11

La tensión y la excitación eran altísimas en la sala-laboratorio del Pella Resthouse, iluminada con luz diurna. La expedición italiana había tomado rápidamente la cena-buffet. Todos tenían en mente una sola cosa: desprecintar aquellos contenedores de plexiglás y comenzar a estudiar las capselle, las pequeñas cajas de madera que custodiaban los papiros. La doctora Kate Duncan había asumido la dirección de las operaciones. Todos los presentes, incluido Eugene Harvey, que parecía todavía más entusiasta que Antonelli, se habían puesto mascarillas y guantes quirúrgicos. Los deshumidificadores habían sido puestos a la máxima potencia mientras un ionizador con filtro especial purificaba el aire de la sala. La atmósfera era electrizante. Para garantizar que los miembros del equipo pudieran trabajar con toda tranquilidad, el americano había hecho llegar desde Amán dos guardaespaldas privados que controlaban los accesos del piso bajo de la residencia. Precaución que a Antonelli le había parecido excesiva, dado que en el Pella Resthouse estaban prácticamente solo los italianos y el personal del hotel.

Kate apartó las otras siete cajas de plexiglás centrándose en la primera, la que había aparecido inmediatamente después de la apertura del vano descubierto en la habitación subterránea. Era la más estropeada y destartalada, la que permitía entrever su contenido, un papiro enrollado. No era posible valorar su extensión, pero parecía consistente y en aparente buen estado. Se encendieron las dos lámparas centrales que servían para iluminar la mesa de trabajo. Cualquiera que hubiera pasado por allí habría creído asistir a una intervención quirúrgica de alto nivel. Todos estaban pendientes de las palabras de Kate, por otra parte, veladas por la mascarilla.

—Voy a abrir… —dijo la doctora Duncan, comenzando a maniobrar con la tapa del contenedor transparente. Con un cuidado y una meticulosidad maniática, extrajo la capsella de lo que la envolvía y la posó en el revestimiento esterilizado de la mesa de trabajo. En su rostro semicubierto fue posible descubrir una pequeña mueca, dado que algunas astillas se habían quedado en el interior de la caja de plexiglás y ahora la madera parecía mucho más frágil que unas horas antes.

—Se está deshaciendo —observó Antonelli.

—No es la caja lo que nos interesa —dijo Kate.

—Nos bastaría con conservar al menos un par… —añadió Grano.

—… y me parece que las otras están mejor que ésta —concluyó Francine.

Kate levantó con mil precauciones la tapa del paralelepípedo. A primera vista, se habría podido confundir con una de esas cajas de madera para botellas de gran valor, aunque de dimensiones un poco más grandes. No se veían inscripciones ni catalogaciones en la superficie. A pesar de todos los intentos para mantenerla unida al resto de la capsella, la tapa se partió en dos. Kate extrajo el rollo con el amor de una madre que sostiene entre sus brazos a su hijo recién salido de su vientre.

—La consistencia me parece buena, podemos tener esperanzas —dijo con un atisbo de satisfacción.

Sólo después de apoyarlo sobre la mesa, ahora que podía observarlo finalmente de cerca, también en sus dos extremos, la doctora Duncan se dio cuenta de que el papiro estaba en realidad compuesto por dos piezas diferentes: un rollo de notables dimensiones y otro menor, similar a un folio tamaño A3. Este segundo documento, con el paso de los siglos, había formado casi un todo con el otro. Pero ahora era muy evidente que se trataba de dos papiros diferentes, y no necesariamente coetáneos.

Antonelli escrutaba las operaciones conteniendo la respiración. Luigi Grano, experto helenista, se estremecía a la espera de echar una mirada a los escritos que aquellos antiquísimos y valiosísimos folios contenían en su interior. Pero abrirlos no iba a ser tan rápido ni tan sencillo. Y, hasta aquel momento, nadie habría podido afirmar de qué se trataba, aunque el solo hecho de que fueran papiros, y no pergaminos, hacía presuponer una datación muy antigua.

Eugene Harvey se paseaba nerviosamente, recorriendo el perímetro de la habitación. Parecía un joven padre a la espera de su primer bebé.

—Ya está… Los he separado —dijo Kate, secándose la frente perlada de sudor. Ahora los papiros estaban uno frente al otro. Se habían pulverizado pequeños fragmentos de sus fibras pero, pese a todo, la operación había terminado bien.

—Para intentar desenrollarlos creo que deberíamos esperar a mañana… —dijo Kate.

—Sí, realmente es tarde y todos tenemos necesidad de descansar —corroboró Antonelli.

—Bien, aseguremos este tesoro… —dijo la doctora Duncan, que sacó dos contendores transparentes más pequeños, ambos dotados de un sistema para controlar la humedad del aire. Colocó primero el papiro más grande, rodeándolo de una decena de pequeños cilindros de un material especial para bloquear los eventuales movimientos, y después se dedicó al más pequeño.

Una vez terminada la operación, permanecieron todavía durante un instante mirando los objetos recuperados. Después, salieron con pesar del laboratorio.

—Créame, profesor, no podíamos comenzar esta tarde el intento de desenrollar el papiro. Usted ya sabe cuánto tiempo requiere prepararlo —dijo la doctora Duncan a Antonelli.

—No habría tenido sentido hacerlo. Habríamos pasado la noche en vela —le dijo, apoyándola. Después se giró hacia Harvey.

—Por favor, mande cerrar y vigilar todo.

—Profesor, estoy aquí precisamente para que nada pueda turbar o interferir en vuestro trabajo. Por desgracia, no he podido prevenir la muerte de su investigador, pero sinceramente no sabía que volvería solo al lugar de las excavaciones… Si me hubiera avisado, habría mandado que lo acompañaran, y quizás ahora estuviera aquí con nosotros alegrándose del descubrimiento.

Kate se dirigió con el resto del grupo a las escaleras que conducían al piso superior. Pero Eugene Harvey la llamó.

—Doctora Duncan, ¿tiene un instante, por favor?

—Claro, faltaría más. A pesar de todo, todavía no tengo sueño —dijo ella, de alguna manera halagada por el requerimiento.

—Quería solo satisfacer una curiosidad —le dijo el americano— y saber si según usted también las otras pequeñas cajitas… ¿cómo las llamáis?

Capselle, pero también «cajitas» va muy bien —dijo Kate.

—Eso es, capselle… Bueno, nos hemos entendido. Me gustaría saber si las otras serán también tan frágiles…

—Obviamente, no estoy en condiciones de asegurarle nada, pero a primera vista son mucho más compactas y están mejor conservadas que la que acabamos de abrir.

—Bien, esperemos poder salvar el máximo material posible. Y esperemos, sobre todo, que esos rollos de papiro representen una contribución importante para la historia de la Humanidad.

—Tendremos que esperar algunos días antes de descubrirlo.

—Claro, claro. Buenas noches, doctora Duncan.

—Buenas noches.

Kate dejó al americano sentado un silloncito del vestíbulo ante una taza de té hirviendo y subió la habitación. Se desnudó, se dio una larga y relajante ducha caliente. Por primera vez desde que había llegado a Jordania tuvo media hora para dedicarse a sí misma: secó con toda calma el pelo, después de haberlo untado con una mascarilla, se echó crema tranquilamente en el cuerpo y en el rostro, hizo algunos ejercicios de respiración que lograban relajarla, después se puso el pijama de seda con rayas blancas y salmón, uno de los primeros regalos que John le había hecho. Se tumbó en la cama sin siquiera apagar la luz.

—¡El deshumidificador… el deshumidificadoooor…!

Se despertó sobresaltada con aquella palabra golpeándole el cerebro. Estaba llena de sudor y presa del pánico. En un primer momento creyó estar soñando. Se giró primero a su derecha y después a su izquierda para ver si estaba su marido, que tenía el deber de calmarla y de devolverle la seguridad cuando las pesadillas nocturnas perturbaban su sueño. Después, sus ojos escrutaron velozmente las paredes de la habitación como un escáner en fase de reconocimiento: no, no estaba en su casa, en Roma. Estaba en la habitación del Pella Resthouse y se encontraba en Jordania. Había soñado, había tenido una pesadilla. Creyó haber olvidado activar el deshumidificador en el contenedor de plexiglás, donde habían introducido el papiro más pequeño, el último que había cerrado. A saber por qué había tenido un sueño tan absurdo. Retomó con dificultad el contacto con la realidad y se incorporó en la cama, recorriendo mentalmente las acciones llevadas a cabo aquella tarde. Su memoria visual la ayudaba muchísimo en estos casos. Volvió a verse claramente mientras insertaba el rollo menor en el contenedor transparente y encajaba uno a uno los ajustes para impedir que el manuscrito se moviese… Después se vio mientras cerraba cuidadosamente las bisagras…

—¡Mierda! —gritó con toda la fuerza de su voz, a pesar de que eran más de las dos de la mañana.

—¡No lo he activado, no lo he activado, no lo he activado!

Se levantó de un salto, se quitó el pijama, se puso a toda prisa el chándal y el chal, y bajó precipitadamente las escaleras, arriesgándose a caer por culpa de la escasa iluminación. En un puñado de segundos alcanzó el semisótano con el corazón en un puño y el pensamiento fijo en el maldito deshumidificador que había olvidado encender. Ya imaginaba el esfuerzo que iba a tener que hacer para convencer a los guardias para que le abrieran el laboratorio. Sin embargo, antes de doblar hacia el pasillo que desembocaba en las puertas de las modernas salas que habían puesto a disposición de los investigadores italianos, se frenó de golpe. Oyó unas voces masculinas que hablaban muy animadamente, pero intentando hablar bajo. Reconoció la de Harvey. Estaba dando órdenes.

—Tenéis que daros prisa.

—Señor, es un trabajo delicado.

—Sí, pero tenéis que hacerlo más rápido… No tenemos toda la noche.

Kate tosió sonoramente y se mostró. Harvey pareció muy sorprendido de verla. Le salió al encuentro. Ya no estaba vestido como horas antes, cuando se habían despedido. También él, como la doctora, llevaba puesto un chándal.

—Kate, ¿qué hace aquí? ¿No conseguía dormir?

—No… Es que… he cometido un error, un grave error. Por suerte, me he dado cuenta a tiempo y he venido a remediarlo. Se trata del deshumidificador en uno de los contenedores donde están guardados los papiros extraídos de la primera capsella.

—¿No lo había activado?

—Me temo que no… Pero han pasado solo unas pocas horas.

—Claro, claro. ¿Quiere que me ocupe yo? —preguntó el americano.

—Preferiría que no. Quisiera hacerlo personalmente. ¿Sabe?, quiero poder dormir con un sueño tranquilo.

—Muy bien… —le dijo, tomándola bajo el brazo para llevarla al laboratorio.

Kate notó un extraño ir y venir. No estaban sólo los guardias de seguridad, sino otros tres jóvenes que parecían avergonzados, como niños pillados mientras robaban el chocolate de la nevera.

Harvey se dio cuenta de que la mujer se había quedado sorprendida.

—Todos ellos trabajan para nuestra fundación —dijo, con tono persuasivo, a la doctora Duncan—. Esta noche han vuelto de Petra y tenían que dejar algunas cajas de material que mañana al amanecer, ya hoy, partirán hacia Amán…

Kate no dijo nada. Ni siquiera ni cuando le pareció entrever a Karim, que salía de una de las puertas laterales del semisótano, en dirección al garaje.

—Perdóneme, Eugene, yo quisiera terminar rápido e irme a dormir.

—Se lo ruego, Kate, adelante. La dejo sola en el laboratorio.

Entró y no quiso encender todas las lámparas. A pesar de la luz tenue, tuvo la clara sensación de que los contenedores sellados, en cuyo interior se custodiaban las antiguas capselle y su valioso contenido, habían sido movidos. Había algo fuera de su sitio, aunque ella, bastante soñolienta y ahora turbada, no estaba en condiciones de decir qué. Miró a su alrededor durante un instante, intentando encontrar en la memoria la imagen de la habitación tal como la había dejado horas antes. Sí, había algo fuera de lugar… Le invadió el pánico. ¿Quién y por qué había movido aquellos contenedores?

Se dirigió hacia la mesa sobre la que había posado los papiros. Tomó el contenedor de plexiglás más pequeño, lo miró con atención, vio que el deshumidificador no estaba activado. Efectivamente, se había olvidado de hacerlo. Lo solucionó en menos de diez segundos. Ahora podía regresar a la cama e intentar dormirse. Aquel laboratorio envuelto en la semioscuridad tenía un aspecto siniestro. No pudo menos que pensar en Luigi Orlandi, en su entusiasmo, en sus constantes gracias. Lo consideraba demasiado goliárdico, demasiado irreverente. Pero era un estudioso excepcional y un experto arqueólogo. Pensó también en John, tan lejano ahora y tan implicado en aquellas extrañas investigaciones encargadas por el Vaticano. Estaba a punto de salir. Se detuvo en el umbral. Ahora, el pasillo, que antes parecía bullir de personas dedicadas a hacer no se sabe muy bien qué, se había sumido en el más absoluto silencio. También Harvey, el americano, había desaparecido. Permaneció todavía durante unos segundos en alerta, una alerta extraña y vana. Estaba como en suspenso, golpeada por un inquietante presentimiento.

Nunca lograría explicarse lo que ocurrió en los dos minutos siguientes. Como en un arrebato, volvió sobre sus pasos, se acercó al contenedor que guardaba el papiro menor, lo aferró, lo envolvió en el chal, se lo puso bajo el brazo y salió con paso normal. Tenía sudores fríos y se sentía agitada dentro de una tempestad. Pero logró salir sin cruzarse con nadie. Subió a la habitación, se vistió deprisa, puso toda la ropa que pudo dentro de la mochila, que dejó al lado de la puerta. Colocó el papiro envuelto en su caparazón protector en uno de los bolsillos laterales y se volvió a la cama sin poder cerrar ojo. Poco a poco, el pánico empezó a diluirse. ¿Qué había hecho? En el fondo, nada. Era ella, experta en tratamientos de papiros, la que había inventado el método de conservación conocido en todo el mundo. Por tanto, ¿qué mal había en llevarse consigo aquel papiro para seguir estudiando? Pensaba una y otra vez en las posibles justificaciones de su acción. Pero tenía miedo, mucho miedo. No estaba en absoluto convencida de que Harvey y aquellos hombres estuvieran sólo descargando cajas. Estaba persuadida, en cambio, de que habían forzado algo en el laboratorio. Pero no sabía qué. Así que, al encontrarse allí, había cedido al primer impulso y se había llevado consigo al menos uno de aquellos papiros. El más pequeño, quizás el más insignificante. Lo devolvería a su lugar después del desayuno, cuando todos bajaran al laboratorio. Hasta entonces no sabría si el suyo había sido un sueño, un mal sueño, una pesadilla. O bien si, siguiendo su intuición, había actuado correctamente.

Finalmente, cayó rendida.

A las seis de la mañana el teléfono de su habitación comenzó a sonar.

—Di… diga —respondió con una voz que parecía de ultratumba.

—Kate, soy Luigi.

—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?

—Ha ocurrido algo…

—¿Qué?

—Tienes… Bueno, hay un buen follón en el laboratorio. Harvey ha despertado a Antonelli. Lo he oído porque la habitación del profesor está contigua a la mía. Le ha dicho que tenía que bajar inmediatamente al semisótano, porque tú habías movido los papiros y te habías llevado uno…

—¿Cómo? ¿Puedes repetirme exactamente sus palabras?

—Bueno, más o menos son las que te acabo de contar. Harvey ha dicho que no lograba conciliar el sueño a causa de la excitación. Ha dicho que hacia las dos había querido echar un vistazo al laboratorio para controlar que todo estaba en su sitio. Pero los guardias no estaban. En compensación, estabas tú, manipulando los contenedores de plexiglás. Él no se ha dejado ver y ha esperado a que tú salieras. Y se ha dado cuenta de que no estaban las cosas ya en su sitio. Además, faltaba uno de los contenedores. Le ha echado una bronca a Antonelli. Ha amenazado con suspender la financiación de la misión y le ha reprochado haber traído consigo colaboradores deshonestos.

—¿Y el profesor cómo ha reaccionado?

—Estaba perplejo y confuso. Te ha defendido inicialmente, pero después decidió no emitir ningún juicio.

—¡Maldita sea, estoy jodida… muy jodida!

Luigi permaneció callado por un instante. Nunca había oído hablar así a la doctora Duncan.

—Luigi, si te digo algo, ¿me vas a creer?

—Depende de lo que me digas, Kate. Sabes que aparte de ser un estudioso de la historia de la lengua griega, soy un apasionado de la cultura clásica. Si me dices que los burros vuelan, yo…

—Cállate, por favor. ¡Aquí está ocurriendo algo muy gordo, Luigi! Harvey no estaba solo en el sótano. Cuando yo he bajado, tras acordarme de que no había activado uno de los deshumidificadores, me lo he encontrado allí con otros hombres. Estaban revolviendo el material. Han movido nuestras herramientas del laboratorio.

—¿Pero por qué… por qué debería… qué estás pensando?

—No pienso nada, solo sé que tengo miedo, mucho miedo. Y lo que me estás contando me aterroriza.

—Kate, ¿pero es verdad que has robado…?

—¡Pero qué robado! Solo me he traído el contenedor con el deshumidificador que no había activado para poder controlarlo durante la noche.

—Pero entonces… ¿qué problema hay? Baja conmigo al laboratorio. Vamos a ver a Harvey y Antonelli, y les explicamos todo. Han bajado hace muy pocos minutos.

—Sí, quizá… será lo mejor.

—Animo. Voy a buscarte dentro de cinco minutos. Yo te acompañaré.

Kate colgó, se vistió deprisa, se puso la ropa de trabajo, cómoda y resistente, se calzó las zapatillas, y volvió a revisar la mochila.

Luigi Grano fue puntualísimo. Llamó.

La doctora abrió la puerta. Tenía el rostro descompuesto y aterrorizado. Al verla, el investigador se asustó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Luigi, no puedo ir contigo.

—¿Qué quieres hacer?

—No lo sé. Pero te ruego que le digas a Harvey y Antonelli que has hablado conmigo, que te he explicado todo, que tengo en la habitación el contenedor, que sólo lo quería monitorizar cada hora para verificar el estado del deshumidificador… Vamos, tienes que decirles que no había nada extraño. Has hablado conmigo, me has encontrado aquí arriba, has visto el papiro, me has dejado descansar una hora más. Puedes decir que bajaré puntual para el desayuno.

—¿Y… bajarás?

—Bueno, no lo sé. Quizá sí.

—Kate, dime qué pretendes hacer.

—Nada, Luigi, nada. Baja, por favor… y haz tiempo.

El investigador no parecía muy convencido, pero bajó sin la doctora.

Llegó al vestíbulo cuando ella ya había huido por la escalera de servicios. El enfiló el pasillo hacia el laboratorio cuando ella ya se encontraba en el garaje.

Entró en la habitación donde Harvey y Antonelli estaban hablando todavía agitadamente, cuando ella ya se había hecho con la moto utilizada por Luigi Orlandi la noche de su trágica muerte.

Grano comenzó su relato cuando ella, después de haber empujado silenciosamente la moto, había encendido el motor y se alejaba del Pella Resthouse en dirección a Amán.

—Profesor, le aseguro que ha habido un error —dijo Luigi.

—Estoy seguro. Conozco bien a la doctora Duncan y siempre me he fiado ciegamente de ella, sin tener que arrepentirme jamás. Y usted sabe, Grano, lo parco que soy a la hora de hacer cumplidos…

—Profesor Antonelli —le interrumpió el americano—, aquí estamos ante un hecho grave. Las cajas, los contenedores, han sido manipulados. Esperemos que los papiros se hayan conservado.

—Harvey, realmente no puedo creer que Kate haya hecho algo sucio.

—Le digo que la he sorprendido aquí. La estaba espiando.

—¿Y por qué no intervino?

—Porque en un primer momento no me di cuenta de que había robado un papiro…

—No lo ha robado. ¿Ha oído lo que nos ha dicho el doctor Grano? Se lo ha llevado a su habitación para controlar el deshumidificador. Basta con subir y pedírselo.

—Espero que tenga una explicación creíble —dijo Harvey. El americano había cambiado de aspecto, su rostro estaba muy tenso, su mirada se había vuelto torva, el tono de su voz, seco e impaciente.

—Luigi, ¿podría ir a llamar a la doctora? —dijo Antonelli.

—Voy… Voy enseguida… —respondió Grano, ligeramente turbado. El ya había estado con Kate y el hecho de que ella no hubiera bajado enseguida podía significar sólo dos cosas: Harvey tenía razón y Kate se había vuelto loca de repente, o bien ella tenía razón y quien había jugado sucio había sido el americano—. Tertium non datur, no hay una tercera posibilidad —musitó el joven investigador mientras abandonaba el laboratorio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Eugene Harvey a Antonelli.

—No le he entendido… —respondió el arqueólogo, que sin embargo había comprendido perfectamente.

Grano se lo tomó con calma. Todavía no sabía que la doctora Duncan estaba a varios kilómetros de distancia. Volvió primero a su habitación, se refrescó —cosa que no había tenido tiempo de hacer antes— y luego recorrió el pasillo hasta la habitación de Kate. En el picaporte estaba colgado el cartelito rojo con la leyenda NO MOLESTAR en inglés y en árabe. Llamó primero con suavidad, después cada vez más fuerte, gritando su nombre. Nadie respondió. Bajó, siempre con calma, a la recepción y pidió que llamaran a la doctora Duncan. El teléfono sonó en vano. Grano decidió entonces bajar adonde estaba Antonelli.

—No responde, debe de haber salido —dijo, intentando no alarmar a su superior.

El que se alarmó, en cambio, fue Harvey. Comenzó a trastear con su móvil vía satélite. Llamó a dos guardias de seguridad y les dijo que entraran en la habitación de Kate para recuperar el contenedor con el papiro. Antonelli estaba aparte, algo intimidado y turbado por lo que estaba ocurriendo.

—Realmente no puedo creer… Usted está pensando…

—Profesor, no importa lo que pienso, sino la realidad de los hechos…

—Yo puedo garantizar la honradez…

—La honradez de la doctora Duncan será comprobada en pocos minutos. Si lo que buscamos está en la habitación, se tratará únicamente de un equívoco y usted será el segundo en recibir mis más sinceras disculpas, después de Kate, naturalmente. Pero si no encontramos lo que buscamos…

—Es una hipótesis que ni siquiera tomo en consideración —dijo el arqueólogo, mirando fijamente a los ojos de Luigi Grano, que se mostraba ligeramente desconcertado.

No hizo falta mucho tiempo para descubrir que Kate Duncan se había llevado del Pella Resthouse el contenedor con el papiro más pequeño, separado del rollo más grande la tarde anterior. En una primera comprobación, se verificó que parte de su equipaje ya no estaba, aunque obviamente nadie había contado cuántas bolsas y maletas llevaba consigo.

—Mandaré abrir una investigación inmediatamente —dijo el americano.

—¿No sería mejor esperar? Perdone, pero todavía es muy temprano. ¿Y si solamente hubiera salido? —lo interrumpió Antonelli, intentando disuadirlo.

Harvey ni siquiera respondió. Y salió dejando solos a los miembros de la expedición.

Antonelli, Grano y Francine, que mientras tanto se había unido a los demás, permanecieron en silencio, enmudecidos.

—Profesor… No creo en absoluto que Kate pueda haberse mezclado en un robo… O ni siquiera en algo lejanamente ilegal —comenzó a decir Luigi Grano.

—Tienes toda la razón —añadió Francine.

—También yo lo creo así —concluyó Antonelli—. Pero debemos esperar a que los hechos se aclaren… Estoy seguro de que la doctora Duncan sabrá explicarse…

—¡No dé por descontado que haya robado el papiro!

—No doy por descontado nada, Luigi. Veamos qué ocurre.

—Que el papiro ya no está es un hecho comprobado —observó Francine.

—Realmente… ¡no sé qué decir!

La policía jordana se puso enseguida tras la pista de Kate Duncan. No fue difícil descubrir que en el garaje faltaba la moto más grande.

Mientras, Kate conducía como una loca hacia Amán. Había tenido suerte. La moto, con el depósito lleno, era manejable y ella, que no había subido nunca a un dos ruedas distinto de un scooter, se había encontrado enseguida a gusto. Pensaba sólo en correr, en devorar kilómetros, en escapar lo más lejos posible de Pella y de Eugene Harvey, el hombre que había intentado engañarla. Iba como una flecha por la carretera, intentando evitar los baches que se encontraba a su paso, con la mochila bien sujeta a la espalda, donde, embutido entre sus vestidos, se encontraba el estuche con el papiro. No sabía adónde se dirigía, no sabía qué iba a hacer. Por suerte, nadie la detuvo y no se cruzó con ningún control.

Entrar en la ciudad fue para ella como caer en el caos. No la conocía, no se orientaba entre las calles y los barrios. De pronto, vio a su derecha un pequeño bar, se detuvo, aparcó la moto, pidió un café, se sentó en un asiento de plástico beige, el único que había fuera del local. Intentó pensar, reflexionar. No podía llamar a John porque sabía que en ese momento volaba hacia Estados Unidos. ¿A quién podría dirigirse? ¿A quién podría pedir ayuda? Kate Duncan temblaba como una hoja, y no precisamente por el frío. Finalmente recordó las palabras que le había dicho su marido antes de partir: «Si ves al padre Maximilian Fustenberg, dale un abrazo de mi parte. Es realmente un buen amigo». El nombre del viejo biblista dominico era el único que se le venía a la cabeza. Hojeó la pequeña agenda telefónica y encontró su número de Jerusalén. Encendió el teléfono satélite, que hasta aquel momento había tenido prudentemente apagado. Había línea. Sonó largo rato sin que nadie lo cogiera.

—¿Diga? —la voz cavernosa y estentórea del religioso se dejó oír cuando Kate ya había perdido toda esperanza de encontrarlo.

—¿Padre Fustenberg?

—Sí, soy yo. ¿Con quién hablo, por favor?

—Usted no me conoce. Soy Kate Duncan. La doctora Kate Duncan. Soy la mujer de John Costa…

—Ahhhhh. ¿La mujer de John? ¿Y cómo está ese muchachote?

—Está bien, padre. Soy yo la que… necesita de su ayuda…

—Dígame, Kate. ¿Me llama usted desde Jerusalén?

—No. Estoy en Amán. ¡Tengo algo importante que enseñarle, y estoy… digamos… en apuros!

—¿En serio? ¿Y qué clase de apuros?

—Bueno… ahora no puedo explicarle. Sepa únicamente que me están buscando, es más, acosando. No sé adónde ir, no conozco a nadie. Me encuentro en un barrio periférico de la ciudad.

—¿Y qué quiere hacer?

—Quisiera huir de este país lo más pronto posible y del modo menos llamativo posible.

—Apunte este número… Tiene que marcar el prefijo internacional si no utiliza un teléfono local, después el prefijo de la ciudad, 6, y por último 5894331. Pregunte en italiano por el padre Vincenzo. Dígale solo que es Kate. Llámele exactamente dentro de cinco minutos si antes no la he llamado yo a usted…

—Gracias de corazón, padre, gracias de verdad…

—¡No cuelgue! Tiene que darme su número, si necesito dar con usted ¿cómo lo hago?

La doctora Duncan le dictó el número. Después permaneció a la espera. A los cinco minutos llamó al padre Vincenzo.

—Soy Kate… —dijo en cuanto escuchó una voz de hombre al otro lado de la línea.

—Excuse me, I don’t understand…

—Oh, yes. V-i-n-c-e-n-z-o.

Pasaron unos segundos.

—¡Sí, aquí estoy!

—Soy Kate.

—Dígame exactamente dónde se encuentra.

—Un momento que me muevo… —se levantó de la silla e intentó comprender el nombre de la calle, pero fue en vano.

—No sé decirle en qué calle…

—Dígame qué es lo que ve.

Comenzó a describirle lo que la rodeaba. El pináculo color verde luminoso de la mezquita, novísima, no muy grande, y algo distante, la gran insignia de un concesionario de Toyota.

—Comprendido. Quédese donde está. Intente esconder la moto en algún sitio. Entre en el bar. Cuando vea pasar un jeep blanco con la insignia de la Custodia de Tierra Santa salga al exterior sin demora. Yo la esperaré aquí, en el convento.

Kate lanzó un suspiro de alivio. Intentó dejar la motocicleta en un rincón, al lado del bar, detrás de un amasijo de escombros. La dejó caer a tierra y tiró las llaves en la basura. Se acomodó dentro del local manteniendo una buena visión de la calle. La espera le pareció larguísima. Los segundos duraban minutos, los minutos horas. Finalmente, vio al jeep avanzando lentamente. Había dos hombres en él y a primera vista ninguno de ellos parecía ser fraile. En efecto, ninguno de los dos lo era.

Salió velozmente, con la mochila colgada en un lado de la espalda. Los dos hombres la vieron y frenaron en seco. Salió sin decir una palabra. A pesar de todo, todavía temblaba.

El hombre que estaba sentado al lado del conductor intentó animarla hablando un inglés torpe.

—No tenga miedo, con nosotros está a salvo. Ningún agente se permite detener al jeep de la Custodia de Tierra Santa. Es como si estuviera ya en área extraterritorial…

—¡Gracias, gracias, gracias! —dijo la doctora Duncan, que seguía escrutando cada calle y cada cruce. Llegaron ante un gran portón que se abrió con el mando.

—Bienvenida a la sede de la Custodia.

Después de recorrer un pequeño camino de grava, rodeada de adelfas, llegaron ante una construcción de piedra blanca, bastante baja. Un hombre de unos sesenta años, robusto, fornido, con el hábito marrón descosido, los estaba esperando.

—Soy el padre Vincenzo… Pase dentro.

Kate entró. La invitaron a acomodarse y pusieron a su disposición una habitación.

El franciscano se presentó ante ella un cuarto de hora más tarde.

—Doctora Duncan, he organizado su viaje a Jerusalén. El padre Fustenberg quiere verla. ¿Le parece bien?

—A mí solo me interesa salir de este país.

—Esta tarde le organizaré también el regreso a Italia desde Tel Aviv.

—Gracias de corazón, padre.

—Saldréis al anochecer… en coche.

—¿No corremos el riesgo de ser detenidos? Sé que me están buscando.

—Tenemos buenos amigos en el gobierno y en la policía. Quien la está buscando son los guardias de seguridad privada de la NY Archeological Foundation… La policía jordana ha prometido colaborar. Créame. No hay que preocuparse… Tenemos muchos amigos también al otro lado de la frontera.

Aquel viaje nocturno en coche le pareció interminable. De vez en cuando, el conductor y su acompañante, ambos hombres de confianza del fraile franciscano, le pedían que se agachara en el asiento posterior y se cubriera con una tela que en tiempos inmemoriales debía de haber sido de color blanco. Pasaron la frontera sin problemas, gracias al buen hacer del poderoso padre Fustenberg. Kate comenzó a sentirse segura. Porque no podía ni siquiera imaginar lo que la esperaba.