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John Costa no daba crédito a lo que veían sus ojos. Había regresado hacía pocas horas a su hotel, con las preciadas fotos del antiguo icono y de su misteriosa inscripción en la bolsa. Alexsander Safarevic lo había dejado en la Plaza Kaluzkaja, a pocos metros del hotel Warsaw. Se habían despedido citándose para el día siguiente, porque el profesor ruso pretendía darle otros documentos útiles. John había buscado al arzobispo de Bari, pero la delegación italiana estaba todavía fuera, visitando el «Ministerio de Exteriores» del patriarcado de Moscú. Después, había subido a su habitación, se había dado una ducha rápida y había encendido el ordenador. El primer flash de agencias lo había visto en el sitio web de un diario italiano: Terrorismo: coche bomba contra el monasterio de Sergiev Posad en Rusia. Costa no podía creerlo. Había estado en aquel lugar pocas horas antes y ahora…

Presidente Putin: Aplastaremos a estos infames. Han golpeado el corazón del cristianismo ruso.

Las noticias se sucedían a ritmo vertiginoso. John visitaba al mismo tiempo una decena de webs internacionales, actualizándolas continuamente. No estaban todavía claras las circunstancias del atentado, ni cuántas víctimas había. Pero la televisión, que había encendido también, transmitía imágenes terroríficas: un humo denso y muy negro se elevaba desde el complejo del monasterio; una toma desde el helicóptero mostraba toda un ala de la Academia Teológica destruida.

«El coche bomba ha forzado la puerta de entrada a las 17 horas y se ha dirigido a toda velocidad contra el muro externo de la Academia. La explosión ha sido tremenda. El complejo monástico entero se ha tambaleado. Una parte del edificio ha caído, doblándose sobre sí misma, mientras visibles grietas se abrían en el campanario, en cuya cima se custodia la enorme campana de bronce. No hay todavía estimaciones del número de víctimas, aunque las fuerzas de seguridad siguen extrayendo cuerpos de entre las ruinas en la plaza.

»Aunque ninguna organización ha reivindicado todavía el atentado, los investigadores están convencidos de que el ataque es obra de los terroristas chechenos». Paralizado, el periodista permanecía pegado a las dos pantallas, la del portátil y la de la televisión, en busca de noticias. Extrajo de su carpeta la tarjeta de visita de Safarevic y marcó el número de teléfono de su móvil. Sonó durante bastantes minutos sin que nadie respondiera. Marcó el número de casa en vano. Llamó entonces a las oficinas del patriarcado de Moscú, hasta que, no sin esfuerzo, logró que le pasaran a alguien que farfullara alguna palabra en inglés. Finalmente le respondió una joven monja.

—Discúlpeme, pero aquí estamos en el caos, como comprenderá —dijo con la voz llena de terror—. No —añadió—. Aleksander Safarevic no ha venido hoy. Lo cierto es que lo esperábamos esta tarde, pero todavía no ha llegado. Creo que había ido a Sergiev Posad, pero hemos logrado hablar con uno de los monjes hace poco y nos ha confirmado que el profesor dejó el monasterio una hora antes de la desgracia.

A la monja le costaba no sollozar. El ataque a Sergiev Posad no tenía precedentes. Hasta el comunismo estalinista se había detenido a las puertas de aquel lugar, y lo había dejado intacto. Allí se había refugiado el patriarca en los años más oscuros del régimen, allí llegaban los rusos para reconciliarse con su pasado, para redescubrir sus raíces, para rezar, para pedir una gracia. Allí se formaban los teólogos y los futuros obispos de la Iglesia ortodoxa de Rusia. Nadie, en el patriarcado, podía explicarse lo que había ocurrido.

—Háganle llegar mis condolencias al patriarca Nikon —dijo John.

—De acuerdo. Pero ahora no está. Ha ido hacia allí…

Costa vivió aquellos instantes como un drogado en plena crisis de abstinencia. Después de estar al tanto de los eventos, de haber seguido los principales acontecimientos internacionales, de haber escrito en caliente sus crónicas para la Reuters durante toda su vida, era difícil aceptar quedarse fuera. Ya no le atormentaba su agencia con continuas llamadas, con las constantes peticiones de «piezas». Es más, debía de saber que él se encontraba en Moscú en aquel momento, que había escapado por poco al atentado, que había sido una de las últimas personas —y seguramente el último periodista— en ver el complejo de Sergiev Posad todavía íntegro.

Decidió dar la noticia en su blog, bajo forma de cartas a sus lectores.

«Queridos amigos, como sabéis, me encuentro en Moscú. Hoy he visitado el corazón espiritual de Rusia, el monasterio de Sergiev Posad, y me he ido una hora antes del terrible atentado que lo ha destruido. Estoy todavía tremendamente conmovido, porque un mínimo retraso, una demora, un contratiempo habría bastado para que yo estuviera ahora bajo esas ruinas. Es un ataque gravísimo e inexplicable. Nunca antes había sido objetivo un símbolo religioso tan importante. La policía asegura estar convencida de que detrás del atentado está la mano de los separatistas chechenos. Yo, por la (poca) experiencia que tengo en estas cosas, me permito avanzar algunas dudas…». Acababa de publicar su comentario en el blog, cuando un teletipo de la agencia France Press transmitió las declaraciones de un portavoz de los separatistas chechenos que negaba cualquier implicación en el ataque contra el monasterio.

John permaneció despierto hasta las dos de la madrugada, tecleando compulsivamente a la búsqueda de noticias. El último balance de víctimas, en torno a medianoche, hablaba de doce muertos y unos cincuenta heridos. Pero se trataba todavía de cifras provisionales. En el atentado había sido destruida por completo la escuela de restauración de iconos. Un patrimonio de incalculable valor material y espiritual se había hecho literalmente cenizas. La televisión rusa seguía emitiendo las imágenes de la llegada del anciano patriarca Nikon entre lágrimas ante los montones de ruinas todavía humeantes.

De pronto Costa se dio cuenta de que quizá era uno de los pocos que poseía información fotográfica del antiquísimo icono de la Virgen del pañuelo. Extrajo aquellas imágenes de la carpeta, las volvió a fotografiar con su cámara digital e incluso con el teléfono móvil. Las selló en un doble fondo en la maleta con la que viajaba. Después intentó, una vez más en vano, contactar con Safarevic.

A las tres de la mañana, cuando acababa de dormirse, sonó el teléfono.

—¿John? Soy Majorana…

—Sí, aquí estoy —dijo el periodista con la voz pastosa.

—Quería asegurarme de que estabas bien.

—Estoy bien. Gracias a Dios, salí de allí una hora antes.

—Sí, lo he leído en tu blog. Pero yo quería noticias sobre tu estado de ánimo…

—Ha sido un duro golpe, pero estoy acostumbrado.

—¿Has conseguido las noticias que nos interesaban?

—Sí, las he conseguido. Tengo también documentación fotográfica.

—Muy bien, entonces te pido que regreses en el primer vuelo.

—Pero… ¿cómo? La delegación todavía debe…

—No me interesa la delegación, John. Sólo era una excusa para hacerte ir allí y que se te abrieran enseguida todas las puertas. Está ocurriendo algo tremendo, John, y no conseguimos comprender de dónde proviene.

—Ok. Ya comprendo…

—¿Has leído lo del secuestro de monseñor O’Donnel?

—Por desgracia, sí. Aunque de pasada. Todavía no he encontrado una reconstrucción detallada de lo sucedido.

—Un obispo del Vaticano, secuestrado a plena luz del día, a pocos centenares de metros de las ventanas del Papa…

—Es terrible, sí… ¿Tenéis idea de quién ha podido ser?

—Todavía no. No han llegado reivindicaciones fiables. Pero los investigadores italianos están convencidos de que se trata de un secuestro ligado a los casos de pedofilia del clero. Una manera de presionar, de provocar la noticia…

—¡Adonde hemos llegado! Claro que, en cualquier caso, deberíais haberos movido con mayor rapidez.

—Tienes razón, John. En cualquier caso, el Papa está preocupadísimo. Estimaba mucho a O’Donnel. Piensa que una hora antes de su secuestro se había entrevistado con él para confiarle una misión en Irlanda, una investigación. Ahora te necesitamos a ti.

—¿A mí? ¿Y para qué?

—Ven a Roma en cuanto puedas. Ya te explicaré. Hazme saber en qué vuelo llegas. Enviaré un coche a buscarte. Si puedes, viaja solo con el equipaje de mano. Te estarán esperando al bajar las escalerillas.

—Está bien —dijo John, lleno de curiosidad por las palabras de su amigo monseñor. ¿Qué diablos querrían ahora de él? ¿No les había bastado con enviarlo a Moscú, con la excusa de seguir al arzobispo de Bari en visita ecuménica, para recabar información sobre el icono y el testamento de María? ¿No les había bastado con exponerlo al peligro de morir aplastado por las ruinas en la explosión del coche bomba? Preguntas que permanecían en suspenso, sin respuesta. En cualquier caso, no iba a ser capaz de decir que no. No iba a tener fuerzas. Había conocido personalmente al Papa Gregorio XVII y lo tenía en gran estima. No conseguiría declinar su invitación ni rechazar una petición suya. Se puso al tanto inmediatamente del horario de vuelos de aquel día. Con un poco de suerte, podría salir las once de aquella misma mañana.

Hacía poco que se había vuelto a dormir, cuando nuevamente fue despertado por una llamada telefónica de Silvia, la agente de viajes que acompañaba a la delegación italiana.

—Ha ocurrido una cosa terrible… Terrible.

—Lo sé, lo sé, —intentó animarla el periodista, pensando que se refería al atentado del monasterio.

—Safarevic —dijo la joven.

—¿Qué pasa con Safarevic?

—Acabo de saberlo, ¡ha muerto!

—¿Cómo que ha muerto? ¿Cuándo?

—John, está al tanto de lo ocurrido en Sergiev Posad ayer por la tarde, ¿verdad?

—¡Claro que lo sé!

—Bien, me acaban de decir que entre las víctimas del atentado está también el profesor. Precisamente esta mañana tenía que llevarnos de visita al Kremlin…

—Mire, le puedo asegurar que en el momento de la explosión Safarevic se encontraba en la periferia de Moscú, al menos a 60 kilómetros de distancia de Sergiev Posad.

—¡Pero qué dice, Costa! Me lo acaban de comunicar en el patriarcado. Estaba allí. Había ido para una visita. Se encontraba en el interior del laboratorio para la restauración de iconos. Han rescatado su cuerpo en plena noche. Su nombre aparece en la relación de víctimas, junto a algunos seminaristas y estudiantes de teología.

—¡No, no es posible!

—¡Le digo que sí!

—Me parece realmente extraño… De todos modos, escúcheme: tengo que volver inmediatamente a Roma. Problemas de trabajo. Salgo esta mañana en el vuelo de las once. Por favor, salude de mi parte al arzobispo Dini y a don Punzoni. Excúseme ante ellos. Dígales que tenía una cuestión familiar por resolver.

—Siento que se vaya. De verdad. Hablaré yo con el arzobispo. No le oculto que después de lo ocurrido también nosotros nos sentimos de más aquí. Somos huéspedes del patriarcado, pero ahora todos tienen otras cosas más importantes en que pensar.

Terminada la conversación, Costa se encontraba sentado al borde la cama con la cabeza entre las manos. Tenía una migraña terrible. Uno de los efectos colaterales de la dieta que estaba siguiendo, o más probablemente el resultado inevitable de una noche transcurrida ante el ordenador, en continua tensión, sin siquiera la posibilidad de descargarse escribiendo.

—Sa-fa-re-vic… Sa-fa-re-vic… —seguía silabeando el nombre del profesor ruso. ¿Cómo era posible que estuviera bajo las ruinas? No recordaba bien la hora en que lo había dejado cerca del hotel, pero más o menos la explosión tuvo que ser en aquel momento. Siguió devanándose los sesos durante unos veinte minutos, como le ocurría a menudo cuando intentaba no dejarse impresionar por los sucesos y las emociones. Concluyó que no había una explicación posible. O se trataba de otro Safarevic o la noticia era falsa. Por supuesto, el profesor seguía sin responder al móvil aunque seguía sonando.

Hizo el equipaje rápidamente. Y no pudo menos que pensar en Kate y en su meticulosidad mientras metía en la pequeña maleta la ropa blanca mezclando la sucia con la que estaba limpia. Al bajar las escaleras, fue atraído por los olores que emanaban de la sala del desayuno. Se dio cuenta en aquel momento de que no había sacado los complementos que tenía que tomar al comienzo de cada día. La tensión acumulada en las horas precedentes había contribuido a bajar sus defensas psicológicas ante la comida. El olvido —se preguntaba en qué medida era inconscientemente involuntario— le ofrecía la ocasión de comer como Dios manda, al menos aquella mañana. En el fondo, era un modo de combatir la tensión que estaba viviendo. Entró en el salón con los ojos bajos, intentando huir de las miradas de los demás huéspedes. Parecía uno de esos empedernidos consumidores de pornografía que en otros tiempos entraban en los cines más cutres, esos con luces rojas, intentando no ser reconocidos. John no se daba cuenta de que en realidad nadie le prestaba atención. Y que nadie podía pensar mal de él sólo porque se acercaba con circunspección al buffet. Pero el periodista tenía ante sus ojos el rostro ceñudo e inmarcesible del doctor. «Se lo ruego, por favor no me falle», le había dicho.

Tomó un yogur con una macedonia de fruta fresca y dos cruasanes. Para él fue como renacer. Salió con aire más desenvuelto, orgulloso de su transgresión. Tomó un taxi y llegó a tiempo al aeropuerto. El avión de Alitalia, milagrosamente, salió unos diez minutos después de las once. John durmió plácidamente durante todo el vuelo. Gracias a Morfeo evitó así la «tentación» de comer a bordo.

Inmediatamente después del aterrizaje en Fiumicino, cuando todavía el avión se estaba desplazando al área de aparcamiento, una azafata le despertó.

—Señor Costa.

—Sí, soy yo.

—Por favor, coja su equipaje y sígame.

En ese momento, el periodista no comprendió qué diablos quería la asistente de vuelo. No se había dado cuenta de que ya habían llegado a Roma y pensó que lo habían confundido con otro pasajero que deseaba ver la cabina de mandos.

Sin embargo, la azafata lo condujo hacia la puerta de salida.

—Será el primero en bajar. Hay un coche que le está esperando.

Finalmente, John se acordó de las palabras de Majorana. Descendió la escalerilla, todavía aletargado por el sueño y un poco tambaleante. Se diría que iba ligeramente bebido, aunque en realidad no había bebido nada, ni siquiera una Coca-Cola Light. El BMW negro, con el motor encendido, lo esperaba a tres metros de distancia.

—Buenos días, señor, deme el equipaje —dijo el chófer agarrando su maleta.

Costa se acomodó en el asiento trasero del coche sin decir una palabra. En Italia no eran todavía las dos de la tarde. Puso en hora el reloj que había adelantado dos horas antes para ajustarlo al uso horario de Moscú. No preguntó nada al chófer ni éste le preguntó nada a él. Al periodista, de hecho, no le gustaba hablar en los taxis y odiaba a esos taxistas o chóferes que, queriendo dar conversación a toda costa, le obligaban a comentar las clásicas obviedades sobre el tráfico romano, las nuevas licencias, las protestas contra el alcalde, las males artes de la política italiana.

Mientras entraban en la ciudad, se dio cuenta de que el coche no tomaba el camino correcto para llevarlo a casa, en Via delle Fornaci.

—Perdóneme, se está equivocando de camino. Yo vivo en Via delle Fornaci —precisó John, que hasta aquel momento había creído, quién sabe por qué, que el coche sabía cuál era su domicilio.

Dotto’, a me m’hanno ordinato di portarla dal Papa. E io ce la devo porta’… — respondió el joven con inconfundible acento romano .[10]

Costa no respondió. No habría sabido qué responder. Se dio cuenta de que no estaba presentable para una audiencia en el Vaticano. Ya no para un encuentro con el Papa, sino siquiera con uno de los colaboradores de la Secretaría de Estado. Estaba en mangas de camisa, vestía pantalones claros estropeados, no tenía una corbata a mano, y aunque la hubiese buscado en la maleta que en aquel momento se encontraba en el maletero del coche, no sería adecuada para aquella camisa.

«Bueno», concluyó para sí, «dado que el viejo me convoca con tanta urgencia, me recibirá tal como soy». El coche se abrió paso velozmente a través de la Puerta de Santa Ana y se dirigió hacia el patio de San Dámaso. Costa descubrió enseguida a su amigo don Majorana, que lo estaba esperando.

—Deja si quieres la maleta en el coche. Él volverá a acompañarte a casa.

Entraron en el ascensor.

—¿Has comido? —preguntó el monseñor.

—Verdaderamente, no. He dormido durante todo el vuelo. Pero tenías que haberme dicho que íbamos a ver al Papa. Mira cómo vengo vestido.

—¿Tengo que ser precisamente yo quien te diga que el hábito no hace al monje?

—Espero que nadie se enfade…

—Con todo lo que está pasando y con los problemas que tenemos, sería el colmo que te hiciese alguna objeción por la ropa.

—Está bien. Pero la responsabilidad es toda tuya.

Fueron hacia la puerta del apartamento privado.

—Tienes que contarme qué ha ocurrido en Rusia y qué has visto. ¡Esta noche cenamos juntos! —dijo Majorana.

El ayudante de cámara salió a abrir. En el pasillo les esperaba el secretario particular.

—El Santo Padre está rezando en su capilla. Pero me ha dicho que le avisara en cuanto llegaran ustedes.

Les invitaron a acomodarse en el saloncito.

—Buenos días, Costa —dijo el Papa, entrando, dos minutos después.

Majorana, arrodillándose, le besó el anillo a pesar de que Gregorio XVII había intentado que se ahorrara el gesto, mientras el periodista se limitaba a estrecharle la mano con una pequeña inclinación.

—Siento haberle hecho venir a toda prisa —dijo el Papa con su italiano un poco forzado, que traicionaba en cada sílaba sus orígenes hispánicos—. Pero la situación se está precipitando. Sé que usted acaba de llegar de Moscú.

—A propósito, Santidad… He traído unas imágenes que quisiera que usted examinara…

—Lo haré con mucho agrado. ¿De qué se trata?

Sólo en aquel momento, John se dio cuenta de que había dejado la maleta en el coche aparcado en el patio de San Dámaso. Por tanto, no tenía nada que enseñar.

—Son las imágenes de un icono antiquísimo, descubierto hace pocos días. Temo que haya sido destruido en el terrible atentado contra el monasterio de Sergiev Posad…

—Ni me hable. ¡Qué horror! Estos hombres violentos desprecian la vida y ahora quieren golpear también el corazón del cristianismo. Después de lo ocurrido, finalmente me he dado cuenta de que la alianza entre las Iglesias cristianas para defender a Europa del relativismo y el nihilismo es más necesaria que nunca. Hasta este momento, se lo confieso, creía que era más útil y urgente un diálogo y un estudio teológico para profundizar en la fe que tenemos en común y en las respectivas identidades, para dar pasos significativos hacia la unidad, tal como nos invita la oración de Jesús al Padre: «Ut unum sint», para que sean una sola cosa. Pero después de estos sucesos, temo que el diálogo ecuménico deba pasar a un segundo plano: es necesario hacer frente común ante un enemigo perverso y terrible, que quiere nuestra destrucción y la de nuestra gente. Debemos reaccionar con todas las fuerzas de las que disponemos, y sobre todo pedir a Dios que nos apoye…

—Santidad… en ese icono hay —o mejor dicho, había— una inscripción en la cual se hablaba de un testamento de María.

El rostro del Papa se volvió todavía más tenso.

—Le enseñaré las fotografías, las tengo en el coche…

Majorana intervino:

—Nos darás todo el material, lo estudiaremos.

—John —retomó el Papa—, no es para preguntarle sobre su viaje a Rusia por lo que le he convocado aquí. Sobre todo, sepa que le estoy verdaderamente agradecido por su disponibilidad. Estamos atravesando momentos realmente trágicos. El humo de Satanás por desgracia se ha infiltrado también en estos edificios…

Costa reconoció la cita de Pablo VI. Palabras que habían levantado mucho revuelo en 1972, cuando el Papa Montini las había pronunciado al referirse a algunos desastre del postconcilio y a las protestas de los teólogos.

—El fenómeno de la pedofilia nos está arrollando —continuó Gregorio XVII— y nos vemos del todo impotentes. A diario son denunciados nuevos casos, hay hordas de abogados en Estados Unidos que se dedican sólo a esto. Las jerarquías están impresionadas, desprevenidas, aplastadas bajo el peso de la vergüenza. Incluso aquellos que parecen los mejores nos traicionan. Dado que estaba en Moscú, quizás usted todavía no sepa nada de las novedades de estos días.

John miró primero al Papa y después a Majorana con aire interrogativo.

—Un prelado al que conocía, responsable de una de nuestras más importantes congregaciones, un hombre estimado y preparado, ha invitado a su oficina a un joven contactado a través de Internet para tener con él…

El Papa se interrumpió con la voz rota por el sollozo.

—… para tener una relación sado-maso —continuó Majorana—, pero el joven era periodista y lo ha grabado todo. Una televisión ha emitido el vídeo y, a pesar de que los rostros y las voces fueron deformados, muchísimas personas de fuera y de dentro del Vaticano han reconocido al protagonista… ¡Un golpe terrible!

John Costa repasó nombres en su mente para comprender de quién se trataba. Pero no había visto el vídeo, y por tanto se rindió.

Gregorio XVII siguió hablando.

—Pero es Estados Unidos lo que me preocupa más. Allí está ocurriendo algo que se me escapa, algo grave. Estamos siendo atacados, nos tienen en jaque… Estamos… —se interrumpió una vez más—. John… yo estoy aquí para pedirle otro sacrificio. Usted es un laico, un periodista preparadísimo, nadie lo relaciona directamente con el Vaticano. Quisiera pedirle que volviera a su país para hacer una investigación sobre el fenómeno de la pedofilia. Con el objetivo de comprender si todo lo que está ocurriendo es fruto de la jugada estudiada de pizarra o sólo el resultado tremendo de los pecados sacerdotales.

—Está bien, lo haré —se limitó a responder Costa.

El Papa pareció más aliviado. Tomó entre sus manos la del periodista y le dio las gracias:

—Usted no se imagina lo agradecido que le estoy. Obviamente, nadie deberá saber de esta conversación ni de este encargo informal que le acabo de confiar. Monseñor Majorana proveerá ahora a todas sus exigencias, también económicas, y permanecerá en constante contacto con usted. Sepa que cuenta con mi bendición.

—Santidad, ¿hay noticias de monseñor O’Donnel? —preguntó el periodista antes de despedirse.

—No, por desgracia, ninguna fiable. Estamos esperando todavía. El director de la Sala de Prensa difundirá mañana por la mañana un llamamiento a los captores, sean quienes sean, para la liberación del rehén. Mientras, hemos hecho saber que estamos dispuestos a negociar…

—¿Pagarían un rescate?

—Si fuera necesario, sí. Me parece haber leído por algún sitio que también el Papa Montini estuvo dispuesto a ofrecer una suma importante por la liberación de Aldo Moro, el político italiano amigo suyo, secuestrado por las Brigadas Rojas en 1978.

—Esperemos que esta historia termine bien.

—Lamentablemente —añadió Gregorio XVII—, temo que esté relacionada con lo que le he pedido que investigue. Había hablado con el obispo O’Donnel la mañana del secuestro: yo quería que él partiera enseguida hacia Irlanda, el otro país donde el fenómeno de la pedofilia en el clero está aumentado y corre el riesgo de arrollar para siempre a la Iglesia católica. Quería que indagase y que después me trajera noticias. No ha llegado a tiempo… Pobre O’Donnel, tan eficiente, tan entusiasta.

Mientras John y Majorana salían del apartamento, el Papa volvió a arrodillarse ante el sagrario de su capilla. Se quedaría allí hasta la hora de cenar.

—Bien, John. Aquí está el dinero, aquí están los billetes. Éste es un teléfono tribanda de última generación. El número lo tengo sólo yo. Te pido que lo uses únicamente para llamarme a mí. En cuanto llegues a Nueva York, busca a monseñor Peter Malony. Es un viejo amigo mío, te ayudará. Buena suerte…

—¿Pero no íbamos a vernos esta noche? —preguntó el periodista.

—¡Qué cabeza! Sí. Casi se me olvidaba. Te paso a buscar a las ocho, saldremos fuera de la ciudad. Estoy harto de cenar en los restaurantes de alrededor. Pululan los «escarabajos» —monseñor lanzó una sonora carcajada—. Por si no lo sabes, así es como el Prefecto de la Casa Pontificia os llama a vosotros, los periodistas. Pero ese término yo lo utilizo para señalar a mis colegas curiales.

—Bien. Te espero —concluyó John dirigiéndose hacia el coche.

Dotto’, dove la devo porta’?[11] —preguntó el chófer.

—No le voy a hacer recorrer mucho trecho. Vivo en la Via delle Fornaci.

Tanta o poca, dotto’, per me, nun cambia. Devo lavora' fino alle otto[12] .

Costa subió a su casa, deshizo la maleta y preparó otra con más capacidad. Después, antes de meterse bajo la ducha, encendió el ordenador grande que tenía en el salón. Quería mandarle un mensaje a Kate, decirle que se tenía que volver a marchar, y tener noticias suyas.

Descargó el correo. Había un mensaje de su mujer.

«John, me alegra saber que estás bien. Tengo que darte una buena noticia. Hemos encontrado unos documentos, unos rollos de papiro antiguo. No sabemos todavía de qué se trata, pero esperemos que sean los textos de la biblioteca cristiana de Pella. Un descubrimiento sensacional, si fuera así. Ahora tengo que empezar a trabajar. Es la fase más delicada, ya sabes con qué facilidad se desmenuzan estos papiros incluso antes de ser desenrollados y fotografiados. ¡Te quiero! Kate».

El periodista respondió. Se alegraba de que Kate no hubiese investigado sobre el atentado ocurrido en Sergiev Posad. Pero sabía que, ante un nuevo descubrimiento, su mujer se comportaba exactamente como él ante una exclusiva: todo lo demás pasaba a un segundo plano. Le escribió diciéndole que había vuelto a Roma y que pronto se marcharía a Estados Unidos. Dejó caer que alguien muy importante le había encargado una investigación periodística sobre la pedofilia.

Después actualizó el blog. Había un nuevo mensaje de aquel misterioso Rolf de la «Church Interfaithful Unification Enterprise».

«Mensaje de Mr. ROLF, Church Interfaithful Unification Enterprise. Baja California. Querido señor Costa, estaba preocupado por usted pero leo que está bien. ¿Ha encontrado lo que buscaba en Moscú? Rolf. CIUE».

—¿Pero quién diablos eres? —soltó Costa. No conseguía comprender cómo aquel extraño personaje podía saber que había ido a Moscú a buscar algo.

—¡Voy a sacarte de la madriguera también a ti! —dijo en voz alta apagando el ordenador.

Majorana pasó muy puntual por su casa. Anduvieron hacia i colli romani y se pararon en una deliciosa trattoria en el camino. No había «escarabajos» en el sentido de periodistas o de curiales, pero había otros insectos verdaderos, sobre todo mosquitos y moscones. Para compensar, ninguno de los clientes habituales podría estar lejanamente interesado en su conversación. Costa explicó a su amigo prelado lo que había ocurrido y lo que había visto durante su viaje a Rusia. Le dio también un CD con las fotografías del icono.

—Es un descubrimiento sensacional… O, mejor dicho, podría haberlo sido, —observó el prelado.

—¿Por qué? —preguntó John.

—Porque este texto, el testamento de María, podría no existir ya…

—¿Y qué piensas de las referencias a «la sangre real»?

—Muy oscuras. O mejor: evocadoras de lo que tú ya sabes…

—Sí —concluyó el periodista, que había roto ya las normas de la dieta y con la excusa de que no había comido nada, se había concedido una lujuriosa porción de tagliolini con bogavante.

Ninguno de los dos hombres se dio cuenta de que a dos mesas de distancia un joven de aire desenvuelto les estaba mirando y filmando secretamente con una microcámara oculta en el cuello de la chaqueta.