Cuadro IX
EL CAMINO ETERNO

Porque yo conozco los pensamientos que pienso respecto de vosotros, dice Yahvéh: pensamiento de paz, y no de mal, para daros una feliz postrimería, y una esperanza buena. Entonces me invocaréis, y partiréis en paz; oraréis también a mí, y yo os escucharé. Pues me buscaréis y me hallaréis cuando me buscareis de todo vuestro corazón. Sí, yo seré hallado en vosotros, dice Yahvéh: y haré tornar vuestro cautiverio.

Jeremías 29:11-14

La misma gran plaza frente al templo, del primer cuadro, pero ahora con todos los signos de la destrucción y devastación.

En la plaza se amontonan, en confusión caótica, carros cargados de enseres domésticos, animales de carga enfrenados, coches y carruajes, y entre medio, la multitud fluyente de hombres fugitivos preparándose para la gran partida. Desde las callejuelas acuden incesantemente nuevos grupos, y se torna cada vez más ruidosa la confusión de voces. En los peldaños están sentados viejos indiferentes y mujeres, en tanto que los hombres enfrenan las mulas; guerreros caldeos, completamente armados, pasan orgullosos y dominantes entre la multitud, abriéndose paso a lanzazos y vigilando a los expulsados.

Sobre el movimiento acucioso se cierne la oscuridad de una noche sin luna que poco apoco pasa a la incierta luz del crepúsculo próximo. A veces parte un fugaz brillo blanquecino de entre las nubes e ilumina el cuadro de la confusión, en tanto que desde el Este ya se anuncia, como humo rojizo, el primer albor de la mañana.

VOCES.— Aquí está la plaza… cuántos hay ya… quédense juntos, hijos de Rubén… ¡qué oscuridad!… aquí adelante, para que sean los primeros.

OTRAS VOCES.— ¿Por qué empujan? Es nuestro lugar… desde la tarde están nuestras mulas enfrenadas aquí… es nuestro este sitio… siempre Rubén quiere estar delante…

ANCIANO.— No peleen… dejen a Rubén delante, así lo quiere la ley.

LAS DEMÁS VOCES.— No hay más ley… quemada está la Escritura… ¿quién eres tú para pretender mandarnos?… a los sacerdotes llamen, a los sacerdotes… No hay más sacerdotes… a todos los arrebató la espada… Ananías se salvó… no, en la estaca feneció… sin guía estamos… abandonados por todos… oh, martirio de la esclavitud… ¿quién recibirá los sacrificios en Babel?… ¿quién nos interpretará la palabra?… extinguido está el linaje de Aarón… ay de nosotros, los huérfanos… siquiera tuviéramos el ara y el rollo de la ley… está quemada… no, la palabra de Dios no se quema… yo mismo la vi carbonizarse en el fuego, como una culebra se enroscó… está quemada, ay… no, no puede ser cierto, la palabra de Dios no se incendia… su casa no está quemada, su altar no está derruido… ¿no permitió que se derrumbase su ciudad sagrada?… sí… sí… ¿no nos entregó a la esclavitud?… sí… sí… rompió la alianza, anuló la promisión… no blasfemen… no le temo más… no blasfemen… ¿quién me manda?… estamos sin guía… ¡que se nos apareciera un Moisés!… ¡qué hubiera un juez entre nosotros!… el rey, ¿dónde está?… el cegado… siempre ha estado cegado… él nos precipitó… oh, fin de Israel… ¿por qué nos ponemos en marcha sin Dios ni ley, sin guía que nos conduzca?… oh, Sansón… ¿por qué no aparece el que nos conduce con mano fuerte?… nunca fue mayor la desgracia… ay, no viene, estamos perdidos… Dios se hundió con el templo… no blasfemes… no blasfemes… ¡ay, que viniera el profeta, el libertador!…

UN NUEVO GRUPO (desde la oscuridad).— Aquí está el centro del mercado… ¿quiénes son ustedes?… de Benjamín somos… los últimos, agréguense a la fila… no… no… no queremos respirar su polvo… ni nosotros el suyo… fuera los animales, llévenlos de las bridas… pisotean a las mujeres… apártense… ay, ¿por qué empujan?… está tan oscura… oh, que viniera ya la mañana, terminara esta noche… qué cosa tan mala deseas, oré por qué dure eternamente, pues la última es sobre el monte de Sión… sí… sí… bendice la noche, ella oculta nuestras lágrimas, ella cubre nuestra ignominia… el sol de mañana nos desnudará y mostrará nuestra vergüenza a los infieles… ay… recen porque nunca llegue la mañana sobre nuestra cabeza agobiada… no puedo orar más… mi alma se ha estremecido en el espanto, y mi corazón petrificose en el horror… bienaventurados los que yacen allí abajo en la oscuridad para siempre y que tienen paz, dichosos los muertos de Israel, a ellos les es dado permanecer a la sombra de la patria… a la casa tributaria nos debemos encaminar… ay, que nunca naciera el día para nosotros… ay de nosotros, ay de nuestros hijos, los siervos del extranjero…

(Risas y tumulto en dirección del palacio. Salen, iluminados por antorchas, los embriagados príncipes caldeos, riendo y gritando. En medio de ellos llevan a una persona que empujan uno al otro de modo que tambalea entre ellos y siempre parece a punto de caerse).

LOS GUERREROS CALDEOS (todos a la vez).— Arremete, pues contra Nabucodonosor… adelante, el que tomas por asalto a Babel… no caigas, columna de Israel… vete… empújenlo… nos aburre… no sabe bailar como David, el rey… no toca el salterio… volvamos al vino… prefiero deleitarme en sus hembras… déjenlo beber oscuridad y bebamos nosotros vino… vengan… vuelvan déjenlo…

(Los guerreros vuelven riendo y tumultuosos al palacio. El abandonado queda inseguro en la penumbra de la escalinata. Un débil filo de luz de luna nublada dibuja su sombra negra detrás de él, de modo que aparece grande y fantástico).

(La multitud, ondulando abajo espantada y sorprendida, cuchichea).

VOCES.— ¿Quién es?… ¿Por qué lo arrojaron del banquete?… ¿quién es?… como una roca permanece, negro e inmóvil, ¿por qué no habla?… sus ojos están vendados… levanta las manos… ¿quién es?… no se acerquen… ¿quién puede ser?… iré a ver…

(Algunos animosos han subido por la escalinata).

UNO (exclamando de repente).— ¡Sedecías!

LA MULTITUD (tumultuosamente).— El rey… el cegado… justicia divina… Sedecías…

SEDECÍAS (vacilante).— ¿Quién me llama?

VOCES.— Nadie te llama… maldición te llama y justicia de Dios… ¿Adónde están los egipcios?… ¿adónde queda Sión?…

OTRAS VOCES.— ¡Cállense… el ungido es del Señor… lo han cegado nuestros enemigos… respeto al rey… honren al mártir!…

OTRAS VOCES MÁS.— No, que no se siente en nuestro medio… ¿adónde están mis hijos?… devuélvemelos… maldición sobre el asesino de Israel… suya es la culpa… fuera con él… ¿por qué vive cuando otros mejores que él, murieron?

SEDECÍAS (a uno de los que habían subido y que le conducen).— ¿Quiénes son los que vociferan contra mí? ¿Es Israel el que me es adverso?

EL QUE LO GUÍA.— Señor, desdichados son.

VOCES.— ¡No lo conduzcas aquí, apartada sea nuestra suerte de la suya!… que esté sentado aparte… Dios lo castigó… maldición hay sobre él…

SEDECÍAS.— Fuera… llévame de aquí… al templo, para que me oculte a su odio… no quiero oír sus voces… su odio quema mis heridas… el templo…

EL QUE LO GUÍA.— Señor, el templo no existe más.

SEDECÍAS.— Si se derrumbó el templo… que caiga yo también… ay, ¿quién me mata a mí, el ciego?… ve… diles… llama a aquellos que me infaman para que terminen…

EL MÁS ANCIANO.— ¡Apártense del rey! ¡Respeto al ungido del Señor! ¿Por qué lo dilaceran cuando el enemigo nos estrangula?

VOCES.— Es portador de maldición… dejó sucumbir la casa de Dios… faltó al juramento… no, déjenlo… han abatido a sus hijos… un ciego es… pero que no siga siendo rey… no… no… ¿a qué nos sirve un ciego?… una carga es… no, que no sea rey… no…

SEDECÍAS (llorando casi en su desamparo).— Condúceme… mis ojos me han sido quitados… todavía me arrancan la corona… escóndeme… ocúltame a ellos…

UNA MUJER.— Descansa aquí, mi rey… acuéstate…

(Acuestan a Sedecías sobre la escalinata; la curiosidad le acosa).

EL MÁS ANCIANO.— ¡Apártense del rey! Respeten al ungido del Señor. Nuestro guía es, puesto por Dios.

VOCES.— No… un ciego no es un guía… ¿cómo puede ser rey en Jerusalén, cuando Sión cayó?… Esclavos somos todos, no necesitamos conductor… oh, necesitamos un salvador… ¡qué apareciera un Moisés!… de un consolador habría menester, no de un afligido… un iluminado, y no un ciego… nadie puede ayudarnos… prepárense para el viaje… miren, el amanecer… ay, el día… oh, partida al extranjero… ay de nosotros, los expulsados… ay de nosotros, carentes de guía…

(Un ruido fuerte, armónico, a lo lejos).

VOCES.— Ay, la trompeta… la trompeta… ¿la oyen?… no, no es la trompeta… suena como címbalos y timbales… canto, ¿oyen?, cánticos… nuestros enemigos prorrumpen en júbilo… ¡oh, ignominia… oh, martirio!…

(El mismo sonido fuerte, se acerca).

VOCES.— Timbales y címbalos… llaman… gritan de gozo… vienen a arrojarnos… canto acrece y se acerca… ay, ay, cuando nuestros enemigos cantan de contento… su triunfo celebran… tapen los oídos… ay, de ellos es el regocijo, y de nosotros el luto… vergüenza, tener que oírlo… ¿adónde huir ante su burla?… dan gracias a su dios ¿a quién nos quejaremos nosotros?…

(El sonido, muy cerca; se oyen gritos y toques de címbalo aislados. Se ve surgir de la penumbra un grupo de gente que rodea gozosa, a una persona alta).

UNO (de la multitud).— Miren… miren… de los nuestros son los que vienen…

VOCES.— No es verdad… ¿cómo podrían dar gritos de alborozo?… maldito el hijo de Israel que se alegrase en este día… beodos han de ser… son de los nuestros… los reconozco… ¿a quién llevan en el medio?… ¿qué ocurre aquí?, ¿por qué la mujer enloquecida toca el címbalo?…

(El grupo que se aproxima, con Jeremías en el centro, ha salido del fondo a la débil luz del amanecer. Caminan como embriagados, como extáticos unos, otros en cambio, graves y solemnes).

VOCES DE LOS QUE LLEGAN.— ¡Hosanna!… anuncio… eternamente dura Jerusalén… oh, regreso bendito, oh, eterno retorno… bendito el consolador, bendito el consuelo… ¡Hosanna!… eternamente dura Jerusalén.

VOCES (de la multitud, muy agitadas).— Se han vuelto locos… ¿qué ha ocurrido?… oigan… oigan… gritan ¡hosanna!… ¿qué traen?… ¿cuál es su mensaje?… que nos hable también a nosotros… ¿quién es?… háblanos también a nosotros, profeta… Oh, consuelo, ¿quién nos consuela?…

UNO.— Miren, ¿no es Jeremías a quien rodean?

VOCES.— Sí… no… sombría era aquella cara… pero un brillo envuelve a ésta… sin embargo, miren, es él… es él… ¡cómo ha cambiado!… ay del maldiciente… ¿cómo puede venir dulzura del amargo?… ¿por qué nos sigue quien nos perseguía?…

BARUC.— ¡Oigan la consolación, hermanos, déjense nutrir con la palabra de Dios, con el pan de la vida!

VOCES.— ¿Cómo puede venir consuelo del maldito?… como el látigo castiga… nos estrangulará con la palabra… no, éste advirtió… dura es su boca como una espada… vierte sal en nuestras heridas… ¡aléjate, cruel!…

BARUC.— No, ¡escúchenlo! ¡Nuestro ánimo levantó, oh, déjense consolar, hermanos en Dios!

EL HERIDO.— Doy fe, testigo soy. En el incendio de mi herida yacía, un enfermo, y él me levantó. Doy fe, doy fe por él.

VOCES.— Ese, ¿quién es? Escúchenlo… Promete milagros, y milagros nos hacen falta… Consuelo requiere mi alma… A mí sólo me consuelan los valles de Sión… ¿Cómo puede confortar?… ¿Puede despertar a los muertos, puede reconstruir el castillo de cedro?… no, óiganlo… ay de nosotros…

LA MUJER.— ¡Bileam! ¡Bileam! ¡Bileam! Bendito tú, que viniste a maldecir a Israel, y tres veces nos bendijiste.

BARUC.— Maestro, ¡mira su disensión! ¡Unifica sus corazones, fortalece su alma, eleva a Dios su tristeza!

JEREMÍAS (saliendo del círculo y dirigiéndose al peldaño superior).— Hermanos míos, en las tinieblas percibo su presencia y distingo las sombras de que está llena su alma. Pero, hermanos míos, ¿por qué desesperan, por qué se lamentan?

VOCES.— Oigan al maldiciente… advertí contra él… hace escarnio de nosotros… pregunta por qué nos lamentamos… sal vierte en nuestras propias heridas… ¿hemos de prorrumpir en júbilo en el día de nuestra partida?… ¿Hemos de olvidar a los muertos?… Búrlase de nuestras lágrimas… calla… no, escúchenlo… déjenlo hablar…

JEREMÍAS.— ¡Oh, óiganme mis hermanos, escúchenme! ¿Está perdido todo, acaso, para que se lamenten? Miren y percíbanlo con los sentidos: la vida les ha sido donada…

UNA VOZ.— ¡Ay, qué vida!

JEREMÍAS.— Y yo les digo, de aquel de quien es la vida, de ese también es Dios. Sólo a los muertos les toca callar, y de los que fallecieron hay que lamentarse, mas a los vivos les cuadra tener esperanza. Oh, hermanos, no se quejen ni se lamenten mientras parta aliento de su boca, no abran sus labios a la sublevación ni cierren su oído al consuelo.

VOCES.— Ay, consuelo de palabras no calienta… si quieres animarnos, levanta los muros de Jerusalén… construye el fuerte de Sión… ay, no ve nuestra desgracia… no reconoce nuestros padecimientos.

JEREMÍAS.— Veo, hermanos, su padecimiento como un libro abierto, y la escritura de sus dolores es clara para mí; mas, hermanos, veo también el sentido de nuestro dolor; veo a Dios en él. Nada más que prueba es esta hora, déjenos resistirla.

VOCES.— ¿Por qué nos prueba Dios? ¿Por qué precisamente a nosotros, sus elegidos?… ¿Por qué es tan dura esa prueba?

JEREMÍAS.— Para que lo reconozcamos, envíanos Dios esta prueba. A otros pueblos les son dados signos menudos y reconocimiento escaso; en piedras y maderas creen ver la faz del Eterno. Pero nuestro Dios, el Dios de nuestros padres es un Dios oculto, y sólo en la profundidad del dolor lo advertimos, sólo en la prueba se presenta a sus elegidos. Bendito aquel a quien toca, pues, ¿qué sería Israel entre los pueblos si Dios no lo probara eternamente? Al que ama, a ese lo precipita en el fondo de la vida para examinarlo y, hermanos, siempre Dios ha querido a su pueblo, siempre lo ha precipitado.

VOCES.— Sí, dice bien… no, Dios es clemente… compréndanlo bien… sí, escrito está: «Bienaventurado el hombre a quien Dios castiga, por eso no os neguéis al castigo del Todopoderoso»… sí… sí… así está escrito… sólo a los pecadores castiga… ¿qué hicimos nosotros?… lo hemos olvidado en nuestra jactancia… nunca lo llamé como ahora, en la desgracia… dice verdad… consuelo encierran sus palabras…

JEREMÍAS.— Sólo a los probados eligió, y sólo para los dolientes en su amor. Déjenos ser, pues, los probados y amar su sufrimiento, hermanos. Hízonos frágiles para hundirse más profundamente en la gleba de nuestro corazón a fin de que fructifiquemos con su semilla; nos debilitó en el cuerpo para fortalecernos en el alma. Oh, penetremos de buen grado en el fuego de fundición de su voluntad por amor de la purificación. ¡Procedan como sus padres procedían, y no se nieguen al castigo del Todopoderoso!

VOCES.— Sometámonos a su voluntad… bendita la prueba… desharé el lamento en mi boca… sí… ellos también estuvieron en cautividad, y Él los libertó… a nosotros también nos escuchará… sí… sí… oh, que se compadezca de nosotros… di, profeta, ¿volverá a acogernos?… ¿nos concederá la redención?… ¿nos libertará de Babel?… deja que lo creamos…

JEREMÍAS.— Crean en la resurrección, hermanos, y ya habrán resurrecto. Porque, ¿quiénes somos si no somos creyentes? No nos fue dada tierra como a otros pueblos, tierra a que apegarnos, patria en que permanecer, ni descanso en el que nuestro corazón se torne graso. No hemos sido elegidos para la paz entre los pueblos; peregrinación por el mundo es nuestra tienda; esfuerzo nuestro campo; y Dios, nuestra patria en el tiempo. Pero no envidien a los demás por ello, no se quejen. Déjenles su dicha y su orgullo, déjenles su casa y patria terrenal, mas, tú déjate probar, tú, pueblo de sufrimientos, y cree, tú, pueblo de Dios, pues el padecimiento es tu herencia sagrada, sólo para él has sido elegido por amor de tu eternidad.

VOCES.— Oh, verdad de la palabra… nuestra herencia es el pesar… quiero hacerme cargo de él… creo en su caridad… nos conducirá como nos llevó de Egipto… bendición sobre tu palabra… Dios nos librará tal como salvó a nuestros mayores…

JEREMÍAS.— Levántate, pues, pueblo, sobre tu lamentación y toma tu fe como cayado, y saldrás de tus penas marchando como marchaste mil y mil años. Bienaventurados los vencidos que lo somos por amor de Él, bendito nuestro destierro. ¡Bienaventurados por perderlo todo a fin de hallarlo a Él, bendito nuestro destino cruel, nuestro azote y nuestra prueba! Porque para la duración hemos sido elegidos a través del sufrimiento, y para la eternidad, por la renovación. Reyes que fueron amos nuestros desaparecieron cual humo; pueblos que nos esclavizaron, pisoteada y dispersa está su semilla; ciudades en que servimos, están en ruinas y moradas son de chacales; pero Israel vive y no envejece con los tiempos, ya que el sufrimiento es su fuerza, y la caída, su peldaño. Mediante el pesar hemos vencido el tiempo; siempre la ruina fue nuestro comienzo, y desde todos los abismos nos elevó hasta su santo corazón. ¡Recuerden, recuerden las penas de antaño y recuerden cómo las superamos; recuerden, recuerden Egipto, la casa de servidumbre, la primera prueba! ¡Alaben el azote, azotados, alaben la prueba, probados, loen a Dios quien nos eligió para ello en toda eternidad!

(El pueblo es presa de gran emoción. De las voces aisladas van formándose rítmicos los coros).

VOCES.— Esclavos de Egipto fueron los padres, bridas de hierro apretaban y ceñían la frente de Israel. Siervos y mayordomos rompían los lamentos en hombros sirvientes a latigazos, golpeaban a los niños con mortífero hierro.

VOCES MÁS CLARAS.— Mas, en la penumbra que nos envolvía nos halló la misericorde mirada de Dios, un libertador despertó en seno humilde para el pueblo antes de que sucumbiera. En su lengua vertió la palabra, poder de los signos, en sus manos dio. Moisés animó al pueblo vejado, en su verbo la patria centelleaba, y dejamos el amargo país.

VOCES ALEGRES.— Por los sesenta que en su tiempo llegaron, miles y miles regresaron, con bienes acumulados, con bestias y esclavos, un pueblo fuerte, iniciamos la marcha. Columna de humo y columna de fuego iban delante de miradas dichosas, ángeles del Señor volaban a nuestro frente. ¡Oh, primer éxodo! ¡Oh, comienzo de la dicha! ¡Oh, primer reposo, y retorno!

JEREMÍAS.— Mas, nuevos pesares aguardaban a Israel, prueba tras prueba. ¡Recuérdenlo, recuerden los días ardientes de la amargura! ¡Recuérdenlos!

VOCES.— Detrás de nosotros corrían, espuma en las fauces, caballos y carros, el ejército del faraón. Sobre nosotros ya retumbaban gritos de venganza, delante de nosotros marea alta, detrás de nosotros, la muerte.

VOCES MÁS CLARAS.— Pero entonces Dios desencadenó tormenta, ampliamente apartó las aguas, agua transformose en muralla, el fondo en pasaje, lugar de peces convirtióse en paso y a pie seco cruzamos el desfiladero abierto entre las aguas.

VOCES ALEGRES.— Con ruido de armas que chocan, seguían ansiosos los enemigos, con estallido precipitáronse por la vía de aguas en espera, ya nos alcanzó su grito, pero entonces levantose ventarrón del Señor, espumeantes cayeron los muros de agua, sobre ellos se precipitó la fatalidad azul, caballos y carros estranguló el mar.

VOCES GRAVES.— Así, el Señor desbarató el peligro, salvo arrancó al pueblo de la cautividad. ¡Oh, comienzo grandioso de la maravillosa peregrinación benditamente siniestra!

JEREMÍAS.— Pero otra y otra vez vertió sobre nosotros la amargura de la muerte y la copa de la prueba a fin de que nos restableciésemos para siempre. ¡Recuérdenlo! ¡Recuerden los ardientes días del desierto, los cuarenta años de penuria antes de llegar a la tierra de Dios!

VOCES.— Yerma la garganta, secos los labios, desfallecientes de sed y languideciendo tambaleamos por el país desierto.

VOCES ALEGRES.— Entonces Moisés, el enviado por Dios, alargó la vara y la arrojó contra la piedra. Abriéronse los flancos marmóreos de la roca, agua humedeció el labio resecado, frescura salpicó al pie polvoriento.

VOCES MÁS CLARAS.— Cuando nos cansábamos, éranos dado consuelo, milagros animaban al día quemante, fuentes amargas tornáronse dulces, codornices sabrosas trajo nos el soplo del viento, y cuando el candente hierro del hambre consumió nuestras entrañas, surgió de la mañana blancura deslumbrante: ¡Maná cayó, el pan del cielo!

JEREMÍAS.— Nunca nos fue dada seguridad. Eternamente nos abatía con su mano sagrada. Siempre renovaba los peligros para su pueblo. ¡Recuerden! ¡Recuérdenlos!

VOCES.— Pueblos se levantaban en armas, envidia y egoísmo cerraban los caminos de nuestra ruta; ciudades atrancaban torres y puertas, lanzas oponían fijamente porfía y muerte.

VOCES MÁS CLARAS.— Entonces Dios puso armas en nuestras manos y la dureza de la espada en los corazones, contra mil nos dio fuerza, triunfo nos dio contra diez mil.

VOCES ALEGRES.— Trompetas sonaban, se desplomaron muros, Moab se dobló, Amalec sucumbió. Con la espada abrimos caminos ante la ira de los pueblos y tiempos, hasta que nuestra alma superó la prueba, hasta que la encontramos, la tierra de descanso, Canaán, nuestra tierra de promisión. Patria podían tener los vagamundos, bendiciendo desatamos cinturón y botas, la vid verdeció en el cayado del caminante. Israel floreció, y Sión resurgió.

TODAS LAS VOCES.— Siempre éramos aradores en el yugo, siempre inclinados y en servidumbre, mas, eternamente rompía nuestro yugo, de todas las cárceles nos ha redimido, dondequiera que nos creaba pena y dolor, siempre llamábamos de regreso y renovaba nuestra semilla hasta hacerla florecer.

JEREMÍAS.— Y jamás acontecerá que de nosotros se olvide. Recuerden, recuerden que cuando nos humilla, que cuando nos ofende, tal pena es sólo incendio de su amor. Inclínense, pues, hermanos, bajo el yugo de la conformidad, bendecir el destino que nos tocó, sufrimiento es prueba, y prueba es elevación; humillación sólo nos acerca a Dios, cada caída lleva más alto en sus reinos, pues sólo los vencidos tienen noción de Él. ¡Adelante, pues, hermanos! ¡Adelante, a alcanzarlo! ¡Adelante, hermanos, encaminémonos hacia Dios!

VOCES (extáticas).— Sí, que comience la peregrinación… camina tú adelante… como los mayores queremos sufrir, oh, marcha y retorno eternos… adelante… adelante… adelante… comiencen… poco falta para el amanecer… marchemos… caminemos… al cautiverio… Dios nos salvará como siempre nos salvó… Todos queremos marchar… todos… sí, todos nosotros.

LA VOZ DE SEDECÍAS.— ¡Ay, ay! ¿Quién me conducirá? ¡No me dejen atrás! Ay, ay, ¿quién me levanta?

JEREMÍAS.— ¿De quién es ese llamado?

VOCES.— Déjalo… que se quede… granza es y réprobo… condúcenos, tú, bendito… Sé tú nuestro señor… deja al réprobo…

JEREMÍAS.— Nadie ha sido rechazado. El que llama, debe ser atendido por amor de todos nosotros.

VOCES.— Él no… él no… lepra es de nuestro pueblo… fuente de toda desgracia… ¡deja al expulsado de Dios… deja al maldito!…

JEREMÍAS.— Yo también fui rechazado por Dios, y Él me escuchó; yo también fui maldito, y Él me bendijo. ¿Adónde está el que grita desde el fondo de su pena, para que le consuele tal como yo mismo he sido consolado?

VOCES.— En la sombra yace… sobre los peldaños… mira, ahí inclinado… la ira de Dios cayó sobre su arrogancia.

JEREMÍAS.— ¿Por qué no se acerca? ¿Por qué permanece apartado?

VOCES.— Mira, pues… sus estrellas se apagaron… sus pasos son vacilantes… no conoce más su camino, ciego está el cegado…

JEREMÍAS (acercándose, con espanto grande).— ¡Sedecías! ¡Mi rey!

SEDECÍAS.— ¿Eres tú, Jeremías, el que se me acerca?

JEREMÍAS.— Soy yo, mi rey, tu siervo y esclavo, Jeremías.

(Dobla las rodillas delante del rey).

SEDECÍAS.— Ay, no te burles de mí, no me rechaces como yo te rechacé. Tu palabra me quemó y me convirtió, oh, poderoso, ahora ten piedad de mí. ¡No me apartes, no me dejes solo en la hora del espanto! Quédate a mi lado, como juraste a la faz de Dios en la hora, la última, que vi sobre la tierra.

JEREMÍAS (a sus pies).— Estoy a tu lado… mi rey Sedecías.

SEDECÍAS (buscándole a tientas).— ¿Dónde estás? No te siento.

JEREMÍAS.— A tus pies estoy, tu siervo y tu esclavo.

SEDECÍAS (temblando).— No me escarnezcas ante el pueblo, ni te humilles ante el humillado. El santo óleo se transformó en sangre sobre mi frente, y mi corona, en polvo.

JEREMÍAS.— Pero has llegado a ser el rey del sufrimiento y nunca fuiste más regio. Sedecías, mi rey y señor, inmóvil permanecí frente a ti cuando el poder estaba en ti y la fuerza, pero ante el agobiado de Dios me inclino, el siervo más humilde de su dolor. El primero fuiste en padecer, ¡sé, pues, también el primero de nuestro pueblo en toda la eternidad, y comienzo de su salvación! ¡Oh, tú, rey de los pesares, ungido de la prueba, señor de Israel, levanta tu frente a fin de que nos ilumine, condúcenos, tú que ahora ya sólo ves a Dios y no así a la tierra, conduce, conduce a tu pueblo!

(Levantándose y dirigiéndose al pueblo).

Miren, miren, pueblo de dolor, pueblo de Dios, Dios escuchó su ruego, les envió un conductor. El coronado de dolor, el escarnecido por los hombres, ¿quién como él puede ser rey de los venturosamente vencidos? Dios le cerró la vista terrenal para que mejor viera su reino eterno, oh, hermanos, ¿quién, jamás, de los descendientes de David tenía tanto como éste de rey de los pacientes?

SEDECÍAS.— ¿Adónde me llevas? ¿Qué es de mí?

JEREMÍAS.— ¡Levanten al caído, honren al ofendido con diligente amor! Cúbranlo con atavío de rey, y renueven el poder de los signos, honren, oh, honren en él el sufrimiento de ustedes, que como primero inicie la marcha. Enfrenen los caballos, preparen litera, con brazo respetuoso levántenlo en alto, pues es sacratísima carga, tesoro de Israel y su estirpe real.

(Algunos ayudan al rey con todas las manifestaciones de respeto y acomodan al ciego en una silla de mano).

(Una trompeta retumba fuertemente a lo lejos, como llamado tremendo que parece provenir de la ciudad misma. Entretanto, se ha hecho de día y sus primeras luces iluminan con fuego rojizo las murallas ennegrecidas. Un gran claror, siempre creciente, emana del cielo matutino).

(La multitud, en un arrebato grandioso, al oír el llamado de la trompeta, con los brazos extendidos hacia el Este, corre, va y viene extática).

VOCES.— La trompeta… la trompeta… Dios nos llama… ha llegado el día… el día de nuestra prueba… el sol se acerca a Jerusalén… preparen los animales, preparen los corazones… Dios nos llama… venimos, venimos, partida… partida… oh, llegada y retorno… ¡Jerusalén… Jerusalén!…

JEREMÍAS (erguido grandiosamente sobre el peldaño más alto. Todos en su derredor han retrocedido, de modo que, solo en la altura, parece más grandioso aún. Tiene los brazos levantados; su voz tiembla excitada). ¡Arriba repudiados, arriba, vencidos, preparen el viaje! ¡Pueblo de peregrinación, pueblo de Dios, elegido del mundo, levanta tu corazón!

(La multitud, presa de agitación grandiosa).

JEREMÍAS (de cara a la ciudad).— Por última vez resplandecen las almenas de Jerusalén en las lágrimas de ustedes, los ilumina la altura del monte sagrado. ¡Una vez más eleven ardientes miradas, absorban la imagen perdida de la patria! ¡Absorban las alamedas, beban las murallas, beban las torres de la ciudad eterna, beban el afán de volverlos a ver, beban, oh, beban con la mirada a Jerusalén!

VOCES.— ¡Grábate a fuego en nosotros a fin de que nos enardezcamos… cómo podría olvidarte, aspecto de los aspectos… que se seque mi diestra si te olvido, Jerusalén… oh, patria de nuestro corazón… Sión, Sión, ciudad sagrada, tú!

JEREMÍAS.— ¡Una vez más inclínense creyentes hasta el suelo, una vez más toquen el sepulcro de los padres con mano piadosa! Tierra, oh tierra que abandono, saciada de sangre, de lágrimas quemada, miren, la toco humilde con manos amorosas. ¡Tierra, tierra, te abrazo, tierra, tierra penétrame! Tarugo amargo esfuérzome por pasar por la garganta sollozante, pero que tu amargura dentro del cuerpo enardezca mi alma y mis entrañas, para que eternamente te recuerde, para que eternamente participe de ti. Tierra, santa tierra de los mayores, ¡regálame eterno deseo y eterno ardor, hambre eterna y nostalgia de Sión, nuestro país perdido!

LA MULTITUD (arrodillándose e ingiriendo, igual que Jeremías, un pedazo de tierra).— Oh, tierra querida, gleba de los mayores… penétrame… estrangula a mi alma tal como yo con fuerza te trago… oh, país perdido… tumba de mis padres… oh, dejarte… tierra… tierra… santa tierra, tú…

JEREMÍAS (levantándose).— Mas, ahora que nutriste amargo anhelo, mas, ahora que bebiste ardiente imagen, pueblo de peregrinación, pueblo de Dios, ¡levántate! Deja a los muertos, que ellos tienen la paz, deja los muros, que ellos no se levantan, pero tú resucitas siempre y eternamente de tus profundidades en tu Dios. ¡Arriba, pueblo de peregrinación, pueblo de Dios, prepárate para el viaje, mira a lo lejos, no mires atrás! Los que permanecen, patria tienen; los que ambulan, tienen el mundo. ¡Arriba, doblegados, arriba, vencidos, levanten la frente por cima de urgencias, hacia auroras eternas, hacia la tienda ambulante de las estrellas. Dios preparó, siente las rutas que recorres, pueblo de peregrinación, pueblo de Dios, adelante, al mundo!

(En todas partes, la multitud se prepara para el viaje. Confusión de hombres y bestias, movimiento agitado, nervioso).

UNO (adelantándose).— Pero, di, conductor, admite la tímida, apesadumbrada pregunta: ¿Serán nuevamente nuestros estos valles, regresará Israel alguna vez, volveremos a ver, di, Jerusalén?

VOCES.— Sí… di… agora, predice… ¿volveremos a ver Jerusalén?

JEREMÍAS.— Eternamente la verá en sus adentros aquel cuya alma no es siervo de su esclavitud, y quien con la vara de su fe en Dios mida la profundidad del terrenal dolor. Para éste brillará poderosísima, en el fondo más remoto del corazón, a cada hora, más bella que antaño la conociera, y toda tierra extraña se le volverá tierra de Dios. Oh, erigida está para el que confía, a Jerusalén siempre verá el que cree.

VOCES.— Creemos… confiamos… eternamente la veremos… la fe es nuestra Jerusalén.

OTRO (adelantándose también).— Mas, dinos, guía, ¿quién nos la edificará?

JEREMÍAS.— El fervor del anhelo, la noche de nuestra cautividad, el sufrimiento que los tomó hábiles, ustedes mismos serán los santos trabajadores que transformarán las almas en eterna ciudad. Con sus pesares levanten los muros, y cuanto más los pueblos los humillen, tanto más altos se levantarán hacia Dios, tanto más bella surgirá Jerusalén.

VOCES.— Sí, déjenos edificarla… hundir la plomada en nuestros pesares… déjenos picar la piedra de nuestros dolores… levantar hacia Dios el cordón de medir… ¡edifiquemos Jerusalén!

OTRO MÁS.— Pero, di, conductor, ¿entonces perdurará?

JEREMÍAS.— Las piedras se desmenuzan, se caen las murallas de terrenal obra, los reinos envejecen, ciudades se desvanecen en el río del tiempo. Más, lo que las almas en aflicción van formando, perdura por la perpetuidad de Dios. ¿Quién puede destruirlas, las invisibles, por el alma concebidas, con lágrimas erigidas, almenas de la santa fe, quién puede robarnos la sagrada confianza, quién derribar la Jerusalén del corazón?

VOCES.— Eternamente dura Jerusalén… ¿quién puede destruirla… santa, santa, la casa santa de nuestro corazón?… ¡sagrado el lugar de nuestra desdicha… oh, consuelo… oh, esperanza!

OTRO.— Pero di, conductor, ¿dónde hallaremos, dónde ve el alma a Jerusalén?

JEREMÍAS.— Dondequiera que ustedes mismos se recobren, donde ardientes de temor y extrañeza se levanten, ahí ideará el deseo la imagen, ahí vivirán el sueño de nuestra nostalgia, en todo lugar donde la fe los habite los aboveda clara su pétrea corona: El que arde, ve eternamente a Jerusalén.

VOCES.— Oh, consuelo de la fe… bendita servidumbre de Dios… destruyó la ciudad para que eternamente resurja en nuestro corazón… doquier la queremos hallar… déjenos levantarla en los corazones… eterna es nuestra Jerusalén… ¡Oh, eterna partida y eterno retorno!

(La trompeta resuena poderosa por segunda vez. Es ahora pleno día, visible se mueve el tumulto inabarcable de las masas listas para el éxodo que con un grito impresionante de impaciencia y de exaltación saludan la señal de partida).

JEREMÍAS (a mucha altura sobre los demás).— ¡Pueblo viandante, pueblo de sufrimiento —en el santo nombre de Jacob, quién de Dios otrora obtuvo luchando la bendición—, levántate para ir mundo adelante, prepara y recorre camino infinito! ¡Esparce tu siembra de grado en la penumbra de los pueblos y años, camina tu camino y sufre tu sufrimiento! ¡Arriba, pueblo de Dios! Inicia tu maravilloso retorno a través del mundo a la eternidad.

(La multitud empieza a agitarse poderosamente. En silencio fórmase una columna inmensa. Al frente llevan al rey en una silla de mano; detrás marchan, serenos y solemnes, tribu tras tribu, los grupos ordenados, en dirección a los portones. Con la mirada alta, cantan al andar, y su éxodo tiene la grave solemnidad de una ceremonia de holocausto. Nadie empuja, nadie se adelanta, ninguno queda atrás, sin prisa ni apuro avanzan las columnas; pasan y desaparecen. Siguen siempre nuevas masas, y es como si una infinidad saliera de la penumbra a la lejanía).

VOZ DE LOS CAMINANTES.— Casas extrañas habitaremos, comeremos el salado pan de lágrimas. Sobre escabeles de vergüenza nos sentaremos, y temerosos dormiremos junto a enemigo hogar. Oscuridad de los años descenderá sobre nosotros, servidumbre de reyes y cautividad de gobernantes, pero nuestras almas evadiranse del extranjero, y en todo instante descansarán en Jerusalén.

VOZ DE LOS CAMINANTES.— Beberemos de aguas profundas y amargas, que queman la boca anhelante, los árboles nos darán sombra de extrañeza y voces de angustia soplarán con los vientos, mas ningún país extraño se nos tornará lejanía, pues de las estrellas nos llegará tremolando consuelo; sueños de patria nacen de las noches, fortalecida resurge nuestra alma del sagrado bastimento: Jerusalén.

OTRAS VOCES MÁS DE LOS CAMINANTES.— Por caminos extraños seguiremos, por países y tierras empújanos el viento, hogar tras hogar nos arrancan los pueblos de las plantas ardientes, en ninguna parte hay raíz para el tronco que cae, caminante es siempre nuestro mundo trashumante, pero benditos, venturosos nosotros, vencidos del mundo, pues aun cuando sólo como granza de todos los caminos, en ningún lado hermanado y a nadie gratos, pasa no obstante, eternamente nuestro cortejo por los tiempos rumbo a la Jerusalén de nuestra alma.

(Algunos caldeos, entre ellos un capitán, han salido medio embriagados del palacio. Sus voces fuertes y penetrantes superan el hablar apagado de los caminantes).

EL CAPITÁN DE LOS CALDEOS.— ¿Los oyen murmurar? No quieren marcharse. Castíguenlos a latigazos si se obstinan.

UN CALDEO.— Mira, señor, marchan sin que nadie se los mande. Y no murmuran…

EL CAPITÁN.— Si se quejan, rompe la queja en su boca.

EL CALDEO.— Señor, no se quejan.

OTRO CALDEO.— Mira… cómo marchan… van como triunfadores… hay brillo en su mirada…

LOS CALDEOS.— ¿Qué pasa con este pueblo?… ¿No son ellos los vencidos?… ¿Los engañó alguien con falso mensaje de liberación?… ¡Escuchen lo que dicen!… ¿Qué cantan?… Extraño es este pueblo… incomprensible es su obstinación y en su resignación… ¿Quién comprende a esta gente?… En esta dulzura hay una fuerza que es peligrosa… La entrada es ésta de un rey y no el éxodo de esclavizados… Nunca vio el mundo un pueblo como éste.

VOCES (alternando por grupos, en columnas cada vez renovadas, que prosiguen, y entre las que también se mezcla Jeremías sin ser notado).— Atravesamos tiempos, atravesamos naciones a lo largo de infinitas rutas de pesar, eternamente somos los infinitamente vencidos, siervos del hogar junto al cual descansamos, siervos bajos de servidumbre baja; pero las ciudades se derrumban, se escurren pueblos en la oscuridad cual estrellas que caen, y los que con dureza laceraban nuestras espaldas, perecen generación tras generación. Pero nosotros andamos, andamos, andamos adentrándonos más profundamente en la propia fuerza que de las tierras desentraña eternidades y de sus sufrimientos, a Dios.

EL CAPITÁN CALDEO.— Mira… mira… como danzarinas andan… una embriaguez ha venido sobre ellos. ¿Acaso no los hemos vencido?… ¿No están en la ignominia?… ¿Por qué no se lamentan?

UN CALDEO.— Debe haber un secreto en ellos que los transforma, algo invisible que los arroba…

OTRO CALDEO.— Sí… creen en lo invisible… éste es su secreto.

EL CAPITÁN CALDEO.— ¿Cómo puede verse lo invisible, cómo creer lo que no se ve?… Un misterio debe haber en ellos como en nuestros astrólogos… habría que aprenderlo de ellos.

EL CALDEO.— No se puede aprenderlo. Sólo se puede creerlo, y dicen ellos que es su Dios.

LAS VOCES DE LOS QUE PARTEN (elevándose poderosamente, ahora que los últimos de ellos empiezan a marchar).— Recorremos el sagrado camino de nuestros pesares, de prueba y prueba a la purificación, los continuamente combatidos y vencidos, los eternamente trabados y eternamente salvados, los siempre y siempre despedazados y siempre de nuevo renovados, nosotros, juguete de todos los pueblos y escarnio, los únicos sin patria de la tierra, marchamos a todas las eternidades, los últimos que quedaron de infinita multitud, de regreso a Dios, que fue principio y origen de todos, hasta que Él mismo se nos transforme en hogar. Él mismo, sin descanso, como nosotros, con estrellas y años da vueltas al mundo y lo rodea luminoso, y totalmente nos deshacemos en lo invisible, pueblo perdido, espíritu inmortal.

EL CALDEO.— Observa cómo marchan. Sus pasos son los de un vencedor y hay claridad en sus miradas. Cuán grande debe ser su dios.

EL CAPITÁN CALDEO.— ¿Su dios? ¿No hemos destrozado sus altares? ¿No acabamos por ventura de vencerlo?

EL CALDEO.— No se puede vencer a lo invisible. Se puede matar a los hombres, pero no al dios que en ellos vive. Se puede dominar a un pueblo, pero jamás a su espíritu.

(La trompeta resuena por tercera vez. El sol se ha levantado sobre Jerusalén y brilla sobre el éxodo del pueblo que marcha de la ciudad a los tiempos).