera setenta metros cuadrados, era muy moderno y estaba decorado con gusto. Había dos ordenadores, una gran televisión, una cadena de última generación, pero también una pequeña capilla, un reclinatorio, lo necesario para celebrar misa.
—Su eminencia viene aquí una vez a la semana, en su día libre…
—Ah, ¿el cardenal tiene un día libre…?
—Sí, e igual que para vosotros, los periodistas, nunca es el domingo. Nosotros, los curas, trabajamos los domingos… El arzobispo viene aquí por costumbre los lunes, y los lunes no se le puede molestar, a menos que se trate de noticias muy graves. Viene aquí, estudia, lee, escribe… A veces recibe a sacerdotes con problemas y cuando está por aquí siempre viste de paisano.
—Pero la gente del barrio lo sabe…
—¿Y cómo no lo va a saber…? Pero ésta es una ciudad muy respetuosa con la privacidad. En el fondo, lo único que busca su eminencia es un poco de soledad y tranquilidad.
—Bueno, ¿pero cómo va a hacer si ahora me instalo aquí? —preguntó Costa.
—Oh, no se preocupe. Esta semana empieza sus trabajos la Conferencia Episcopal de Estados Unidos y el cardenal sale mañana hacia Baltimore.
—Bien. Así que, padre Malony… usted obviamente sabe por qué estoy aquí.
—Claro que lo sé.
—¿Tiene algo que decirme?
El sacerdote sacó del bolsillo de su camisa un sobre bastante arrugado. Extrajo de él un papel que parecía impreso.
—Viene de Portland, en Nueva Inglaterra.
John abrió aquella especie de octavilla. Leyó lentamente lo que veía:
«¿Quieres ganar quinientos mil dólares? Manda a tu hijo a la parroquia más cercana a tu casa. Dentro de un par de semanas, llámanos por teléfono».
Seguía un número de teléfono de Nueva York.
—¿Es… es una broma?
—Me temo que no —respondió el sacerdote, muy serio.
—¿Qué quiere decir?
—Quiere decir que hay alguien que anima a las familias a que envíen a sus hijos a la parroquia y luego monta acusaciones contra los curas.
—¿Pero de verdad están seguros de que no se trata de una broma?
—Se lo repito, John, no es una broma. Hemos hecho nuestras comprobaciones, hemos hecho que llamen por teléfono fingiendo estar interesados…
—¿Y quién dirige esta organización?
—Hay un bufete de abogados…
—¿Qué bufete?
—Sullivan & Co. Attorneys, Lawyers.
—¿Y están implicados en muchos casos?
—Pues verá, John, siguen, directa o indirectamente, a través de sus asociados locales, casi el ochenta por ciento de las causas por abusos sexuales a menores en las que hay imputados sacerdotes o religiosos.
—¿Y cómo es que todas acaban en sus manos…?
—Bueno, son los que se precian de haber ganado el mayor número de causas. Es inútil que le explique cómo funciona el sistema judicial americano, porque usted lo conoce mejor que yo. Pero quizá no conozca tan bien lo que ha sucedido en los últimos decenios, cuando comenzaron a surgir, cada vez con mayor frecuencia, estos casos…
—Algo he leído, pero no me he preocupado casi nada, la verdad… así que le escucho atentamente —dijo John.
—La Conferencia Episcopal de Estados Unidos ha constituido a propósito una oficina legal para estos asuntos. Cada aviso, cada caso es inmediatamente desviado al pool de abogados que trabaja a tiempo completo para los obispos norteamericanos…
—¿Y no desarrollan bien su trabajo?
—Permítame que termine, John. Le estaba diciendo que estos abogados, en las últimas décadas, cada vez que se presentaba un caso de denuncias por abusos sexuales y pedofilia contra un miembro de la Iglesia, aconsejaban inmediatamente a la diócesis que pactase, que admitiese la culpa y resarciera a la presunta víctima. Esto ocurría también cuando los directos interesados, o sea, los acusados, proclamaban su inocencia y pedían poder afrontar un juicio, el proceso eclesiástico. La consigna era: «Silenciémoslo todo, pactemos, no suscitemos escándalo».
—Actitud, en cierto modo, comprensible…
—En caso de culpabilidad cierta, por supuesto. Pero ¿y en caso de inocencia? ¿Cómo se sentiría usted si hoy le acusaran de pedofilia? ¿No querría gritar ante el mundo su inocencia? ¿No le gustaría poder demostrar que se trata de calumnias, acusaciones infundadas, al menos frente al tribunal eclesiástico?
Costa sintió escalofríos.
—Bueno… sí —balbuceó, al considerar una idea que jamás se le había pasado por la cabeza. Como periodista, se había tenido que ocupar más de una vez de víctimas de complots y falsas acusaciones. Había tenido ocasión de comprobar que a menudo se puede acabar metido injustamente en un lío. Pero jamás, en ningún momento, John había imaginado que pudiera ser él mismo la víctima de acusaciones falsas fabricadas en un despacho, él, el protagonista sometido a la fuerza a la trituradora mediática. En alguna ocasión se había solidarizado con las víctimas de los errores judiciales, pero sin llegar nunca a identificarse con ellas, sin imaginar jamás que podría encontrarse en su lugar.
—Así que —prosiguió monseñor Malony— estos sacerdotes que fueron acusados pero que se proclamaron inocentes, estos curas a los que quizás hace treinta años se les negó el proceso canónico, estos curas que tal vez tuvieron que cambiar de parroquia o de ciudad, se encuentran en las portadas de los periódicos con fotografía incluida.
—¿Por qué? —preguntó Costa.
—Porque ahora los obispos, al calor de la indignación popular por los escándalos y los presuntos «ocultamientos», abren los archivos de sus curias a la policía. Y todas aquellas viejas historias de pactos y de resarcimientos salen a la luz, acaban en los medios de comunicación. Un viejo compañero mío de seminario ha muerto hace seis meses, fulminado por un infarto. No ha resistido la conmoción de verse en primera página del periódico acusado de haber abusado de un niño hace veinte años. La diócesis había cerrado rápidamente el caso como aconsejaba la oficina legal de la Conferencia Episcopal; pero el acusador, tres años después, confesó que se lo había inventado todo. Y la historia de la retractación no fue recordada cuando la policía puso online los nombres de todos los curas acusados y denunciados por pedofilia. Así que el corazón de mi amigo, un sacerdote santo y estupendo, no resistió…
Costa permaneció en silencio, meditabundo. Conocía únicamente algunos aspectos de esta problemática, pero desconocía otros fundamentales, como el que don Malony acababa de contarle.
—Padre, ¿hay datos ciertos sobre la extensión del fenómeno?
—Como usted sabe, John, la Iglesia católica es la única confesión cristiana que tiene un sistema de archivos completo y preciso. Del análisis de las carpetas, de los ciento cincuenta mil sacerdotes y religiosos que han servido a la Iglesia estadounidense, desde los años sesenta hasta comienzos de los años ochenta, resulta que las acusaciones de pedofilia han afectado a casi quinientas personas, el 0,3 por ciento del clero y de los religiosos. Además, las acusaciones que luego han sido probadas hacen que la estadística disminuya hasta el 0,2 por ciento. Esto no lo digo, por supuesto, para minimizar el fenómeno, faltaría más. Un solo caso, uno solo, sería grave e imperdonable. Escandalizar a un niño es un pecado terriblemente grave…
—Ya —observó John—. Como dice aquel pasaje del Evangelio… mejor sería… la rueda de molino…
—Es el capítulo 18 del Evangelio de Mateo… «Quien escandalizare a uno solo de estos pequeños que creen en mí mejor sería para él que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo lanzaran al mar». Palabras terribles, estas que dijo Jesús.
Los dos se quedaron como en suspenso, frente a la tremenda severidad de aquellas palabras. Luego, John rompió el silencio.
—Sigo sin entender bien cómo es que todas esas causas acaban en el bufete Sullivan…
—Porque todavía no se lo he dicho, Costa… Le he explicado que existe una oficina legal unificada de la Conferencia Episcopal americana. Pero también por el otro lado, es decir, en el de nuestros adversarios, se han especializado…
—¿Y cómo funciona el mecanismo?
—¿Ha visto esa octavilla? Bueno, pues si la familia telefonea al bufete Sullivan para denunciar un presunto abuso… ellos se mueven en equipo: como primera medida, concluyen el acuerdo. A la familia de la víctima… mejor dicho, de la presunta víctima, va la mitad del dinero que consigan ganar… al bufete, la otra mitad. Las familias no tienen que adelantar ningún dinero para la defensa, para los gastos legales. Ellos se ocupan de todo…
—¡La gallina de los huevos de oro!
—Pues sí, lo ha definido usted muy bien.
—¡Escuche, padre Malony, ¿usted cree que podría conseguir rápidamente una cita con Sullivan?
—¿Cuál de los tres? —preguntó el sacerdote.
—¿Tres? ¿Por qué, es que son tres?
—Ciertamente. El abuelo Aaron, el hijo, Basil, y el nieto, Euclide.
—¡Vaya nombres!
—Curiosos, ¿verdad?
—¿Aarón tiene orígenes hebraicos?
—Sí, desde luego. Pero nunca ha sido religioso y desde joven rompió toda relación con su comunidad de origen, a pesar de lo cual, y durante varios años, fue el abogado de confianza de algunos de los más admirados exponentes de las comunidades conservadoras de los hebreos de Nueva York. No se casó con una mujer hebrea, sino con una riquísima heredera maltesa. El bufete lo llevan ahora el hijo y el nieto, pero el abuelo tiene todavía voz y voto.
—¿Con quién tendría que hablar, según usted?
—Yo hablaría con Basil.
—¿Y cómo debería presentarme?
—Preséntese como lo que es, un periodista que está haciendo una investigación sobre el fenómeno de la pedofilia del clero americano.
—Pero así no voy a sacar nada en limpio…
—Entonces tendría que fingir ser otro… ¿pero quién?
—Me parece arriesgado, porque, en resumidas cuentas, mi cara no es precisamente desconocida. He sido entrevistado a menudo en las televisiones americanas con ocasión del último cónclave… y tengo un blog con mi foto.
—¿Ve cómo ha llegado a mis mismas conclusiones? Mejor jugar a cartas descubiertas…
—De acuerdo…
—Oiga, John, ¿tiene hambre?
—Bueno, ni me hable… estoy a dieta… y…
—¿Le apetece un buen filete o prefiere un pescado a la plancha bien fresco?
—¡Pescado, gracias!
Malony sacó el móvil del bolsillo y reservó mesa para dos en el Tolohache, en la calle 50. El propietario les reservó un saloncito. Al entrar en el local, John decidió tomar sólo un filete a la plancha para respetar la dieta. Pero su resistencia fue completamente vencida en cuanto abrió la carta con el refinado menú. Comenzó con una ensalada marinera, siguió con espaguetis con mariscos, y después frituras variadas. No faltó tampoco el dulce, una deliciosa tarta de chocolate blanco que por sí sola tenía todas las calorías permitidas en las últimas cuarenta y ocho horas. No le hizo echarse atrás ni siquiera la forzada renuncia de su anfitrión. El padre Malony era diabético y, en el momento de los postres, se vio obligado a detenerse. Al terminar la cena, como siempre, el periodista se veía invadido por los remordimientos y volvía a él la sensación de haberse equivocado. El sacerdote se dio cuenta y lo consoló:
—No se preocupe, John… Los excesos forman parte de nuestra vida. La belleza del catolicismo es la confesión: tenemos siempre la oportunidad de comenzar de nuevo. Y además, un fallo en la mesa no me parece un pecado tan grave…
Costa no sonrió. Don Malony retomó:
—Recuerdo haber conocido aquí en Nueva York a un gran estudioso de la Edad Media, el belga Leo Moulin, profesor de la Universidad de Lovaina. Era agnóstico, y había estudiado como ningún otro la historia de la orden benedictina. Explicaba la Edad Media a partir de la cocina…
Al oír aquel nombre, las pupilas de John se iluminaron. Lo había conocido y entrevistado con ocasión del congreso. Había cenado con él. Todavía recordaba su humanidad bizarra y simpática.
—Moulin —continuó el sacerdote— explicaba que los países donde la cocina se ha desarrollado mejor y se ha hecho más refinada son los de tradición católica. Y precisamente por obra de la confesión. En los países protestantes, a causa del sentimiento de culpa y de la imposibilidad de redimirse en el diálogo con el sacerdote, se habían dado tradiciones culinarias tristes. En los países católicos, en cambio, existía la posibilidad de pecar de gula, precisamente gracias a la confesión.
—No se puede decir que el profesor Moulin estuviera equivocado —sentenció John, un poco más animado.
—No, no estaba equivocado. Piense en cómo se come en Italia, Francia, España; y después, pruebe a viajar por el norte de Europa.
Concluyeron la velada con alegría aceptando dos vasitos de vino dulce que el dueño del restaurante les ofreció. Después, Malony acompañó a Costa a su apartamento.
Cuando finalmente se quedó solo, John empezó a explorar aquella pequeña pero confortable casa. Solía hacerlo cada vez que se quedaba solo en un lugar en el que se iba a quedar a vivir, aunque fuera una habitación de hotel de tres metros por tres. También por esto Kate le tomaba el pelo. «Pareces un gato delimitando el territorio», decía bromeando cuando lo veía abrir las puertas de los armarios y de las cómodas. «Sí, pero yo al menos mi territorio no lo marco… haciendo pis», respondía siempre él. Evocar aquellos momentos lo llenó de tristeza y preocupación. Sabía que Kate estaba en buenas manos, en Jerusalén, con el padre Fustenberg, pero lo que le había revelado en el transcurso de la llamada en el aeropuerto lo había dejado inquieto. Durante algunas horas se había distraído, gracias a la compañía y a la conversación brillante del robusto monseñor americano. Pero ahora que se había quedado solo, le inquietaba pensar en su mujer y en los peligros que había podido correr o que estaba corriendo. Intentó no pensar en ello y encendió uno de los ordenadores que tenía a su disposición. Eran de última generación, rapidísimos. John entró en su blog para leer algunos de los nuevos mensajes. Había muchísimos, más de ochenta. Su atención se dirigió enseguida hacia uno de ellos. Lo enviaba el misterioso míster Rolf: «Mensaje de Mr. ROLF, Church Interfaithful Unification Enterprise. Baja California. Querido señor Costa, espero que se encuentre bien. Bienvenido a Estados Unidos. Deseo que sus investigaciones tengan fructífero éxito. Rolf. C.I.U.E.»
El periodista leyó y releyó aquellas pocas líneas. Después saltó en voz más bien alta: «¡Cómo demonios sabes que estoy en Estados Unidos! Maldito espía».
Anotó con cuidado la dirección IP y el email de Rolf. Después escribió un mensaje: «Estimado Mr. Rolf: ¿Pero quién es usted? ¿Quién le ha dicho que estoy en Estados Unidos? Le estoy escribiendo desde Roma… Cuando vaya a América se lo diré, porque me gustaría hablar con usted». Un clic con el ratón y el mensaje salió. John estaba a punto de apagar el ordenador y marcharse a la cama cuando la inconfundible señal sonora le avisó de que había un nuevo correo. Era la respuesta de Rolf.
—Este charlatán está siempre pegado al ordenador —farfulló mientras abría el mensaje.
«Mensaje de Mr. ROLF, Church Interfaithful Unification Enterprise. Baja California. Querido señor Costa, ¡qué extraño! Estaba convencido de que había llegado hoy desde Roma a Nueva York con un vuelo Alitalia. Estaba convencido de que había cenado en el Tolohache y que ahora se encontraba en la calle 50. Pero debo haber recibido informaciones erróneas. Perdóneme. Avíseme cuando llegue a América. También yo tengo ganas de encontrarme con usted».
El periodista sintió escalofríos. ¿Cómo podía aquel hombre conocer todos sus movimientos? ¿Cómo podía tener informaciones tan precisas y detalladas? Era evidente que alguien le había seguido. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda.
Lo primero que hizo fue mirar si la puerta de la entrada estaba bien cerrada. Y lo estaba. Miró por la mirilla para ver si veía algo extraño en el vestíbulo. Todo estaba tranquilo. Para darse ánimo —lo hacía alguna vez cuando estaba solo y también después de haber visto una película de terror particularmente sugestiva—, encendió algunas luces. Caminó de un lado para otro por todas las habitaciones. Después volvió a sentarse ante la pantalla del ordenador.
«Mr. Rolf: ¡Dígame quién es usted y cómo hace para saber todas esas cosas sobre mí!»Había decidido desenmascararse y usar un tono resolutivo. También esta vez la respuesta llegó en un abrir y cerrar de ojos.
«Mensaje de Mr. ROLF, Church Interfaithful Unification Enterprise. Baja California. Querido John, no se lo tome a mal. Yo soy un hombre de fe, de profunda fe. No quiero extenderme en explicaciones inútiles o que le podrían parecer extravagantes. Sepa que yo hablo con los ángeles de la guarda. Hágame saber si quiere verme. Sólo necesito medio día de anticipo para volar a Nueva York. Rolf, C.I.U.E.»
—Esa historia de los ángeles custodios cuéntasela a tu abuelo —dijo Costa en voz baja mientras apagaba el ordenador. Esa noche le costó mucho dormirse, quizá por culpa de la cena abundante a la que su estómago ya no estaba acostumbrado. A la una, se encontró sentado a los pies de la cama, bañado en sudor. Aterrorizado. Decidió llamar a un amigo íntimo, coetáneo suyo y compañero de colegio que ahora trabajaba en el FBI.
—Hola, Richard, soy John.
—John… ¿quién? Dígame. Pero… Pero bueno. Si es la una de la madrugada. ¿Dónde estás?
—Estoy en Nueva York.
—¡También yo estoy en Nueva York y estaba durmiendo!
—¿Podemos vernos mañana?
—Sí… ¿A qué hora… quieres?
—Desayunemos juntos. Me acercaré a tu casa a las ocho.
—No, a las ocho no. A las nueve —le corrigió su amigo.
—De acuerdo, a las nueve. ¿Desde cuándo esas horas?
—Desde que llevo a mis hijos al colegio.
—Buenas noches y perdóname.
Costa se volvió a la cama. Aquella llamada y la cita para la mañana siguiente le habían tranquilizado un poco. Volvió a despertarse apenas una hora después. Nuevamente presa del pánico. Esta vez porque no había programado el despertador.