Hijo del hombre, habla a los hijos de tu pueblo, y les dirás: Cuando yo trajere espada sobre un país, y el pueblo del país tomare un hombre de sus términos, y le pusiere por atalaya suyo; y él, viendo venir la espada sobre el país, tocare la trompeta y avisare al pueblo; entonces cualquiera que oyere el sonido de la trompeta, y no tomare aviso, de modo que viniere la espada y le arrebatare, su sangre sobre su misma cabeza recaerá.
Ezequiel 33:2-4
En la muralla que circunda a Jerusalén. Los muros, anchos bloques labrados, forman como un camino alrededor de la ciudad. Al fondo, el cielo tachonado de estrellas, y en lontananza vaga, el valle con algunas luces y planos inciertos. Radiante luz lunar reviste los bastiones como con metal reluciente. Sobre la muralla, dos guerreros de atalaya, van y vienen. Sus rostros están sombreados por los yelmos, en la punta de sus lanzas reluce la luz de la luna. Pese a la cercana hora de medianoche, unos pocos curiosos se han aventurado a escalar la muralla y espían la lejanía incierta.
UNA MUJER.— Es hora de dormir. No colmes tu alma de temor. Bastante temprano verás mañana a los malditos. Ven a dormir; es, quizás, el último sueño en silencio.
UN HOMBRE.— ¡Cómo poder dormir, cómo dormir, cuando están despiertos nuestros enemigos, despiertos contra nosotros! Más pesado que el plomo se tornó mi corazón desde que llegué aquí, y sin embargo, no puedo irme: tengo que mirar como a un abismo, a la marea que sube para ahogarnos. De Medianoche llegaron los jinetes, y de tarde después; a cada instante se creía que ya habían llegado todos, pero siempre pasaban más y más, como sí se hubieran vertido países cual grano, y sembrado lanzas cual tallos.
OTRO.— Ya se han levantado tiendas, un bosque blanco ha surgido en el valle.
OTRO MÁS.— Ay, piensan demorarse aquí.
OTRO.— Tienen que haber venido como el viento. Ayer, sus jinetes aún estaban en Bethul, y hoy ya ciñen a Sión.
EL PRIMERO.— Asur es terrible. ¡Que Dios nos proteja!
LA MUJER.— Mira la luz allá enfrente, es como una columna que asciende al cielo.
UNO.— Allí está Samaría.
OTRO.— Es una columna de fuego que sube hacia el cielo. Han tomado Samaría.
VOCES.— Ay… no es posible… Samaría es un fuerte, con triple fortificación… estás loco… Samaría es… lo veo… ay… no puede ser…
UNO.— Tienen arietes, enormes troncos de madera, con los que arremeten contra los muros. He oído hablar de sus hondas que despedazan torres…
OTRO.— Ay… nuestras torres… Jerusalén… Jerusalén.
OTRO MÁS.— Mira, allí enfrente… allá, del otro lado… otra columna más, roja, alcanza el cielo… Gilgal es esto.
OTRO.— El lugar de mi nacimiento… la casa de mis hijos…
OTRO MÁS.— Son incendiarios… Maldición sobre Asur…
EL PRIMERO.— Han aniquilado a Mispá y Sarón… como una tormenta pasaron sobre el país… Terrible es Asur en su ira…
OTRO.— No debíamos nunca iniciar hostilidades contra ellos.
VOCES.— ¿Quién las rompió?… nosotros, no… yo, no… el rey… los sacerdotes… nosotros queríamos vivir en paz con ellos.
UNO.— Egipto nos tentó y nos traicionó.
VOCES.— Sí, Egipto… el faraón… maldición sobre el faraón… nos han vendido… nos abandonaron a nuestra desgracia… ¿adónde están los cincuenta mil egipcios?… solos estamos ahora… perdidos.
UNO.— Ay, Jerusalén, Jerusalén… estás entregada a tus enemigos, y los que te envidian, ahora rechinan los dientes…
EL PRIMER GUERRERO (terciando furiosamente).— ¡Fuera de aquí! ¿A qué vienen a calentar las murallas? Vayan a sus casas con sus mujeres. Nosotros vigilamos por ustedes.
UNO.— Queremos ver cómo…
EL PRIMER GUERRERO.— No hay nada que ver. Los han llamado a gritos con los carrillos llenos, y han retado a Asur, y ahora, Asur ha venido. Dejen a los guerreros la tarea de echarlos y hacerlos retroceder hasta su casa, pero ustedes, vayan a dormir o recen si no pueden dormir.
UNO.— Pero, dinos…
EL PRIMER GUERRERO.— No hay nada que decir. Demasiadas palabras se han gastado ya, ahora les toca hablar a los puños… ¡Fuera de aquí, gente!…
(Los dos guerreros empujan a los curiosos con bastante energía de la muralla. Los repelidos desaparecen en la oscuridad de los escalones que conducen a la muralla y que se hallan en una sombra profunda. Hay ahora, en lo alto de la muralla, un gran silencio. Los dos guerreros permanecen como dos estatuas de metal en la luz de la luna).
EL PRIMER GUERRERO.— ¡Cómo se acobardó el pueblo apenas vio las primeras lanzas! No hay que tolerar que hablen en esa forma.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Cuando se tiene miedo y no se logra dominarlo, hay que hablar. Esto no sirve para nada, y sin embargo, es útil.
EL PRIMER GUERRERO.— Que duerman y que no charlen.
EL SEGUNDO GUERRERO.— El sueño no es esclavo del hombre. No se puede ordenarle que acuda al lado del lecho de las preocupaciones. Muchas pupilas abiertas contemplan hoy a la luna.
EL PRIMER GUERRERO.— Que se callen, pues, los que no llevan espada. Nosotros vigilamos por todos.
(Ambos guerreros callan y marchan arriba y abajo. Sus pasos resuenan huecos, y sus chuzos rielan a la luz de la luna).
EL SEGUNDO GUERRERO (se detiene).— ¿Oyes?
EL PRIMER GUERRERO.— ¿Qué he de oír?
EL SEGUNDO GUERRERO.— Todo está tranquilo, y no obstante, algo suena cuando el viento se levanta en dirección a nosotros. Cuando estuve en Jafa, vi por primera vez el mar, desde lejos, en la noche. Igual sonido hay ahora en el valle, debido a la presencia de miles de hombres; todos están quietos y, sin embargo, retumba el aire de ruedas y armas. Ha de ser un pueblo entero el que cayó de repente sobre Israel; como un mar ruge ronco contra los muros.
EL PRIMER GUERRERO.— No quiero oír nada más que el llamado de vigía. Deja que retumbe y ruja.
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Por qué lanza Dios a los pueblos unos contra otros? ¡Si hay tanto espacio bajo el cielo que uno no molestaría al otro! Mucha tierra aguarda aún al arado, muchos bosques, al hacha, y sin embargo, afilan los arados convertidos en espadas y cortan carne viva con las hachas. No lo comprendo, no lo comprendo.
EL PRIMER GUERRERO.— Siempre ha sido así.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Pero ¿tiene que ser así? ¿Por qué quiere Dios la guerra entre los pueblos?
EL PRIMER GUERRERO.— Los pueblos la quieren por amor de la guerra misma.
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Quiénes son los pueblos? ¿No eres tú uno de nuestro pueblo, no lo soy yo, y nuestras mujeres, la tuya y la mía, no son parte ellas también del pueblo, y hemos deseado nosotros esa guerra? Aquí estoy, en la mano un chuzo, y no se contra quién lo dirijo. Allá abajo, en la penumbra, aguarda ignorante aquel para quien fue afilado, no lo conozco, jamás vi su rostro ni el pecho que con la muerte le atravieso. Y allá abajo también otro calienta ahora, acaso, en el fuego del campamento, la mano que arrebate el padre a mis hijos, y nunca me vio y jamás sufrió agravio de mi vida. Extraños nos somos como los árboles del bosque, mas éstos crecen en silencio y echan flor, en tanto que nosotros rabiamos unos contra otros esgrimiendo hacha y lanza hasta que la resina de nuestra sangre mane de los cuerpos. ¿Qué es lo que coloca a la muerte entre los hombres y siembra el odio entre ellos, cuando tanto espacio tiene la vida, y tan largo plazo el amor? No lo comprendo, no lo comprendo.
EL PRIMER GUERRERO.— Ha de venir de Dios, pues siempre ha sido así. Yo no averiguo más.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Dios no puede querer tal delito. Dio la vida por amor de la vida. Los hombres acumulan sobre su nombre todo cuanto no entienden. De Dios no viene la guerra, ¿de dónde procederá, pues?
PRIMER GUERRERO.— ¿Qué sé yo de dónde nace? Sé que está presente y que no se deja convencer con palabras. Cumplo con mi obligación, afilo mi lanza y no mi lengua.
(Se hace el silencio entrambos. Permanecen mudos y al acecho en la quietud del alba. Desde lejos suena el grito de vigilia: «Sansón sobre ellos», primero muy vago, luego pronunciado más de cerca por vigías invisibles, y por último repiten los puestos más próximos con voz muy clara el grito de «Sansón sobre ellos». Los guerreros a su vez también repiten en alta voz el llamado, que luego se oye recorrer la ronda invisible de la muralla hasta perderse. Vuelve el silencio; férreas permanecen las figuras con rostro sombreado en la rutilante luz lunar. Silencio).
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Sabes tú algo de los caldeos?
EL PRIMER GUERRERO.— Son nuestros enemigos, eso lo sé, y pretenden ir contra nuestra patria.
EL SEGUNDO GUERRERO.— No me refiero a esto. Te pregunto si alguna vez viste a uno de ellos, si conoces sus hábitos y países.
EL PRIMER GUERRERO.— Feroces son como gatos monteses, y traidores como serpientes, me han dicho, y sacrifican sus hijos en aras de dioses de cobre y plomo. Pero, jamás he visto a ninguno de ellos.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Ni yo. Se levantan muchos altozanos entre Babel y Jerusalén, corren ríos entre ellos y más tierra de la que uno alcanzaría a atravesar en semanas. Hasta las estrellas están de otro modo configuradas sobre sus cabezas que sobre las nuestras. Y, sin embargo, están contra nosotros y nosotros contra ellos. ¿Qué pretenden de nosotros? Si preguntara a uno de ellos, seguramente sólo sabría decir que una mujer lo espera en su casa, y unos hijos sobre la paja, como en la mía. Creo que si hablara con alguno, nos entenderíamos. Sabes, a veces me siento tentado a levantar la mano para llamar a uno a fin de que habláramos de corazón a corazón.
EL PRIMER GUERRERO.— No puedes hacer tal.
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Por qué no puedo hacerlo?
EL PRIMER GUERRERO.— Son nuestros enemigos, debemos odiarlos.
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Por qué debo odiarlos, cuando mi corazón ignora tal odio?
EL PRIMER GUERRERO.— Ellos iniciaron la guerra, cayeron sobre nuestra paz.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Así dicen los de Jerusalén. Pero acaso ellos digan otro tanto en Babel. Si unos hablasen con otros, tal vez se aclararían las cosas.
EL PRIMER GUERRERO.— No puedes hablarles. Tienes que atacarlos, así se nos ha mandado, y debemos obedecer.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Sé, por los sentidos, que no debo hacerlo, y sin embargo, no lo comprende mi alma. ¿A quién servimos dando muerte a ellos?
EL PRIMER GUERRERO.— ¡Qué preguntas, simplón! Al rey servimos, y a nuestro Dios.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Pero Dios dijo y está escrito: «No matarás». ¿Quién sabe si tomando mi espada y arrojándola, no le serviría más cabalmente que con la sangre de los enemigos?
EL PRIMER GUERRERO.— Pero también rezan las Escrituras: «ojo por ojo, diente por diente».
EL SEGUNDO GUERRERO.— Tantas cosas dicen los libros. ¡Quién entendiera todo!
EL PRIMER GUERRERO.— ¡Oh, tú, caviloso! Ciñen estrechamente nuestra ciudad y quieren quemar las casas; y aquí estoy con mi lanza y espada para oponerme a ellos. No es bueno saber más. Ni quiero saber más.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Pero yo pregunto…
EL PRIMER GUERRERO (severo).— No preguntes tanto. Somos guerreros, y debemos luchar, no preguntar. ¿Por qué cavilas en lugar de endurecerte?
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Cómo no habría de preguntar, cómo habría de estar mi alma falta de inquietud en esta hora? ¿Sé por ventura adónde estoy y hasta cuándo continuaré vigilante? Esta penumbra al pie de la muralla, en donde cae desmenuzada la piedra, mañana acaso será mi tumba, y el viento que ahora arremete contra mi mejilla, quién sabe si mañana ya no me encontrará más. ¿Cómo no he de preguntar, estando vivo, por mi vida? La llama se yergue convulsiva y se retuerce antes de que la mecha se apague en la oscuridad. ¿Cómo no habría de alzarse entonces la vida en la pregunta antes de extinguirse en la muerte? Acaso sea la muerte en mí ya quien así pregunte, y no la vida.
EL PRIMER GUERRERO.— Cavilas demasiado. No sirve ello para nada, y sólo tortura.
EL SEGUNDO GUERRERO.— Dios abrió nuestro corazón a fin de que se martirice.
EL PRIMER GUERRERO.— ¿Para qué sirve entonces hablar? Estamos de guardia, no quiero saber más.
EL SEGUNDO GUERRERO.— El hablar mantiene despierto, y sólo lo oyen las estrellas.
(Nuevo silencio entrambos).
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Quién viene? Alguien se arrastra furtivamente en la penumbra.
EL PRIMER GUERRERO.— Otra vez, holgazanes. Que duerman de noche. ¡Córrelos a su casa!
EL SEGUNDO GUERRERO.— No, déjalos hablar y retírate a la penumbra. Oigamos lo que dicen. Oír la voz de los hombres ahuyenta el sueño de los párpados. ¡Retírate a la sombra!
EL PRIMER GUERRERO.— Eres un estrafalario. Voy a recorrer la ronda.
(Ambos guerreros se retiran a la sombra del torreón de la muralla. Sus figuras desaparecen en la profunda oscuridad, recortada a filo contra la muralla inundada por la luz de la luna. Sólo sus lanzas resplandecen a veces, apenas las adelantan un poco).
(Jeremías y Baruc ascienden desde la sombra de la profundidad a la muralla, adelantándose presuroso el primero. Baruc lo sigue, dominando con dificultad la emoción que le embarga. El guerrero permanece en la sombra, sin ser visto por ellos, como fundido en hierro).
BARUC.— ¿Adónde me llevas, maestro? ¿Adónde me conduces?
JEREMÍAS.— ¡Arriba, arriba! Tengo que mirar lo espantoso cara a cara.
(Jeremías ha llegado a lo alto de la muralla. Mira fijamente el valle bañado en luz lunar, y permanece inmóvil, sin hablar).
BARUC (atemorizado).— ¿Qué miras tan fijamente, por qué no hablas?
JEREMÍAS (estremecido).— Ya vino… el rey… el rey de Medianoche. (Alarga el brazo para asir, nervioso a Baruc). ¡Baruc, Baruc, ven, ponte a mi lado! Toca mi mano a fin de que compruebe si estoy despierto o sumergido en sueños. ¡Baruc, Baruc, habla! ¿Están abiertos mis ojos, es ésta una muralla de piedra o de lágrimas, es Jerusalén una casa oscura que yace sin sospechar nada, y es en verdad Asur esa otra casa oscura, allá, y esto que pálido e insensible como agua se tiende entrambas, es la luna? Dímelo, Baruc, dímelo, y si sólo estoy soñando, despiértame a sacudones para que me ría del desvarío que me hace ver a Sión ceñida por Asur; pues no es cierto tal ante Dios, no debe ser cierto. ¡Despiértame, Baruc, despiértame!
BARUC.— ¿Qué quieres decir, maestro? No te entiendo.
JEREMÍAS.— ¿Estoy despierto, Baruc, estoy despierto, están abiertos mis ojos y es realidad esa desgracia que ante ellos se presenta? Te imploro…
BARUC.— No te comprendo… ¿Cómo pudieras dudar?…
JEREMÍAS.— Oh, maldición; entonces es verdad, cierto y verdadero; no sueño más. Mis sueños han despertado, han enjaezado caballos y atado carros, Asur marcha contra Sión. ¡Y toda esta desventura mana de mí, ábrese paso desde el seno de mis sueños, en mí estaba antes de que estuviera en el mundo, y yo la lancé con la palabra sobre ellos! Yo lo sabía, yo sólo, antes de que Dios lo hiciera. En mí tiene principio y en mí desemboca, y sin embargo, no puedo detenerlo en su marcha, ni agarrarlo en el vuelo, no tengo escudo contra ello, ni espada; ¡oh, desmayo, oh impotencia de las palabras!
BARUC.— Maestro, ¿qué dices?… No alcanzo el sentido de tus palabras; háblame a fin de que crea y comprenda lo que te embarga.
JEREMÍAS.— A fin de que creas… Baruc, Baruc… ¿Creerás verdaderamente la palabra que te digo en esta hora bajo las estrellas? ¿No la negarás ni harás escarmiento de ella si juro bajo los sellos de mi alma?… porque será cosa contra todo sentido la que te revelaré…
BARUC.— Maestro… la fe en ti es mi vida…
JEREMÍAS.— Entonces, oye, oye lo que te digo… (enigmáticamente, en voz baja). Todo esto, todo esto que hoy es realidad por primera vez, lo soñé hace meses ya. Lo soñé en mis noches, lo soñé exactamente así. No hay aquí una estrella que no hubiera visto, aquí arriba la terraza y la casa de Dios irguiéndose alba, y abajo las hordas del enemigo, tienda de campaña junto a tienda de campaña, y el propio espanto y la mirada de mi propio corazón, todo, todo eso lo he soñado… ¿Me oyes, Baruc, me oyes?
BARUC (estremecido).— Te oigo… te oigo…
JEREMÍAS.— ¿Por qué a mí, por qué fue revelado a mí todo esto antes de la hora? No puede ser contra la voluntad de Dios que me revele sus designios y haga visibles para mí aspectos del futuro. Y no puede ser, no debe ser que me resista a ello, que me calle, porque, Baruc, Baruc, largo tiempo oculté mi corazón a la vocación y cerré mi oído a su llamado. Mas ahora que veo vivo lo que dentro de mí ha mucho ya vieron los sueños, ahora que lo de afuera proyecta como un espejo lo de adentro, ahora siento por primera vez que Dios está dentro de mí y te digo, Baruc: Él me eligió. Ay de mí si callara mi temor ante el pueblo y mi presentimiento ante los reyes. Porque sólo un comienzo es esto, y conozco, conozco el fin.
BARUC.— Anúncialo, bendito, tú… pregona tu palabra…
JEREMÍAS.— Baruc, Baruc, ¿ves tú el campamento y las tiendas, ves ese mar dormido que viene agitándose desde Medianoche?
BARUC (azorado).— Veo al enemigo… las tiendas.
JEREMÍAS.— La noche ves, el sueño y la falaz quietud del descanso. Pero en mi oído retumban estridentes ya las trompetas y entrechocan las armas cuando se levantan y embisten contra nosotros. La muralla sobre la que aún pisamos con pie firme, cruje ya, y el grito de los perseguidores, lo oigo, ya lo oigo. Vienen, ay, ya están aquí, echa espuma su pleamar férrea. Baruc, Baruc, ay, mi palabra se levantó sobre Israel, oigo la muerte pasar sobre la ciudad y las murallas. Caen, y con ellas se derrumba Jerusalén. Baruc, Baruc, lo veo con los sentidos despiertos; pues Dios abrió con fuerza un ojo en la negrura de mi cuerpo a fin de que lo vea, y hundió un grito en mis entrañas a fin de que lo arroje de mí como quien toca un cuerno. ¿Por qué duermen todavía? ¿Por qué siguen durmiendo? Oh, es hora de despertarlos, es hora, porque van durmiendo hacia su muerte, y cavilando hacia su perdición. Es hora de despertar a gritos a Jerusalén, ¡es hora, es hora!…
BARUC (arrebatado).— ¡Sí, despiértalos Jeremías, despiértalos!
JEREMÍAS (cada vez más fanático).— Oh, necio pueblo, perpleja ciudad, ¿cómo pueden dejarse ceñir por el sueño cuando bajo el lecho la muerte tendió su gélido lienzo? Oh, necio pueblo, perpleja ciudad, ¿cómo pueden dormir, con el trueno a su cabeza? Oh, ¿cómo pueden, cómo pueden estar inertes, en sueños perdidos, cuando tronantes contra templos y puertas ya arremeten y martillean los arietes de Asur? Oh, ¿quién despierta a los necios, a los aturdidos? ¿Quién los espanta, quién los despierta, quién lanza un grito en su oído desmayado, quién gritará a la faz de la muerte esa quietud, el mandamiento de Dios y su voluntad?
BARUC (extático).— ¡Despiértalos, tú! ¡Despiértalos, maestro, arráncalos de la muerte!
JEREMÍAS.— ¡Despierten! ¡Despierten! ¡Arriba! ¡Arriba! Incendio hay en el país. ¡Enemigo tiene la ciudad! ¡Huyan de la espada, escapen a las llamas. Dejen sus bienes, dejen sus casas. Recojan a las mujeres, a los niños. Antes de que los agarre, huyan, huyan! ¡Arriba! ¡Despierten! Incendio hay en el país. ¡Enemigo tiene la ciudad! ¡Arriba! ¡Arriba!
EL SEGUNDO GUERRERO (emergiendo de la sombra).— ¿Quién arma ruido aquí? Despertará a los dormidos.
JEREMÍAS.— ¡Quiera Dios que lo consiguiese! ¡Arriba, despierta Jerusalén… Ciudad de Dios, sálvate!…
EL SEGUNDO GUERRERO.— Ebrio estás… ¡Fuera de aquí!… ¡Vete a dormir!…
BARUC (arrojándose al medio).— ¡Déjalo!
JEREMÍAS.— No debo dormir. Nadie debe dormir ya. El atalaya soy, el guardián. ¡Ay del que me lo impida!
EL SEGUNDO GUERRERO (asiéndolo).— Un lunático eres, puesto que te llamas vigía… yo mismo soy el guardia… vete de aquí…
BARUC.— No lo toques… al elegido por el Señor… al profeta.
EL SEGUNDO GUERRERO (soltándolo).— ¿Eres tú Ananías, el profeta de Dios?
BARUC.— Jeremías es, el profeta.
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Jeremías, el que confunde al pueblo, el que vociferaba en las calles que Asur vencería? ¿Has venido a regocijarte de tu profecía? Demasiado pronto viniste, corazón pusilánime, y sin embargo, a tiempo para mi furia. Bendito mi puño porque te agarro, mercader, tú, de la desgracia… Te voy a dar augurios…
BARUC (luchando con el segundo guerrero).— Suéltalo… déjalo…
EL PRIMER GUERRERO (acudiendo precipitado).— Viene el rey… el rey recorre la ronda… aparta a la gente…
JEREMÍAS.— ¡El rey!… Bendición del Señor… Oh, señal visible… Dios lo empuja hacia mis manos…
EL PRIMER GUERRERO.— ¡Largo de aquí… fuera, charlatanes!…
EL SEGUNDO GUERRERO.— Bájate… vamos… fuera… aquí, escóndete y no te muevas, de lo contrario te dejo tendido.
EL PRIMER GUERRERO.— ¡Fuera… largo… viene el rey!…
(Jeremías y Baruc son empujados presurosamente muros abajo, desaparecen en la sombra oscura de que habían salido. Ambos guerreros se colocan junto al borde de la muralla para dar paso al rey y su séquito. Al aparecer Sedecías golpean los escudos con los chuzos a modo de salutación, y luego se quedan inmóviles).
(Aparece el rey Sedecías, acompañado de Abimélek y algunas personas de su corte, en ronda por las murallas. Encabeza al grupo y está desarmado; a la luz blanca de la luna, su rostro se muestra pálido y sereno. Se detiene y mira largo rato hacia el campo de batalla macilentamente crepuscular).
EL REY SEDECÍAS (a Abimélek).— ¿En cuánto calculas tú sus tropas, Abimélek?
ABIMÉLEK.— Tienda está junto a tienda; difícil es contarlas como a las estrellas. Los mensajeros hablaron de cien mil hombres, pero no hay que fiarse de las palabras.
SEDECÍAS.— Cierto es lo que dices, Abimélek, demasiado cierto. No hay que fiar en las palabras. ¿Adónde están los agoreros que me aconsejaron, adonde el ejército del faraón y la ayuda de Egipto? Ahora estamos solos contra los ejércitos de Caldea.
ABIMÉLEK.— Doble será, por lo mismo, nuestro honor de vencerlos. ¡Eternamente dura Jerusalén!
SEDECÍAS.— Oh, ¡qué se cumpliese tu palabra! Pero ya mi corazón desconfía de las palabras…
ABIMÉLEK.— Juro por el triunfo de Israel, mi rey, y que la acción confirme mi juramento.
SEDECÍAS.— Yo también juré a Nabucodonosor, y se me arrancó la palabra. El destino quiebra los juramentos, y Dios, las palabras de los hombres. Allá abajo, en la penumbra, descansa aquel a quien yo prometí la paz, y ahora estamos en guerra, y lista está su lanza para la vindicta. Maldición sobre todos los que me zamarreaban para que emprendiera ese camino contra él, y ay de mí, porque no fui fuerte para defenderme contra ellos. Tal vez tú no puedas comprenderlo, Abimélek, pues eres guerrero y haces burla de tu vida, pero sobre mí pesan las murallas y la suerte de un pueblo; miles y miles de vidas golpean fuertemente a través de mi sangre. Quiero rogar a Dios que aparte de nosotros esta hora, porque mi alma no puede soportarla y está sedienta de paz.
ABIMÉLEK.— El triunfo, primero, mi rey, y luego la paz. Deja que Nabucodonosor estrelle la frente de su furia contra estos muros y rompa los arietes de su ira contra nuestros corazones. Primero su sangre y luego, la paz.
SEDECÍAS (mira largo rato a la lejanía).— Hasta cuán dentro del país arden allí los fuegos de campamento; es como si el cielo se hubiera bajado con su negrura hasta cubrir la tierra, y una estrella brillara ahora junto a la otra. Infinita multitud siento acampada en torno a Israel, y aun durmiendo sueñan en desmedro nuestro. Y mañana, todo esto se levantará como los tallos después de la lluvia, y el silencio retumbará de gritos y muerte. Es la última noche de sueño y de paz, quizá para siempre.
ABIMÉLEK.— No dejes que se ensombrezca tu corazón, mi rey. En este paraje de piedra que tú pisas preocupado, hallábase otrora Osaía, tu tío, y su alma también estaba cuajada de sinsabores, pues a sus pies ondulaban las tropas de Salmanasar, infinitas como éstas. Ya una vez, la ola de Asur bañaba a la ciudad santa. Pero el Señor levantó su brazo contra ellos, y la peste engulló a sus pueblos. Nunca se desmorona esta muralla. Eternamente dura Jerusalén.
LOS DEMÁS.— ¡Eternamente dura Jerusalén!
LA VOZ de Jeremías (desde la penumbra).— ¡Despierta, ciudad perdida, a fin de que te salves! Despierten de su sueño profundo, ingenuos, a fin de que no sean carneados mientras duermen, despierten, pues ya se desmenuza la muralla y los aplastará; despierten, pues la espada de Asur está desenvainada contra ustedes.
SEDECÍAS (estremeciéndose).— ¿Quién habla? ¿Quién habla?
VOCES.— ¿Quién habla… quién dice algo?
LA VOZ DE JEREMÍAS.— La ira del Señor ha caído sobre el trastornador de la paz, y envió al rey de Medianoche contra Israel para que derribe sus torres y su orgullo. Despierten para huir, despierten para salvarse, porque el estrangulador de sus hijos ha venido, el deshonrador de sus hijas, el destructor de sus campos. ¡Despierten! ¡Despierten!
SEDECÍAS (atemorizado, y luego haciéndose fuerte).— ¿Quién habla aquí? ¿Quién es el que perora?
EL PRIMER GUERRERO.— Un orate es, señor, la luna lo ha confundido.
VOCES.— Hazlo callar… fuera con él… fuera… un loco…
SEDECÍAS.— No… tráiganlo… quiero verlo… quiero ver que ha sido un ser viviente el que tal decía… pues demasiado terrible fue el sonido de esa voz… fue como si se lamentasen a gritos las piedras de Jerusalén, fue como si la palabra hubiese salido temblante de la muralla.
(Ambos guerreros corren hacia el pie de la muralla).
ABIMÉLEK.— No te dejes confundir, señor… muchos hay en la ciudad, vendidos al oro caldeo…
OTROS.— No lo escuches… hazlo arrojar por la muralla… no hables con los timoratos…
(Los guerreros traen a Baruc y Jeremías, empujando a éste a la presencia del rey).
EL SEGUNDO GUERRERO.— Éste es el que habla tan infamemente. Ya lo observé antes.
SEDECÍAS.— Hablan de uno que parece vagar por la ciudad y anunciar la desgracia ante la gente. ¿Es éste?
VOCES.— Éste es… Jeremías… maldición sobre él… derrama desdicha… envenena las almas… es un embustero…
BARUC.— Mensajero es de Dios y anuncia la verdad, yo pongo testimonio por él.
VOCES.— ¿Quién eres tú para poner testimonio?… Tú, niño… no lo escuches… habría que matar a golpes a esa cría de víboras.
SEDECÍAS.— ¡Cállense!… Fuera con éste, por lo pronto: no necesito ningún testigo…
(Baruc es empujado hacia la sombra).
SEDECÍAS.— Acércate a mí, Jeremías… ¿Eres tú quién desconcierta a Israel?
JEREMÍAS.— De Israel parte confusión, no de mí.
SEDECÍAS.— Conozco esta voz… debo haberla oído… algo suena dentro desde mi corazón cuando me diriges la palabra, y sin embargo, no te he visto jamás. Oh… ¿no fuiste tú quién aquel día gritó pidiendo paz, frente a mi palacio?
JEREMÍAS.— Yo fui, señor.
SEDECÍAS.— ¿Fuiste tú, Jeremías? Muchos gritaron en torno a mí en aquella hora, mas cuando de noche me recogí y permanecí tendido sin sueño en mi lecho, tu grito aún estaba despierto en mi corazón.
JEREMÍAS.— Dios quería que lo oyeras, y ay de ti, porque lo desechaste, porque ahora habría sueño en tus párpados y paz en Israel.
LOS DEMÁS.— No le prestes atención, rey… un charlatán es y comete maldad abusando de la palabra de Dios… no hables con él.
ABIMÉLEK.— ¿Qué haces tú de noche, aquí, sobre la muralla? ¿Quieres caerte del lado de los caldeos? Aprésalo, mi rey, su proceder es peligroso.
UNO.— Su madre se debate con la muerte; la envenenó su palabra. Pero él esquiva la casa, mira, y de noche vaga por aquí y atisba al enemigo.
JEREMÍAS (azorado).— ¿Mi madre, dices?…
OTROS.— Es un traidor, no lo escuches, mi rey… no le prestes oídos, manda detenerlo…
SEDECÍAS.— ¡Silencio en mi derredor! No está mi alma tan débilmente cimentada como para que un charlatán la pudiera derribar. Jeremías, ven junto a mí, y no temas. Oí la palabra que gritaste en el día del comienzo, y esa palabra halló eco en mí, pues la palabra de Dios es la palabra de paz. Mas lo pasado, pasado está. Ahora arde guerra entre Asur e Israel. Ya no la domina una palabra. No puedo pisotearla con la voluntad…
JEREMÍAS.— ¡Lo puedes, señor!
SEDECÍAS (irritado).— ¿Cómo pudiera aún hacerlo? ¿No ves al enemigo junto a las murallas, no oyes el entrechocar de sus armas en el viento? ¿Cómo pudiera yo cambiar eso?
JEREMÍAS.— Puedes hacerlo, señor, pues eres el rey.
SEDECÍAS.— ¿Acaso puedo soplarlos con la fuerza de mi aliento, acaso puedo borrar el pasado? Demasiado tarde es para la paz.
JEREMÍAS.— Nunca es demasiado tarde.
SEDECÍAS (más irritado aún).— Hablas cual necio. Aún Asur no fue vencido por Israel, ni Israel por Asur, aún no ha corrido sangre. ¿Cómo pudiera poner fin a algo que no ha comenzado todavía?
JEREMÍAS.— La sangre es una fosa que separa los pueblos. Cuanto más la ahondas, más difícilmente la cruzarás. Por eso deja que hablen las palabras antes que la espada, ve hasta el rey o envíale un mensaje.
SEDECÍAS.— ¿Que yo me dirija a Nabucodonosor, mi enemigo?
JEREMÍAS.— Envía a un mensajero, así tal vez salvarás todavía a Jerusalén.
ABIMÉLEK.— Oprobio son sus palabras, un insulto para Jerusalén… ¡Fuera con el cobarde!
SEDECÍAS.— ¿Por qué he de mandarle recado, por qué yo primero? ¿Acaso soy su esclavo, acaso soy el vencido ya?
JEREMÍAS.— Uno tiene que iniciar la paz, tal como uno da principio a la guerra.
SEDECÍAS.— ¿Por qué habría de ser yo quien primero hable, por qué yo y no él? ¿Ha de creer que me amilanaba? Que él me envíe un recado a mí, y conversaré y pesaré sus palabras. Pero ¿por qué habría de ser yo el primero?
JEREMÍAS.— Bienaventurado el que primero tienda la mano para la paz, bienaventurado el rey que ahorra la sangre de su pueblo.
SEDECÍAS.— ¿Y si yo llegara a tender la mano, si dominara mi alma, Jeremías, e hiciera tal como tú demandas, y él la rechazase, mi mano?…
JEREMÍAS.— Venturosos los humillados por amor de la justicia, pues Dios los acoge junto a su corazón.
SEDECÍAS.— Mas yo te digo, los niños se burlarán de mí, y las mujeres se reirán de mi afrenta.
JEREMÍAS.— Es preferible la risa de los necios a tus espaldas y más vale que el llanto de las viudas. No pienses en ti ahora, sino en tu pueblo sobre el que fuiste puesto por mano sagrada. Deja que se burlen de ti los necios por amor de la justicia, pero lleva a cabo la acción divina. Abre las puertas, abre tu corazón. Sedecías, considera que salvarás a Jerusalén. Tú te levantaste contra Asur, pues ahora inclínate ante él.
SEDECÍAS.— ¿Yo humillarme?
JEREMÍAS.— ¡Inclínate, humíllate, ungido del Señor, por amor de Jerusalén! ¡Abre las puertas, ábrele tu corazón! Salvarás a Jerusalén.
SEDECÍAS.— Con la espada la quiero salvar y al precio de mi vida, pero no al de mi honor. Tú no sabes lo que exiges de mí.
JEREMÍAS.— Te pido lo más difícil, pues ¿a quién cuadra lo prodigioso sino al ungido? ¡La alhaja de tu corazón, tu orgullo, sacrifícala en holocausto de la ciudad! Échate a los pies de aquél, tal como yo me echo a los tuyos, abre las puertas, abre tu corazón. Humíllate, rey Sedecías, pues es preferible que te inclines tú a que sea doblegado Israel.
SEDECÍAS.— Pretendes empujarme al escarnio y, demente tú, quieres recrearte en mi humillación, pero yo me mantengo erguido y conservo mi heredad. ¡Antes morir que suplicar merced, antes la destrucción que tal acatamiento! ¡Vete de mi lado, márchate! No me doblego, no me inclino ante nadie en la Tierra.
JEREMÍAS (levantándose vigorosamente).— Entonces, ¡maldito el óleo que ungió tu frente, y maldita la corona que ciñe tu frente; maldición sobre ti, hijo de David, porque sólo proteges tu orgullo, tu bien terreno, en vez de cuidar de Jerusalén, tu bien divino! Pero, escúchame…
SEDECÍAS.— No quiero oír nada más, orate, loco malvado de Dios…
JEREMÍAS.— Recházala, apártala, pues, con tu pie mi palabra, oh vacilante; con todo no podrás pisotear el verbo divino. Escúpela, ebrio, pero sábelo hasta en tus entrañas: está cercana la hora, Sedecías, en que gritarás pidiendo mi consuelo, tal como grita la parturienta. Pero entonces ya no valdrá consejo, pues, ¿quién sabe un consejo contra la muerte, quién dispone de salvación ante el tribunal de Dios? ¡Piensa en esta muralla, recuerda este instante! A buena hora te advertí, pero tu corazón es duro como un ariete, y de hierro es tu frente. Tal como yo te maldigo por ello, maldecirán tu nombre generaciones y generaciones. En tus manos fue confiada Jerusalén, y tú la dejaste caer, a ti te estaba encomendada, y tú la desperdiciaste. ¡Que por eso te olvide la gracia divina, tal como tú desatendiste a Jerusalén! ¡Maldición sobre ti, ejecutor de Babel, estrangulador de Sión, asesino, asesino de Israel!
ABIMÉLEK.— ¡Tírenlo por la muralla! ¡Rómpanle la nuca!
LOS DEMÁS.— ¡Infamó al rey… córtenle la lengua de víbora… tírenlo por la muralla… no temas la palabra del desvariado… hay espuma en sus labios… es un enfermo… arrójenlo por la muralla!
(Los acompañantes del rey arremeten con fuerza contra Jeremías).
SEDECÍAS (quien retrocedió bruscamente como a raíz de un choque invisible, con la mano sobre el corazón, se recobra).— ¡Déjenlo! ¿Creen que la maldición de un demente me hace empalidecer, que una palabra atrevida hace mella en mi fuerza? (Luego de una pausa). Pero veo esto: es cierto lo que decía el pueblo; la palabra de este hombre significa peligro. Golpea cual ariete contra los corazones. No es posible que tal hereje siga hablando desembózadamente ante el pueblo y que su temor se transmita a los guerreros.
ABIMÉLEK.— Es preciso matarlo. El que no confía en Dios, indigno es de la vida.
VOCES.— Que lo apedreen… es un vendido… quiere entregar la ciudad a los caldeos… manda matarlo… reza por nuestra perdición.
SEDECÍAS.— ¿He de aniquilar al que maldecía, para que se crea que temo su palabra? ¡No tal! Ven aquí, Jeremías. Viento son para mí tus palabras, pero te pregunto una vez más por amor de ti: ¿Te dice tu corazón, infaliblemente, que la muerte se ciñe sobre Sión y sobre todos los que moran dentro de los muros de Sión? ¡Te pregunto! ¡Contesta libremente!
JEREMÍAS.— La muerte amenaza a Jerusalén, nos amenaza a nosotros todos. Sólo la capitulación puede salvarnos.
SEDECÍAS.— Entonces, ¡anda y entrégate! El único entre todos, ¡salva tu vida!
(Jeremías lo mira de hito en hito, sin comprenderlo).
SEDECÍAS.— El que consume nuestro pan, que no consuma, además, nuestra fuerza. Si temes por Sión, ¡huye de Sión! Te hago gracia de tu vida. Desciende por esta muralla, encamínate a Nabucodonosor y pon a salvo tu cuerpo. Y si acaso tu palabra se cumple, hincha tus carrillos y ríete de los hermanos que hubieran muerto por Jerusalén.
ABIMÉLEK.— Demasiado indulgente eres, rey, con el detractor.
(Jeremías, inmóvil, lucha por una palabra).
SEDECÍAS.— Vete, pues, huye, apóstata, únete a Nabucodonosor cuya victoria anunciaste, y besa sus pies. Mas yo permaneceré en medio de mi pueblo y en la patria de mis padres, porque creeré hasta el momento de mi último aliento que es mentira la palabra de este hombre y que eternamente durará Jerusalén.
LOS DEMÁS (en júbilo).— Eternamente durará Jerusalén. ¡Nunca perecerá la casa de Dios!
SEDECÍAS.— ¡Date prisa, pues! Pásate a Asur, ya que te lo permití. Déjanos nuestra muerte y arrástrate hacia tu vida.
JEREMÍAS (haciéndose fuerte).— No abandonaré Jerusalén.
SEDECÍAS.— ¿No acabas de vaticinar a todos que se ciñe muerte sobre Jerusalén? ¡Huye, pues, para escapar a ella!
JEREMÍAS.— No es por mi vida que temo, sino que mi corazón grita por los mil veces mil. No me aparto. Que caigan sus bastiones; yo me desplomaré con la última de sus piedras.
VOCES.— No lo toleres entre los guerreros… es un traidor… esparce la confusión entre los hombres armados… échalo… que no esté por más tiempo en comunión con nosotros…
SEDECÍAS.— Por última vez, Jeremías. ¡Despejado está el camino para ti!
JEREMÍAS.— Permaneceré en la ciudad de Dios hasta que ella perezca, hasta que perezca yo.
SEDECÍAS.— En este caso, sin embargo, sabe esto para tu gobierno: la espada estará en adelante sobre tu palabra. Si una vez más levantas la voz para augurio adverso, si nuevamente proclamas a gritos la ruina dentro de estos muros, incurres en pena de muerte.
JEREMÍAS.— No soy yo quien levanta la voz; Dios la arroja desde mis adentros. Así como el aire pasa por la trompeta para que suene, así suena su voluntad a través de mí. En sus manos me entregué.
SEDECÍAS.— Te puse sobre aviso, Jeremías, tal como tú me advertiste. En adelante sólo tú mismo protegerás tu vida. (Dirigiéndose a los demás). Que nadie lo toque mientras se domine. Mas si alguna otra vez gritara espanto sobre los demás, deténganlo y que purgue según la sentencia que ustedes le dicten. (A Jeremías). Cuídate, guarda tu labio para que tu sangre no salte sobre él. A nosotros, en cambio, que nos prohíja Dios, igual que hoy yo te hice gracia a ti.
JEREMÍAS (inmóvil, con voz insegura).— No me guardo a mí… guardo a Jerusalén…
SEDECÍAS (se adelanta nuevamente hasta el borde de la muralla).— Siguen y siguen viniendo, como tormenta truenan sus carros y caballos, y no se prevé un fin, un término. Es verdad, terrible es el rey de Medianoche, terrible será el encontrarse con él. (Respira profundamente). ¡Dios guarde a Jerusalén!
(Sedecías se dispone lentamente a marchar y prosigue recorriendo la ronda, pensativo. Abimélek, el resto del cortejo y los dos guerreros lo siguen al mismo paso tardo).
BARUC (saliendo precipitadamente de la sombra).— Pronto… corre en pos de él, resume una vez más tu fuerza… misión de Dios te incumbe… corre, a obligarlo…
JEREMÍAS (sobresaltado).— ¿Quién… a quién he de obligar?
BARUC.— ¡Al rey… corre detrás de él… inflama tu palabra, salva, salva a Jerusalén!
JEREMÍAS.— ¡Al rey!, (profundamente aterrado, mira en torno de sí y el muro). Oh… se fue… se ha ido… perdida… sin aprovecharla hora sagrada… Dios me lo envió, lo empujó en mis manos para que amasase su voluntad, y lo dejé escabullirse… cara a cara me fue entregado el indeciso, y sin embargo: como ceniza se pulverizó mi palabra contra su frente… Oh, vergüenza sobre mí, porque fue tan flaco mi discurso, tan tibio mi aliento… Con maldición acometí contra él, y con bondad me venció… ¿Quién soy yo para que se me sirva, si no sirvo, a mi vez, a la palabra?… ¡Oh, maldita la ortiga de mi peroración… maldición sobre el cardo de mi boca!…
BARUC.— Pruébalo otra vez, y lo obligarás. Ya empezaba a flaquear su voluntad.
JEREMÍAS.— Demasiado tarde, demasiado tarde; está perdida la hora que Dios me eligió. Pero ¿por qué me designó a mí, tan débil, por qué llamó debilidad a tan grandiosa empresa? ¿Por qué sólo puso la hiel de la maldición en mi boca y el ajenjo amargo de la palabra, por qué no así la llama que purifica y enardece los corazones de los hombres? ¿Quién soy yo, ser insignificante, para que me atreva a llamarme profeta de su palabra, hermano de los egregios, si no soy también heredero de su fuerza? Impusieron a reyes la brida de su voluntad y humillaron la frente de pueblos, fuego del Señor precedía su discurso, pero yo, una espina en la carne de su sufrimiento, no consigo dar vuelta a una hoja con el aliento de mi alma… Un baboso soy, nada más, un sonido de confusión y de viento.
BARUC.— No te tortures, maestro; el dolor te desconcierta.
JEREMÍAS.— Di, pues, confirma, atestigua a fin de que me percate… ¿qué he logrado yo? Una ciudad está al borde de la muerte, y su pena me consume… de sueños me siento rodeado todas las noches y grávido de palabras… di, pues, ¿qué logré contra el señor de la hora… mi advertencia, a quién puso sobre aviso?… No envió un mensajero de tienda en tienda, nadie levanta sus pies como mensajero de la paz… Oh, el aire engulle mis gritos, y la risa de los hombres los traga… he sido engendrado para la humillación y he nacido para el tormento. ¿A quién di alegría? Espanto soy para los justos y angustia para mi madre. Ninguna mujer lleva en su seno un hijo mío, y ningún ser viviente cree en mi palabra.
BARUC.— Yo te creo. No te dejo.
JEREMÍAS.— Tú me crees… ¿todavía?… Entonces oye mi palabra… Si es que me crees, abandóname, pues te pierdes. Anda con los demás, con los que predican la dulzura y que chorrean de promesas, vete con Ananías quien augura triunfo, y no te burles más de ellos, pues sabe que ellos son mejores que yo. Aun su mentira engendra valentía, en tanto que las caderas de mi palabra son débiles y no despiertan semilla alguna del triunfo. Sólo desmayo genera mi desmayo. Oh, di, ¿quién es más inútil que aquel que grita paz entre las espadas, quién más necio que el que proclama sabiduría en medio de la embriaguez? ¿No es, acaso, la alegría pan del hombre, y la esperanza, su manjar? ¡Bendito el que consuela, y maldito el que sólo maldice… que le corten la lengua… que se extinga el que sólo es escándalo y contrariedad!
BARUC.— No, no me aparto de ti… Tú eres el grande… Te elegí por amor a tu sufrimiento.
JEREMÍAS.— No me alabes, no me elogies… me consume la vergüenza… ¿Qué hice yo en bien de Jerusalén?… ¿Doblegué la terquedad del rey, conduje hacia el buen camino al pueblo descarriado, desperté al mensajero de la paz con el aguijón de mi hablar? Sólo grité y maldije, pero mi griterío fue un relámpago que cae en el agua, y mi maldición un viento que no sopla… ¿Adónde está, cuál es mi acción?… ¿A quién traje bienaventuranza… adónde establecí paz?… ¿Adónde desperté al mensajero para el camino, cuando yo mismo tropecé?…
BARUC.— ¿Cómo dijiste? ¿Qué debías lograr un mensajero que de parte de Nabucodonosor fuera hasta el rey?
JEREMÍAS.— A condición de que aquél quiera hablar primero. Como niños esperan los reyes a que uno empiece a hablar.
BARUC (enardecido).— Con tu aliento, dijiste, debías crear un mensajero, con tu aliento… Mira, Jeremías, sabe, santo desanimado… no es seca ni estéril tu palabra… fértil cayó ella en mi alma… en mí germina ahora el mandamiento divino… gracias, maestro, porque me despertaste… de las tinieblas me sacaste… señalaste mi misión… oh, Jeremías, con tu dolor engendras la fuerza… te doy las gracias… gracias.
JEREMÍAS.— ¿A qué te enardeces así? No te comprendo.
BARUC.— Mi misión… es ella la que arde dentro de mí, tú me inflamaste… conozco el camino, vecino a la muerte corre como el tuyo… pero quiero recorrerlo por amor de Jerusalén… adiós, maestro… quiero ser digno de tu llamamiento, ¡con Dios!
JEREMÍAS.— ¿Adónde piensas ir?
BARUC.— ¡Adiós, maestro!… Adiós, y bendíceme si tengo éxito, mas si fracaso, no me maldigas… adiós… adiós… Se trata de Jerusalén…
(Baruc trepa al borde de la muralla y empieza a descender del lado opuesto).
JEREMÍAS.— ¿Qué quieres junto a la muralla… Baruc… adónde vas?…
BARUC.— Sigo tu camino… adiós, adiós… (Desciende del otro lado de la muralla).
JEREMÍAS (inclinándose sobre el muro).— Baruc, ¿adónde vas?… Detente… te agarrarán… los espías de Caldea ya están activos en los caminos… ¡Baruc!… ¡Baruc!… ¿Por qué me huyes? ¿Por qué me dejas solo?… ¡Baruc, Baruc!… ¡Quédate a mi lado en esta hora!
EL PRIMER GUERRERO (ha acudido corriendo).— ¿Qué gritas… qué gritas en la noche?
JEREMÍAS (enderezándose).— Grito, grito… y sin embargo, nadie me escucha.
EL PRIMER GUERRERO.— ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué andas haciendo aquí todavía? Me pareció ver una sombra deslizándose muro abajo. ¿Está alguien contigo?
JEREMÍAS.— Nadie está conmigo, ya nadie está conmigo…
(Jeremías desciende lentamente de la muralla, con paso pesado, en dirección a la ciudad. El guerrero le sigue con la vista fija hasta que desaparece en la sombre, luego se recobra y marcha arriba y abajo en la luz dura. Hay un silencio, y sólo sus pasos retumban entre los bloques de piedra blanqueados por la luz de la luna, y desde Lejos resuena, en lo invisible, nuevamente el grito de «Sansón sobre ellos», a través de la noche blanca).