Cuadro VI
VOCES DE MEDIANOCHE

Porque pasa ya el mediodía, porque se extienden las sombras de la tarde.

Jeremías 6:4

El dormitorio del rey Sedecías, una amplia y fastuosa morada, cuyos contornos se pierden en las sombras. Sólo sobre el lecho arde una lámpara de copa dorada, y por la ventana, que abierta de par en par da sobre la ciudad, penetra a raudales la blanca luz de la luna. En primer término, una amplia mesa y asientos bajos; el lecho, detrás de unos cortinados, se halla más al fondo, en medio de la estancia.

(Sedecías, junto a la ventana, mira inmóvil la ciudad bañada por la luna. Reina un silencio absoluto, y el rey mismo forma parte de esa quietud).

(El paje de armas se encamina desde la puerta al rey. Espera respetuosamente que repare en él. Sedecías no se vuelve, sino que contempla inmutable la noche).

EL PAJE DE ARMAS (al cabo de una pausa, respetuoso, con recato).— ¡Mi rey! (Sedecías se da vuelta, como espantado).

EL PAJE.— Medianoche, mi rey. La hora es en que mandaste llamar el consejo a tu presencia.

SEDECÍAS.— ¿Están todos reunidos?

PAJE.— Todos, según tú ordenaste.

SEDECÍAS.— ¿No los vio nadie del pueblo, ninguno de los siervos?

PAJE.— Ninguno, mi rey. Por el camino secreto los conduje.

SEDECÍAS.— Y el espía, ¿está separado de ellos?

PAJE.— Espera en la sala de los ujieres.

SEDECÍAS.— ¡Qué aguarde! ¡Primero llama al consejo!

(El niño hace una reverencia, levanta la cortina sobre la puerta y desaparece).

SEDECÍAS (solo, mide la morada con pasos recios. Luego vuelve a detenerse junto a la ventana y mira a través de ella).— Nunca vi las estrellas brillar como esta noche. Están en hileras, enmarañadas y blancas aparecen, destacándose como una escritura sobre el negror del cielo, y sin embargo, nadie es capaz de deletrearlas. En Babel, dicen, hay intérpretes y sacerdotes que sirven a las estrellas y sostienen con ellas diálogos, de noche. A otros reyes les hablan sus dioses. Hay edificios sobre torres, lugares para captar la palabra del cielo, cuando dentro del corazón reina la penumbra como en el día del comienzo. ¿Por qué no me están dados a mí siervos que sepan algo de lo por venir? En verdad, es terrible ser servidor de un Dios que siempre calla y cuyo ojo nadie ha visto. (Contempla largo rato la ciudad). Sueño envuelve a aquellos sobre los que estoy puesto por rey; junto a sus mujeres descansan o junto a sus armas y toda su vigilia está en mí, y su pena. Consejo debo dar, mas ¿quién hay que me aconseje a mí? Conductor debo ser, mas ¿quién me guía a mí? Estoy puesto sobre ellos, pero uno está puesto sobre mí, y no lo veo. Sueño pende sobre mí, y silencio. Terrible es ser esclavo de un Dios que siempre calla y cuyo ojo nadie ha visto.

(El paje levanta la cortina. Entran silenciosamente los cinco consejeros del rey. Pasur, el sacerdote; Ananías, el profeta; Imre, el ciudadano más viejo; Abimélek, el jefe de los guerreros; Nahum, el administrador. Sedecías se da vuelta y se dirige hacia ellos. Todos hacen una reverencia).

SEDECÍAS.— Los mandé llamar de noche a fin de que permanezca en secreto nuestro discurso. Desistí del Gran Consejo pues ya no estoy seguro de él. Demasiado numeroso es como para que un secreto no se deslizase en cien lenguas. Pero a ustedes confío lo más oculto del corazón. Hablen libremente, tal como libremente yo les hablo; nadie tema que con él me enoje si su palabra a la mía se opone. Pero, lo que como discurso o auto aquí se diga, muerto debe quedar para el pueblo y la ciudad, sepulto en su pecho. Eso lo exijo de ustedes, y que lo confirmen bajo juramento. ¡Coloquen sus manos por testimonio en las del sacerdote, y que él guarde en lugar del Altísimo, la promesa que rindan!

(Todos levantan la mano, silenciosos, para el juramento, y la depositan luego en la de Pasur).

SEDECÍAS.— Y yo les juro por Dios Todopoderoso que cerraré mi corazón al enojo contra quienquiera que hable contra mí. (Pone sus manos en las de Pasur). Y ahora, ¡deliberemos! (Señala con la mano la mesa. Todos toman asiento. Silencio). Corre la undécima luna desde que Nabucodonosor nos cerca. Las vides han reverdecido de nuevo. Nada ha podido Nabucodonosor contra Jerusalén, pero del mismo modo nada hemos logrado nosotros contra él. Su espada golpea contra nosotros como al agua, como al agua golpea la nuestra contra él. Nada hemos omitido de lo que pudiese surgir ayuda. Envié mensajero a Ciro, el de Media, y a los príncipes de Oriente, a que nos asistiesen contra Asur. Han regresado con las manos vacías. Nadie está dispuesto a socorrernos en nuestra desgracia. Estamos solos.

ANANÍAS (violento).— Dios está con nosotros.

(Los demás callan).

SEDECÍAS (muy tranquilo).— Dios está con nosotros, levantó su tienda sobre este collado, y su casa da sombra a mi propio techo. Pero Dios también prueba a su pueblo. Sea dicho una vez más: los que nos juraron fidelidad, nos han traicionado, Egipto nos abandonó, estamos solos. Deliberemos, pesemos palabra contra palabra, opinión contra opinión, cómo resolver por las armas el litigio con Nabucodonosor, o si acaso alguno supiera consejo, cómo ponerle término.

ANANÍAS.— Debemos orar y rogar a Dios que haga el milagro. Debemos llenar nuestros corazones con rezos, y sus altares, con sacrificios. Debemos hacer el doble de lo que hasta ahora hicimos…

NAHUM.— No queda qué sacrificar ya, ni toros, ni machos cabríos.

ANANÍAS.— Esto no es cierto. Yo mismo oí el mugido de los bueyes que escondes de los altares.

NAHUM.— Las últimas son, vacas lecheras, conservadas para que las mujeres alimenten a sus hijos, y para sustento de los enfermos.

ANANÍAS.— Tratándose de Dios, no cabe hacer economías. Que sufran privaciones los enfermos y se sequen los pechos de las mujeres. Dios no debe pasarse sin el sacrificio.

PASUR (grave).— Su corazón conoce nuestra desgracia aun sin regalo.

ANANÍAS.— Pero nada le sabe más dulce que el donativo de la miseria. Que se le dé lo último que queda sacándolo de la propia boca.

PASUR.— Conozco los hábitos, no cuadra que me enseñes mi obligación, Ananías; acaso conozco mejor que tú la palabra y la voluntad de Dios.

ANANÍAS.— El que no sacrifica de corazón ardiente, el que titubea y calcula, sólo es matarife del animal y no siervo del Señor. Mas, yo les digo, si no entregan lo último que necesitan, no son dignos de aparecer ante su faz…

SEDECÍAS (violento).— ¡Silencio! No me placen sus palabras. Apenas han caído diez granos en el reloj de arena y ya discuten el uno con el otro. No está en tela de juicio lo que a Dios corresponde. Los llamé a deliberar sobre nuestra aflicción y cómo podríamos ponerle fin. Tiempos de guerra son los nuestros, y así te pregunto como primero a ti, Abimélek, primero de mis guerreros.

ABIMÉLEK.— Fuertes son las murallas de Jerusalén, pero más fuerte aún es mi corazón.

SEDECÍAS.— Pero de tus subordinados, oh, leal, ¿cómo está el ánimo? Rara vez los oigo gritar de júbilo, y cuando paso frente a ellos, ya no golpean sus escudos, y esconden la mirada.

ABIMÉLEK.— Hace la guerra taciturno, pero endurece los corazones. Pasó la hora en que gritaban de placer porque la espada se les salía libremente de las manos, porque el hábito mata a todo lo grande, y todo placer se torna insípido con la duración. Pero permanecen alerta y esperan; férreos guardan las murallas de Jerusalén.

SEDECÍAS.— ¿Y cuándo las lunas crecen y menguan, cuando de nuevo se reinicia el año? No tenemos ayuda que esperar.

ABIMÉLEK.— Que dure todo el tiempo que a Dios plazca. Nosotros duraremos como el tiempo.

SEDECÍAS.— ¡Que el Señor cumpla tu palabra! (Dirigiéndose a los demás). ¿Es su opinión de igual índole?

PASUR.— Debemos esperar y tener paciencia hasta que haya caído la suerte del triunfo.

SEDECÍAS.— ¿Y cuál es tu voz, Ananías?

ANANÍAS.— Nunca logrará Nabucodonosor superarnos. Ay de los que son pusilánimes y de aquellos a quienes el alma se deshace en el cuerpo, más valdría golpearlos con el filo de la espada.

IMRE.— Mi ojo se ha vuelto turbio, mas en su tiempo aún vio a Salmanasar, quien se levantó contra Israel, y vio también la multitud de sus muertos delante de los muros. Nunca fueron más gordos los chacales como en el año en que Jerusalén estaba rodeada por los enemigos del Señor. Y del mismo modo volverá a golpear a los que contra nosotros se levantaron. ¡Que no se agote mi vista antes de presenciar ese día! Eternamente dura Jerusalén.

ABIMÉLEK, ANANÍAS, PASUR.— ¡Eternamente dura Jerusalén!

SEDECÍAS.— Echo de menos tu decir, Nahum. ¿Por qué guardas silencio?

NAHUM.— Mis pensamientos son sombríos, mi rey, y amargo es mi discurso. No empuja hacia adelante aquel cuyos sentidos están faltos de alegría.

SEDECÍAS.— Los he llamado para deliberar. Bienvenido el que trae mensaje de alivio, bienvenido también aquel, cuya palabra es advertencia. Habla libremente ante nosotros todos.

NAHUM.— Antes de que me llamaras al consejo, fui hasta los depósitos de granos y conté las fanegas. Los almacenes que habían estado llenos hasta el techo, claros están ahora y vacíos. No es posible que cada uno reciba un pan entero por día.

(Todos callan estupefactos).

SEDECÍAS.— ¿No se trajo trigo de las aldeas? ¿No mandé conducir al interior de la ciudad vacas lecheras y reses?

NAHUM.— Once lunas dura la guerra, y muchas bocas devoradoras refugiáronse en la ciudad.

SEDECÍAS (al cabo de una pausa).— No es preciso que cada cual reciba la ración entera. Haremos economías.

NAHUM.— Hasta ahora tampoco se ha despilfarrado un grano, mi rey, y no obstante bostezan los depósitos. Enormes fauces tiene el tiempo.

SEDECÍAS.— ¿Y cuánto tiempo, crees tú, podríamos resistir con nuestras provisiones?

NAHUM (en voz baja).— Tres semanas, señor… a lo sumo.

(Todos vuelven a callar perplejos).

SEDECÍAS.— Tres semanas… ¿y luego?

NAHUM.— No sé respuesta, señor, Dios sólo la sabe.

(Todos guardan silencio).

ANANÍAS (excitado).— ¡Qué se partan los panes! Que se dé a cada uno nada más que la mitad o un tercio. Bastante tiempo han vivido alegremente y en la abundancia para ellos y sus mancebas; ¡que sufran privaciones ahora por el Señor!

ABIMÉLEK.— No pueden reducirse los bastimentos de mis guerreros. El que ha de luchar, no debe sufrir privaciones.

ANANÍAS.— Todos deben dar su parte, también los guerreros. Está en juego Jerusalén.

ABIMÉLEK.— Mis soldados deben tener fuerza. Es preferible que mueran de hambre los inútiles, los ociosos y los boquiblandos.

NAHUM.— En vano disputan, pues ¿qué se ganaría con apretar los estómagos cuando hay cien mil de ellos dentro de nuestros muros? Para tres semanas alcanzan los víveres, y si sacrificamos a los animales del templo, bastarán para dos sábados más.

PASUR.— Debe haber mayor calma entre nosotros. Como enemigos hablan unos con otros. Unidos debemos estar contra Nabucodonosor, y unidos frente al pueblo. Ni uno ni otro deben saber de nuestra estrechez.

SEDECÍAS.— ¿Y si lo supieran ya?

NAHUM.— Nadie puede saberlo. Un sello estampo cada mañana en la puerta de los graneros y lo rompo con mis propias manos. Ni el pueblo sospecha la escasez, ni Nabucodonosor.

ABIMÉLEK.— Alabado sea Dios. No nos darían tregua.

SEDECÍAS.— Llamé a consejo a los más ancianos del pueblo. No tenía noción de cuán escaso era nuestro sustento, y sin embargo, se alzaron mis pensamientos contra la situación. No sólo la espada pone fin a las guerras; a menudo las apacigua la palabra. Y los llamé para preguntarles qué pensarían si enviara un mensaje a Nabucodonosor a fin de inquirirle sobre la paz entre nuestros pueblos.

ANANÍAS.— ¡Ninguna paz con los vilipendiadores del Todopoderoso!

ABIMÉLEK.— ¡Que él te mande mensaje, mi rey! Nosotros a él, no.

PASUR.— Peligrosa me parece tal empresa. Tratará de esclavizarnos tan pronto como escuche nuestro recado.

SEDECÍAS.— Distintos de los suyos son, pues, mis pensamientos. Aún ignora nuestra escasez, mas dentro de pocos días la conocerá. Tenemos que aprovechar el tiempo del secreto.

NAHUM.— Cuán cierto es lo que dices, mi rey. ¡Debemos buscar la gracia de Nabucodonosor antes de que su arrogancia se haga fuerte sobre nosotros.

ABIMÉLEK (amargado).— Nada de gracia! ¡Es preferible la muerte!

PASUR.— Hemos menester de la gracia de Dios, de ninguna otra.

ANANÍAS.— Traidor, cobarde, tú, mercader de la fe…

IMRE (esforzándose).— ¿Cuándo morirá la disputa en sus corazones? Verdad dice el rey. No debemos esperar hasta el último momento. Vayamos a su encuentro mientras aún estamos erguidos.

ABIMÉLEK.— Es tarde ya. Los muertos al pie de la muralla levantan su voz contra nosotros.

PASUR.— Es demasiado tarde. Demasiado odio amontonó la guerra.

SEDECÍAS.— No es tarde, no. (Se interrumpe un momento). Pues ya cubrió el camino un mensajero entre Nabucodonosor y yo.

(Todos se levantan de un salto, hablando a la vez y sin orden).

NAHUM.— ¿Recibiste mensaje de él? ¡Bendita sea esta hora!

ANANÍAS.— ¡Traición! ¡Negociaciones con el enemigo!

ABIMÉLEK.— ¡No puede haber tratado sin nuestro voto! ¡Te olvidaste de nosotros!

PASUR.— ¿Por qué procedes, rey, sin oír nuestra opinión? ¿Para qué hemos sido convocados?

SEDECÍAS.— ¡Silencio delante de mí! ¿No pueden esperar el fin de un discurso? Como perros hambrientos desgarran la primera palabra. (Pausa. Sigue con más calma). Un embajador ha venido de Nabucodonosor a mi casa para traer mensaje. Ni lo rechacé, ni lo recibí. Sellada permanece aún su boca. ¿Es negociar lo que hice, es eso engaño y traición? ¡Hablen!

(Todos callan).

PASUR.— Perdón, mi rey. Es difícil dominar al corazón cuando pesa sobre él un destino sagrado.

SEDECÍAS.— A ustedes les toca escucharlo o rechazarlo.

NAHUM.— Nos hallamos en grave situación. Debemos escucharlo.

IMRE.— Que se le escuche, y que se desconfíe, sin embargo, de su palabra.

ABIMÉLEK.— Que se le escuche, pero considerando después si conviene despacharlo de vuelta, pues es fácil que sea un espía enviado para escudriñarnos.

SEDECÍAS.— ¿Y ustedes, Pasur y Ananías?

PASUR.— Que se le oiga.

(Ananías calla, se da vuelta).

SEDECÍAS.— Puesto que nadie se opone, que se le llame. (Se dirige a la puerta y llama). Joab, ve a buscar al mensajero. (Vuelve junto con los demás). ¡Interróguenlo, cada cual conforme a su modo de pensar! ¡Múltiples sean nuestras preguntas, pero acorde nuestra réplica! Eviten caer en la discordia delante de él.

(Baruc entra en pos de Joab, quien alza la cortina sobre él y luego desaparece. Baruc se inclina ante el rey).

SEDECÍAS.— ¿Eres tú quién trae mensaje del rey Nabucodonosor para Israel?

BARUC.— Hasta ti me envió con recado.

SEDECÍAS.— Mis consejeros son éstos. Debe contestarles quien a mí me habla, pues ellos y yo, Israel y su rey, son la voluntad de un solo Dios. (A los demás). ¡Interróguenlo!

ANANÍAS (burlón).— ¿Qué tiene a bien la merced del rey idólatra?…

ABIMÉLEK (interrumpiendo con severidad).— Primero la pregunta de precaución. ¿Cuál es tu nombre?

BARUC.— Baruc soy, hijo de Zabulón, de la tribu de Neftalí.

ABIMÉLEK.— ¿Dices que eres de nuestra sangre?

BARUC.— Soy siervo del único Dios y en Jerusalén álzase la casa de mis mayores.

ABIMÉLEK. ¿Alguien tiene conocimiento de este hombre?

PASUR.— Conozco a su padre, honrado es, un siervo fiel del Señor.

ABIMÉLEK.— ¿Cómo caíste en manos del enemigo?

BARUC.— Fui a buscar agua en la fuente Moriá. Entonces me tomaron de los hombros y me prendieron.

ABIMÉLEK.— ¿Y cómo pruebas que eres un mensajero? ¿Te han dado un comprobante escrito, unas letras selladas?

BARUC.— Mandó colocar su sello en mi mano para que sus soldados me conocieran y me franquearan salida y entrada. (Levanta la mano con el anillo).

ABIMÉLEK.— No tengo otra pregunta que formular. Que diga su mensaje.

BARUC.— Cuando los guerreros me prendieron frente a la puerta, arrastráronme hasta la tienda del rey. Lleváronme ante su faz y preguntaron que habiendo tomado prisionero a un hebreo si debían pasarme de la vida a la muerte. Pero el rey lo impidió y me retuvo once meses, hasta el día de ayer, cuando me preguntó: «¿Quieres llevar mensaje al rey Sedecías?». Me hallé frente a él sin temor y contesté que estaba dispuesto. Entonces dijo Nabucodonosor: «Once meses hace que estoy sitiando esta ciudad, e hice juramento de que no me apartaría ni me acostaría junto a una hembra antes de que estas puertas se abran ante mí. Pero ahora, ya la espera no puede prolongarse más. Largo tiempo me resistieron, mas ahora madura la cólera en mi: ¡teman su fruto! Si el rey quiere reflexionar, que se dé prisa. Ningún pueblo me resistió mejor, con ninguno quiero ser más clemente si se da prisa en aceptar la merced».

ABIMÉLEK.— Nabucodonosor es un gran guerrero. Honroso es haber resistido por espacio de once lunas.

BARUC.— Y dijo, además (tocado estaba con una corona como nunca vi otra igual, resplandeciente de oro y pedrería): «Si abren las puertas y se someten antes de que la luna llena se renueve, les perdonaré la vida. Que cada cual cuide de su vid y coma en paz los frutos de su higuera. No quiero su sangre, a pesar de que derramaron sangre, sólo quiero la gloria y el triunfo. Quiero que los pueblos de Oriente a Occidente perciban la nueva de que no hay porfía contra mi espada que no se doblegara, ni rey alguno que no se inclinara ante mí, el rey de los reyes. De ello quiero una prueba, y entonces que perduren su ciudad y sus días».

NAHUM.— Considero magnánimo el mensaje.

PASUR.— Demasiado clemente como para inspirarme confianza.

SEDECÍAS.— Pero ¿la prueba? ¿Qué prueba exige Nabucodonosor?

BARUC.— Dijo: «Así transmite mi palabra a Sedecías: Dejé la corona sobre tu frente, porque es hija de la mía, hija de mi gracia. Pero tú levantaste la cabeza contra mí y por eso debes ahora doblarla; fuiste rey de mi gracia antes y volverás a serlo por mi merced, pero primero debes pagar expiación de mi ira y de tu arrogancia».

SEDECÍAS (sereno, muy despacio).— ¿Qué quiere el rey Nabucodonosor que yo haga?

BARUC.— Así habló: «El que se levantó contra mí, debe doblegarse; y quiero ver la espalda del que alzó la frente contra mí. Cuando entre por la puerta, Sedecías debe venir a mi encuentro desde la puerta del templo hasta la fosa, la corona en las manos y un yugo de madera sobre la nuca…».

SEDECÍAS (encolerizado).— ¿Un yugo?

BARUC.— «Un yugo, a fin de que todos vean que su terquedad ha sido vencida y que su arrogancia se dobla. Y yo quiero ir hacia él y sacar el yugo de su nuca y colocar de nuevo la corona sobre su frente».

SEDECÍAS.— Nunca llevará corona la cabeza de aquel cuya nuca sintió el peso del yugo. ¡Jamás! (Se levanta).

ABIMÉLEK.— No lo toleraría jamás. (También se levanta).

(Los demás se quedan sentados y callados).

NAHUM (al cabo de larga pausa, pensativo).— ¿Desde la puerta del templo, dijo, hasta la muralla de la ciudad?

PASUR.— Son apenas cien pasos… nada más.

IMRE.— No son noventa… ni ochenta…

SEDECÍAS (dándose la vuelta, irritado).— ¿Los pasos ya cuentan que yo debía dar, la nuca doblada bajo el yugo como el buey ante el arado? ¿Se apoderó locura de ustedes, puesto que creen que me inclinaría? ¿Sólo fueron valientes a mi lado mientras estaban en juego su vida y sus ahorros, y ahora que el insolente les ofrece paz, reducen a precio mi oprobio? Cobardes son…

PASUR.— Con tu juramento juraste, mi rey, que cada cual podía decir libremente lo que su corazón le mandaba.

SEDECÍAS.— Haces bien en recordármelo. Perdónala a mi sangre. ¡Hablen libremente de acuerdo con su corazón!

NAHUM.— Es dura la exigencia de Nabucodonosor, pero más dura aún es la necesidad. Que se le complazca. Pero no creas que hablo en desmedro de tu honor, mi rey. Si hasta ahora me inclinaba respetuoso ante ti, más profundamente aún quiero inclinarme ante quien toma sobre sus hombros la desgracia del pueblo y que se rebaja para que Israel sea realzado. Pues, en verdad, proeza de rey es sufrir por su pueblo.

PASUR.— Y yo mi rey, te envidio esa hora. Porque bienaventuranza es sufrir por sus hermanos. Setenta pasos has de dar bajo el yugo y setenta veces mil vidas salva tu caminar.

SEDECÍAS.— Fácil les resulta lo que para mí significa la muerte. Todos, todos contra mí. ¿Y tú, Ananías?

ANANÍAS.— Me callo, mi rey. Tuya es la acción.

SEDECÍAS.— ¡Ahora callas, profeta! Aún resuenan mis oídos de tus profecías. ¡Todos, todos contra mí en el peligro! ¿Me quieren obligar, pues?

ABIMÉLEK.— ¡Lejos de nosotros, querer obligar al ungido del Señor! ¡Libremente campee tu voluntad!

SEDECÍAS.— ¡Libremente! Cargaron con un sino mi vida y ahora que gimo y caigo, se apartan y me dejan solo con ese destino. (Camina arriba y abajo, y luego se va nuevamente hasta la ventana). ¡Murallas y torres, viviendas y graneros, todo, todo puesto sobre mi corazón quejumbroso, destino de miles y miles pesando sobre mi vida! ¡Cómo soportarlo sin caer vencido! (Vuelve a recorrer la sala. De repente). ¡Pesen de nuevo su resolución, examinen hasta las entrañas su parecer! ¿Es orden de ustedes todos el que me incline bajo el yugo por Israel?

(Prolongado silencio).

NAHUM (al cabo de una pausa).— Te suplico que lo hagas por nosotros y por nuestros hijos.

IMRE.— Por la ciudad y por el país.

PASUR.— Por el sagrado templo y el altar.

ANANÍAS.— Por Dios, pues te lo manda.

(Abimélek calla y esconde su rostro).

SEDECÍAS (vuelve a caminar arriba y abajo, agitado por intensa lucha interior Al fin avanza. Su voz es grave y solemne).— Haré lo que mandan. Tomare mi orgullo y lo romperé como una caña, cargaré el yugo sobre mi cabeza.

(Todos se disponen a hablar exaltados, pero el rey les hace señal de callar).

SEDECÍAS.— Tomaré la corona de mi frente y la brindaré con mis manos, según aquel ordenó. Pero, sagrada es la corona de Israel y no debe llevarla ninguna cabeza cuya nuca haya arrastrado el yugo. Tan pronto me haya librado, de la madera de la ignominia, me desprenderé también de cetro y anillo, y los pondré en manos de mi hijo. Es joven, mas ustedes lo aconsejarán. ¿Juran que guardarán fidelidad, que reunirán al pueblo en torno de él y que lo ceñirán con corona y anillo en mi lugar?

PASUR (emocionado).— Lo juro, mi rey.

IMRE, ANANÍAS, NAHUM.— Lo juramos.

ABIMÉLEK.— Con dignidad de rey procediste, ¡gloria sobre tu nombre!

NAHUM.— ¡Sea eterno el recuerdo del rey Sedecías!

SEDECÍAS.— Que permanezcan firmes, pues, las murallas y el fuerte sagrado, en tanto que yo me desplome en el polvo; es preferible que sea yo y no la ciudad. ¡Eternamente viva Jerusalén!

TODOS (entusiastas).— ¡Eternamente viva Jerusalén!

SEDECÍAS (a Baruc).— Lo oíste, niño; ve, pues, hasta el rey y dile: Sedecías que fue monarca y se levantó contra él, se inclina ante él, y las puertas se abren a su clemencia. Vete y date prisa, pues siento ansias de salir pronto a la puerta de mi casa y decirle al pueblo la deliciosa palabra: paz.

BARUC (inquieto, en voz baja).— Oigo, mi rey, mas otra cosa me mandó informar todavía el rey, otra cosa nos exige.

ABIMÉLEK (sulfurándose).— ¿Más todavía? ¿No se conforma con semejante humillación?

BARUC.— Cosa de poca monta, la llamaba él. A mí, sin embargo, me parece grande.

SEDECÍAS.— ¿Qué más reclama su orgullo?

BARUC.— Dijo: «Quiero retirar el yugo de la nuca del rey y reponer la corona en su frente. Y que marche a mi siniestra para que se vea que le honro como a hermano e hijo de mi corona. Pero alguien más hay dentro de vuestras murallas, alguien de quien los pueblos dicen que es más poderoso que todos, y es mi deseo verlo. Dicen que hay un Dios dentro de sus murallas, cuyas miradas ustedes ocultan a los hombres detrás de mamparas de tela y cuya vista nadie soportaría. Pero extraño me es el temor, y quiero colocarme delante de él para que lo conozca. No tocaré su altar, no tomaré su pan ni codiciaré sus tesoros. Entrada meramente les exijo, pues tengo antojo de conocer al que sería más poderoso que yo». Así habló Nabucodonosor.

PASUR.— ¡Jamás! ¡Jamás!

ANANÍAS.— ¡El fuego del Señor devore al insolente!

PASUR.— ¡Antes el templo reducido a polvo que deshonrado!

IMRE (consternado).— ¡Al Santísimo pretende ver! ¡Terrible es el pedido!

PASUR.— Un crimen es, y soberbia pagana. ¡Mándale devuelto el mensajero, mi rey, devuélveselo!

ANANÍAS.— ¡Devuélvelo! Nunca tal debe acontecer.

NAHUM.— No precipites nada, mi rey. Estamos citados para considerar el bien del pueblo.

ABIMÉLEK.— ¡Mil muertes son preferibles a tamaña humillación!

PASUR.— Y yo muero con ustedes. En su medio, guerreros.

ANANÍAS (desaforado).— ¡Mándalo de vuelta, rey! ¡Mejor la muerte que tal afrenta!

IMRE.— ¡Cómo hablan de morir! ¡Con qué facilidad arrojan la palabra! ¡A setenta mil mata su obstinación, piensen en eso, oh, apresurados!

PASUR.— ¿Quieres entregar entonces el santuario de Dios?

IMRE.— La vida también es santuario de Dios, Dios mismo es la vida. ¿Por qué te insolentas de ser intercesor de Dios?

ANANÍAS.— Sería vergüenza sin fin y triunfo a los ojos de los paganos si fuera y dijera: He visto la faz de Yahvéh.

NAHUM.— ¡Qué prorrumpan en júbilo nuestros enemigos, que se desvanezca nuestra altivez! Pero que la ciudad sobreviva a nuestra arrogancia y a nuestra vida. ¡Rey, mi rey, salva a Jerusalén!

ANANÍAS.— No, no. ¡Mándalo de vuelta! ¡Di la palabra! ¡Pronúnciala!

SEDECÍAS.— Yo no soy sino la mano que pesa. Sujeto mi propio corazón. ¡De prisa, decidan, cuenten los votos! Cuenten y apresúrense para que esto termine por mal o por bien.

IMRE.— El más anciano soy y digo: que se satisfaga la exigencia de Nabucodonosor.

ANANÍAS. —Que no se la satisfaga. Dios nos ayudará.

PASUR.— No trafico con la faz divina. Esa herejía, ¡jamás!

NAHUM.— ¡La ciudad de Dios por la eternidad! ¡Que se despache al mensajero!

SEDECÍAS.— ¿Y tú, Abimélek?

ABIMÉLEK.— No soy tu consejero, mi rey, sino tu siervo y tu espada. Sea sí o no, en la vida y en la muerte te asisto.

SEDECÍAS.— Dos votos contra dos, y dentro de mí hay dos voces también. ¡Disputa en torno a mí y discordia dentro de mí! ¿Cómo habré de resolver? Arrojé mi voluntad y la lancé hacia ustedes, mas como el mar me la devuelven, y horrorizado la guardo entre mis mano. ¿Debo echar yo mismo los dados terribles?

PASUR.— Dios te iluminará.

SEDECÍAS.— ¡Oh, si me hablara! ¡Oh, bienaventurados los antepasados a quienes aún aparecía entre las nubes! He tendido mis brazos hacia Él y mi corazón, pero cerrados me están los cielos. En la penumbra tanteo, y mis manos no tocan sino cosa incierta. Oren por mí a fin de que acierte.

NAHUM.— Nuestro amor te acompaña, mi rey.

SEDECÍAS.— Las estrellas empalidecen, y antes de que la noche se mude debo decir que sí o que no, y quién sabe si el sí no será no, y el no será sí. ¡Que Dios me ilumine! (Se levanta, y los demás imitan su movimiento). ¡Déjenme solo! Su disidencia aun agranda la mía. Resolveré según me diga el corazón, y quizá quedará pronunciada la sentencia antes de que lleguen a sus casas: como la parturienta en el dolor, así se retuerce mi corazón ansioso de dar forma a lo certero. ¡Oren, mis amigos, oren para que considere lo que mejor cuadra a Israel! ¡Recen por mí, rueguen por Jerusalén!

PASUR.— ¡Que Dios te ilumine! No verá mi ojo el sueño antes de que tú te decidas. Aguardaré al pie del altar.

ANANÍAS (retirándose).— ¡Piensa en Dios!

NAHUM (lo mismo).— ¡Acuérdate de la ciudad!

IMRE.— ¡Recuerda a los niños, recuerda a las mujeres!

ABIMÉLEK.— Me hallarás a tu vera, en la vida y en la muerte.

(Todos, mutis, sólo Baruc se ha quedado, esperando).

BARUC (en voz baja).— ¿Me retiro con ellos, mi rey?

SEDECÍAS (despertando de su ensimismamiento).— ¿Qué dices? (Recordando). No, tú te quedas.

(Baruc permanece a la expectativa, cerca de la puerta. Sedecías empieza a marchar inquieto arriba y abajo. Contempla la ciudad, mira largo tiempo fijamente, reinicia su caminata. Luego, de pronto, se da vuelta resueltamente).

SEDECÍAS.— ¿Para hoy mismo reclama Nabucodonosor mi palabra?

BARUC.— Para hoy mismo. Porque mañana se renovará la luna llena.

SEDECÍAS (vuelve a caminar, luego, de repente).— ¡Tú has estado ante su faz! ¿Habló contigo en presencia de muchos o en secreto?

BARUC.— Mandó llamarme a su aposento. Sólo su escriba estaba presente y su confidente.

SEDECÍAS.— ¿Y cómo fue su talante cuando te habló?

BARUC.— Orgullosa me parecía la índole de su modo, sobre todo. Me habló con bondad y parecía alegrarse porque podía ser tan bondadoso, y puesto que por ello lo alabaron los demás, recreábase en su palabra propia.

SEDECÍAS.— Y cuando amenazó, ¿cómo estaba?

BARUC.— Envolvió su rostro en tenebrosidad y golpeaba con el pie. Pero me di cuenta de que aun eso sólo lo hacía para que uno se arredrara ante su grandeza y yo llevara mensaje de su furia.

SEDECÍAS.— ¿Y te preguntó por mí?

BARUC.— Su confidente quiso sonsacarme noticias, pero él no lo toleraba.

SEDECÍAS.— Es arrogante, y su obstinación una tormenta sobre nuestras cabezas. Pero no le temo. (Camina arriba y abajo). ¿Ninguna pregunta formuló, pues, a mi respecto?

BARUC.— No, mi rey.

SEDECÍAS.— No somos nada para él, un montoncito de polvo, nuestras murallas. Pero hallará obstinación frente a su terquedad. Once meses ya acomete contra nuestros bastiones, y no valemos para él una sonrisa. Demasiado poco soy para una palabra suya, y demasiado poco la ciudad para su aliento. Pero aún no está labrado mi yugo, aún se yerguen las murallas de Jerusalén. (Camina con mayor agitación). ¿Hoy mismo, dices, exige el mensaje, hoy mismo?

BARUC.— Mañana se renueva la luna llena.

SEDECÍAS.— Le enseñamos a esperar, y todavía no lo aprendió. No soy el jornalero de su impaciencia, ni la pelota de sus caprichos. Si no quiere esperar más que un día, tendrá que aprender a esperar semanas y meses. (Irguiéndose). Hoy mismo llévale recado a Nabucodonosor. Dile que…

BARUC (asustado).— ¡Mi rey! ¡No te decidas en la ira!

SEDECÍAS (pasmado de sorpresa).— ¿Tú osas?…

BARUC.— Mi rey, vi la furia en tu rostro y me arredré ante el mensaje.

SEDECÍAS.— ¿Qué derecho es ese que te arrogas? No es cosa tuya mirar a mi cara, sino ser portador de mis palabras. Y te ordeno… ¿por qué tiemblas?

BARUC.— Terrible es ser mensajero de un duro mensaje.

SEDECÍAS.— ¿Tienes miedo de llevarlo a Nabucodonosor?

BARUC.— No es a él a quien temo… temo el mensaje.

SEDECÍAS (sorprendido).— ¿Qué temes?

BARUC.— Sobre nosotros recaerá la llama de tu ira. (Arrodillándose de repente). ¡Rey, mi rey, no te decidas en la furia, salva, salva la ciudad!

(Sedecías retrocede sumamente asombrado).

BARUC.— Te imploro de rodillas, salva Jerusalén, salva Jerusalén. Alarga tu brazo para asir la paz, de lo contrario se desplomarían los muros y se hundiría en el polvo. ¡Rey, mi rey, abre las puertas, abre tu corazón!

SEDECÍAS (furioso).— Abre las puertas, abre tu corazón… conozco esta palabra. No eres tú quien me habla, insolente. Hay alguien detrás de ti que habla contra mí…

BARUC.— Nadie, mi rey, te imploro desde la profundidad de mi temor. Verdad quiero decirte, Nabucodonosor no me mandó llamar; vi que unos y otros titubeaban ante la paz; entonces fui hasta él de espontáneo corazón procurando ablandar el suyo. Toqué su vestidura, rogué durante once meses, día tras día, hasta que me encargó mensaje para ti.

SEDECÍAS.— ¿Esto hiciste? ¿Un niño, un infante, fuiste mientras nosotros hablábamos y deliberábamos, fuiste hasta el rey de los reyes en procura de paz?

BARUC.— Tal hice en la aflicción de mi alma, mi rey.

SEDECÍAS (contemplándolo largo rato, luego de repente en forma cortante).— No fuiste tú quien tal acción excogitó, no fuiste tú.

BARUC.— Nadie me lo ordenó.

SEDECÍAS.— Esto no es cierto. Ningún niño piensa semejante proceder.

BARUC.— Juro, mi rey, que yo solo lo hice. Él lo ignoraba, no lo ordenó ni lo aprobó.

SEDECÍAS.— ¿Quién es ese que te manda?

BARUC (esquivando).— Mi maestro.

SEDECÍAS.— ¿Quién es tu maestro, pregunto, quién manda a los niños en esta ciudad?

BARUC.— El siervo y profeta de Dios es mi maestro… Jeremías.

SEDECÍAS (con violencia).— ¡Jeremías! ¡Él! ¡Siempre él! Siempre la sombra detrás de mis actos, siempre en rebelión contra mí. Mandé encerrarlo en la mazmorra, pero aun desde ahí sigue gritando como el primer día. ¡Paz, paz! ¿Por qué empuja hacia delante? ¿Por qué quiere confundirme, por qué se interpone en mi camino? Adondequiera que me dirija, ahí también está él, en el palacio, en la ciudad, y por medio de sus enviados álzase contra mí. ¿Por qué me persigue?

BARUC.— Te equivocas, mi rey. Jeremías te quiere más que otro cualquiera en esta ciudad.

SEDECÍAS.— No he menester de su afecto, le escupo y de un soplo deshago su ira. ¿Quién es él para atreverse a quererme? ¿Puede cualquiera levantarse en la calle y proclamar que me quiere o que no me quiere? ¿Por qué se interpone por fuerza entre mi decisión y yo? ¿Pretende ser más que yo? Yo soy el rey, yo solo. Que grite: paz, paz; no es su mano la que encierra el destino de Jerusalén. Yo soy el rey, y no ha de alabarse él de haberme atemorizado con sus sueños. ¡Qué se hunda la ciudad antes de ser salvada por Jeremías! (A Baruc). Tú vas a Nabucodonosor y le manifiestas: Sedecías nunca llevará el yugo, jamás levantará la cortina del Santísimo. ¡Que venga con sus pueblos; Sedecías está dispuesto para recibirlo!

(Baruc, levantando ambos brazos con espanto, quiere hablar).

SEDECÍAS.— ¡Ni una palabra! Y si no llevas el mensaje, rodará la cabeza de Jeremías. Dos veces le perdoné la vida, pero ha llegado al fin mi clemencia. No quiero jueces en pos de mí, ni sombra detrás de mis actos, quiero morir como rey en Jerusalén.

(Baruc alza nuevamente los brazos).

SEDECÍAS.— Una palabra de oposición, y caerá su cabeza. En tus manos está mi mensaje, está la cabeza de Jeremías. Vete. Te ordeno: vete.

(Baruc hesita aún un instante, luego cubre su rostro y se va).

SEDECÍAS (se endereza contra el indeciso. Al marcharse Baruc, deja caer el brazo que había levantado, y su rostro vuelve a ensombrecerse. Irguiéndose de golpe).— ¡Pasó! ¡Un fin, un fin! ¡Todo, menos que perdure el martirio! (Vuelve a caminar de arriba a abajo, levanta la cortina y mira largo tiempo, reflexionando, la ciudad. Por último golpea dos veces con el pie).

EL PAJE (entra).— ¿Mi rey?

SEDECÍAS.— ¡Vino! ¡Trae vino! Quiero dormir, oscuro y profundamente, dormir sin soñar.

(El paje trae prestamente una jarra y llena una copa de plata. Sedecías la vacía ansioso. Su rostro vuelve a inquietarse).

SEDECÍAS.— ¿Quién hay en el pasillo? Oigo un paso. ¿No se marcha aún el espía, titubea todavía?

PAJE.— Se fue, señor. El que afuera está de guardia es mi hermano Nehemías.

SEDECÍAS.— Que no dé pasos tan fuertes frente a mi dormitorio. No quiero oír nada en torno a mí. Quiero dormir. Yo también quiero dormir, como los demás.

PAJE.— Así se hará, señor. (Abre los cortinados sobre el lecho y cubre la lámpara. Sólo un pálido reflejo de la luz de la luna penetra en la morada). ¿Quieres que lea todavía en las Escrituras Sagradas, mi rey, como ayer y antes de ayer?

SEDECÍAS.— ¿En las Escrituras?… No, deja los libros, ellos tampoco saben dar consejo. Quiero dormir, dormir una vez como los demás. Mis párpados arden y mi corazón arde con ellos.

PAJE (le ayuda a desvestirse. Sedecías se tira sobre el lechó).—¡Dios proteja tu sueño, mi rey!

(Sedecías se arrellana).

(El paje llama con un signo a Nehemías. Se apostarán silenciosos en la penumbra a la cabecera del lecho, inmóvilmente apoyados en las lanzas. La lámpara está completamente envuelta, y sólo la luna penetra por la ventana iluminando la alfombra al pie del lecho. Las sombras de los jardines se proyectan gigantescas en la pared. Se oye el leve murmullo de una fuente en el patio. Todo lo demás yace como muerto. Los jóvenes no se mueven. El tiempo transcurre en silencio).

SEDECÍAS (incorporándose de pronto airadamente grita).— ¿Qué cuchichean? ¿No les ordené silencio?

PAJE (sobresaltado).— Nada dijimos, mi rey.

SEDECÍAS.— Pero alguien habla. ¿Quién se introduce en mi sueño, quién devora mi reposo? Que duerman todos ahora, todos, para que yo pueda dormir. ¿Hay alguien despierto en las cámaras vecinas?

PAJE.— Nadie, mi rey. Nadie está despierto ya en el palacio.

SEDECÍAS.— Nadie está despierto ya, salvo yo, sólo yo. ¿Por qué sobre mi toda la carga, las murallas de la ciudad y las torres de las preocupaciones? ¡Vino, dame más vino!

(El paje le escancia más vino, Sedecías bebe con ansia y tira luego la copa. Se queja y vuelve a acostarse. Nuevamente silencio absoluto. Y otra vez se oye a través del silencio el murmullo de la fuente. Ese leve rumor adormece y es fantasmal. La sombra de los dos guardianes sigue inmóvil, sombras en la sombra. Continúa transcurriendo el tiempo).

SEDECÍAS (que había estado tendido inmóvil, se endereza en la oscuridad muy silenciosamente. Como un animal en acecho, se dobla su cuerpo bajo el esfuerzo del oído atento, se dobla cada vez más convulsivamente, y de repente, exclama a gritos).— ¡Habla! ¡Habla! ¡Alguien habla aquí! Oigo una voz, la oigo, la oigo. ¡Que nadie hable ahora en mi casa! Suena como un cántico; que nadie cante ahora en mi casa. ¿Lo oyen, no lo oyen?

PAJE.— No oigo nada, mi rey.

NEHEMÍAS.— Nada he oído.

SEDECÍAS (mira fijamente a los dos, luego se vuelve a arrellanar sobre su lecho, escucha y grita nuevamente).— Y, sin embargo… se habla. Alguien habla. Se habla sin cesar. ¡Ven aquí, paje, aquí, junto a mi oído! Como un topo hoza en la oscuridad de mi sueño y devora mi reposo. ¿Oyes, no lo oyes?

PAJE (escucha. Un momento, todo en silencio. Luego, estremecido).— Oigo una voz. Surge de las profundidades.

SEDECÍAS.— Ah, ¿tú también la percibes?

PAJE (espantado).— Suena como un cantar. Los espíritus de la profundidad están despiertos debajo de la casa. Es como queja y gemido de animal encadenado.

NEHEMÍAS.— Tal vez es el viento encajonado en una rendija.

SEDECÍAS.— No, son palabras, las siento sin comprenderlas. ¿Quién canta de noche en mi casa? ¿Están tan contentos los esclavos como para cantar, en tanto que yo, el rey, estoy tendido con los párpados inflamados? ¡Vete, Joab, y hazle enmudecer!

(Paje, mutis rápido).

SEDECÍAS (permanece escuchando y retorciéndose. Parece oír algo, pues levanta la cabeza que vuelve a inclinar para escuchar mejor. De pronto se oyen tres golpes sordos. El rey escucha ansioso. Luego, respirando).— ¡Gracias a Dios! Está mudo. Lo enmudeció.

(El paje reaparece en la puerta con la mirada trastornada).

SEDECÍAS. ¿Quién era el que hablaba?

PAJE (temblando).— No lo sé, señor. No me le acerqué. Cuando bajé al atrio, oí más fuerte el canto, desde las entrañas de la tierra parecía subir, y horribles sonaban las palabras. Fui siguiendo el sonido, mas no encontré a nadie cantando en el atrio, y siempre estaba más abajo que yo, cada vez más hondo, sonaba como desde una fuente o desde el fondo de un pozo. Y oí sus palabras, que fueron espantosas. Tres veces golpeé con el chuzo el suelo. Y entonces enmudeció el infierno.

SEDECÍAS.— ¿Qué refería la voz?

PAJE (estremecido).— Yo… no puedo decirlo.

SEDECÍAS.— Te mando. ¡Di las palabras!

PAJE.— Calumnia fue lo que brotaba de la fuente.

SEDECÍAS.— ¿Cuáles eran las palabras? ¡Por mi ira!…

PAJE (atemorizado. Su voz se torna cantante, salmódica).— Así cantaba desde la profundidad. «Tuve que abandonar mi casa. Y renunciar a mi heredad, y entregar cuanto mi alma ama en manos del enemigo. Mis ojos desbordan en lágrimas día y noche. Y no acaban, pues la virgen, la hija de mi pueblo, es horriblemente maltratada».

SEDECÍAS (con un alarido).— ¡Jeremías! ¡Él, siempre él!

PAJE (sigue cantando, como entusiasmado).— «Ay, ¡cómo colmó el Señor con su ira a la hija de Sión! Arrojó la magnificencia de Israel del cielo a la tierra, dio los muros de sus palacios en manos del enemigo porque en la casa del Señor habían vociferado como en una fiesta. Hizo…».

SEDECÍAS (con un arranque).— ¡Calla! ¡Calla! ¡No quiero oírlo! No quiero. Siempre él, siempre él. Está apostado en cada cruce de caminos, por donde paso, en pos de mis acciones corren sus gritos, se mezcla en mis sueños y da pábulo a mi disensión. ¿Cómo escaparle a la sombra, la terrible? Aun desde la mazmorra me grita. ¿Cómo escapar al que me persigue, cómo esquivar al que está en todas partes? ¿Quién me libra de él?…

PAJE.— Señor, si es tu enemigo… (Hace un gesto).

SEDECÍAS (despertando espantado de su furia, lo mira desconcertado. Luego con naciente orgullo).— ¿Tú opinas?… No, no le temo. No temo a nadie. Y no sé si es mi enemigo. Acaso ha sido torpe huirle… Quizá… (Camina inquieto arriba y abajo). ¡Paje!

PAJE.— ¡Mi rey!

SEDECÍAS.— Baja y abre el sumidero. Llévate a tu hermano Nehemías y trae al hombre de la profundidad a mi presencia. Hay que traerlo en secreto y devolverlo a escondidas.

(El paje y su hermano, mutis rápido).

SEDECÍAS (solo. Habla a media voz consigo mismo).— En cada bifurcación de camino, a mi espalda, y siempre demasiado tarde, y siempre tengo que oírlo. ¿Por qué llamé a Dios que me replica con silencio, y no a todos aquellos que dicen que por medio de ellos habla? Pero ¿por qué hablan ellos uno contra el otro y se contradicen como el sí y el no? ¿Cómo reconocerlos y distinguir lo falso de lo cierto? ¡Terrible, terrible es ese Dios que siempre calla y cuyos mensajeros nadie comprende!

(Jeremías aparece acompañado por el paje quien, a una señal de Sedecías, se retira de la habitación. Su rostro es pálido y consumido, negros miran sus ojos de en medio de un rostro blanco, huesudo, que impresiona como una calavera. Examina al rey tranquilamente).

SEDECÍAS (después de breve desconcierto).— Mandé llamarte, Jeremías. ¿Por qué estorbas, mi descanso? ¿Por qué cantas de noche, cuando todos duermen, por qué no duermes tú también?

JEREMÍAS.— Al llamado a guardar el pueblo no le es permitido dormir, y por guardián estoy puesto y por atalaya.

SEDECÍAS.— Dices verdad, Jeremías, no es tiempo ahora para descansar en Jerusalén, y, por Dios, no descansé. Consejo celebré con los siervos de mi corona, pero no se tranquilizó mi alma con ello. Oí a los amigos que son de mi mismo parecer, pero aun deseo escuchar al que está contra mí en Jerusalén.

JEREMÍAS.— Jamás te fue adverso mi corazón, sólo mi palabra era hostil a tu proceder.

SEDECÍAS.— Ni yo te fui contrario jamás, tenlo presente en esta hora. Si te encerré, fue para ponerte a salvo de tus enemigos. Santa me fue tu cabeza por respeto a tu valentía. Pero ahora no me hables tal como hablas en el mercado, sino tal como lo haces por tus adentros y al oído de Dios. Cerca estás, tal vez, de tu fin, y afirman los libros que las palabras son veraces a la faz de la muerte.

JEREMÍAS.— No estoy más próximo de la muerte, Sedecías, que tú mismo. En una hoja del libro oscuro está señalada nuestra hora.

SEDECÍAS.— No soy tu enemigo: ¡que sea lejana la tuya!

JEREMÍAS.— Dos veces te hablé, Sedecías, rey de Israel, pero mi palabra sólo alcanzó tu espalda, y delante de ti corría ya la acción. Ahora hablo a tu cara y te pregunto: ¿qué pretendes de mí?

SEDECÍAS.— Han venido a ser ciertas muchas de las cosas que previste, Jeremías, y tu voz tornose más fuerte dentro de mi alma. Nabucodonosor ha venido desde Medianoche con carros y caballos, según tú viste en el sueño, y ciñe a la ciudad. Nada ha logrado hasta ahora, pero grandemente le ayuda el tiempo. Quiero comunicarte un secreto. Escaso se torna dentro de la ciudad el pan.

JEREMÍAS.— Lo sé, señor.

SEDECÍAS.— ¿Cómo puedes saberlo? Nadie contó las bolsas, fuera de Nahum, el administrador. ¿Cómo puedes pretender saberlo cuando yaces en el estiércol bajo la tierra?

JEREMÍAS.— Vuélvese cada vez más pequeño el pan que me alcanzan al pozo, apenas cubre ya la palma de mi mano. Y oigo a los perros ladrar de noche y revolver los huesos porque ya nadie les arroja nada blando. Así es cómo cobré noción de la escasez.

SEDECÍAS (más irritado aún).— Los perros lo saben en las callejuelas y los hundidos en el sumidero, y a mí, al rey, sólo hoy me lo hicieron saber. Por las calles circula la verdad y permanece largo tiempo allí antes de llegar hasta los reyes.

JEREMÍAS.— ¿Cómo habría de correr la verdad hacia dónde mora la vanidad? ¿Se la agasaja acaso entre reyes? Duro es el oído de los monarcas y abierto sólo a los discursos que son como miel, su cintura está ceñida con altanería y a sus pies arrástranse zalameros. Creen los orgullosos que se puede asir al fuego sin quemarse, y desenvainar la espada sin cortarse. Pero será perturbada la paz de quien a la paz perturba, y el que siembra viento en el mundo, recoge tempestades en su alma.

SEDECÍAS.— Jeremías, a consejo te llamé y no a que me insultes. De la profundidad te saqué, y nadie sabe que extraigo consejo del pozo al que ellos te hundieron. Háblame con sinceridad y dame consejo en vez de injuriarme. ¿Quieres satisfacer mi deseo?

JEREMÍAS.— Sólo cumplo la voluntad de Dios.

SEDECÍAS.— Oye, entonces, y entérate de lo que nadie sabe con excepción de mis consejeros. Un enviado vino de parte de Nabucodonosor para que alejásemos la guerra de nuestros pueblos.

JEREMÍAS (prorrumpiendo en júbilo).— ¡Alabado sea Dios! ¡Ábrele las puertas, abre tu corazón a la humildad!

SEDECÍAS.— No prorrumpas en júbilo antes de tiempo. Es cruel lo que exige de nosotros, y sin medida su jactancia.

JEREMÍAS.— Jactancioso fuiste contra él, de modo que ahora acepta la jactancia suya. ¡Domina tu corazón, pero salva la ciudad!

SEDECÍAS.— ¡Exijo mi honor!

JEREMÍAS.— Entrégalo por amor de la ciudad.

SEDECÍAS.— ¿No es el honor mi misión, y el orgullo, mi corona?

JEREMÍAS.— Lo que sea tuyo, arrójalo. Mejor que honor es paz, más vale sufrir que morir.

SEDECÍAS.— Quiere doblegarme bajo un yugo.

JEREMÍAS.— Bienaventuranza es sufrir uno por todos, sufrir por la vida viviente. ¡Inclina tu nuca, salva la ciudad!

SEDECÍAS.— Humillación sería para todos los reyes cuyo heredero soy, inmundicia en la vestidura de mis mayores.

JEREMÍAS.— No te acuerdes de los que fueron, porque polvo son y vianda para los gusanos. ¡Acuérdate de la ciudad, piensa en los vivos!

SEDECÍAS.— Pero no sólo a mí me quiere humillar sino también a nuestro Dios.

JEREMÍAS.— Dios tiene una sonrisa para sus despreciadores. ¡Ábrele las puertas, abre a la humildad tu corazón!

SEDECÍAS.— Quiere penetrar en el santísimo recinto al que nunca se acercó.

JEREMÍAS.— Dios lo impedirá, si tal es su voluntad, y no tú. ¡Abre las puertas a la humildad de tu corazón!

SEDECÍAS (furioso).— Obstinación es tu sabiduría, y porfía tu consejo. Con oídos sordos me escuchas, y cual guijarro es tu respuesta.

JEREMÍAS.— ¿Quieres que bata palmas para celebrar tu ceguera y aplauda jubiloso tu palabra? Aparentas pedir consejo y, sin embargo, sólo pretendes aprobación. Pero que se seque mi lengua y se conviertan en polvo mis huesos antes de que alabe tu necedad y deje de gritar contra tu ceguera.

SEDECÍAS.— ¿Por qué arremetes tan sin piedad contra mí? Aún ignoras mi voluntad.

JEREMÍAS.— Conozco tu pensamiento. Sólo tu palabra procura conquistarme, en tanto que tu voluntad se opone tercamente a mí. ¿Pretendes hacer burla de mí y jugar con la palabra de Dios? No me llamaste a fin de que fuera la balanza de tu decisión. Tiempo ha que el mensaje está endurecido en tu alma, y sellado tu parecer. No me engañas a mí sino que únicamente a ti mismo, rey de Israel.

SEDECÍAS.— ¡Jeremías!

JEREMÍAS.— Sí, yo, Jeremías, te digo a ti, el rey. De manera ímproba procedes conmigo, y subterfugio son tus palabras. Pero en verdad ya tu voluntad no está libre, ni quieres tú que la tuerza.

SEDECÍAS (inseguro).— ¿Cómo puedes saber tal?

JEREMÍAS.— Tu labio lo descubre, como un culpable te arredraste ante mi ira. Querías tentarme a que te aplaudiera y descargara la culpa de tus hombros, pero ay del que tienta a hombres, pues tienta a Dios con ello.

SEDECÍAS (titubea desorientado; luego, en voz baja).— Mucho te es dado saber, Jeremías. Cierta, demasiado cierta es tu palabra. No está libre ya mi voluntad. Ya el mensaje está en poder del mensajero.

JEREMÍAS.— ¡Quítaselo! ¡Salva la ciudad!

SEDECÍAS.— Ya se marchó.

JEREMÍAS.— ¡Llámalo, hazlo volver! ¡Que vuelva!

SEDECÍAS.— Demasiado tarde. Demasiado tarde llegaste.

JEREMÍAS.— ¡Corre detrás de él! ¡Manda alcanzarlo con caballos y corredores!

SEDECÍAS.— Es tarde ya. Lo tiene el rey en sus manos.

JEREMÍAS (se desploma, cubre su rostro, alza las manos luego y exclama con grito ahogado).— Entonces, ¡ay, ay de Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Ay, desdichada!

SEDECÍAS (acercándose aterrado).— ¿Qué te ocurre?

JEREMÍAS (no lo oye. Un sollozo estremece su cuerpo. Se levanta poco a poco. Sus ojos están fijos en la lejanía por una agitación intensa. Habla como ausente, como en la oración, levantando las manos vencido por visiones interiores).— Ay, cómo caíste del cielo, Jerusalén, hermoso lucero del alba, y esperabas, sin embargo, elevarte sobre los mundos. Por encima de las nubes querías alzarte, mas, ay, caíste, hermosa, bajo, muy bajo, en tinieblas y noche.

SEDECÍAS (tratando de despertarlo).— ¡Jeremías!

JEREMÍAS.— ¿Qué era más claro que tu frente, fuerte de Jacob, residencia de David, tienda de Salomón, joya, tú, de Dios y casa sagrada? ¿Quién podía cantarte, quién alabarte? El salterio se cansó, el címbalo volvióse quedo para loarte y santificarte de la mañana a la noche. Pueblos enteros acudían en peregrinación a verte, y quienquiera que te veía, sentía regocijo en el alma.

SEDECÍAS.— Desvarías, Jeremías. ¡Despierta, despierta!

JEREMÍAS.— Mas, cuán tranquila te has vuelto ahora, hermosa, ¿adónde quedó tu brillo, adónde se fue tu centelleo? Ya no susurran las voces del novio y de la prometida, en lontananza perdióse la oleada del mercado, el rumor de la alegría, el toque de flauta, el cantar de las vírgenes. Ay, un estrangulador ha venido sobre ti, un nefasto ejecutor, desde Medianoche. Mero desierto son tus calles, zarzales crecen en recintos de mármol y ortigas en el palacio de tu rey. Ay, derrumbados están todos tus muros, destruidas las torres, y destrozado ignominiosamente el corazón sempiterno de su santuario.

SEDECÍAS.— ¡Mientes, maldito! Erguidas y enteras se mantienen las murallas de Jerusalén.

JEREMÍAS (cada vez más frenético).— Toda cabeza está rapada. Toda barba está cortada, vestidas con bolsas andan las madres y rasgan con uñas la carne encarnada de sus mejillas. ¿Adónde están mis hijos? ¿Adónde están mis hijas? Pero, ay, como lodo yacen en las calles los cadáveres de niños, ahorcados por los esclavos, ahorcadas las mujeres en la cuerda de sus cabelleras, abatidas a golpes las embarazadas, juntas con su fruto; ya repugna a los cuervos su abundancia, y los chacales del desierto están ahítos.

SEDECÍAS.— ¡Calla, cállate, Jeremías!

JEREMÍAS.— ¿Para qué sirve huir a las cimas, a ardientes canteras o matorral profundo? Te persiguen a caballo y con jaurías, te obligan a salir con humo y fuego, te alcanzan y prenden de todas maneras. Empujan el pueblo con bastón de ojeador, debilitan mujeres, golpean ancianos, la hija del rey se transforma en sirvienta de esclavas; en esclavo de sirvientes, el hombre honrado.

SEDECÍAS.— Ni una palabra más, mentiroso, tú, ¡por mi furia!

JEREMÍAS (en tono de lamento).— Oh, Jerusalén, virgen hija de Dios, escarmentada y humillada por la burla de paganos, ay que yo tenga que verte así. Todos cuantos te envidian, ahora se ríen, muestran los dientes y se regocijan a sus anchas: «¡Oh, cómo la hemos rebajado, cómo se tomó complaciente la orgullosa, la bella! Éste es el día que anhelábamos, lo hemos conseguido, lo hemos presenciado».

SEDECÍAS (temblando de irritación, arremete con los puños cerrados contra Jeremías).— Calla, mentiroso. No puedo oírlo. Mientes. Mientes.

JEREMÍAS.— Oh, Jerusalén, sagrada ciudad de Dios, cuna de pueblos y joya del mundo. ¿Quién hará tu elogio, quién te encontrará siquiera? En leyenda de tiempos idos te convertiste, cuento y adagio entre los pueblos, oh, veo…

SEDECÍAS.— Nada verás, loco furioso, tú.

JEREMÍAS.— Veo tu sufrimiento, veo tu muerte, veo…

SEDECÍAS (zarandeándolo con extrema furia).— ¡No verás nada! Te haré cegar.

JEREMÍAS (mirándolo de hito en hito, como en un terrible despertar, échase luego de repente a reír estrepitosamente, y exclama en éxtasis desbordante).— ¿A mí? ¿Tú, cegarme a mí, tú, perverso? ¡No! Otra cosa determinó el designio de Dios. Ciertamente, uno será cegado incluso antes de que se acabe el día, pero será aquel que desde ha tiempo está cegado, cuando aún su ojo veía y miraba. ¡Óyeme, rey Sedecías!

(Sedecías lo ha soltado y lo mira fijamente y azorado).

JEREMÍAS (amenazándolo con los puños).— A ti, a ti te prenderán los esclavos del rey en la casa de Dios que tú destruiste, tu derecha arrancarán del altar donde en busca de ayuda habrá estado aferrada. Quieres defenderte, mas ellos rompen tu espada, rodean tus brazos con trenzas de hierro, te arrastran y te arrojan por las escaleras, como a un animal de sacrificio, con látigos y golpes hacia aquel cuya mano rechazaste, cuyo yugo rompiste, y que pronuncia sentencia de fuego sobre ti.

(Sedecías retrocede y levanta las manos como para defenderse).

JEREMÍAS.— Tus rodillas doblarán a fuerza de golpes, un fuego arde crujiente sobre redonda piedra, y cuatro manos hunden en él el acero cegante. Ardiente sube, mordiendo, el calor del mango negro a la punta. ¡Arde! ¡Echa llamas! ¡Enrojece! ¡Se pone blanco! ¡Y luego te agarran brutalmente sus puños, silbando y humeante hunden la noche en tus ojos!

SEDECÍAS (grita, tocando sus ojos como cegado). —¡Ay!

JEREMÍAS.— Mas, antes aunque con espuma ardiente de sangre y de lágrimas tu mirada se apague, tienes que ver todavía a tus hijos, los tres, en manos del verdugo. Te retienen los esbirros, te retienen las cadenas, no puedes soltarlos, no puedes salvarlos, sólo puedes gritar cuando, ahora, la espada atraviesa al primero, al segundo, al tercero. Ves su sangre, su sangre joven correr por el lodo, y ves, antes de que el acero rojo para siempre te ciegue, extinguirse la tribu y dinastía de Israel.

SEDECÍAS (tanteando como un ciego, se ha dejado caer sobre el lecho, levanta las manos, implorando).— ¡Misericordia! ¡Misericordia!

JEREMÍAS.— Así gritarás a las sombras eternas, pero no tendrás quien te ayude en el cielo, porque Dios nunca escucha al que por arrogancia criminal perdió a su ciudad y destruyó su casa. Te arroja entre gusanos y serpientes que, ciegos, se arrastran por el vientre de la tierra. A la escoria te arroja, entre enfermos y tiñosos, entre impuros, carcomidos por la lepra, a los sumideros te arroja, a la roña y basura donde los expulsados del pueblo están. Como un mendigo ciego, el más pobre de los pobres, atraviesas, extraño, tu propio país, y si alguno se acerca y ve bajo revuelto cabello y ceniza al que otrora fue el rey de Sión, levanta su mano y te maldice, ¡rey Sedecías!

SEDECÍAS (como aplastado por esas palabras, queda tendido quejumbroso sobre el lecho. Al cabo de algún tiempo se incorpora poco a poco y mira a Jeremías con mirada turbada, estremecido).— ¡Cuánto poder te es dado, Jeremías! La energía destruiste de mis miembros, y el tuétano está como entumecido en mi cuerpo. ¡Terribles son tus palabras, Jeremías!

JEREMÍAS (el éxtasis lo abandonó y se apaga el brillo de sus ojos).— Pobres son mis palabras, Sedecías, impotencia es mi poder. Sólo me es dado saber, mas no así evitar.

SEDECÍAS (conmovido).— ¿Por qué no te presentaste más pronto ante mí?

JEREMÍAS.— Siempre he estado presente, mas tú no me encontraste.

SEDECÍAS.— Tal debe haber sido la voluntad de Dios. (Silencio. Luego se levanta pausadamente y se encamina hacia Jeremías). Óyeme, Jeremías… yo… yo te creo… Cosas espantosas anunciaste, más horribles que cuanto jamás se presagió a rey alguno de Israel, y sin embargo, te creo. Con espanto abatiste mi corazón, y sin embargo, no concebí odio contra ti. Que no haya más discordia entre nosotros a la sombra de la muerte. Baja al lugar del que viniste, que no te faltarán alimentos; el último pan de mi mesa lo partiré contigo, y que nadie se entere de nuestra entrevista más que Dios sólo.

(Jeremías se da vuelta para retirarse).

SEDECÍAS (atormentado).— ¿Tiene que suceder así? ¡Oh, Jerusalén, mi Jerusalén! .¿No puedes impedirlo?

JEREMÍAS (sonríe).— Así ha de ser. Nada puedo evitar. La de anunciar es mi misión. ¡Ay de los impotentes!

SEDECÍAS (calla, y luego, de lo hondo).— Jeremías, no lo quise. Tenía que proclamar la guerra, pero quería la paz. Y te quería a ti porque la pregonabas. No tomé el arnés con corazón alegre, había guerra antes de mí bajo la faz de Dios, y la habrá también después. Grandemente sufrí, sé tú testigo de ello en su tiempo. ¡Y quédate a mi lado cuando tu palabra se cumpla!

JEREMÍAS (emocionado).— Estaré a tu vera, hermano Sedecías.

(Jeremías se retira lentamente, con la cara dada vuelta. Está ya junto a la puerta, cuando Sedecías llama).

—¡Jeremías!

(Jeremías se da vuelta).

SEDECÍAS.— Muerte hay sobre mí, y te veo por vez postrera. Me has maldecido, Jeremías. Ahora, bendíceme también, antes de que nos separemos.

JEREMÍAS (titubea, luego vuelve solemnemente y alza las manos hasta la frente del rey).— Que Dios te bendiga y te proteja en todos tus caminos. ¡Qué ilumine para ti su rostro y te conceda su paz!

SEDECÍAS (soñando, repitiendo confuso).— ¡Y… nos… dé… la… paz!