Cuadro V
LA PRUEBA DEL PROFETA

Con todo eso Yahvéh quiso quebrantarlo sujetándolo a padecimiento.

Isaías 53:10

El estrecho dormitorio de la madre de Jeremías, en la casa de éste. Las puertas y ventanas, cubiertas de cortinados, de modo que la luz y los ruidos de afuera sólo penetran amortiguados en la penumbra de la estancia, donde apenas se distingue la silueta de las figuras y cosas. Al fondo se destaca blanca sobre la oscuridad ambiente una especie de lecho, sobre el que yace inmóvil la anciana. A su lado, de pie, Ajab, el viejo sirviente.

YOJÉBED (una parienta, levanta con cuidado el cortinado de la entrada).— Ajab, oye, Ajab…

AJAB.— ¡Silencio!… Entra despacio… Cual plumas se tiende el sueño sobre ella; el halo de una palabra ya lo ahuyenta. No molestes su descanso.

YOJÉBED.— Dichoso él que aún puede descansar en tanto vibran las puertas y tiemblan los fuertes de la ciudad.

AJAB.— No hables de esto, no menciones al enemigo. Si la quieres, ahórrale sinsabores a la enferma.

YOJÉBED.— ¿Qué quieres decir? ¿De qué quieres que no hable?

AJAB.— No menciones el peligro. Ignora la adversa suerte de Jerusalén.

YOJÉBED.— No te comprendo. ¿Ella no sabe que la guerra rodea a nuestra ciudad?

AJAB.— ¿Para qué revelarle lo que la haría perecer? Un mero presentimiento ya significaría su muerte.

YOJÉBED (sumamente sorprendida).— ¿Ella no sabe que Asur cayó sobre nosotros? ¿Hay todavía un ser viviente dentro de nuestros muros que permanezca ignorando nuestra desgracia? ¿Cómo pudo ocurrir semejante milagro? ¿Están sellados, entonces, sus sentidos, puesto que no oye las trompetas y aún cree vivir en paz cuando ya los arietes embisten nuestros muros?

AJAB.— Sus sentidos se han apagado. Cree que es sueño lo que oye. Las puertas cerré y las rendijas cubrí para que ni la luz ni los ruidos hallen entrada.

YOJÉBED.— ¿Ella no lo sabe? ¿No lo sabe? Milagroso es esto y cruel a la vez. ¿No sabe nada, dices, Ajab, ni siquiera un presentimiento conmueve sus sentidos?

AJAB.— A veces alcanzábala un presentimiento, pero sólo como un sueño, y yo con palabras lo ahuyentaba. Ayer mismo, cuando el pueblo gritó al primer choque de ariete, se sobrecogió. En su fiebre tiró las mantas y alzó las manos gritando que ella debía salir, que debía llegar hasta la muralla porque había guerra en el país, enemigo en la ciudad, porque Sión perecía, Jerusalén caía. Que se había cumplido la palabra, que su hijo lo había predicho, que había venido el rey, el rey de Aquilón. Y se enderezó y dobláronse sus rodillas, mas antes de que cayera, la recogí y la llevé hasta el lecho y la consolé asegurándole que sólo fue un sueño, nada más que una alucinación de la fiebre, ese rumor del pueblo y de trompetas que decía oír fuera. Pareció creerlo y permanecía luego con los ojos abiertos y seguía con el oído el retumbar sombrío de la calle.

YOJÉBED.— ¡Qué cosa extraña! Mas, di, ¿qué es lo que tanto la confunde?

AJAB.— Sus sentidos enfermos buscan al hijo.

YOJÉBED.— A Jeremías… el rabioso… el que echa espuma en las callejuelas… ella misma, sin embargo, lo arrojó de su casa.

AJAB.— Pero desde entonces no pasó una hora tranquila. Ya sólo permanecía muda, sentada en sus habitaciones, y con frecuencia la hallaba en el umbral de la puerta como quien espera a un huésped. Y como no venía, y no venía, se oscurecieron poco a poco sus sentidos.

YOJÉBED.— Pero ¿por qué no viene el abyecto a fin de que ella se restablezca en su presencia? Todos los días vaga por las calles y escupe maldición entre el pueblo, en tanto la madre lo anhela. ¿Por qué no viene; el embaidor del mercado, el estrangulador de la alegría?

AJAB.— Inconsciente es de que ella le reclama. Orgulloso como ella misma, no holla las piedras del umbral por el que ella lo empujó.

YOJÉBED.— ¡Házelo saber, pues!

AJAB.— ¿Cómo podría hacerlo, sin orden de ella? Un esclavo soy, un sirviente nada más ¿Puedo acaso atreverme a oír lo que ella dice sin saber?

YOJÉBED.— Puedes y debes hacerlo, puesto que está en juego su vida.

AJAB.— ¿Es tal en verdad tu parecer? ¿Crees tú que haría bien en adelantarme a su palabra, enviándole recado?

YOJÉBED.— Por la misericordia de Dios, así lo creo. Salvas su vida con ello.

AJAB.— Loado sea Dios, pues, ¡oye, Yojébed! Lo que tú exiges, ya lo hice en el aprieto de mi corazón.

YOJÉBED.— ¡Bendito, bendito seas por ello!

AJAB.— Ya salieron mis niños a buscarlo. A través de la ciudad los envié; aún no lo hallaron, mas sus pasos están pegados a los del hijo.

YOJÉBED.— ¡Quiera Dios que lo encuentren! Traería alivio a la pobre, pues su sentido está confuso entre el orgullo y el anhelo.

AJAB.— Sí, confuso está su sentido y entenebrecida su sangre. Desde que él se fue, está como malquista consigo misma.

YOJÉBED.— Ay, ¿quién conserva aún claros los sentidos en el caos del tiempo?

(La madre se mueve, gimiendo, en el lecho).

YOJÉBED (observando su despertar, en voz baja a Ajab).— Ajab… se mueve… el sueño la abandona… aún están cerrados sus ojos, mas ya la palabra llena sus labios.

(Ajab corre hasta la enferma y se inclina sobre ella).

LA MADRE (con los ojos cerrados; su voz es débil como cántico lejano).— Di, ¿ya vino? Dime, ¿ha venido ya? Oh, ¿adónde está, adónde, el hijo de mis pesares?

YOJÉBED (cuchicheando).— ¡Qué raro! ¡Por primera vez lo recuerda en la palabra!

AJAB.— Todavía hay sueño en ella, aún están velados sus ojos.

LA MADRE (se mueve y abre los ojos).— Adonde… Ajab… Eres tú… Yojébed… oh, la oscuridad sobre mí… Sueño, sueño que me confundía… adonde…

AJAB (inclinándose tiernamente).— ¿Cómo te sientes, querida? ¿Cómo descansaste?

LA MADRE.— ¿Cómo habría de descansar… cómo descansar con el espanto de semejantes pesadillas?… ¿Adónde está… yo lo vi… por qué se fue?

YOJÉBED.— ¡Mira el brillo de sus ojos! Mira cómo, febril, aún la confunde el sueño.

AJAB.— ¿A quién te refieres, querida?

LA MADRE.— Se fue… ¿por qué se fue?… ¿Por qué lo dejaste partir de mi lado?… Estuvo aquí, aquí…

AJAB.— Nadie estuvo en la habitación fuera de Yojébed y de mí…

LA MADRE.— ¿Él no… él no?… Oh sueños; ¡cuán llena de ellos está la casa! (Irguiéndose de repente, con la mirada febril). ¿Por qué no lo llamas?… Que venga… que venga…

AJAB.— ¿A quién quieres que llame?

LA MADRE.— ¿Por qué preguntas, por qué preguntas? No ves, la muerte está hincada de rodillas sobre mí, ¿y tú no lo llamas?

AJAB.— ¿Cómo habría de osar?…

LA MADRE.— Oh, ¿por qué están enmurados mis pies, por qué, enferma, estoy al cuidado de sirvientes ciegos, de corazones de piedra? ¡Váyanse… márchense de mi lado!

AJAB.— Pero, querida…

LA MADRE.— Me traicionaste… le cerraste la puerta… es seguro que estuvo aquí y tú lo echaste… estuvo aquí… mi sangre lo percibe en el umbral… no espera más que el llamado, y tú callas… Tú lo expulsaste…

AJAB.— Pero oye, querida…

LA MADRE.— Ay de mí… vete… vete de mi lado… que mueras como yo, abandonado por tus hijos, que mueras en cama de paja como el sarnoso…

AJAB.— Déjame decir una sola palabra…

LA MADRE.— Una sola palabra quiero oír: Vive, aquí está…

AJAB.— Esto es precisamente lo que te vengo a decir… viene… ya se acercan a la casa sus pasos…

LA MADRE (enderezándose, completamente extasiada).— Viene… viene… mi Jeremías… oh, Ajab… ¡no mientas… no engañes a la muerte!…

YOJÉBED.— Ya mandó sus hijos a buscarlo… pronto estará aquí…

LA MADRE.— Viene… es verdad… viene… sí, ya lo escucho, dentro de mí marchan sus pasos… lo escucho dentro de la casa… quiere entrar… golpea el corazón… baja, vete ya a la puerta, corre, vuela… ¿por qué siguen aún parados?

AJAB (tranquilizándola).— Querida, en seguida estará a tu lado… a la mañana temprano envié a mis hijos… viene con certeza…

LA MADRE (nuevamente agitada).— No… no viene… perezosos son los niños, no lo buscan… vagan por las calles… oh, si se apresuraran… la oscuridad… la penumbra… sube en mi sangre… yo… quiero verlo todavía antes de que se ciegue mi vista… anda, Ajab, mira… está aquí…

AJAB.— Ten paciencia, querida, no te muevas con tanta furia.

LA MADRE.— Hazlo entrar… ¿por qué lo haces esperar?… ¿No oyes como martilla la puerta?… en las sienes lo percibo… ¡abran… ábrele… cómo golpea!… ay… ¡cómo golpea!… ay… ¡cómo golpea con los puños!… abre… ¡ábrele!…

AJAB.— Aún no está aquí, querida… pero no tardará mucho.

YOJÉBED.— En seguida vendrá… ten paciencia…

LA MADRE.— No… no… Está aquí… ¿por qué lo mantienen apartado de mí?… No tengo tiempo… un frío recorre mis miembros… abran… oh, frío, como piedras, mis piernas… quiere… quiere…

(Jeremías ha franqueado silenciosamente la puerta y permanece indeciso junto a ella; sus manos están unidas como acalambradas, su cabeza como agobiada por una carga inmensa).

AJAB.— No te incorpores así… recuéstate… ya va a…

(Distingue de pronto a Jeremías y se interrumpe, espantado; Yojébed también calla, embargada por una emoción que la pasma. Un silencio pétreo se yergue de repente en la habitación sombría).

LA MADRE (enderezándose con gran esfuerzo).— ¿Por qué callas tan de repente?… ¿por qué callas así? (Repentinamente, con un grito de júbilo). ¿Ha venido? ¿Está aquí, mi hijo, mi niño… mi Jeremías?… Oh, están tan apagados mis sentidos… ¿adónde… adónde estás, Jeremías?

(Jeremías avanza titubeante unos pasos, luego se detiene como vencido por su propio sentimiento).

LA MADRE (volviéndose hacia Jeremías).— Estás aquí, lo siento… mis sentidos te aspiran… ay, todo se ensombrece tanto ante mi vista… ¿por qué no te acercas para que mis manos te asgan… por qué no vienes, Jeremías, mío?

JEREMÍAS (permaneciendo inmóvil, las manos pegadas convulsivamente al cuerpo).— No me atrevo. No me atrevo. Desgracia pende de mí, maldición me precede. Déjame quedar alejado para que mi aliento no te roce, para que el horror no toque tu santo corazón.

LA MADRE (ardorosa).— Hijo mío, mis brazos se agotan en anhelo; ¿por qué no vienes, querido, por qué no te acercas? ¿Se te hizo tan repugnante mi labio, tan extraña mi mano?

JEREMÍAS.— Extraño me soy a mi mismo, como ser extraño estoy en la casa.

LA MADRE.— ¡Oh, me expulsa, me abandona de nuevo! ¿Por qué me dejas con el anhelo, por qué eres tan riguroso?

JEREMÍAS.— No puedo, no puedo. Una palabra arde entre nosotros como la espada del ángel.

LA MADRE.— ¡Ay de la maldición que, a su vez, maldije mil veces! El viento la desgarró, con el aliento se disipó.

JEREMÍAS.— No, madre, despierta está tu maldición, y todas las callejuelas están excitadas por tu palabra. Desde las casas me asaltó, desde la boca de toda la gente cayó sobre mí. Yo no soy tu hijo, ni carne que alienta, sólo escarnio soy de un mundo. En expulsado de mi pueblo me convertí y en ira de los judíos, olvidado por Dios y repugnante para mí mismo. ¡Solo, déjame permanecer apartado en la oscuridad, el más execrable de todos!

LA MADRE.— Oh, hijo mío, aunque fueras el repudiado de un mundo, excomulgado por los sacerdotes y proscrito por el pueblo, y aunque Dios mismo te hubiera repudiado ante su rostro, tú eres mi hijo y mi sangre bienaventurada por la eternidad. Quiero quererte por su odio y bendecirte por su maldición. Si ellos te han escupido, oh, ven a que te bese; si ellos te han expulsado, oh, ven para que yo te recoja; oh, regresa junto a mi corazón, del que partiste. Dulce es para mí tu labio, el amargo, y dulce la sal de tus lágrimas; bendita es para mí por siempre tu conducta, con tal que regreses junto a mi corazón materno…

JEREMÍAS (doblando las rodillas, humildemente, con un grito).— Oh, madre, eterna bondad, tú, ¡oh; madre, tú mi mundo perdido!

LA MADRE (meciéndolo entre sus brazos en los que lo encierra silenciosa. Sus manos pasan una y otra vez temblorosas sobre su cabeza, sobre su cuerpo. Por último, lo mira, y en sus ojos brilla una luz extraña, dichosa, cuando le dice como en tono de lamento cantado).— Mi hijo, tú mi hijo perdido en el mundo, que nunca te hubieras ido de mi vera hacia los hombres que son inflexibles como piedras. Oh, tú, querido, bueno, tardíamente experimentado, mecido por mi corazón, retornado mío, descansa ahora, querido, descansa junto al corazón; vuelvo a poseerte, siéntote como sangre en la sangre, paternalmente te retiene en silencio la casa, maternalmente cálido te tiene preso mi brazo. Deja que acaricie tu frente, déjame acariciar tu cabello como otrora, cuando hubo algún dolor en ti, y a la palabra, la dura, la insensata, mira, ya la mano la aparta de tu sien.

JEREMÍAS (con leve sobresaltó).— Oh, madre, cómo son de delgadas tus manos. Oh, madre, cómo son de pálidas tus mejillas, tu corazón quedó tan quieto, tus labios tan pálidos, ¿acaso estás enferma, madre, di, fáltate algo?

LA MADRE.— Lo que me faltaba, lo fuiste sólo tú. Sólo tu ausencia me atormentaba. Cuando saliendo de casa se perdió el rumor de tu último paso en el corredor, me sentí tan débil en lo hondo del corazón como aquel día, años y años ha, en que te di al mundo y el fruto sazonado de muchos meses de mi regazo dulcemente cargado se desprendió de golpe, dolorosamente de mí y casi se paró mi corazón porque ya no encontró a aquel otro que con él había vibrado en juego alternado. Oh, aquella hora de angustia atormentada en que por vez primera te evadiste de mí, como nueva pena y maternidad volví a experimentarla ahora, oh, día a día, y noche tras noche, y tú no sabes cómo el ansia agota.

JEREMÍAS.— Madre, tú has sufrido, pues, por mí, que, insensible como piedra, di tumbos por las calles. Oh, madre, cómo pedirte perdón por ello. Oh, madre, ¿cómo me lo puedes perdonar?

LA MADRE.— Y cuando así, en la soledad, estaba abandonada en la casa vacía, resoñé tus sueños todos. De día se agazapaban, se sentaban mudos entre cabríos y trastos grises. Pero apenas sobre el techo el sol se apagaba, movíanse, y como el búho y el murciélago aleteaban negros, saliendo de las sombras. Se deslizaban y paseaban sobre mis sienes con espanto y cuchicheo. Pesados, sentábanse sobre mi pecho al extremo de cortar mi respiración. Picoteaban y roían, sombras negras que se deslizan fríamente sobre mi frente, y sorbían el sueño de mi cerebro y corazón. Oh, cómo me torturaban, las bestias repugnantes, caóticos sueños, vampiros alzados, ora me helaban, ora me sofocaban, hasta lo más recóndito de mis entrañas revolvían de modo que, cuando por fin la mañana despuntaba, yacía extenuada en el sudor de mi cuerpo, excavada por el horror y la pesadilla como un árbol remoto.

JEREMÍAS.— Oh, madre, oh, madre, ¡qué te hice yo! Y yo cruzaba las calles, extraño, irreflexivo. Hazme purgar con años cada noche que por mi culpa pasaste en vela. Ahora, sólo ahora comienza mi vida, desde que encontré la vuelta a tu perdón: sólo ahora sé que el caótico mundo no contiene ni un milésimo del amor que abarca la suave cruz de tus brazos.

LA MADRE.— Oh, mi hijo, mi niño, Jeremías mío, oh, si supieras cuánto consuelo me das cuando vuelvo a sentir que me quieres. Oh, que siempre quedaras cerca de mí, tú, mi consuelo ardiente, mi luz venturosa. Tú, mi pan terrenal, tú, mi gracia de Dios. Ya siento que irradia restablecimiento desde tu rostro. ¡Oh, oye, te suplico, Jeremías, no me abandones, quédate ahora junto a mí, Jeremías!

JEREMÍAS.— ¿Qué temes?… No te comprendo…

LA MADRE.— ¡No mientas, no me engañes! ¿Crees que no siento, adentro, que se acerca mi fin? Lo siento: la muerte está despierta en mí, y como en un reloj de sol, completamente insensible, el índice negro, raya a raya asciende por la pared y se redondea, así sube con cada aliento vivo la penumbra más profunda por mi sangre. Ay que yo misma sienta tan consciente cómo me congelo en la sangre despierta.

JEREMÍAS.— Madre, ¿cómo he de entender el desvarío? ¿Tú quieres abandonarme, quieres dejarme? Piensa, apenas nos hemos recobrado uno al otro en nueva comunión, madre e hijo, que sólo ahora ha comenzado mi vida cabal. Dios no me mandó en vano de regreso a casa desde mi confusión y locura. Un comienzo es éste de Dios y no un fin. Oh, madre, ¡empieza tú de nuevo a vivirme!

LA MADRE.— ¡Oh, eterno soñador, tú, hijo mío, insensato, cuán seductoras son tus palabras! Ay, que yo pudiera hacer lo que anhelas, ser en verdad para ti, un sueño sería el mundo, un cielo, la tierra. En la casa tranquila, concordes los dos, ¡cuán pacífica habría de ser tal vida! Con paso muelle iría de día a lo largo de tus horas, y de noche velaría, sentada, tu sueño, y como la luz alerta reflejaría la mirada sobre la durmiente oscuridad de tu faz, escucharía en el rumor de tu aliento si ondea quieto o si se agita en fiebres y sueños. Y si sintiera que los sueños te amedrentan, te despertaría, y tu primera mirada surgida de la penumbra se hundiría alegre en la sonrisa de la mía.

JEREMÍAS.— Madre, madre, no te inquietes, mis noches son oscuras y horas de sueños. Ya pasó: no sueño más.

LA MADRE.— ¿No sueñas más?

JEREMÍAS.— No sueño más. Mi descanso se tornó negro, sordo. Ya no vagan las visiones por mi sangre, mis sueños han caído en la profundidad del día, su espeluzno se ha unido a las horas: no sueño más, porque despertó el mundo.

LA MADRE (extática).— ¡Jeremías! ¡No sueñas más! ¡Oh, qué dicha! ¡Oh, qué bien! ¡Ves, pusilánime, yo sabía que Dios iluminaría tu alma, que se oscurecía de su confusión y locura! Oh, tan bienaventuradamente cierto arde en mi sangre lo que desde el principio te enseñaba: nunca ningún enemigo asediará esta ciudad, Sión nunca temblará, nunca caerá el fuerte de David, y aunque el enemigo viniera de los confines de la Tierra, durarán eternamente los muros enhiestos, eternamente los corazones de Israel, ¡eternamente dura Jerusalén!

JEREMÍAS (se levanta. La mira fijamente, como un orate. Sus labios tiemblan mientras repite, en forma de pregunta, las últimas palabras de la madre) .—¿Nunca… ningún enemigo… asediará… a nuestra ciudad?…

LA MADRE (poniéndose a temblar de miedo).— ¿Qué te azora tan de repente, por qué empalideces así?

JEREMÍAS (completamente entorpecido aún por el espanto).— ¿Nunca… ningún enemigo… asediará… a nuestra ciudad?…

LA MADRE.— Jeremías, habla. ¿Qué te ocurre, por qué cierras convulso la mano, por qué apartas la mirada? ¿Por qué te azoras y miras tan inconsciente? Y ustedes, Ajab, Yojébed, ¿por qué le hacen señas, qué le están mirando? Jeremías, Jeremías, dime, di, ¿qué ha sucedido?

JEREMÍAS (dominándose).— Nada, madre, nada… No te agites, sólo que me pareció tan extraña la palabra… tan rara.

LA MADRE.— ¡No! Su mirada se tornó de pronto negra y velada por cuidados. Y ahora se hallan en la penumbra y se azoran y murmuran. Terrible, espantoso es el secreto que recluyen. Lo percibo como muerte e ira de Dios sobre mí.

JEREMÍAS (tartamudeando).— Nada, madre… nada te ocultamos.

LA MADRE.— ¿Por qué me engañan, por qué me mienten? Aún no estoy muerta y encajonada, ¿por qué me mienten? Aún no estoy muerta y encajonada, aún exhalo cálido aliento, aún golpea sangre mi corazón, aún puedo oír, no estoy muda aún, aún, estoy en vida en mi propia casa.

JEREMÍAS.— Madre… deliras… un desvarío hace presa de ti… tus sienes, son fuego… están tan frías tus manos…

LA MADRE.— ¿Por qué se apartan de mí, por qué me separan? ¡Aun cuando fuese horror, yo quiero saber de él! ¿Por qué, oh, por qué están cubiertas aquí ventanas y puertas? ¿Por qué está todo tan oscuro y mudo? Despierta me han hundido en mi lecho como en un féretro, me han enterrado entre esteras y almohadas. ¿Por qué me empujan con fuerza al horror y a la tumba, ahora ya, viviente como estoy?

JEREMÍAS.— Madre, madre recuéstate… no te levantes convulsiva… tranquilízate… siente mis manos, estoy, pues, junto a ti.

LA MADRE.— Vivo… vivo… aún vivo. No me dejo engañar ni embaucar. Terrible despertar me sobreviene. Lo sé, lo sé ahora con espantosa claridad. Mi sueño no fue sueño, fue realidad. A menudo oí el tronar de caballos y carros, lamentaciones y golpes de armas, trompetas sonaban apagadas en el espacio, y yo yacía, apurada por el horror, y creía que todo no pasaba de ser mi propio sueño. Mas ahora estoy despierta, terriblemente despierta, con fuerza abrió la muerte mis párpados. Ya sé por qué me velan la luz y el rumor: desgracia rodea a la ciudad, domina en sus puertas, estamos vencidos, estamos perdidos. ¡Ay, guerra existe en Israel!

JEREMÍAS.— ¡Madre! ¡Madre!

LA MADRE.— ¡Jeremías, Jeremías, habla! No me dejes en la penumbra, no me envuelvas en silencio. Di, ¿ha venido aquél a quien anunciaste, el rey, el rey de Aquilón?

JEREMÍAS.— Sueñas, madre, estás soñando.

YOJÉBED (en voz baja).— Niégalo… por amor de su vida, niégaselo…

LA MADRE (delirando).— Ay, las trompetas, ¡cómo retumban y retruenan! ¡Está aquí, está aquí, el armado rey de Aquilón! ¡Guerra ha caído sobre nuestro país, enemigo viene llegando en infinitas horas, ay, cómo corren y arremeten! Se doblan las murallas, las puertas se vienen abajo con furia y estrépito. Perdida, perdida la ciudad y la casa santa de Israel. La muralla me entierra, la muralla me muele a golpes. ¡Ay! ¡No quiero quemarme en el lecho! ¡Sálvame, sálvame! ¿Adónde debo huir? ¡Jeremías… adónde estás… Jeremías! ¡Levántate de aquí… llévame afuera!

JEREMÍAS (arrodillándose junto a la madre).— Madre… madre… desgraciada manía te lleva encadenada. ¡Madre, madre, escúchame!

LA MADRE.— Tengo tu mano, tengo tus manos, júrame, pues, jura que no es cierto. Júrame, jura, que Israel no está en peligro ni con pena. ¡Júrame, jura, que ningún enemigo turba mi último reposo, que mi cuerpo baja en Sión a la tierra!

JEREMÍAS (azorado).— Sí… será… Dios tendrá piedad de nuestra muerte, como la tenía de nuestra vida.

LA MADRE.— Jeremías, dime, di, ¿estoy despierta o confusa, hay enemigo ante las puertas o reina en nuestro mundo bienaventurada paz?

(Jeremías, luchando consigo mismo, busca en vano una palabra).

AJAB (instándole al mismo tiempo).— ¡Engáñala, habla antes de que perezca!… ¿No ves, acaso, cuán oscuro tremola sombras sobre su rostro el ángel de la muerte? ¡El miedo, el espanto, ahuyéntalos!…

YOJÉBED.— Háblale… luego será demasiado tarde… Una… Una palabra sola, una palabra, para que descanse en paz.

JEREMÍAS (luchando consigo mismo).— Yo… no puedo… no puedo… Alguien me aprieta la garganta, alguien mantiene ceñida mi alma…

LA MADRE.— Ay, se calla. Es cierto, es cierto. Dios golpeó a su propio pueblo… Jerusalén… día de maldición en que nací… Las tinieblas… ay… la penumbra avanza. Incendio sobre el país… el fuego furioso me quemó… sálvenme de aquí…

AJAB (simultáneamente).— Una palabra… una sola palabra di… una palabra sola…

YOJÉBED.— Consuélala… consuélala… antes de que fallezca… Una sola palabra… una palabra… mira cómo languidece.

JEREMÍAS (estertoroso como un ahorcado).— Yo… no puedo… decir la palabra. No me deja… Él… Me secó la garganta… La mano… la cruel mano de Dios… A mí… apretó el alma… ciñe la garganta… Dios… Dios… líbrame… dame libertad.

LA MADRE (convulsiva, con grito desaforado).— Perdida… ay… ardo… Asesinato en las tiendas de campaña… Socorro… la ciudad… el templo… Dios cae… Dios ha caído… perdido… las llamas de Gehena… al corazón… hasta el corazón… ¡oh, Jerusalén!

(Se desploma de repente. Silencio profundo).

(Ajab y Yojébed se adelantan aterrados y se inclinan sobre la muerta).

JEREMÍAS (con voz que surge de golpe vehemente como un manantial).— No es cierto. Mentí, mentí, eternamente dure Jerusalén, nunca ningún enemigo rodeará nuestra ciudad, nunca se hundirá Sión, nunca caerá el fuerte de David. Óyeme, madre, escúchame una vez más. Juro, mira, juro, yo juro.

AJAB (furioso).— ¡Fuera! No la despertarás con gritos. ¡Déjale la paz!

JEREMÍAS.— Debe oírme, debe oírme antes de que sea demasiado tarde.

AJAB.— Es ya demasiado tarde. Vete, márchate de la estancia, no la levantarás a gritos, no la despertarás con mentiras. ¿Por qué no hablaste cuando de miedo se consumía y su vida se abrasaba en tu silencio? ¡Fuera, inclemente, orate de Dios, soñador disipado, repudiado, tú! Aquí, mira cuán fijamente sus ojos piden bondad y esperanza, y tú le clavaste el espanto de la muerte. Tú, maldito por Dios… fuera… déjale la paz… Tú, tú mismo la asesinaste.

JEREMÍAS (tartamudeando).— Déjame… yo quiero…

YOJÉBED.— ¡Vete, lepra, tú; apártate de los justos, márchate de la casa! Ay, ¿por qué te dejó entrar? ¡Vete, maldito, no toques el silencio sagrado ni la muerte que tú le causaste!

JEREMÍAS (desplomándose).— Eternamente maldito, eternamente repudiado, desde el regazo materno hasta el mundo. Dios… Dios… ¡es duro ser tu mensajero!

(Ajab y Yojébed dan solemnes pasos en torno a la muerta, cierran sus ojos y envuelven su cuerpo en lienzos. Ajab va hasta los cántaros y vierte el agua en el piso. Sólo se percibe su paso grave. La mirada apagada de Jeremías está fija en el suelo. Un largo y profundo silencio, cuajado de los misterios de la muerte).

(Ruido desde afuera; voces alteradas y arrebatadas).

AJAB.— ¿Quién se abre paso hasta aquí?

YOJÉBED.— Están afuera, un gentío ruidoso. Quieren entrar en la casa.

AJAB.— Golpean rigurosos como enemigos. ¡Ábreles!

YOJÉBED.— ¡Ay, los salvajes! ¡Fuerzan la puerta!

(Afuera, muy cerca, ruido de maderas que se astillan. Asciende el retumbar de pisadas graves, apresuradas, y entran con vehemencia Zabulón, Pasur, Ananías, el primer guerrero y con ellos, un grupo de gente anónima).

ZABULÓN.— Tiene que estar aquí.

UN NIÑO.— Yo lo vi entrar en la casa.

VOCES.— Yo también. Hace una hora, entró aquí furtivamente. Yo montaba guardia, según habías ordenado… yo también lo vi…

AJAB.— ¿A quién buscan?

PASUR.— Entrega al que escondes.

ZABULÓN.— Queremos prenderlo. ¡Sangre por sangre!

AJAB.— ¿Qué vocerío es ese? ¡Fuera de aquí pandilla!

PASUR (viendo a la muerta, levanta las manos y dice gravemente).— Alabado sea el Juez Eterno. Que sea clemente con la justa. (Se da vuelta y retrocede silencioso).

LOS DEMÁS (repentinamente apaciguados, murmuran).— Alabado sea el Juez Eterno…

UNO (en voz baja). ¿Quién murió?

AJAB.— Una, de quien Dios apartó su faz. Una afligida, cargada de pesares. Una, cuyo dolor y pena más amargos fue haber dado el ser a un enemigo de su pueblo.

UNO.— ¡Jeremías!

ZABULÓN.— A ese busco. A ese busco. ¡Jeremías!

JEREMÍAS (enderezándose; la ira dolorosa imprime fuerza a su voz).— ¿Quién me busca todavía? ¿Quién quiere gritar aún maldición sobre mí? Venga, que lo haga: ¡abierto estoy a todos los anatemas de este mundo!

ZABULÓN.— Yo vengo a maldecirte, maldito, yo, Zabulón, padre de Baruc, a quien pervertiste. ¿Adónde está mi hijo?

JEREMÍAS (ausente).— No lo sé. No soy el guardián de tu hijo.

ZABULÓN.— Mas eres su seductor y corruptor. Ignominia vertiste sobre mi cabeza y afrenta sobre mi nombre. Hermanos en torno a mí, a éste lo acuso. Sedujo a mi hijo para que fuera infiel a su Dios y cobarde a la faz de su pueblo. Lo ha persuadido con palabras de la desgracia y seducido en el sentido de la ignominia.

ANANÍAS.— ¡Contesta! Acusación eleva contra ti este hombre.

JEREMÍAS.— ¿Él también acusa, él también? Ay, si yo empezara a acusar, ¡mi palabra tendría que elevarse hasta Dios!

VOCES.— Calla… habla confuso para que no se le entienda… juzguen… no lo absuelvan… Pasur, Ananías… terminen con él… hagan justicia…

ANANÍAS.— ¿Tienes testigos de tu palabra, Zabulón?

ZABULÓN.— Mi hijo desapareció de la ciudad y sólo junto a él fue visto. Y éste oyó cómo a media noche le instó junto a la muralla a que se pasase al enemigo.

ANANÍAS (al primer guerrero).— ¿Estás dispuesto a atestiguarlo?

EL PRIMER GUERRERO.— Lo estoy. Estaba yo sobre la muralla cuando venían los dos, éste, Jeremías, a quien conocía, y otro más joven, con aspecto de niño, negro de cabello y con mirada ardiente…

ZABULÓN.— ¡Baruc, mi hijo, el niño seducido!

EL PRIMER GUERRERO.— Y mucho discurso hubo entre ellos, y éste, Jeremías, anunciaba en alta voz ruina… hasta encolerizarse mi alma…

ANANÍAS.— ¿Lo han oído? ¡En voz alta anunciaba la caída de Sión!

EL PRIMER GUERRERO.—… he ido que se hubo el rey y quedado solos los dos, aquel a quien llamas Baruc, se deslizó muralla abajo y corrió hasta el enemigo, en tanto que éste hesitaba y se quedó.

ZABULÓN.— ¿Lo oyen? ¿Se han enterado, hombres de Israel? De seducción lo acuso y de ignominia sobre mi casa.

PASUR.— ¿Qué tienes que objetar, Jeremías? Acusación se formula contra ti.

(Jeremías calla).

PASUR.— ¿No designas, pues, testigos?

JEREMÍAS (apagado).— Aquel que depondría testimonio para mí, a ese no se le nombra.

PASUR.— ¿Se revelará a su debido tiempo?

JEREMÍAS.— ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Oh, tortura de sus palabras!

ANANÍAS.— ¿Lo oyen? ¡Nuevos subterfugios y embrollos!

VOCES.— No niega… está convicto. ¡Acaben, pongan término!

PASUR.— ¡Silencio! Justicia justa quiero hacer. Jeremías, te llamo para que respondas y contradigas.

(Jeremías calla).

PASUR.— Acusado estás de haber anunciado la ruina, contrariando el mandato del rey.

(Jeremías calla).

VOCES.— Se esquiva… doblega su porfía… pon fin… pon fin…

ANANÍAS.— ¿Desmientes, pues, tu profecía?

(Jeremías calla, como ajeno a todo).

ANANÍAS.— Vean, ante el temor de la muerte, quebrántase el temor de su vida. Calla, calla por primera vez.

JEREMÍAS.— ¿Quieres tentarme, tentador de Israel, a fin de que diga que no en lugar del sí de Dios, y sí por no? Más reciamente me probó Él para que me apartase de su camino, y no me aparté. Me puso frente a un ser, cuyo aliento me era más caro que el aliento de mi vida, y no titubeé ante ella, pues aquel a quien Dios eligió para látigo, a ese lo arranca del árbol de la vida. Pétreo me tomó en aquella hora, oh, que yo fuera la piedra de escándalo en que se trituran. ¡Apártense de mí, y no turben mi paz!

ZABULÓN.— No me aparto. Confundió a mi hijo. Reclamo justicia, justicia justa.

ANANÍAS.— Confundió al pueblo. ¡Muerte sobre su cabeza!

VOCES.— ¡Muerte sobre él… líbranos de su presencia… extermínalo… falla tu juicio!…

PASUR.— Dos veces te llamé para que hablaras. Cuando debías callar, hablabas, y ahora que deberías hablar, callas. Por tercera vez te llamo.

(Jeremías calla).

PASUR.— Pronuncio, pues, sentencia sobre ti. No volverás a atemorizar a los valientes, no confundirás más a los niños. Jeremías, hijo de Helcías en Israel…

JEREMÍAS.— ¡Acaben! ¡Terminen! ¡No me quemen con las miradas! Su aliento me causa náuseas. ¡Acaben! ¡Terminen!

PASUR.— ¡Arrójenlo, empújenlo al muladar, basura con basura, excremento con excremento, para que no deshonre más tiempo la luz de Dios, y la ciudad quede libre de su voz! Que se pudra como sus palabras en la oscuridad de la tierra.

JEREMÍAS.— ¡Oh, martirio de toda la vida! ¡Oh, martirio de todas las palabras! ¡Bendita la penumbra, bendita la sepultura!

PASUR.— ¡Préndanlo, cumplan el fallo!

VOCES.— Fallo justo… bendita tu sabiduría… fuera… abajo… arrastrémoslo… busquen unas cuerdas… para bajarlo.

JEREMÍAS (encogiéndose al contacto con la gente).— No me toquen, nada tengo ya en común con ustedes. Oh, preferible es ahora permanecer en las tinieblas, pues está próxima la hora en que los vivientes envidiarán a los muertos; y los despiertos a los callados en Israel. Oh, cómo anhelo ya callar, ser hermano de los muertos; fuera, apártense, yo mismo me entierro para librarme del mundo y para que Israel quede libre de mí.

(Jeremías marcha hacia la puerta, con los brazos pegados al cuerpo como quien siente frío, la cabeza inclinada ya hacia la profundidad. Los demás empiezan a seguirlo cautelosamente).

ANANÍAS (rasgando el silencio con voz aguda).— Prorrumpe en júbilo, Sión, pues reventó la trompeta de tu ruina, roto está el labio del que te niega. ¡Grita de júbilo, Sión, pues es eterno tu florecimiento! ¡Eternamente dura Jerusalén!

(Jeremías se ha dado vuelta, inflamado de ira. Tiende sus brazos en gesto de conjuro; sus miradas llamean de extática amenaza; de sus labios quiere desprenderse terrible maldición. Los que lo siguen, retroceden espantados como ante la arremetida de una bestia salvaje. Pero Jeremías se domina. Sus brazos descienden lentamente, se disuelve el terror tenso de sus gestos. Una vez más, su mirada busca el lecho de la muerta, luego se apaga su ardor. Cubre su rostro y marcha solitario delante de todos, como agobiado por pesada carga).

LOS DEMÁS (recobrándose, poco a poco, pero aún llenos de angustia).— Dichosos por haber librado a la ciudad de ese soñador confuso… fue una fatalidad… uno se quemaba en su sangre… oh, que se hiciera la paz, ahora… paz de Israel… abajo con él para que quede sellada esa boca del espanto… oh, liberación… que se hiciera la paz en Israel.

(Todos marchan inquietos y agitados en pos de Jeremías. Pasur, sereno, pensativo, es el último en abandonar la habitación. Ajab y Yojébed se han quedado y se miran inciertos. Luego, Ajab levanta el lienzo y lo tiende respetuosamente sobre la muerta).