La música era martilleante y en algunas estrofas ininteligible. Resonaba en la gran sala tapizada de oscuro. El obispo O’Donnel estaba sentado en una especie de pequeño trono. Tenía un saco negro en la cabeza, pero dos agujeros a la altura de los ojos le permitían seguir la escena. Todo estaba invadido de una especie de misticismo obsceno. El mismo, en aquel momento, no sabía muy bien quién era, debido a las drogas que acababan de suministrarle.
Ante él se encontraba una especie de altar de forma circular de mármol blanco. Sintió un escalofrío siniestro al ver que apoyaban encima un cáliz de misa y una patena con una hostia dentro. La «sacerdotisa», la única de los presentes que llevaba una especie de túnica de color oro y que no tenía capucha, comenzó a danzar enloquecidamente en torno al altar. Otras trece personas, encapuchadas y vestidas con túnicas rigurosamente negras, la rodeaban, moviéndose de modo rítmico y obsesivo. O’Donnel miraba absorto, casi sin entendimiento y sin voluntad, aquella extraña ceremonia que parecía remedar la misa católica. De pronto, la mujer vestida de oro se tendió sobre el altar y uno de los hombres encapuchados, a los pocos instantes, estaba encima de ella. Los otros incitaban con gritos e imitaban la relación sexual que se estaba consumando. El ritmo de la música aumentó, a la vez que aumentaban los gritos de satisfacción de los dos «sacerdotes» y de todos los presentes. Sólo el obispo O’Donnel permaneció inmóvil, petrificado, como hipnotizado ante aquella escena. ¿Dónde se encontraba?
¿Qué estaba ocurriendo? La obscena ceremonia terminó tras compartir el cáliz. Cuando la sacerdotisa, que tenía el rostro descompuesto por el placer, se acercó al pequeño trono ofreciéndose a quien también parecía presidir el rito, el obispo se dio cuenta de que contenía sangre. No sabía si se trataba de sangre de hombre o de animal. Le ofrecieron la copa para que bebiera. Y él, con las manos temblorosas, presa de un extraño hormigueo, bebió y cayó repentinamente en un sueño profundo. Un sueño que le impidió ver qué estaba ocurriendo a su alrededor: todos los presentes, después de haber imitado el acto sexual, pasaron a la práctica: hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres. Todo terminó en una gran orgía, sin que la música obsesiva se detuviera siquiera un instante.
La última imagen que O’Donnel vio antes de dormirse fue el rostro terrorífico de un macho cabrío esculpido en el centro de una estrella de cinco puntas: un bajo relieve que estaba encima de la sala. Aquellos ojos le trajeron a la memoria un cuadro que había visto pocos días antes.
—¡Maestro! —respondió la voz al teléfono, desde el otro lado del océano.
—¿Qué noticias tenemos de Pella? —preguntó la voz, suave y persuasiva.
—Todo va viento en popa.
—¿Se han hecho las sustituciones?
—Claro, Maestro, tal como estaba previsto… aunque…
—¿Aunque qué? —preguntó el hombre, poniéndose tenso.
—Nada… un pequeño contratiempo.
—¿Cuál?
—La doctora Duncan… ha sido inculpada del robo…
—Tal como estaba previsto, por tanto.
—No precisamente, señor.
—¿Por qué?
—Ha robado algo… verdaderamente… creo que algo original.
—¿Qué es, lo sabemos?
—No, no todavía… Pero me temo que pueda ser el testamento…
—¿Por qué lo temes?
—Porque ya he recibido el escaneado completo de los otros documentos.
—¿Son los que buscábamos?
—Sí, señor y Maestro, son precisamente ésos.
—El mundo no los conocerá nunca…
—Exactamente, señor, nunca jamás…
—En cuanto sea posible, proceded a su completa destrucción.
—Sí, pero antes tendremos que analizarlos y reproducirlos para conservarlos en nuestras cajas fuertes.
—Lo importante para nosotros es que no existan más los originales.
—Sí, cierto. En unos días todo estará concluido.
—Cuando la noticia del hallazgo sea de dominio público, la Viuda llorará amargamente. Todo el castillo construido a lo largo de los siglos caerá en pocas horas… Tendrán la prueba definitiva… Lo importante es que Antonelli y sus colaboradores no sospechen nada…
—¡Maestro, las copias son perfectas!
—Estamos hablando de especialistas, recordadlo.
—Sí, pero hemos estudiado el asunto con todo detalle. Poco después de haber sido desenrollados y fotografiados, esos papiros se desharán.
—Esperemos que realmente sea así.
—Debe ser así. Hemos hecho todas las pruebas necesarias y además nuestro hombre en Jordania se ha comportado de manera excelente. Ha conseguido poner en entredicho a Kate Duncan. Ahora, sin ella en el equipo, todo procederá según nuestros planes.
—Y el secuestro, ¿cuándo lo finiquitamos?
—En el tiempo establecido, si sucede lo que queremos…
—Bien, lo importante es que usted tenga la paciencia necesaria.
—La tengo, no tenéis que preocuparos por mí. Estamos a punto de lograr la victoria final, de desembarazarnos de la Viuda y de su gran poder. Estamos a punto de liberar a la humanidad de este fardo que la oprime desde hace dos mil años.
El Maestro lanzó una carcajada sonora y siniestra, cortando inmediatamente la comunicación.
El hombre vestido de blanco se asomó a la ventana de su estudio para el Ángelus dominical. Gregorio XVII tenía el rostro desencajado y parecía haber envejecido de pronto diez años. En la plaza se había congregado la multitud de las grandes ocasiones. Muchos esperaban las palabras del Papa para saber qué iba a decir de su «ministro», el obispo O’Donnel, secuestrado a unos centenares de metros de los muros vaticanos después de haber abandonado el apartamento papal.
—Queridos hermanos y hermanas —dijo con la voz rota por la emoción—, vivimos en la hora de las tinieblas. El señor de este mundo está librando un ataque frontal contra la Iglesia, contra el cuerpo de Nuestro Señor Jesús, contra la barca que en medio… de continuas tempestades intenta llegar indemne a puerto. Ya conocéis el terrible acto criminal, el secuestro de nuestro bienamado obispo Robert O’Donnel, el presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Un prelado de mi confianza, cuyo celo apostólico y su capacidad de afrontar los problemas que el diálogo y el trato con las demás religiones ponen diariamente a la Iglesia católica… siempre he apreciado…
El Papa se interrumpía casi a cada palabra. De pronto, comenzó a sollozar. La conmoción era altísima también entre los fíeles. Un grupo de seminaristas irlandeses había levantado una pancarta con los colores de la bandera nacional y la leyenda: «Liberad a O’Donnel».
—He recibido un mensaje —continuó Gregorio XVII— de parte de los secuestradores. A cambio de la vida de nuestro querido obispo, piden plena asunción de responsabilidad por los delitos de pedofilia cometidos por sacerdotes y religiosos. Queridos amigos y hermanos… ¡Vosotros lo sabéis! —el Papa dejó aparte el discurso preparado y comenzó a improvisar. Tenía el rostro regado por las lágrimas y la cámara transmitía sin piedad la escena a todo el mundo.
—Vosotros sabéis… que desde el comienzo de mi ministerio como sucesor del beato apóstol Pedro, he intentado responder a este problema, he intentado hacer más sencillos y eficaces los procedimientos para llegar a la conclusión de los procesos canónicos. ¡Ay de quien escandalice a uno solo de estos pequeños… Mejor sería que se colgase una piedra en el cuello y se echase al mar! —añadió, parafraseando las terribles palabras pronunciadas por Jesús—. Pero la justicia sin perdón no vale nada. No hay justicia sin perdón… Nosotros somos cristianos. Debemos estar cerca de las víctimas y de sus familias, debemos impedir que quien está manchado con estos delitos los vuelva a cometer… Debemos impedir también que personas inocentes sean acusadas inocentemente y, sobre todo, juzgadas en las plazas…
Ahora la voz de Gregorio se había recompuesto un poco. Hablaba en italiano, con su inconfundible acento latinoamericano.
—Por eso, hermanos míos… en cuanto a mí… —se volvió a interrumpir balbuceando. La tensión era altísima. Sobre la plaza de San Pedro se había extendido un silencio irreal—. En cuanto a mí, ya habéis podido oír que asumo plena responsabilidad… La Iglesia no puede callar… Sabe muy bien que estos ministros suyos son indignos del hábito que llevan… Ahora quisiera hablar directamente a quienes tienen prisionero al obispo O’Donnel. Quisiera decirles que el Papa ha trabajado y sigue trabajando por extirpar la mala hierba de… de la… de la pedofilia… Lo hará con firmeza, lo hará según la justicia, pero sin que nadie sea juzgado y condenado sin pruebas… Pedimos… pido perdón de rodillas a todas las víctimas de los abusos cometidos por el clero, a sus familias… pido perdón de rodillas por el mal que se les ha hecho y ruego al Señor que las heridas sean curadas y la existencia de cuantos han sido violados sean pacificadas… Pido perdón… —el Papa seguía sollozando. Nadie osaba respirar.
Gregorio XVII se recompuso, comenzó a recitar la oración mariana y desapareció inmediatamente después de la bendición.
—Santo Padre, ¿cómo está? —preguntó el cardenal Secretario de Estado, que había asistido al Ángelus desde el estudio del Pontífice.
—Estoy mal… —susurró el Papa.
—¿Cree que con esto será suficiente? —preguntó todavía el purpurado, que se atormentaba las manos traicionando la emoción y el nerviosismo del momento.
—No lo sé… Espero… No sé siquiera decirle por qué de pronto he sentido la necesidad de abandonar el texto escrito. Quizás hubiera sido más preciso y eficaz…
—En cuanto a eficacia, Santidad, no lo creo. Las palabras que ha dicho le han brotado del corazón…
—Esperemos que sirvan, ojalá sean suficientes.
—Creo que lo sabremos pronto —dijo el cardenal.
—Ahora dejadme ir a rezar.
El cardenal siguió a pocos pasos de distancia del Pontífice y se arrodilló detrás de él en la capilla del apartamento papal. Permanecieron allí rezando durante otras dos horas, sin que el secretario del Papa Gregorio y las monjas tuvieran el valor de decirles que la comida estaba lista.
—Se lo ruego… quédese a comer conmigo —dijo el Papa al Secretario de Estado.
—Verdaderamente, yo… ¡Está bien!
—¿Qué piensa, con toda sinceridad, del mensaje que recibimos ayer? —preguntó el Papa mientras se sentaban a la mesa.
—Se lo he dicho hace algunas horas, Santidad. Me parece innegable que el secuestro de monseñor O’Donnel tiene un significado inequívoco… una acción demostrativa por parte de alguna organización.
—Pero eminencia —le interrumpió el Papa—, una acción demostrativa no se lleva a cabo con esa capacidad y esa organización criminal…
—Santo Padre, al decir «acción demostrativa» no buscaba en absoluto disminuir el alcance criminal. Podemos pensar que hay algún grupo terrorista que se ha prestado… Alguien a quien le viene bien poner en entredicho la acción de la Iglesia.
—El secuestro de O’Donnel nos lleva a pensar en Irlanda —dijo Gregorio XVII— pero yo estoy más preocupado por Estados Unidos.
—No tenemos ninguna prueba que vincule todo lo que ha ocurrido con Estados Unidos.
—Lo sé, lo sé. Y sin embargo…
—Santidad, ¿en qué está pensando?
—Verá, eminencia, me parece haber notado un extraño recrudecimiento del fenómeno de la pedofilia —y cuando hablo del fenómeno quiero decir las acusaciones y las reivindicaciones— después de lo ocurrido el 11 de septiembre y con las guerras que se han sucedido… pareciera que se ha desencadenado también una guerra engañosa, de propaganda, contra la Iglesia misma.
—No logro comprender…
Piense en la valiente toma de posición de mi predecesor contra la guerra de Irak en 2003.
—Valiente y clarividente, creo.
—Por supuesto. Yo me encontraba en México. Recuerdo que un día leí el resumen de un coloquio entre el «ministro de Exteriores» vaticano y algunos periodistas…
—Ah, aquel «ministro» era yo.
—Sí, eminencia. Y debo reconocer que cuanto usted dijo entonces se ha cumplido puntualmente.
—Recuerdo que a los periodistas, ante la inminencia de un ataque contra Irak llevado a cabo por fuerzas militares angloamericanas …
—… y no lo olvide… con apoyo político español…
—Claro… como decía, le dije a algunos periodistas que estaban invitados a comer en la sede de la nunciatura en Italia, que el Vaticano no entendía por qué motivos Estados Unidos se arriesgaban a irritar a mil millones de musulmanes con aquella guerra… Dije también que creía que la lección de Vietnam no había enseñado nada…
—Recuerdo que me llamó mucho la atención aquella referencia a Vietnam —susurró el Papa.
—Fui criticado por esto. Me consideraron un aguafiestas, un agorero.
—¡Y sin embargo, tenía razón! Tenía razón el Santo Padre, mi predecesor, al gritar con todas sus fuerzas, a pesar de que estaba ya al final de su larga existencia, que no se llevara a cabo aquella desafortunada guerra… Pues bien, yo he notado que después de aquella toma de posición de la Santa Sede, los ataques contra la Iglesia se han multiplicado de modo exponencial. Piense en la novela que desacredita la figura de Jesús y su divinidad, piense en la explosión de denuncias por la pedofilia.
—¿Hay una mano negra, según usted?
—Estoy seguro, aunque no quiero que parezca que doy demasiado crédito a… En cualquier caso, espero que John Costa, el periodista, pueda descubrir algo.
—¿No ha sido muy osado al ponerse en sus manos?
—No nos hemos puesto en sus manos. Le hemos hecho un encargo. Quizás un reportero pueda llegar donde otros no llegan. Pero esto no quita que todos los canales ya existentes y activos puedan ser utilizados de la mejor manera posible para recibir información.
Los dos hombres permanecieron largo rato en silencio, cada uno ensimismado en sus pensamientos. El Papa no quiso añadir nada más. Se comprendía que estaba sufriendo. El cardenal dejó el apartamento papal convencido de que Gregorio XVII sabía más de cuanto le había dicho.
En aquel mismo momento, el «Maestro» levantó nuevamente el teléfono.
—¿Has oído lo que ha dicho el hijo de la Viuda?
—Sí, Maestro. ¿Y qué dice usted?
—El pobrecito ha hecho todo lo posible… todo lo posible para salvar los muebles.
Siguió una sonora carcajada por parte de ambos.
—Maestro, ¿lo considera suficiente?
—Creo que hemos logrado nuestro objetivo. El Papa ha hablado con dramatismo del problema de la pedofilia, se ha conmovido… ¡ante todo el mundo! Pobre viejo… Si él supiera.
—Entonces, ¿seguimos adelante con la l-i-b-e-r-a-c-i—ó—n? —dijo el hombre marcando cada letra como si estuviese deletreando para su interlocutor, cuya lengua compartía, por otra parte.
—Sí —respondió el otro rompiendo una vez más a reír.
—¿Mañana?
—No, hoy mismo… Aunque te confieso que me gustaría disfrutar todavía alguna hora de paz en lugar de ocuparme de esto…
—Bien, Maestro, entonces tal como estaba previsto…
—Sí, como estaba previsto.
Poco antes de las 21 de aquel domingo, un hombre, un poco atontado por los fármacos, fue descargado bruscamente desde un coche en el Lungotevere, a la altura de la cárcel de Regina Coeli. Iba vestido con un chándal y una camiseta. Por poco no fue embestido por el coche de un joven empresario romano que iba hablando por el móvil.
El obispo Robert O’Donnel, a pesar del atontamiento, consiguió saltar a la acera. Casi ningún peatón pasaba a aquella hora por aquella acera. Pero después de pocos minutos, un coche de la policía se fijó en el hombre medio absorto, sentado en el bordillo, con la cabeza entre las manos. Los agentes se detuvieron para hacer un control pensando que se las tendrían que ver con el borracho de turno, que intentaba deshacerse de los efluvios del alcohol. Se encontraron en cambio ante el prelado vaticano secuestrado días antes. O’Donnel fue acompañado hasta el hospital Santo Spirito para una revisión médica y después a la comisaría de policía de la plaza Cavour. Inmediatamente llegó el magistrado que investigaba su secuestro.
El obispo contó con pelos y señales sus cuarenta y ocho horas de prisión. A su parecer había sido recluido en un lugar no muy distante del Vaticano y cercano a donde había sido liberado. Contó que había sido drogado, que sus captores iban siempre encapuchados, describió minuciosamente el obsceno ritual al cual había tenido que asistir.
La noticia de liberación del obispo irlandés llegó a la CNN y a Sky TV antes de llegar a oídos del Papa. Hacia medianoche, sonó el teléfono del apartamento papal. El secretario particular entró en la habitación de Gregorio XVII y lo encontró aún recogido en oración, arrodillado ante la imagen de la Virgen de Guadalupe.
—Santo Padre…
—Sí…
—Lo han liberado… Han liberado a monseñor O’Donnel.
—¡Alabado sea Dios! ¡Qué gran noticia!
—El cardenal Secretario de Estado está al teléfono.
—Voy enseguida —dijo el Papa, levantándose inmediatamente.
Fue hacia el teléfono.
—¡Eminencia, qué gran noticia!
—Me acabo de enterar, Santidad. Ha sido liberado muy cerca de aquí, parece que está bien. Probablemente esta noche volverá a dormir en su cama.
—Llame a su casa… Dígale que si le apetece quisiera recibirlo mañana.
—Lo haré, lo haré inmediatamente —dijo el cardenal.
—Hasta mañana, pues.
—Buenas noches, Santidad.
Gregorio XVII volvió a su habitación y cayó nuevamente de rodillas. Lloraba, pero esta vez eran lágrimas de alegría. Estaba feliz de que sus palabras hubiesen ayudado a resolver el caso con tanta celeridad.
A la mañana siguiente, a las nueve, un todoterreno negro con las lunas tintadas y dos coches de escolta salieron a gran velocidad del Vaticano. O’Donnel todavía estaba muy impactado y fatigado. No le apetecía salir de casa. Así que el Papa decidió ir él mismo a abrazarlo. El mini cortejo consiguió desenvolverse en el tráfico de Roma y en pocos minutos llegó a la plaza de San Calixto. Los coches entraron a velocidad reducida en el patio, ya discretamente patrullado por los hombres de la gendarmería vaticana.
O’Donnel, doblado sobre sí mismo, ayudándose de un bastón, se acercó a la puerta de entrada de su apartamento. El Papa le salió al encuentro y lo abrazó.
—Estoy feliz de poder verle de nuevo sano y salvo.
—Alguien velaba por mí —respondió el obispo, que llevaba un viejo clergyman gris claro.
El Papa y el obispo se acomodaron en un pequeño saloncito tapizado de fotografías que mostraban a O’Donnel junto a los líderes de las religiones del mundo.
—Hemos rezado tanto —dijo Gregorio XVII.
—Lo sé, Santo Padre. Lo sé y se lo agradezco… No quisiera que se diera mucho énfasis a lo que me ha ocurrido. Finalmente, todo se ha resuelto para bien…
—No debemos enfatizar pero tampoco olvidar. Hay personas, evidentemente bien organizadas, que saben cómo golpear el corazón de la Iglesia y que han organizado este secuestro para dárnoslo a entender. Usted ha sido secuestrado casi bajo mi ventana…
—Sí. Pero los investigadores, Santo Padre, son prudentes. El origen no está claro. Aunque… —de pronto, el obispo se interrumpió. Tenía el rostro todavía desencajado.
—Hable con libertad, O’Donnel. Ahora sólo soy un sacerdote.
—Santidad, he visto lo que no habría querido ver nunca. La hostia profanada, un rito obsceno celebrado por hombres encapuchados…
—¿Una secta satánica?
—Creo que sí. Ha sido una experiencia tremenda.
—La reivindicación que nos han enviado le conectaba a usted, su secuestro, con las denuncias contra los sacerdotes manchados por delitos de pedofilia. Es que me pregunto…
—¿Qué se pregunta, Santo Padre?
—Me pregunto cómo lograron saber que le había confiado, apenas una hora antes, la misión reservadísima de indagar en los casos irlandeses.
—Nadie ha dicho que mis captores conocieran esta circunstancia.
—¿Por qué? ¿Nunca hicieron alusión a ello?
—En verdad, no. Conmigo se han limitado a decir lo mínimo.
—¿Y entonces por qué le tenían a usted en el punto de mira, precisamente en la mañana en la que el Papa le confiaba una misión tan importante y delicada?
—No lo sé, Santidad… También existen las coincidencias.
—Mi querido hermano, nunca he sido proclive a sospechar de complots, créame, pero esta vez… Esta vez… tengo la impresión de estar siendo espiado, rodeado, escuchado… ¡Tal vez hasta manejado!
—Lo que me dice es verdaderamente terrible.
—Sí, lo sé. Y usted es una de las pocas personas a quien se lo confío. Estamos en el centro de una época de choque entre las fuerzas del bien y las del mal. Entre quien sigue aferrado a la túnica de Jesús y quien está al servicio del poder de las tinieblas. Un poder fuerte, cada vez más fuerte, que nos asedia, nos atenaza…
O’Donnel no había oído nunca al Papa mexicano hablar con un tono tan apocalíptico.
—Santidad, solo podemos rezar…
—Cierto, pero no podemos permanecer inertes. Tenemos también que combatir, de modo incruento, con nuestras armas, con la certeza…
—… et inferís portas non prevalebunt.
—Sí, las puertas del infierno no prevalecerán. Tenemos Su promesa. Pero la lucha será dura.
—Santo Padre, dentro de algunos días, en cuanto me restablezca…
—Oh, claro, claro… podrá tomarse todo el tiempo que necesite. Irse de vacaciones…
—No, quería decir que me iré a descansar a Irlanda, con mi familia, y así podré aprovechar para comenzar a trabajar… según su encargo.
—¡Si lo hace, le estaré personalmente muy agradecido!
—¡Soy yo quien le agradece su confianza, su cercanía, el afecto que me ha demostrado, Santidad!
El Papa se levantó, hizo el gesto de salir. Después volvió sobre sus pasos, acercándose todavía más al obispo irlandés, quien, no sin cierta fatiga, se había levantado del asiento.
—Ah, O’Donnel… quería ser yo quien se lo dijera…
—¿Qué, Santo Padre?
—Lo anunciaré el miércoles próximo, durante la audiencia general. He decidido convocar un consistorio público durante el cual usted será creado cardenal.
—¿Co… cómo? ¿Pero… yo? Santo Padre… Santidad…
—No diga nada, O’Donnel. Y sobre todo, no intente rechazarlo. Las creaciones cardenalicias, como ya sabe, son de mi exclusiva competencia…
O’Donnel se arrodilló para besar el anillo papal. Gregorio XVII interpretó aquel gesto como una silenciosa aceptación de la púrpura.
—¿Habrá más cardenales? —preguntó el obispo irlandés.
—No, no habrá otros. He celebrado un consistorio el año pasado. Y además, pretendo dar la máxima solemnidad a su creación…
—Se lo agradezco… no puedo hacer otra cosa…
—Después de haber recibido el capelo cardenalicio podrá irse a Irlanda e intentar comprender qué sucede… —dijo el Pontífice con un hilo de voz.
Diez minutos después del término de la conversación entre Gregorio XVII y monseñor O’Donnel, el teléfono de la oficina hipertecnológica tapizada de pantallas de vídeo de plasma, volvió a sonar.
—¿Maestro?
—Dígame.
—¿Ha visto que todo ha ido bien?
—Bien no, ¡estupendamente! Os lo agradezco. Hay más novedades…
—¿Cuáles?
—El Papa ha decidido crear cardenal… al obispo recién liberado… —una poderosa carcajada interrumpió la conversación.
—¡Excepcional!
—Grandioso.
—Tal y como estaba previsto…
—Absolutamente. Gregorio, el viejo Gregorio… mejor le hubiera ido si se hubiera quedado en su querido México. La Curia vaticana no está hecha para él… ¡pobrecillo!
—¿Cuándo será anunciado el nombramiento?
—Pasado mañana, después de la audiencia…
—Bueno, podemos congratularnos…
—¡Y hacer llegar nuestro mensaje!
A mediodía de aquel lunes, en el cubo de la basura junto al quiosco de la plaza Pío XII, se encontró un documento de reivindicación del secuestro y de la liberación del obispo irlandés.
Era una octavilla delirante, firmada por una sedicente «organización armada para la defensa de las víctimas de la pedofilia».
«Hemos secuestrado y mantenido en cautividad al obispo Robert O’Donnel… Lo hemos procesado y liberado porque el Papa ha satisfecho nuestra petición y el domingo en el Ángelus reconoció las gravísimas culpas de la Iglesia en estos terribles delitos contra los pequeños e indefensos por parte de quien viste un hábito religioso y se presenta como ministro divino. Ha sido una advertencia: y queremos repetirlo fuerte y claro. Que ninguno de los prelados vaticanos nunca se vuelva a sentir seguro. Que ninguno de los obispos y cardenales que por todo el mundo y con su connivencia cubren los horrores cometidos por el clero, vuelva a sentirse salvaguardado. Podemos golpearlos allá donde se encuentren. Y si es necesario, golpearemos aún más alto. Os alcanzaremos allá donde estéis, os golpearemos cuando menos os los esperéis. La Iglesia Católica está a punto de caer y no podéis hacer nada. Lo que le ha ocurrido al obispo O’Donnel es solo el principio». El comunicado, por voluntad de los investigadores italianos, no fue difundido por la prensa. A primeras horas de la tarde, había una copia en el escritorio del Papa. El aviso telefónico había llegado a uno de los ujieres que trabajan en la conserjería del edificio de las Congregaciones Vaticanas de la plaza Pío XII. Había sido él quien había recibido el mensaje y advertido inmediatamente a la gendarmería vaticana, que había llegado rápidamente y había fotocopiado el comunicado antes de entregarlo a la policía.
Por la tarde se celebró una reunión informal.
—¿Qué pensáis? —preguntó el Papa al Secretario de Estado, que había llegado al apartamento junto a monseñor Majorana.
—No sé qué decir, Santo Padre —respondió el cardenal.
—Con permiso, Santidad, a mí me parece —intervino Majorana— que no se trata de una verdadera organización terrorista. No puedo decir que tenga experiencia en estas cosas, pero he hablado hace poco con uno de los investigadores que siguen el caso O’Donnel. Parece que en un primer informe pericial ha surgido un dato muy interesante.
—¿Cuál? —preguntó el Papa sin poder ocultar un ápice de impaciencia.
—Bueno… al parecer, la persona que ha escrito la reivindicación ha aprendido antes el latín que el italiano.
—Lo cual quiere decir…
—Lo cual quiere decir, Santidad, que podría tratarse… ¡de un sacerdote! Un cura no italiano que ha aprendido antes la lengua de Cicerón en sus estudios y después ha aprendido la lengua italiana al venir a nuestro país. La ha aprendido muy bien, a decir verdad. Pero algunos latinismos lo traicionan.
—Es una suposición… —comentó el cardenal Secretario de Estado.
—Sí, claro. Pero por ahí van las investigaciones —dijo Majorana.
—¿Y todo esto qué significa? —preguntó Gregorio XVII.
—Significa que nos encontramos ante un secuestro totalmente anómalo. Una señal. Algo oscuro… Quizás un intento de chantaje, de presión… Aunque llevado a cabo no precisamente por aficionados.
—¡El hecho de que pueda estar implicado un sacerdote es una hipótesis que me angustia!
—Santidad —intervino el cardenal—, todavía no se ha descubierto nada. Mejor no llegar a conclusiones precipitadas.
—Un sacerdote… Un sacerdote… extranjero que está en Roma… que quizá trabaje aquí en el Vaticano. —Gregorio XVII parecía distraído. Hablaba en susurros, como si intentase atar los cabos de sus recuerdos. No encontraba nada significativo. Y sin embargo, aquella revelación le sonaba como una confirmación, la primera verdadera confirmación «externa» del hecho de que en torno al Papa, quizá muy cerca del Papa, había un traidor. Alguien que estaba haciendo un doble juego.
—¡Tenía razón. Vaya si tenía razón! —dijo el Pontífice en voz alta.
—¿Quién tenía razón, Santo Padre? —preguntaron el Secretario de Estado y Majorana, que habían permanecido en pie todo el tiempo junto al escritorio del Papa.
—¡Pablo VI! —respondió con voz firme el Papa, como si la respuesta fuera obvia—. Tenía razón cuando en 1972, en plena crisis postconciliar, dijo que el humo de Satanás había entrado por alguna grieta también en el templo de Dios. Humo de Satanás. Lo dijo exactamente así. ¿Comprendéis? Ahora, aquellas palabras son más actuales que nunca. Quizás el Papa Montini no se imaginaba que aquella expresión iba a ser adecuada no sólo para sus tiempos sino también para los nuestros. Una profecía.
—Santidad, ¿qué debemos hacer?
—Si el humo de Satanás ha entrado en el Vaticano, tenemos que intentar echarlo, ocluir las grietas y cerrar bien las ventanas —respondió el hombre vestido de blanco.
El cardenal y el prelado permanecieron en su sitio, en silencio.
—Comenzaremos enseguida nuestra batalla —susurró el Pontífice, tomando un folio y un lápiz del portalápices de plata.
Gregorio XVII hizo un gesto a los prelados para que permanecieran en silencio. Se apoyó en el escritorio y escribió algo cubriéndose con la mano para que no se viera lo que estaba escribiendo. Después, introdujo el folio en la mano del cardenal.
—Nos vemos mañana, eminencia… Le saludo, monseñor.
El Secretario de Estado y Majorana salieron del apartamento y entraron en el ascensor. El cardenal abrió el folio y leyó: «Mañana nuestra conversación se desarrollará al aire libre en el jardín colgante. Venga a verme a las 10».
El purpurado le enseñó el folio a Majorana sin decir nada. Ambos tuvieron la sensación de que la «batalla» anunciada por Gregorio XVII ya había comenzado.