Cuadro VII
LA PENURIA EXTREMA

Di mi espalda a los que me herían, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba; no escondí mi rostro de la afrenta y del esputo.

Isaías 50:6

En la gran plaza del templo, a la mañana siguiente. Una multitud enorme, en su mayoría mujeres y niños, se agolpa furiosamente en las escalinatas del palacio, formando una sola ruidosa masa, coronada con la espuma de gritos y llamados aislados, agudos. Los primeros han llegado a la puerta y la golpean.

EL GUARDIÁN (sale).— ¿Qué quieren todavía? Ya les dije que hoy no se distribuirá más pan.

UNA MUJER.— Pero yo tengo hambre. ¡Tengo hambre!

OTRA.— Un pan pequeño me han dado para mis tres hijos, como la palma de mi mano. Mira, esquelética está la niña, como rafia son sus dedos. (Levanta una niña).

OTRA MÁS.— ¡Mira la mía, la mía! (Alza una criatura).

VOCES (en salvaje confusión).— ¡Tengo hambre… pan… pan… pan… nos morimos de hambre… pan… pan… pan!…

UNO (ha trepado hasta el último escalón).— ¡Trae las llaves, he dicho!

VOCES (confundidas).— Sí… que traigan las llaves… abran… las llaves… sí… sí…

EL GUARDIÁN (golpeando en medio del pecho al que se había adelantado).— ¡Atrás! Orden del rey, ¡darle un pan a cada uno al despuntar el día, y cerrar los almacenes!

UNA VOZ.— A mí tampoco… a mí tampoco… De mí se han olvidado… de mí también… ¿por qué no me dieron a mí?…

UNA MUJER.— Como una moneda de oro era el mío, y tengo un niño de pecho. ¡Justicia!

OTRA.— Arena había en el mío, arena y grava.

OTRA MÁS.— No son los mismos panes de antes. El reparto se hace mal. ¡Justicia!

EL GUARDIÁN.— Nahum reparte a todos por igual. Es justo.

UNA VOZ.— ¿Adónde está?

OTRAS VOCES.— Sí, ¿adónde está?… ¿Adónde está?… que nos conteste… que salga… nos roba… ¿adónde está?…

UNA VOZ (excitada, aguda).— En su casa está, y ceba a los suyos. Hornean pasteles.

OTRO.— Sí, todo lo guardan para ellos, los ricos.

OTROS MÁS.— Y que nosotros suframos privaciones… ¡no!, ¡no!… Nos roban… ¡Pan para los pobres!… ¡Pan!… ¡Pan!…

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— En la casa del rey, los platos de oro están colmados de venados y golosinas. Prefieren en el palacio, echar los restos a los perros que darlos a nuestros hijos.

UNA VOZ.— Esto no es cierto.

OTRAS VOCES.— Sí… sí… yo mismo lo he visto… mi hermana también lo dice… ¿Adónde está Nahum?… ¡Adelante… arriba… pan… pan… ahora han desaparecido todos… pan… pan!…

(El vocerío aumenta poco a poco hasta convertirse en un solo inmenso grito de «¡Pan, pan!». La multitud invade la escalinata, crece su agitación; ya los primeros quieren prender al guardián y golpean la puerta cerrada).

(El guardián ha tocado la corneta. Inmediatamente salen del palacio Abimélek y un grupo de soldados).

ABIMÉLEK.— ¡Fuera!… ¡Empújenlos atrás!… Despejen la escalinata… ¡Abajo!… Despejen la plaza frente al palacio.

(La multitud, empujada por los guerreros que arremeten contra ella con las lanzas invertidas, huye en tumulto pánico escaleras abajo).

VOCES (confundidas).— Ay… me han golpeado… nos matan… ay… ¿adónde está mi hijo?… Violencia… ¡Socorro!…

(La multitud empujada hasta el pie de la escalera, se agita allí furiosamente).

ABIMÉLEK.— ¿Se han vuelto locos? El enemigo arremete contra nosotros. En la muralla estoy desde la madrugada para contener su asalto, ¿y entretanto ustedes atacan aquí? ¿Qué quieren, pandilla?

VOCES.— Pan… tenemos hambre… pan… nuestros hijos mueren de hambre…

ABIMÉLEK.— Cada cual recibe su pan.

LAS VOCES.— Yo no… a mí me han olvidado… no es bastante…

ABIMÉLEK.— El enemigo ataca la ciudad. Aprieten el cinturón. Son tiempos de guerra ahora.

LAS VOCES.— No es bastante… Tenemos hambre.

ABIMÉLEK.— ¡Sufran hambre, pues! Bien pueden padecer mientras nosotros sangramos. Primero la ciudad, luego ustedes. (Animándolos). ¡Viva Jerusalén!

UNA SOLA VOZ (en medio de la multitud).— ¡Viva Jerusalén!

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— ¿Quién es Jerusalén? ¿Tiene estómago y sangre? Piedras y muros no son Jerusalén. ¡Nosotros somos Jerusalén!

LA MULTITUD.— Sí, nosotros somos Jerusalén… queremos vivir… no queremos perecer de hambre… mis hijos deben vivir… ¿Qué significa para mí Jerusalén?… ¡Pan!… ¡Pan!…

ABIMÉLEK (golpeando con el pie).— ¡Silencio, pueblo! ¡Vuelvan a sus casas! ¿Qué hacen aquí, en el mercado, en vez de estar sobre la muralla? Hay guerra ahora.

UNA MUJER.— ¿Por qué hay guerra?

MUCHAS VOCES.— Sí, ¿por qué? ¿Para qué hay guerra? Hagamos las paces… pan… paz… pan…

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— ¿No nos encontrábamos bien bajo Nabucodonosor, no era suave su yugo, no fueron felices nuestros días?

MUCHAS VOCES.— Sí… sí… paz con él… paz… sí… sí… pongan término a la guerra… abajo la guerra… maldito el que la inició.

UNA MUJER.— Sedecías la quiso por los egipcios.

VOCES.— Sí… nos traicionó… nuestros consejeros nos traicionaron… Sedecías nos vendió… se mantiene oculto en medio de las mujeres…

ABIMÉLEK.— ¿Quién se atreve a insultar al ungido del Señor? El primero es él en la lucha…

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Esto no es verdad.

ABIMÉLEK.— ¿Quién dice que no es verdad? Que se adelante, el calumniador, lo quiero al alcance de mi espada. ¿Quién lo dijo?

(La multitud guarda silencio).

ABIMÉLEK.— ¡Guárdense de los calumniadores! Y ahora, ¡a sus casas, y el que tenga fuerzas, a la muralla!

VOCES (desde atrás).— Nahum… Nahum… aquí está…

LA MULTITUD (se divide, corre hacia Nahum y lo rodea).— Nahum, bueno de Nahum… danos pan… pan… pan… Tú eres justo… Nahum… ayúdanos… bueno… de Nahum…

NAHUM (desasiéndose con esfuerzo).— Suéltenme, ¡déjenme libre!

LA MULTITUD (invadiendo la escalera en pos de él).— Nahum… Nahum…

NAHUM.— ¡Retrocedan!

(Los guerreros levantan las lanzas, la multitud queda gritando abajo).

NAHUM.— ¿Qué quieren de mí?

UNA VOZ.— ¡Abre los depósitos!

NAHUM.— Están vacíos. Un pan diario para cada uno, eso debe bastar.

LAS MISMAS VOCES DE ANTES.— A mí no me han dado… a mí tampoco… abre los graneros… abre los almacenes…

NAHUM.— Los almacenes están exhaustos.

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Queremos verlos.

MUCHAS VOCES.— Sí, queremos verlos… no lo creo… no es verdad… Queremos verlos, con nuestros propios ojos… ábrelos… queremos verlos nosotros mismos… sí… sí… ábrelos… no lo creo…

NAHUM.— Les juro…

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Sólo creemos lo que vemos. Demasiado se nos ha mentido.

MUCHAS VOCES.— Sí… todos nos han engañado… los sacerdotes… sí… sí… todos… el rey… Vengan las llaves… todos han dicho mentiras… triunfo anunciaron…

OTRAS VOCES (cada vez más intempestivas).— ¿Adónde están los egipcios?… Queremos verlos… Sedecías los prometió… ¿Adónde están los milagros?… ¿Adónde están?… ¡Pan, pan… trae las llaves… pan!… ¡a ver, las llaves!…

(La multitud sube de nuevo, inconteniblemente, las escalinatas. Rodea a Nahum y trata de quitarle las llaves).

NAHUM.— ¡Socorro! ¡Socorro!

ABIMÉLEK (repartiendo golpes lo mismo que los guerreros).— ¡Abajo, gentuza, abajo, fuera!

UNA VOZ.— Me golpearon, ay.

MUCHAS VOCES.— ¡Ay, mi hijo… me golpeó… asesinos… asesinos… pegar a indefensos… nos asesinan… mi hijo… ay… fuerza bruta!

UNA MUJER (desabrochando furiosa su vestido).— ¡Aquí me hirieron… sangre… pierdo sangre… miren aquí!…

LA MULTITUD (que ha sido rechazada, exclama iracunda).— Venganza… abajo… abajo los…

ABIMÉLEK.— ¡Por última vez! ¡A sus casas! ¡Despejen la plaza, o haré uso de la espada!

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Nuestro es el mercado, nuestra la ciudad.

MUCHAS VOCES.— Sí, nos quedamos.

UNA MUJER.— Aquí me quedaré hasta que venga el rey.

VOCES.— Sí… Sí…

UNA MUJER.— Arrojaré mi hijo a sus pies. Que le dé de comer. No me aparto hasta obtener pan.

OTROS.— Me quedo… esperaremos… no me aparto… nos quedaremos…

UNA VOZ (desde atrás, en medio de la aglomeración).— Abimélek, ¿dónde está Abimélek?

ABIMÉLEK.— Aquí estoy.

LA MULTITUD.— Aquí está el maldito… el asesino.

EL MENSAJERO.— Socorro, Abimélek. Entraron por la puerta Moriá.

(La multitud lanza gritos de espanto).

ABIMÉLEK (abriéndose paso con la espada) .—¡Paso gentuza! ¡Fuera! ¡Paso!

(A sablazos ábrese camino a través de una ruta de espanto y gritos. El horror transforma la multitud en un solo caos espantosamente ruidoso. Mientras antes empujaba en una dirección única y de acuerdo con una sola voluntad, ahora cada cual corre por su lado, y todos van y vienen, confundidos. Es una hirviente batahola de gritos y palabras y movimientos que en sus cien formas expresa una sola cosa: un espanto infinito, insensato, sin rumbo ni concierto).

VOCES (en medio de la multitud).— Están en Moriá… Estamos perdidos… ahora todo terminó… adonde… mi mujer… mis hijos… ay… ay… adonde estás… la muerte de Dios sobre nosotros… al templo… Elías… Elías… Dios nos salve… adonde esconderse… ay… ay… ¿qué haremos?

UNA VOZ.— ¡A las murallas!… ¡Todos a las murallas!…

VOCES.— Sí… no… a las murallas… Elías, ¿adónde?…

(Un grupo se aísla y se aleja corriendo, otros acuden. Es un vaivén de gente).

VOCES.— ¡Al templo! ¡Al templo!… Dios tiene que ayudarnos… ¡El arca sagrada… el arca sagrada… llévenlo delante!

OTRAS VOCES.— ¡Al templo!… ¿Adónde están los sacerdotes?… Ay, ¿adónde están? ¿Adónde están?… Cerradas las puertas.

UNO (que llega precipitadamente).— ¡Traición! ¡El rey huyó! ¡Estamos perdidos!

(La multitud lanza gritos de furia y de horror).

VOCES.— Nos han traicionado… estamos perdidos… ¿adónde está el rey?… ¿y los sacerdotes?… ¿adónde está Ananías?… Traición… las puertas cerradas… estamos perdidos… adonde… nos han engañado… venganza… permiten que nos asesinen… ay, ¿quién nos salva… quién nos salva?, muerte sobre nosotros… los caldeos…

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— ¡Maldito sea el rey!

VOCES (estridentes, furiosas).— ¡Maldito, maldito!

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— ¡Maldición sobre los sacerdotes, maldición sobre los profetas! Todos nos engañaron.

LA MULTITUD.— ¡Maldición, maldición!

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Golpearon a los que advertían y aconsejaban…

UNA VOZ.— ¡Golpearon a Jeremías!

OTRA VOZ.— Sí. Él lo dijo, Jeremías… Jeremías…

OTRAS VOCES.— Él advirtió… reclamaba la paz… ¿lo recuerdan todavía? Sí… yo lo oí… sí… sí… aquí mismo lo dijo… sí… sí… él es el profeta… siempre su palabra se ha tornado realidad… sí… sí… él todo lo anunció.

OTRAS VOCES MÁS.— ¿Adónde estás?… Jeremías… llámenlo… Jeremías… ¿adónde está?… que nos aconseje… él siempre sabía lo cierto… nos ayudará… ¿Adónde está?… ¿adónde está?…

UNA VOZ.— Al estercolero lo bajaron, aquí en el palacio.

(La multitud grita expresando su indignación).

VOCES.— Debemos liberarlo… sí… sí… él nos salvará… ¡abran su prisión… rescátenlo!…

OTRAS VOCES.— Abran las puertas… Jeremías… Jeremías… Oh, él es el libertador… Dios lo envió… ¿Adónde está?… ¡Jeremías, siervo de Dios!… ¡Redención… salvación!…

OTRAS VOCES MÁS.— Abatan a los mentirosos y profetas… Él es el verdadero profeta, él lo anunció… sí… sí… cada palabra suya se ha convertido en verdad… la gracia de Dios estaba sobre él… dame tu hacha… trae ese listón… debemos rescatarlo… arriba… Jeremías… Jeremías… que sea rey… ¿adónde está?, ¡oh, salvador, oh consuelo, ayuda, oh consolador!…

(La multitud ha resumido sus voces en un solo creciente grito de «¡Jeremías, Jeremías!», en él que concentra su ira, sus esperanzas y su temor La marea humana ha vuelto a ganar las escalinatas, y con maderas, martillos y los puños golpea la puerta cerrada. Por último, ésta es abierta lentamente).

EL GUARDIÁN.— ¿Qué quieren?

LA MULTITUD.— ¡Fuera! ¡Jeremías! ¡Jeremías! (Aparta al guardián a golpes).

EL GUARDIÁN.— ¡Socorro, socorro! (Su grito es arrastrado lo mismo que su cuerpo; parte de la multitud invade, como una masa negra, la puerta; se oyen a lo lejos golpes de hacha y puertas abiertas a la fuerza).

(La multitud al pie de la escalinata contempla con salvaje éxtasis e impaciencia los sucesos).

VOCES.— ¡Adentro… entren!… Debajo de todo lo han enterrado… le tenían miedo, los perros…

OTRAS VOCES.— Oh, un santo es… un enviado del Señor… oh, Jeremías… él nos salvará…

UNA MUJER (en éxtasis).— Él abrió los brazos y exclamó: paz. La llama de Dios estaba sobre sus labios, y su frente era clara, como iluminada por ángeles. Oh, él nos salvará.

OTRA.— Alargará su brazo hacia los enemigos, y la lepra caerá sobre ellos. ¡Oh, poder besar los pies del hombre santo que por nosotros padeció!

OTRA MÁS.— A latigazos lo maltrataron… como bálsamo son para nosotros sus heridas… quiero arrojarme en el polvo delante de él.

LA PRIMERA MUJER.— Santo… santo… santo es Jeremías.

UNA VOZ (desde lo alto de la escalinata).— Una soga… traigan una cuerda… para que lo alcemos.

LA MUJER.— Oh, se acerca. Se acerca la salvación: viviremos, hijo mío. El santo varón se aproxima.

LA OTRA.— Oh, que ya pudiera ver su faz bienaventurada, Jerusalén brillará en su luz.

(En la puerta alta se perciben gritos de júbilo provenientes de la profundidad).

LA MULTITUD (al pie de la escalinata).— Lo encontraron… salvación… salvación… gracia divina… Jeremías… Jeremías…

LA MUJER.— Oh, sólo mirarlo es restablecerse ya; mi corazón arde en el deseo de verle. ¡Oh, santo, libertador, acércate a tu pueblo, ven a tus siervas, salva, salva a Jerusalén! ¡Levántate, sol de nuestra noche, brilla, estrella de nuestras tinieblas! ¡Salva, salva a Jerusalén!

LA MULTITUD (en frenético éxtasis).— Jerusalén… Salva la ciudad… ¡Jeremías… Jeremías!

LA MUJER.— Viene… Oh, lo veo, lo veo, veo su rostro venturoso. Como el sol es de ver cuando se eleva sobre el Líbano. Oh, mira aquí, bendito. Mira nuestra miseria. ¡Levántanos!

(La multitud, con griterío salvaje, ha conducido a Jeremías en triunfo desde la puerta. Está sobre el peldaño superior, cubriendo los ojos para protegerlos contra la abundancia de luz que de repente le invade. En su derredor brama el éxtasis de la multitud).

VOCES.— ¡Santo! ¡Maestro!… ¡Samuel!… ¡Elías!… ¡Elías!… profeta… Jeremías… salva… salva… sálvanos… Jeremías… rey… ungido… Jeremías… oye, Israel… ¡Jeremías!…

LA MUJER (arrojándose a sus pies).— ¿Por qué cubres tu rostro? Bálsamo es tu mirada. Oh, mira al niño, bendito, a fin de que sane, míranos a fin de que resucitemos de la muerte.

JEREMÍAS (apartando las manos poco a poco de los ojos. Está muy sereno y sombrío, cuando ve la agitada expectativa).— Extraña es, la luz a mis ojos, me quema, y desusado este amor para mi alma; él también me quema. ¿Qué quieren de mí?

LA MULTITUD.— Santo… Jeremías… sálvanos… ungido… salva la ciudad… sé nuestro rey… haz un milagro.

JEREMÍAS.— No comprendo sus palabras. ¿Qué pretenden de mí?

LA MULTITUD (caóticamente).— Moriá… el fuerte… salva a Jerusalén… un milagro… estamos perdidos… nuestro apoyo eres tú… salva a Jerusalén…

JEREMÍAS.— Que hable uno, y no todos a la vez.

LA MUJER (echándose a sus pies).— Santo… ungido de Dios… estrella de nuestra esperanza, abre tus manos benditas. Sálvanos, sálvanos, salva a Jerusalén. Lo que tú previste, se ha cumplido; los caldeos están sobre nosotros.

UNA VOZ.— Asaltan la muralla de Moriá.

OTRA VOZ.— Nuestros hombres están vencidos.

OTRA MÁS.— Ya luchan junto al templo.

Una cuarta voz (desesperada).— ¡Salva, salva a Jerusalén!

LA MULTITUD (frenética).— ¡Salva, salva a Jerusalén!

(Jeremías permanece inmóvil y cubre su cara nuevamente con las manos).

LA MUJER.— Te vengaremos en tus enemigos, con las uñas desgarraremos la cara de tus adversarios. Pero ¡ten piedad de nosotros, apiádate! Nuestro apoyo eres y nuestra esperanza.

UNA VOZ.— ¿Quién nos salvará sino tú?

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Los sacerdotes nos han traicionado, el rey nos vendió.

JEREMÍAS (sulfurándose).— Esto no es cierto. ¿Por qué calumnian al rey?

VOCES.— Nos abandonó ¿adónde está?, ¿por qué no nos ayuda?… huyó… ha huido…

JEREMÍAS (con firmeza).— No dicen verdad.

VOCES.— Es cierto… Nos llevaron a esta guerra… nos han sacrificado… nosotros no queríamos esta guerra… La paz queríamos… ¡Haz la paz con ellos… paz… paz!

JEREMÍAS.— Tarde piden la paz. ¿Por qué arrojan el crimen sobre el rey? Ustedes también quisieron la guerra.

VOCES.— Yo no… yo no… no… El rey la quiso… yo no… ninguno de nosotros…

JEREMÍAS.— ¡Todos la han querido, todos, todos! Veleidosos son sus corazones y más débiles que la caña. A los que ahora gritan paz, los he oído bramar por la guerra, y los que ahora denigran al rey, lo han saludado con júbilo. ¡Ay, pueblo! Doblez hay en tu alma, y cualquier viento cambia tu parecer. Has fornicado con la guerra; lleva ahora su fruto. Has jugado con la espada; siente ahora su filo. ¡Castígate con los puños, con las palabras!

VOCES.— Ay… está enojado con nosotros… Jeremías… mira nuestra desgracia… ayúdanos… ¿Qué debemos hacer?

JEREMÍAS.— Que cada cual haga según sus fuerzas le permitan. El que pueda manejar una espada, tome una espada y sirva con su sangre; y el que tiene débil el brazo, que vaya a su casa y sirva con sus lágrimas. Pero no formen grupos ni murmuren.

LA MULTITUD.— No… salvación… victoria… danos el triunfo… no nos quites la esperanza… mira, nos abrasamos… Jerusalén… sálvanos… salva a Jerusalén… santo… bondadoso… ayúdanos… haz un milagro… no dejes que… un milagro… extiende tu brazo tal como hizo Isaías… como Elías… como Aarón… ayúdanos…

JEREMÍAS.— Nadie puede ayudar si Dios no ayuda.

LA VOZ EXCITADA, AGUDA.— Dios nos abandonó… ¿adónde está… adónde está el pacto que celebró con nosotros? Dios no ayuda…

JEREMÍAS (indignado).— ¿Qué chillan contra Dios desde la desventura, gusanos que son de la tierra, quieren que los aplaste con su talón? Cuando se mostraba clemente con ustedes, se ufanaron con su amor y se vanagloriaron con su bondad, y ahora creen poder arrojarlo y escupirlo en el día del juicio. Ay, ¡qué pueblo son! Piedra es la frente de ustedes y una veta de hierro su nuca, mas yo les digo: No opongan la frente a la fuerza de Dios, inclínense y dóblense antes de que sean pisoteados.

VOCES.— Ay… cuán cruel… nos abandona… sólo da palabras… estamos perdidos… ¿quién nos ayuda?… no nos des palabras duras… haz un milagro… un milagro… un milagro… un milagro…

JEREMÍAS.— En verdad, un milagro haría falta para doblegar su terquedad. Aun en la muerte levantan la frente, y hasta sucumbiendo, la blasfemia. Ay, ¡qué pueblo son! Mas, les digo: inclínense, inclínense. No esperen el milagro que los salve… ¡salven a Dios en ustedes! Dóblense, humíllense, arrogantes, antes de que sean destruidos.

VOCES DE GENTE QUE ACUDE PRESUROSA.— Han forzado una puerta en Moriá. Abimélek ha sucumbido.

LA MULTITUD (estallando en grito feroz).— Ay… ay… (luego hirviendo en redoblado ímpetu contra Jeremías). Oye… oye… estamos perdidos… ayúdanos ahora… haz un milagro… haz un milagro, profeta… un milagro…

JEREMÍAS (desesperado).— ¿Qué quieren que haga? ¿He de levantar los brazos desnudos contra el enemigo?

LA MULTITUD (extática).— Sí… sí… hazlo.

JEREMÍAS.— ¿Acaso creen que yo podría echar a aquel a quien Dios envió contra nosotros?

LA MULTITUD.— Sí… sí… tú lo puedes… tú lo puedes… tienes que poder hacerlo… sí… sí… tú puedes todo.

JEREMÍAS.— ¡No lo puedo, necios! Nada puedo contra Dios.

LA MULTITUD.— Lo puedes… salva a Jerusalén… lo puedes… haz el milagro…

JEREMÍAS (con violencia).— Y aunque pudiera hacerlo contra la voluntad de Dios, no lo haría. Apártense de mí, que me tientan contra Él. Con Él estoy, y no con ustedes; no lucho contra su espada ni hablo contra su verbo; no quiero proceder contra su voluntad. Si ustedes quieren oponerse a Dios, yo me inclino. Sea cual fuera el destino que impone, yo me inclino ante su voluntad, yo me inclino.

VOCES.— Ay, no… no…

JEREMÍAS.— Hágase lo que Él determina. Hágase su voluntad; el que debe caer por la espada, que por la espada caiga; el que debe sufrir hambre, que fallezca de hambre; al que debe estrangular la peste, que la peste lo estrangule… hágase su voluntad, yo me inclino, yo me rindo. Quiero sorber su amargura y sentir sus puños, si tal es su voluntad… yo me humillo.

VOCES.— Ay… reniega de nosotros… nos abandona…

JEREMÍAS (cada vez más extático).— Con él estoy, el fiel, y no con ustedes, que vacilan. Hágase su voluntad y no la de ustedes. Según, haz según tu voluntad… yo me humillo, yo me doblego. Que caiga Jerusalén, si tal es tu designio… yo me inclino.

(La multitud prorrumpe en gritos de espanto).

JEREMÍAS.— Que caiga tu casa sagrada, si tal es tu voluntad… yo me inclino.

(Del medio de la multitud parten desaforados gritos de furia).

JEREMÍAS.— Que se derrumben las torres, que se esparza el pueblo y se hunda su nombre, vergüenza caiga sobre mi cuerpo y martirio sobre mi alma, si tal es tu voluntad… yo me inclino, Señor, yo me humillo.

LA MULTITUD.— Está demente… ¡abajo!… Desvaría… ay… nos maldice… calla, traidor, ay…

JEREMÍAS (completamente extasiado).— Hagas lo que hagas, yo me inclino. Yo me inclino, Señor, y tengo fe en ti. Vuelca sobre mí todos tus horrores. Yo me abro a ti y no me aíslo, irrumpe en mi corazón, irrumpe en los muros, echa abajo las puertas, las mortalmente asaltadas, quema tu altar, el sangrientamente guardado, expulsa tu pueblo y expúlsame a mí también, con todo te seguiré fiel en humillación y duelo, pues mi alma te alberga eternamente.

LA MULTITUD (rodeándole furiosa).— Traidor… ruega por nuestra muerte… nos maldice… ¡apedréenlo!… ¡apedréenlo!, (alzándose más extático aún como una llama por encima de la masa oscuramente ardiente). Señor, haz de mí lo que te plazca. Si cayó la noche, si llegó el tiempo de sufrir, Señor, estoy pronto a todo padecimiento. Vierte el ácido devorador de tu ira en mi alma… ella no te dejará. Rompe mis manos, cierra mis ojos: yo te veré, yo te asiré. Imponme la medida de tus sufrimientos, yo no me opondré, estoy dispuesto a ella. Y cuantos más martirios y penas me designes, tanto más quiero proclamar que me quieres. Multiplicaré el tormento que me impongas y besaré el látigo que me castigue, quiero agradecer la mano que esclavice y humille, ponderar el fuego que consuma mi alma, bendecir la muerte que tu voluntad envíe, bendecir la desgracia que nuestra ciudad quemó, bendecir quiero la amargura, el oprobio y la esclavitud, bendecir al enemigo que las puertas derribó, pues yo me inclino, Señor, y doy testimonio de ti. Mandes lo que mandes, yo té alabo, Señor, ¡oye lo que te digo y pruébame!

LA MULTITUD (interrumpiéndole con gritos de rabia).— Traidor… apedréenlo… bendice a nuestros enemigos… reza por nuestros adversarios… ¡apedréenlo!… maldición arroja sobre nosotros… blasfemo… ¡lapídenlo!

VOZ EXCITADA, AGUDA.— ¡Crucifíquenlo… crucifíquenlo!…

LA MULTITUD (tomando los peldaños y gritando desaforadamente).— Sí… a la cruz… crucifíquenlo… blasfemo… traidor… lapídenlo… crucifíquenlo.

JEREMÍAS (levantando los brazos en cruz, en extremo éxtasis).— ¡Hágase tu voluntad! ¡Vengan! ¡Vengan! Atraviésenme con lanzas y dardos, denme latigazos, escupan e insúltenme, arrástrenme a la cruz y levántenme, desgarren mis manos, rompan mi osamenta. Para ustedes todos no quiero ser sino sacrificio expiatorio bienaventurado ante Dios. ¡Oh, agárrenme! Quizás mi sacrificio sea grato, quizás su ojo vea con placer a mi corazón ardiente y se compadezca y salve, salve a Jerusalén.

(La multitud sube por las escaleras como un hervor y rodea a Jeremías, otros se lanzan sobre él y procuran salvarlo).

VOCES.— ¡A la cruz… lapídenlo… blasfema… crucifíquenlo… maldito sea Jeremías… crucifíquenlo!…

OTRAS VOCES.— Dejen… el espíritu divino está sobre él… delira… déjenlo…

OTRAS VOCES MÁS.— A la cruz… a la cruz… nos ha maldecido…

JEREMÍAS (en medio del tumulto, con los brazos abiertos en cruz).— ¿Por qué titubean aún? Quiero pagar el precio bendito de la muerte por el martirio. Oh, cuán sediento estoy de tormento y martirios, pues sé que quien muere en la cruz con terrenal dolor, será el bienaventurado, abogado y mediador. Sus brazos, que desmayados cuelgan de la madera de la cruz, encerrarán a su tiempo, amorosos, el alma del mundo; sus labios, que sedientos se apagan y mueren, pronunciarán la redentora palabra de la paz; sus suspiros se transformarán en eufonía, su tortura, en eterno amor sobre la tierra. Oh, su muerte es vida, su sufrimiento perdón, sólo su carne puede hundirse, su cuerpo deshacerse, pero en alas elévase su alma, con todos los pecados humanos hacia Dios, para en su presencia rogar y ser mensajero. Oh, que lo fuera yo, que yo lo llegara a ser, mi alma se consume y se quema en tal anhelo. ¡Impóngame la cruz! ¡Carguen sobre mí el peso! ¡Crucifíquenme! ¡Oh, clávenme en la cruz!

(La multitud lo ha prendido en medio de tumultuoso griterío y lo arrastra. Algunos lo golpean).

VOCES.— Crucifíquenlo… a la cruz… él los llamó… él es el enemigo… crucifíquenlo… lapídenlo…

(En este momento vienen corriendo desde el fondo, en loca confusión, algunos fugitivos. Arrojan de sí las armas y se comportan como dementes).

VOCES DESAFORADAS.— La muralla se ha derrumbado… los enemigos están dentro de la ciudad… los caldeos sobre nosotros… perdidos… Israel está perdido…

NUEVOS FUGITIVOS.— Abimélek ha perecido… Todo está perdido… Jerusalén ha caído… sálvense… los caldeos…

MÁS FUGITIVOS (a todo correr).— Están detrás de nosotros… al templo… todo está perdido… ay… Israel… Israel… ay, el fin de Israel… perdida Jerusalén.

(La multitud se dispersa, lanzando terribles gritos de espanto. Deja a Jeremías, y corre vociferando en todas direcciones. La ciudad entera retumba de vocerío, eco de la desesperación y fuga desordenada).